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La segunda a la derecha y todo recto hasta la mañana. Según Peter, ese es el camino al País de Nunca Jamás, el mágico lugar al que llevará a Wendy y sus hermanos, y donde vivirán increíbles aventuras junto a los niños perdidos, el capitán Garfio y sus piratas, los valientes de la tribu picaninny y Campanita. En su novela, James Barrie captó el modo de pensar de los chicos y su particular visión del mundo. Por eso, los pequeños lectores se sentirán representados en este clásico de estilo moderno y humor fresco.
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© Letra Impresa Grupo Editor, 2020
Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-1267 Whatsapp +54-911-3056-9533
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Barrie, James Matthew Peter Pan / James Matthew Barrie ; ilustrado por Patricia López Latour. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2019. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online Traducción de: Laura Pizzi. ISBN 978-987-4419-68-2 1. Narrativa Infantil y Juvenil Inglesa. 2. Cuentos Clásicos Infantiles. I. López Latour, Patricia, ilus. II. Pizzi, Laura, trad. III. Título. CDD
Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial. Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
APARECE PETER
Todos los niños, excepto uno, crecen. Y todos lo averiguan muy pronto. Wendy se dio cuenta cuando tenía dos años. Jugaba en el jardín, arrancó una flor y corrió a dársela a su mamá. Supongo que debía estar encantadora, porque la señora Darling exclamó: “¡¿Por qué no podrás quedarte así para siempre?!”.
Desde entonces, Wendy supo que tenía que crecer.
La señora Darling también era encantadora, imaginativa y tenía una boca dulce y graciosa. Y esa dulce boca guardaba un beso. Durante mucho tiempo no se supo para quién era, aunque estaba ahí, bien visible en la comisura derecha.
El señor Darling era uno de esos hombres inteligentes que saben muchísimo de acciones y cotizaciones. Por supuesto, nadie entiende de eso realmente. Pero él daba la impresión de que sí lo entendía, y siempre comentaba que las cotizaciones estaban en alza y las acciones en baja, de un modo que habría hecho que cualquier mujer lo respetara. Y por supuesto, su mujer lo hacía.
Cuando recién se casaron, la señora Darling llevaba un cuaderno donde anotaba todas las cuentas de la casa y no se olvidaba de nada. Pero, poco a poco, en lugar de sumar, comenzó a hacer dibujos de bebés. Era lo que ella soñaba tener.
Wendy fue su primera hija. Luego, llegaron John y Michael, y pronto se vio a los tres hermanos caminando rumbo al jardín de infantes, acompañados por su niñera.
A la señora Darling le encantaba tener todo en orden y el señor Darling estaba obsesionado por ser igual a sus vecinos. Así que, lógicamente, contrataron una niñera. Pero como no eran ricos, su niñera fue una perra terranova, llamada Nana.
Nana no había tenido ningún dueño hasta que los Darling la contrataron en la plaza. Allí pasaba la mayor parte de su tiempo libre, metiendo el hocico en los cochecitos de los bebés. Las niñeras descuidadas la odiaban porque las seguía hasta sus casas y, luego, se quejaba de ellas frente a sus patrones. Es que a Nana los niños siempre le habían parecido importantes.
La terranova resultó una joya de niñera. ¡Qué cuidadosa era a la hora del baño! Por supuesto, tenía la cucha en la habitación de los chicos y, durante la noche, estaba atenta al más mínimo ruido y sabía, por ejemplo, si una tos debía tomarse en serio o no.
Era una lección de sensatez verla cuando llevaba a los niños a la escuela. Si se portaban bien, caminaba a su lado, tranquilamente. Pero si se separaban, los obligaba a ponerse en fila de nuevo. Además, nunca se olvidó de sus pulóveres y, por lo general, llevaba un paraguas en la boca, por si llovía.
Le molestaba que las amistades de la señora Darling entraran en la habitación de los niños. Pero si lo hacían, rápidamente le quitaba el delantal a Michael y le ponía una camisita bordada, le arreglaba la ropa a Wendy y le alisaba el pelo a John.
Ninguna niñera habría sido mejor y el señor Darling lo sabía. Pero a veces, tenía la sensación de que ella no lo admiraba.
–Sé que te admira muchísimo, George –le aseguraba la señora Darling y les hacía señas a los niños para que, en esas ocasiones, fueran especialmente cariñosos con su padre.
Nunca hubo una familia más feliz, hasta que llegó Peter Pan.
La primera vez que la señora Darling supo algo de Peter fue una noche en que estaba ordenando la imaginación de sus hijos. Todas las madres acostumbran investigar en la imaginación de sus niños cuando ya se han dormido, y ordenan las cosas para la mañana siguiente. Si ustedes pudieran quedarse despiertos (pero claro que no pueden) verían cómo sus mamás ponen en su lugar las cosas que se han salido durante el día. Es muy parecido a ordenar los cajones. Supongo que las verían arrodilladas junto a sus camas, repasando algunas de sus ideas, preguntándose de dónde han sacado tal cosa, descubriendo pensamientos tiernos y no tan tiernos, acariciando esto y alejando rápidamente esto otro. Por eso, cuando ustedes se despiertan por la mañana, las travesuras y los enojos quedaron guardados en el fondo de sus cabezas, y arriba, bien aireados, están sus pensamientos más bonitos, preparados para que se los pongan.
No sé si alguna vez vieron un mapa de la mente de una persona. A veces, los médicos dibujan mapas de otras partes del cuerpo. Pero si alguna vez los atrapan haciendo el mapa de la mente de un niño, verán que no solo es confusa, sino que no para de dar vueltas. Tiene líneas en zigzag. Probablemente, esas líneas son los caminos de la isla. Porque deben saber que el País de Nunca Jamás siempre es una isla (más o menos) con veloces embarcaciones que navegan en alta mar, con indios y guaridas solitarias, gnomos (que en su mayoría son sastres), cavernas por las que corre un río, príncipes con seis hermanos mayores, y una señora muy bajita y anciana con la nariz ganchuda. Si eso fuera todo, sería un mapa sencillo. Pero también está el primer día de escuela, los padres, la plaza, asesinatos y otras noticias espantosas, la conjugación de los verbos, el día de comer pastel de chocolate, ponerse ropa de grande, dime la tabla del nueve, monedas a cambio de un diente y muchas cosas más. Todo eso es parte de la isla. Y todo es bastante confuso, porque nada se queda quieto.
Como es lógico, cada chico tiene un País de Nunca Jamás propio. El de John, por ejemplo, tenía una laguna con flamencos que volaban por encima y que él cazaba con una escopeta. En cambio el de Michael, que era muy pequeño, tenía un flamenco con lagunas que volaban por encima de él. En el País de Nunca Jamás, John vivía en un barco encallado en la arena; Michael, en una tienda india y Wendy, en una casa de hojas. John no tenía amigos, Michael tenía amigos por la noche, Wendy tenía un lobito abandonado por sus padres. Pero cuando los niños juegan, siempre llegan a estas mágicas tierras en barquitos.
De todas las islas de Nunca Jamás, la de esta historia es la más interesante y la más apretujada. No se trata de un lugar grande y desparramado, con incómodas distancias entre una aventura y la siguiente, sino que allí todo está agradablemente amontonado. Cuando se juega en ella durante el día, con las sillas y el mantel, no da ningún miedo. Pero justo antes de que uno se quede dormido, casi se hace realidad. Por eso se ponen lámparas en las mesas de luz.
A veces, mientras viajaba por la imaginación de sus hijos, la señora Darling encontraba cosas que no lograba entender. Y la que más le llamaba la atención era la palabra Peter. No conocía a ningún Peter y, sin embargo, en las mentes de John, Michael y Wendy asomaba aquí y allá. Y mientras la señora Darling lo contemplaba, le parecía que tenía un aspecto curiosamente desfachatado.
–Sí, es bastante desfachatado –admitió un día Wendy.
(Su madre le había estado preguntando).
–¿Pero quién es, mi vida?
–Es Peter Pan, mamá. ¿No lo sabes?
Al principio, la señora Darling no lo sabía. Pero después se acordó de su infancia y de un tal Peter Pan que, según se decía, vivía con las hadas. En esa época, ella creía en él. Pero ahora que era una mujer casada y llena de sentido común, dudaba seriamente de que esa persona existiera y de las extrañas historias que se contaban sobre él.
–Además, ya debería ser mayor –le dijo a Wendy.
–No, mamá, no creció –le aseguró su hija, muy convencida–. Es de mi tamaño.
Quería decir que era de su tamaño tanto de cuerpo como de mente. Y no sabía cómo lo sabía. Simplemente, lo sabía.
La señora Darling le comentó el asunto al señor Darling.
–Debe ser una tontería que Nana les metió en la cabeza –le dijo él, sin darle importancia–. Es justo la clase de cosas que se le ocurriría a un perro. Ya verás cómo se les pasa.
Pero no se les pasó y el molesto niño no tardó en darle un buen susto a la señora Darling. Una mañana, en el piso del cuarto de los niños, aparecieron unas cuantas hojas de árbol que no estaban la noche anterior. La señora Darling se preguntaba de dónde habrían salido, cuando su hija le dijo, despreocupadamente (los chicos viven las aventuras más raras sin sorprenderse):
–¡Seguro que fue ese Peter otra vez! –Y agregó, pues era una niña muy limpia–: Está muy mal que no barra.
Luego, le contó que, algunas noches, le parecía que Peter se metía en la habitación, se sentaba a los pies de su cama y tocaba la flauta. Por desgracia, ella nunca se despertaba, así que no sabía cómo lo sabía.
–¡Qué tonterías dices, preciosa! Nadie puede entrar sin tocar el timbre.
–Creo que entra por la ventana –comentó Wendy.
–Pero, mi amor, hay tres pisos de altura.
–¿No estaban las hojas junto a la ventana, mamá?
Era cierto: las hojas habían aparecido allí.
–¡Hija mía, ¿por qué no me lo contaste antes?!
–Me olvidé –respondió Wendy, sin darle importancia. Tenía prisa por desayunar.
La señora Darling examinó las hojas atentamente: no eran de ningún árbol conocido en Inglaterra. Después, gateó por el suelo, buscando huellas de algún pie extraño. Golpeó las paredes de la chimenea con el atizador. Dejó caer una cinta métrica desde la ventana hasta la vereda: había una distancia de diez metros y ni siquiera un caño por donde trepar. Lo que Wendy afirmaba era imposible. Sin duda, lo había soñado.
Pero Wendy no lo había soñado y esto se demostró la noche siguiente, cuando empezaron las increíbles aventuras de estos niños.
La noche de la que hablamos, los tres chicos estaban acostados. Dio la casualidad de que era el día libre de Nana, así que la señora Darling fue quien los bañó y les cantó hasta que se durmieron. Después, se sentó junto al fuego, a coser una camisa para Michael. El cuarto de los niños estaba apenas iluminado por las tres lamparitas de sus mesas de luz y, por eso, pronto se durmió y la camisa quedó sobre su falda.
Mientras dormía, la señora Darling soñó que el País de Nunca Jamás estaba cerca y que un extraño chiquillo había salido de él.
El sueño no habría tenido ninguna importancia si no hubiera sido porque, mientras soñaba, la ventana del cuarto se abrió de golpe, y el chiquillo entró volando y se posó en el suelo. Iba acompañado por una luz extraña, no más grande que un puño, que revoloteaba por la habitación. Y creo que fue esa luz la que despertó a la señora Darling.
Apenas vio al chiquillo, supo que se trataba de Peter Pan. Era un niño encantador, vestido con un traje de hojas. Pero lo más lindo que tenía era que conservaba todos sus dientes de leche. Y cuando se dio cuenta de que la señora Darling era una adulta, mostró esas pequeñas perlas, pues no le gustó nada.
LA SOMBRA
La señora Darling gritó. Se abrió la puerta y, como si la hubieran llamado, entró Nana que volvía de su día libre. Inmediatamente, gruñó y se lanzó contra el chiquillo, quien saltó por la ventana. La señora Darling volvió a gritar, esta vez preocupada por él, pues pensó que se había matado, y bajó corriendo a la calle para buscar su cuerpito. Pero no estaba allí. Miró hacia arriba y solo vio algo que le pareció una estrella fugaz.
Cuando regresó al cuarto de los niños, Nana tenía una cosa en la boca, que resultó ser la sombra del chiquillo. La perra había cerrado la ventana justo después de que él saltó y, aunque fue demasiado tarde para atraparlo, alcanzó a capturar su sombra: la ventana se cerró de golpe y se la arrancó.
Les aseguro que la señora Darling la examinó atentamente, pero era una sombra de lo más común. Nana no tenía dudas sobre qué debían hacer con ella y la enganchó en la parte de afuera de la ventana, como diciendo: “Seguro que vuelve a buscarla. La pondremos en un lugar donde pueda recuperarla sin molestar a los niños”. Por desgracia, la señora Darling no quiso dejar la sombra colgada allí (no le pareció serio) y decidió guardarla en un cajón.
Le contó el episodio a su marido una semana después, ese viernes tan triste de recordar.
Desde ese viernes, el señor Darling siempre repetía:
–Deberíamos haber tenido más cuidado. Yo soy el responsable de todo. Fue mi culpa, fue mi culpa.
Noche tras noche, se quedaban sentados, recordando aquel viernes terrible y todo lo que había sucedido.
–Si yo no hubiera aceptado la invitación para cenaren casa de los vecinos –decía la señora Darling.
–Si yo no hubiera puesto mi medicina en el plato de Nana –decía el señor Darling.
–Si yo hubiera fingido que me gustaba la medicina –decían los ojos húmedos de Nana.
Y todos se echaban la culpa. La señora Darling, porque le gustaban tanto las fiestas; el señor Darling, por su raro sentido del humor y Nana, por su olfato delicado. Después, Nana pensaba: “Es cierto, no deberían haber tenido un perro de niñera”. El señor Darling le secaba los ojos con un pañuelo y exclamaba:
–¡Ese canalla!
Nana le daba la razón con un ladrido, pero la señora Darling nunca insultaba a Peter. Así, pasaban cada noche en el cuarto de los niños, que ahora estaba vacío,recordando hasta el más mínimo detalle de aquella espantosa noche.
Esa noche había comenzado normalmente, como tantas otras noches, cuando Nana preparó el agua para el baño de Michael y lo llevó hasta la bañera, subido en su lomo.
–¡No quiero bañarme! –gritaba él, como si creyera que podía decidir sobre ese asunto–. ¡No quiero, no quiero! Por favor. No te voy a querer más, Nana. ¡Te digo que no me quiero bañar, no y no!
Entonces, entró la señora Darling, vestida con su traje de fiesta blanco, y encontró a sus dos hijos mayores jugando a la familia. En el juego, acababa de nacer John, con la extraordinaria emoción que, según él, se merecía el nacimiento de un varón. Wendy, la flamante mamá, bailaba de alegría. En ese momento, Michael volvió del baño y también pidió nacer. Pero John le dijo que ya no querían más hijos.
–Nadie me quiere –se quejó Michael.
Por supuesto, la señora vestida con el traje de fiesta no pudo soportarlo y aseguró:
–Yo sí. Yo sí que quiero un hijo más.
–¿Niño o niña? –preguntó Michael, sin demasiadas esperanzas.
–Niño –respondió su madre y él la abrazó.
Había sido algo sin importancia como para que el señor y la señora Darling y Nana lo recordaran. Pero no tan sin importancia si esa iba a ser la última noche de Michael en el cuarto de los niños.
–Fue en ese momento cuando yo entré como un huracán, ¿verdad? –recordaba el señor Darling, maldiciéndose a sí mismo.
Es cierto. Había entrado como un huracán, pero quizás se lo podría disculpar un poco. Estaba arreglándose para la fiesta y todo iba bien hasta que llegó a la corbata. Es increíble tener que decirlo, pero ese hombre, aunque entendía de acciones y cotizaciones, no lograba hacerse el nudo. Por eso entró corriendo en el cuarto de los niños, con la terca corbata en la mano.
–¿Qué ocurre, querido? –le preguntó su esposa.
–¡¿Que qué ocurre?! –aulló él, porque de verdad aulló–. ¡Es esta corbata, que no se anuda alrededor de mi cuello! –Le pareció que la señora Darling no había quedado suficientemente impresionada y siguió, muy serio–: Te advierto, querida, que sin corbata no saldremos esta noche. Y si no salgo esta noche, no vuelvo a la oficina nunca más. Y si no vuelvo a la oficina, tú y yo nos moriremos de hambre y tendremos que abandonar a nuestros hijos en algún bosque.
–Déjame intentarlo, querido –le dijo la señora Darling, que nunca perdía la calma.
Los niños se apiñaron alrededor, para ver qué les pasaría en el futuro, y ella le anudó la corbata con sus suaves manos. El señor Darling, que tenía buen carácter, se olvidó de su furia, le dio las gracias y, un momento después, saltaba con Michael trepado en su espalda.
–¿Te acuerdas de que Michael me preguntó de pronto: “¿Cómo me conociste, mamá?” –siempre recordaba la señora Darling.
–¡Claro que me acuerdo!
–Eran muy buenos, ¿no crees, George?
–Eran nuestros. ¡Y ahora ya no los tenemos!
Aquella noche terrible sucedió algo más. Por desgracia, el señor Darling se chocó con Nana y los pantalones se le llenaron de pelos. Entonces, volvió a decir que era un error tener un perro de niñera.
–George, Nana es una joya –aseguró su esposa.
–No lo dudo, pero a veces trata a los niños como si fueran perritos.
–Oh no, querido, estoy segura de que sabe que son personas.
–No sé, no sé –respondió el señor Darling, pensativo.
A la señora Darling le pareció que ese era el momento de hablarle del chiquillo que había entrado por la ventana. Al principio, él se burló de la historia. Pero cuando ella le mostró la sombra, se puso muy serio y dijo, mientras la examinaba cuidadosamente:
–No es de nadie que yo conozca, pero sí que parece la de un pillo.
–Todavía estábamos hablando de eso cuando entró Nana con el remedio de Michael –recordaba siempre el señor Darling.
No hay duda de que, con lo del remedio, el señor Darling tuvo una actitud bastante tonta. Decía que él tomaba sus medicinas sin quejarse. Por eso, cuando Michael rechazó la cuchara que Nana le acercaba, le dijo en tono de reto:
–Pórtate como un hombre.
–No quiero, no quiero –lloriqueó el pequeño.
La señora Darling fue a buscarle un chocolatín.
–¡Querida, no lo malcríes! –le gritó el señor Darling. Y después le repitió a su hijo–: Michael, cuando yo tenía tu edad, decía: “Gracias, queridos padres, por darme estos remedios”.
De veras él creía que eso era cierto. Wendy, que ya estaba en camisón, también lo creía y le dijo, para animar a Michael:
–Papá, el remedio que tú tomas es mucho más feo, ¿verdad?
–Muchísimo peor –le respondió el señor Darling–. Y si no fuera porque perdí el frasco, me lo tomaría ahora mismo, para que Michael vea.
En realidad, no lo había perdido: lo había escondido en la parte más alta de un armario. Lo que no sabía era que Liza, la mucama, lo había encontrado y lo había vuelto a poner en un estante del baño.
–Papá, yo sé dónde está. ¡Te lo traeré! –exclamó Wendy, que siempre se sentía feliz cuando era útil.
La niña salió corriendo antes de que él pudiera detenerla y volvió con la medicina en un vaso.
El señor Darling ya no tenía excusas, pero dijo:
–Primero Michael.
–Primero papá –contestó Michael, que siempre desconfiaba.
–Me voy a enojar –lo amenazó el señor Darling.