Picadura mortal - Lourdes Ortiz - E-Book
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Lourdes Ortiz

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Beschreibung

Picadura mortal, está considerada por muchos expertos el primer femicrime ibérico, es decir, la primera novela negra no solo escrita, sino también protagonizada por una mujer en España. Una obra imprescindible en una colección como Pioneras, que pretende reivindicar a las primeras autoras del género negro de nuestro país. Por ello, conmemorando el 40.º aniversario de su publicación, hemos rescatado para los lectores la única aventura protagonizada por la inolvidable sabuesa Bárbara Arenas. Madrid, 1979. "No suelo tener mala suerte, pero hay tipos y tipos, y aquel había resultado de los de "apaga y vámonos": apaga para ver qué pasa y vámonos porque aquí no pasa nada". Así es Bárbara Arenas, no da segundas oportunidades. Tras dejar plantado a su último amante, la detective toma un avión que la llevará a Tenerife a investigar la desaparición de Ernesto Granados, un magnate de la industria tabaquera, tan influyente y rico como poco querido. El desparpajo, el coraje, el sentido lógico y su Colt, son las mejores armas de esta insólita detective. Y la más certera es su intuición, que la llevará a desentrañar una peligrosa trama, en la que los protagonistas son la familia de este controvertido empresario. Los Granados tienen unas particularísimas relaciones y tantos secretos como oscuros son los negocios paralelos al tabaco, que no parece sino extender su cortina de humo sobre la auténtica vida de cada uno de los miembros de la extraña familia…

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Ín­di­ce de con­te­ni­do
Pró­lo­go: Pio­ne­ra en­tre las pio­ne­ras.
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Epí­lo­go

Tí­tu­lo: Pi­ca­du­ra mor­tal. Pu­bli­ca­do por pri­me­ra vez en mar­zo de 1979 por Sed­may Edi­cio­nes, S.A. .

© Lour­des Or­tiz, 1979

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: enero 2019

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2019: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

Al se­ño­ri­to «Des­te­llo»

«Pues, ¿cómo, ¡oh, ma­ta­dor de Mad­hu!, he­mos de ser fe­li­ces ma­tan­do a nues­tra fa­mi­lia?… Con la des­truc­ción de la tri­bu se des­tru­yen las eter­nas ins­ti­tu­cio­nes de la mis­ma, y arrui­na­das las ins­ti­tu­cio­nes, la in­jus­ti­cia do­mi­na a la tri­bu en­te­ra. Por el pre­do­mi­nio de la in­jus­ti­cia, ¡oh, Krish­na!, se per­vier­ten las mu­je­res de la tri­bu, y con la li­cen­cia de es­tas, ¡oh hijo de Vrish­ni!, em­pie­za la con­fu­sión de las cas­tas».

Bha­ga­vad-Gita, Anó­ni­mo.

Prólogo: Pionera entre las pioneras.

La no­ve­la ne­gra es­pa­ño­la es hija de la Tran­si­ción. Aun­que exis­tie­ron cul­ti­va­do­res del enig­ma du­ran­te la dic­ta­du­ra, es­pe­cia­lis­tas como Sal­va­dor Váz­quez de Par­ga ase­gu­ran que el na­ci­mien­to del gé­ne­ro ne­gro en Es­pa­ña se pro­du­ce des­pués de la muer­te de Fran­co.

Algo ló­gi­co, por otra par­te, si en­ten­de­mos el gé­ne­ro como no­ve­la rea­lis­ta y so­cio­crí­ti­ca, y no solo como mero pa­sa­tiem­po pa­ra­li­te­ra­rio, pues ¿qué in­jus­ti­cia po­dría de­nun­ciar­se en una so­cie­dad tan per­fec­ta como la fran­quis­ta?

Iro­nías apar­te, si bien Ta­tua­je, la pri­me­ra en­tre­ga cri­mi­nal de la se­rie Car­val­ho (pa­ra­dó­ji­ca­men­te, la fun­da­cio­nal Yo maté a Ken­nedy no sue­le con­si­de­rar­se par­te de la se­rie), fue pu­bli­ca­da por Ma­nuel Váz­quez Mon­tal­bán en 1974, no será has­ta fi­na­les de los se­ten­ta y prin­ci­pios de los ochen­ta cuan­do apa­rez­ca la pri­me­ra ge­ne­ra­ción de cri­mi­na­les li­te­ra­rios pata ne­gra. Y en­tre las edi­to­ria­les que tra­ta­ron de im­pul­sar el alum­bra­mien­to de la no­ve­la po­li­cía­ca es­pa­ño­la, eti­que­ta más co­mún por aquel en­ton­ces para re­fe­rir­se a la li­te­ra­tu­ra de gé­ne­ro, des­ta­ca por mé­ri­tos pro­pios Edi­cio­nes Sed­may.

Pese a su cor­ta vida, ape­nas duró dos años y no al­can­zó la vein­te­na de tí­tu­los, en la co­lec­ción Círcu­lo del Cri­men vie­ron la luz clá­si­cos del ca­li­bre de Pró­te­sis, de An­dreu Mar­tín, o Un beso de ami­go, de Juan Ma­drid, ga­na­dor y fi­na­lis­ta, res­pec­ti­va­men­te, de la úni­ca edi­ción del pre­mio del mis­mo nom­bre. Pero tam­bién jo­yas tris­te­men­te ol­vi­da­das como Gay Flo­wer, de­tec­ti­ve muy pri­va­do, pri­me­ra en­tre­ga del es­per­pén­ti­co in­ves­ti­ga­dor con el que el maes­tro del hu­mo­ris­mo PGar­cía pa­ro­dió el hard-boi­led ame­ri­cano, y Pi­ca­du­ra mor­tal, de Lour­des Or­tiz, con­si­de­ra­da por mu­chos ex­per­tos el pri­mer fe­mi­cri­me ibé­ri­co, es de­cir, la pri­me­ra no­ve­la ne­gra no solo es­cri­ta, sino tam­bién pro­ta­go­ni­za­da por una mu­jer en Es­pa­ña.

Un tí­tu­lo tan ade­lan­ta­do a su tiem­po, que la con­tra­por­ta­da de la edi­ción ori­gi­nal de 1979, ante la au­sen­cia de mu­je­res que es­cri­bie­ran noir, tan­to en el pa­no­ra­ma edi­to­rial en es­pa­ñol como in­ter­na­cio­nal, se com­pa­ra­ba a Lour­des Or­tiz con Agat­ha Chris­tie, la má­xi­ma ex­po­nen­te de la li­te­ra­tu­ra de mis­te­rio. Una obra im­pres­cin­di­ble en una co­lec­ción como Pio­ne­ras, que pre­ten­de reivin­di­car a las pri­me­ras au­to­ras del gé­ne­ro ne­gro de nues­tro país. Por ello, con­me­mo­ran­do el 40.º aniver­sa­rio de su pu­bli­ca­ción, he­mos res­ca­ta­do para los lec­to­res la úni­ca aven­tu­ra pro­ta­go­ni­za­da por la inol­vi­da­ble sa­bue­sa Bár­ba­ra Are­nas.

No en vano, pese a sus vein­ti­cin­co pri­ma­ve­ras, Are­nas es una de­tec­ti­ve pri­va­da fuer­te, in­de­pen­dien­te y tes­ta­ru­da, dis­pues­ta a todo para es­cla­re­cer la mis­te­rio­sa des­apa­ri­ción de Er­nes­to Gra­na­dos, un acau­da­la­do mag­na­te ca­na­rio del ta­ba­co, al que toda su ava­ri­cio­sa pro­le da por muer­to.

Y es que, como los ca­na­rios no son los úni­cos pá­ja­ros en la isla, la mo­dé­li­ca pa­ren­te­la del vie­jo in­clu­ye bui­tres como una viu­da de­ma­sia­do jo­ven y de­ma­sia­do ale­gre para guar­dar luto al fi­na­do, dos hi­jos sin ofi­cio que solo bus­can su be­ne­fi­cio, y dos pe­li­gro­sas nue­ras a las que solo une su odio re­cí­pro­co y el que sien­ten ha­cia sus ma­ri­dos.

Y si a eso le aña­des una dís­co­la nie­ta ca­sa­da con un ma­fio­so del jue­go y un hijo pró­di­go con an­te­ce­den­tes como nar­co­tra­fi­can­te, aun­que Are­nas sea una mu­jer li­te­ral y fi­gu­ra­da­men­te de ar­mas to­mar, cuan­do las sor­pre­sas y los muer­tos se su­ce­dan, nues­tra jo­ven in­ves­ti­ga­do­ra ten­drá que dar lo me­jor de sí mis­ma para no pa­sar a me­jor vida y des­cu­brir, en la úl­ti­ma pá­gi­na, qué pasó real­men­te con Gra­na­dos.

Para re­don­dear el ex­plo­si­vo cóc­tel de en­re­dos fa­mi­lia­res e ines­pe­ra­das vuel­tas de tuer­ca con la que hace ya cua­tro dé­ca­das la po­li­fa­cé­ti­ca y lau­rea­da es­cri­to­ra, tra­duc­to­ra y pro­fe­so­ra Lour­des Or­tiz (Ma­drid, 1943) de­bu­tó en el gé­ne­ro ne­gro, Pi­ca­du­ra mor­tal cuen­ta con una piz­ca de crí­ti­ca fe­mi­nis­ta y un es­ti­lo tan na­tu­ral y di­ver­ti­do, que apues­to a que, como yo, an­tes de po­ner pun­to y fi­nal a esta pio­ne­ra en­tre las pio­ne­ras, es­ta­réis desean­do que la pa­re­ja Or­tiz–Are­nas hu­bie­se co­la­bo­ra­do en más in­ves­ti­ga­cio­nes.

Ser­gio Vera Va­len­cia

Di­rec­tor de la co­lec­ción Off Ver­sá­til

1

No sue­lo te­ner mala suer­te, pero hay ti­pos y ti­pos, y aquel ha­bía re­sul­ta­do de los de «apa­ga y vá­mo­nos»: apa­ga para ver qué pasa y vá­mo­nos por­que aquí no pasa nada.

Mien­tras con­tem­pla­ba a mi lado el cuer­po dor­mi­do de aquel mu­cha­cho ru­bio, tan tier­ne­ci­to, por otra par­te, me pre­gun­ta­ba cómo pue­do ser tan ton­ta para, a mis vein­ti­cin­co años, no te­ner to­da­vía cla­ro aque­llo de «quien con ni­ños se acues­ta…». Por eso, mien­tras bos­te­za­ba y em­pe­za­ba a ima­gi­nar los mo­dos y ma­ne­ras que me per­mi­ti­rían sa­lir de aque­lla cama, sin te­ner que vol­ver a re­pe­tir el lar­go y la­men­ta­ble toma y daca de aque­lla no­che, año­ra­ba que la cosa se pu­sie­ra mo­vi­di­ta, y lo de mo­vi­di­ta no iba en el sen­ti­do que el lec­tor pue­de es­tar ima­gi­nan­do.

Sue­lo ele­gir los ca­sos de los que me ocu­po y nun­ca acep­to nin­guno sin con­sul­tar­lo des­pa­ci­to con la al­moha­da y con mis tri­pas. «In­tui­ción fe­me­ni­na», que dice el jefe y que, por lo ge­ne­ral, no me da mal re­sul­ta­do. Y, sin em­bar­go, en aque­lla ma­ña­na, ador­mi­la­da aún y un po­qui­to de­cep­cio­na­da, me ha­lla­ba en la si­tua­ción ideal para ser con­ven­ci­da de que no ha­bía nada que me ape­te­cie­ra más que re­co­ger mis bár­tu­los, po­ner­me en mar­cha, y ver­me de nue­vo en la pre­ten­cio­sa y desai­ra­da pos­tu­ra de aquel que bus­ca en­de­re­zar en­tuer­tos y res­ca­tar don­ce­llas mal­tra­ta­das. No era una don­ce­lla lo que ha­bía que sal­var, sino a un ¿res­pe­ta­ble? an­ciano, re­cla­ma­do por una an­gus­tia­da fa­mi­lia.

Si el ru­bi­to que se en­con­tra­ba a mi lado no hu­bie­ra abier­to los ojos al oír el te­lé­fono ni si­mu­la­do arru­ma­cos de «va­mos a ver qué pasa aho­ra», mi con­tes­ta­ción a Juan Car­los se hu­bie­ra pa­re­ci­do más a un: «Cor­ta y dé­ja­me dor­mir tran­qui­la» que a aquel: «Des­de lue­go» que de­bió de­jar­le de una pie­za por lo que mos­tra­ba de ex­ce­si­va ab­ne­ga­ción y con­des­cen­den­cia de mi par­te. Mi jefe es­ta­ba de­ma­sia­do acos­tum­bra­do a mis pe­ros y va­ci­la­cio­nes, como para que no sin­tie­ra un li­ge­ro so­bre­sal­to —po­dría ju­rar­lo, aun­que es­ta­ba le­jos— ante mi rá­pi­do e ines­pe­ra­do asen­ti­mien­to, pero la mano bus­ca­do­ra del ni­ñi­to pro­me­tía jue­gos y lin­de­zas que lle­va­ban a un pun­to al que no me ape­te­cía vol­ver; así que, con mues­tras de fas­ti­dio in­fi­ni­to por la lla­ma­da que iba a cor­tar «el más ex­cel­so mo­men­to de amor ja­más vi­vi­do» —nun­ca hay que ser de­ma­sia­do dura para no des­alen­tar al par­te­nai­re, que en otros ca­sos y qui­zá con otra pue­de lle­gar a me­jo­res re­sul­ta­dos—, me le­van­té de la cama, me dis­cul­pé y con tono de lás­ti­ma dije aque­llo de que: «Des­gra­cia­da­men­te, una siem­pre está en acto de ser­vi­cio».

Qui­zá no me sa­lió tan gran­di­lo­cuen­te, pero mien­tras el otro in­sis­tía y pro­me­tía pla­ce­res sin cuen­to, yo co­men­cé a la­var­me con la con­vic­ción de que mi jefe me ha­bía ro­ba­do un sí para un asun­to de esos cu­tres, que al fi­nal solo de­jan un mal sa­bor de boca.

«Asun­to Gra­na­dos», pen­sa­ba, mien­tras me ves­tía y con­tem­pla­ba con una cier­ta nos­tal­gia el do­nai­re del jo­ven que, en cal­zon­ci­llos, vol­vía a re­cu­pe­rar su apos­tu­ra y su pro­me­te­dor ta­lan­te. No me gus­ta co­men­zar nada en sá­ba­do, pero sá­ba­do era y te­nía que to­mar el avión aque­lla mis­ma ma­ña­na.

Di un cá­li­do beso de des­agra­vio a mi vo­lun­ta­rio­so acom­pa­ñan­te y le puse de pa­ti­tas en la ca­lle en cuan­to es­tu­vo ves­ti­do y pei­na­di­to. No le caía mal el tupé, aun­que com­pro­bé que ne­ce­si­ta­ba ho­ras de­lan­te del es­pe­jo para con­ser­var­lo de­re­cho. Sus­pi­ré por aque­llo de: «¡Oh, mo­men­to, no te va­yas to­da­vía!» y me puse a ha­cer mi ma­le­ta. El úni­co pro­ble­ma que se me plan­tea­ba era ele­gir la ropa ade­cua­da. Pen­sa­ba, mien­tras me­tía el bi­ki­ni, que un ba­ñi­to en la pla­ya no de­ja­ba de ser ape­te­ci­ble.

2

Cuan­do un hom­bre como Er­nes­to Gra­na­dos des­apa­re­ce, una in­tu­ye que se lo ha­brá bus­ca­do: arre­glo de cuen­tas o algo así. Los pe­rió­di­cos ha­bían ha­bla­do, ha­cía ya dos me­ses, de se­cues­tro po­lí­ti­co y, al cabo del tiem­po, la po­li­cía pa­re­cía ha­ber aban­do­na­do la in­ves­ti­ga­ción. Gra­na­dos era un im­por­tan­te in­dus­trial ca­na­rio que, a pe­sar de pe­rros y re­da­das, se­guía sin apa­re­cer. La pren­sa se ha­bía abu­rri­do de ha­cer cá­ba­las y co­men­tar el caso, y todo pa­re­cía ol­vi­da­do cuan­do, ha­cía solo dos días, el hijo ma­yor, Adol­fo Gra­na­dos, se ha­bía pre­sen­ta­do en nues­tra agen­cia para so­li­ci­tar que pro­si­guié­ra­mos la bús­que­da.

Juan Car­los, mi jefe, no acos­tum­bra a ser muy ex­plí­ci­to y con­fía, con una con­fian­za que no deja de con­mo­ver­me, en mis do­tes de sa­bue­so efi­caz; no me gus­ta fa­llar­le, pero esta vez era muy poco lo que sa­bía cuan­do cogí el avión rum­bo a Las Pal­mas, la­men­tan­do la re­sa­ca y el can­san­cio, que me ha­bían arras­tra­do a un sí, del que ya co­men­za­ba a arre­pen­tir­me.

La sa­gra­da fa­mi­lia me es­pe­ra­ba como se es­pe­ra el san­to ad­ve­ni­mien­to. El hijo ma­yor, play­boy sin gra­cia, de esos que con­si­guen, a base de sau­nas y pro­lon­ga­do ejer­ci­cio, un aire de­por­ti­vo y se­mi­ma­ri­ne­ro que no po­día bo­rrar del todo su as­pec­to hor­te­ra de fi­gu­rín de gran­des al­ma­ce­nes, vino a re­co­ger­me al ae­ro­puer­to. Creo que, cuan­do vio que era mu­jer, ini­ció un ges­to de con­tra­rie­dad, pero los Gra­na­dos, a pri­me­ra vis­ta eran cor­te­ses, y en­se­gui­da me de­di­có la más aco­ge­do­ra de sus son­ri­sas, de esas de «no es­pe­ra­ba que fue­ra tan bo­ni­ta». Me tasó con los ojos, de­mo­rán­do­se qui­zá ex­ce­si­va­men­te en mis ca­de­ras —una sabe cuál es su pun­to fuer­te—, y des­pués me dijo que lo acom­pa­ña­ra has­ta el co­che.

Todo como de cuen­to. Mi ho­no­ra­ble an­fi­trión, bajo una os­ten­to­sa preo­cu­pa­ción fi­lial, dejó en­tre­ver los mo­ti­vos de su in­quie­tud: el vie­jo no apa­re­cía, y sin vie­jo, ellos, sus apa­ci­bles hi­jos, no ve­rían ni un duro.

Ha­bía que en­con­trar­lo vivo o muer­to. Él pen­sa­ba que su pa­dre ha­bía sido ase­si­na­do; por quién y por qué era lo que yo de­bía ave­ri­guar. Lo de me­nos era en­con­trar al eje­cu­tor, y lo de más po­der es­tam­par una fir­ma en un cer­ti­fi­ca­do de de­fun­ción, que ga­ran­ti­za­se a los hi­jos y a la do­lo­ri­da es­po­sa el dis­fru­te de la he­ren­cia. Mien­tras no apa­re­cie­ra —era de los que te­nían todo ata­do y bien ata­do—, los hi­jos no po­drían to­car ni una pe­se­ta. Y la fá­bri­ca de ta­ba­cos y todo lo de­más: bo­nos, ac­cio­nes, tie­rras y fin­cas que­da­ba en ma­nos de un «en­tre­ga­do» ad­mi­nis­tra­dor a quien ni Adol­fo y, como lue­go pude com­pro­bar, ni el res­to de la fa­mi­lia, que­rían de­ma­sia­do.

Adol­fo Gra­na­dos es­ta­ba or­gu­llo­so de sus pu­ros y on­dea­ba la pe­ta­ca de oro como quien mues­tra en pú­bli­co su pri­me­ra con­de­co­ra­ción: «Le ase­gu­ro que son de nues­tra me­jor re­ser­va. Ni los ha­ba­nos de Fi­del tie­nen esta ca­li­dad». Me hu­bie­ra gus­ta­do acep­tar uno, pero por eso de man­te­ner la ima­gen, me li­mi­té a mi sen­ci­lla ca­je­ti­lla de Ca­mel; con­ve­nía man­te­ner las dis­tan­cias y, so­bre todo, de­jar cla­ro, des­de el prin­ci­pio, que una agen­te no se de­ja­ba im­pre­sio­nar fá­cil­men­te por pu­ros, es­pe­cial­men­te pre­pa­ra­dos, y pe­ta­cas como las que debe uti­li­zar el sah de Per­sia. Cues­tión de gus­to y cues­tión de for­mas.

La do­lo­ri­da es­po­sa re­sul­tó ser una ru­bia con ai­res de co­le­gia­la, pa­sa­da por re­vis­ta fran­ce­sa de mo­das, de la que Adol­fo ha­bla­ba con res­pe­to in­fi­ni­to, mien­tras se ru­bo­ri­za­ba y aga­cha­ba los ojos. No pa­sa­ría de los vein­ti­trés, y a base de pun­ti­lli­tas blan­cas se le po­drían echar unos die­ci­ocho. Un bom­bón, que sa­bía lle­var su po­si­ble viu­dez con se­re­ni­dad casi olím­pi­ca. ¿De dón­de ha­bía sa­li­do? Fue ella la que sa­lió a re­ci­bir­nos y ella la que pa­re­cía ma­ne­jar al ser­vi­cio, y des­de lue­go al nene gran­de, quien, por otra par­te, es­ta­ba ca­sa­do con una ¿vie­ja? hi­po­con­dria­ca que ape­nas aban­do­na­ba sus ha­bi­ta­cio­nes. Mar­ga­ri­ta, la jo­ven sue­gra, ha­bla­ba de su nue­ra con un cal­cu­la­do des­pre­cio, y, ante sus ge­ne­ro­sos ad­je­ti­vos, el hi­jas­tro que­ri­do son­reía con agra­do afir­ma­ti­vo, di­cien­do aque­llo de: «Tú sí que eres un án­gel».

El se­gun­do her­mano, Ro­ber­to, era de esos que una ima­gi­na es­pe­ran­do a la puer­ta del co­le­gio para abrir su ga­bar­di­na. Era re­chon­cho y bas­tan­te cal­vo y te­nía unos oji­llos hú­me­dos y la­cri­mo­sos; oji­llos bri­llan­tes de esos que la des­nu­dan a una, aun­que sea en pleno in­vierno y haya que tras­pa­sar el abri­go de piel y la bu­fan­da. Ro­ber­to, en cual­quier caso, se mos­tró ama­ble y ser­vi­cial y, a la pri­me­ra de cam­bio, me lle­vó a un rin­cón, no para abrir­se la ga­bar­di­na, sino para in­ten­tar con­ven­cer­me, an­tes de que cual­quier otro le to­ma­se la de­lan­te­ra, de que en­tre Adol­fo y su ma­dras­tra se ha­bían en­car­ga­do de su­pri­mir al vie­jo.

—¡Todo cam­bió des­de que lle­gó a esta casa esa mala zo­rra! Mi pa­dre cayó en la tram­pa como lue­go cayó Adol­fo.

»Es una mos­qui­ta muer­ta. Una de esas que pa­re­ce que se de­jan y lue­go le to­man a uno el pelo. Le gus­ta en­ce­lar, que to­dos bai­len a su al­re­de­dor. Con­mi­go lo in­ten­tó tam­bién, pero le sa­lió el tiro por la cu­la­ta. ¿Cree us­ted que una chi­ca de­cen­te se pa­sea des­nu­da de­lan­te de sus hi­jos, cuan­do es­tos tie­nen la edad que no­so­tros te­ne­mos?

La mag­na­ni­mi­dad da­di­vo­sa de Mar­ga­ri­ta era re­par­ti­da de modo de­sigual, y el po­bre Ro­ber­to se ha­bía lle­va­do la peor par­te. En cam­bio, Ro­ber­to ha­bla­ba de su cu­ña­da, «la po­bre Ro­sa­rio», casi con ve­ne­ra­ción: «Mu­jer en­tre­ga­da, es­po­sa que no se me­re­ce», y, al ha­blar, le­van­ta­ba ha­cia mí sus oji­tos hú­me­dos y mo­vía su len­gua so­bre el la­bio como si se re­la­mie­se. En aque­lla pri­me­ra en­tre­vis­ta tuve la pe­no­sa sen­sa­ción de que aquel gor­di­to po­día sal­tar en­ci­ma de mí en cual­quier mo­men­to; en muy po­cas pa­la­bras me trans­mi­tió su nada gra­ta opi­nión acer­ca de las mu­je­res. Qui­zá que­ría po­ner­me en guar­dia. Lo dijo sin ta­pu­jos: mi lle­ga­da a la isla solo po­día ser­vir para ta­par co­sas non sanc­ta.

Mar­ga­ri­ta, a su vez, en plan ami­ga que com­par­te, se ofre­ció para acom­pa­ñar­me a to­mar un pri­mer baño en la pis­ci­na: «Las es­ca­le­ras que des­cien­den has­ta la pla­ya es­tán muy gas­ta­das y no con­vie­ne ba­jar de no­che». Allí, en la tum­bo­na, la in­con­so­la­ble viu­da se qui­tó la más­ca­ra de lan­gui­dez con que nos ha­bía re­ci­bi­do y me ha­bló del vie­jo en tér­mi­nos que hu­bie­ran pues­to co­lo­ra­do al atil­da­do Adol­fo. Lo cu­rio­so es que to­dos es­ta­ban con­ven­ci­dos de que Er­nes­to es­ta­ba muer­to. La bue­na ma­dre —no todo el mun­do se en­cuen­tra a los vein­ti­tan­tos años con dos hi­jos mo­de­los que pa­sa­ban de los cua­ren­ta y un ter­cer gua­ya­bo, Car­los, que se me es­ca­mo­tea­ba por el mo­men­to— re­sul­ta­ba di­cha­ra­che­ra y atre­vi­da cuan­do se en­sa­ña­ba con el es­po­so se­ten­tón. Lo raro era que no in­ten­ta­ra di­si­mu­lar con­mi­go, cosa cho­can­te, ya que se su­po­nía que mi pre­sen­cia en aque­lla casa no te­nía más fi­na­li­dad que en­con­trar al muer­to o al ase­sino. O Mar­ga­ri­ta era muy lis­ta, o no te­nía sen­ti­do que se es­for­za­ra por pre­sen­tar­me su ros­tro me­nos dul­ce. ¿Cómo y cuán­do lle­gó a la isla? Adol­fo me ha­bía con­ta­do, du­ran­te el tra­yec­to des­de el ae­ro­puer­to, que Mar­ga­ri­ta se ha­bía ca­sa­do con su pa­dre ha­cía un año y, des­de lue­go, que ella era la prin­ci­pal he­re­de­ra. Y, sin em­bar­go, Mar­ga­ri­ta no se mo­les­ta­ba en en­ha­ri­nar su pata.

Como ya sa­bía yo an­tes de lle­gar a la casa, el vie­jo con­tro­la­ba toda la zona: la gen­te de los al­re­de­do­res vi­vía de la fá­bri­ca o de la plan­ta­ción, y con pa­la­bras de la «des­con­so­la­da» es­po­sa, has­ta el úl­ti­mo peón de la fin­ca te­nía mo­ti­vos para desear su muer­te: «Era un mal bi­cho». Pero Mar­ga­ri­ta, igual que Adol­fo, des­car­ta­ba la po­si­bi­li­dad del se­cues­tro. La ver­dad es que po­cos se­cues­tra­do­res se mo­les­tan en qui­tar a un tipo de en me­dio para lue­go no preo­cu­par­se de pe­dir un res­ca­te. Y, sin em­bar­go, la po­li­cía no acep­ta­ba otra hi­pó­te­sis. ¿Qué in­te­rés te­nía la fa­mi­lia en des­en­te­rrar los tra­pos su­cios? Des­en­te­rrar al vie­jo no era ta­rea fá­cil y mu­cho me­nos si Er­nes­to des­can­sa­ba en el fon­do de ese mar que se­gún Mar­ga­ri­ta nun­ca lle­gó a apre­ciar.

—¿Cómo ocu­rrió?

—¿Cómo ocu­rrió el qué?

—La des­apa­ri­ción del vie­jo.

—¡Bah! Él te­nía una vida tan re­gu­lar como un re­loj. Ape­nas se mo­vía, y una en cual­quier mo­men­to po­día sa­ber lo que es­ta­ba ha­cien­do. Se le­van­ta­ba con las ga­lli­nas y pa­sa­ba a la bi­blio­te­ca, don­de lo aguar­da­ba Gon­zá­lez; des­pa­cha­ban has­ta las once o las doce. Lue­go so­lían dar un pa­seo a pie o a ca­ba­llo; so­lían pa­sear a ca­ba­llo —pa­re­ce que es una de las po­cas co­sas que apren­dió en el ejér­ci­to—. Des­pués, ha­cia la una y me­dia, tras ha­ber re­vi­sa­do las plan­ta­cio­nes —lo lle­va­ba todo como una hor­mi­gui­ta—, re­gre­sa­ba a la casa y co­mía­mos. Más tar­de se acos­ta­ba has­ta las cua­tro. Ba­ja­ba al jar­dín y daba un pe­que­ño pa­seo; vol­vía a me­ter­se en la bi­blio­te­ca con Gon­zá­lez y a las ocho ce­ná­ba­mos. A ve­ces veía un rato la te­le­vi­sión, pero la ma­yo­ría de los días a las nue­ve y me­dia se me­tía en la cama. ¡Como ves, un poe­ma!

—¿Y?

—Sí. Aquel día se le­van­tó como siem­pre y des­pa­chó con Gon­zá­lez. Lue­go sa­lie­ron jun­tos a dar su pa­seo. No vol­vió más. Gon­zá­lez dijo que nada más aban­do­nar la fin­ca le pi­dió que lo de­ja­ra solo. Le gus­ta­ba ir pa­sean­do ha­cia el mar y no que­ría que na­die lo mo­les­ta­se. Gon­zá­lez re­gre­só por su co­che y se mar­chó a Las Pal­mas. Vive allí en una es­pe­cie de buhar­di­lla mi­se­ra­ble; tan mi­se­ra­ble como él mis­mo.

—Así que des­apa­re­ció a ple­na luz del día.

—Sí. Eso es lo sor­pren­den­te; el ase­sino o los ase­si­nos lo de­bían te­ner todo muy bien pla­nea­do; aun­que, como te he di­cho, no era muy di­fí­cil ima­gi­nar dón­de se le po­día lo­ca­li­zar. To­dos en la co­mar­ca co­no­cían su ho­ra­rio.

—¿No es raro que te­nien­do tan­tos enemi­gos se atre­vie­ra a pa­sear solo?

—Era muy or­gu­llo­so. Sa­bía que lo odia­ban, pero es­ta­ba se­gu­ro de ser in­vul­ne­ra­ble. Para él, el mun­do se di­vi­día en lo­bos y cor­de­ros. Los lo­bos siem­pre tie­nen las de ga­nar, se lo he oído de­cir mi­les de ve­ces; los cor­de­ros nun­ca ata­can, se so­me­ten. Con­fia­ba en que na­die se atre­ve­ría a le­van­tar­le la mano: opo­ner­se al vie­jo es que­dar­se en la ca­lle, y el paro es gran­de en las is­las. Todo eso lo sa­bía muy bien él, y por eso supo van­dear­se cuan­do las co­sas se le pre­sen­ta­ban feas. Fí­ja­te si es­ta­ría se­gu­ro de sí mis­mo que te­nía pen­sa­do pre­sen­tar­se a las pró­xi­mas elec­cio­nes; el sen­ti­do co­mún le ha­ría a uno pen­sar que sien­do como era no iba a lo­grar un solo voto. Pero él es­ta­ba con­ven­ci­do de que con­se­gui­ría esos vo­tos, como lo ha­bía con­se­gui­do todo des­de ha­cía cua­ren­ta años. ¡Creo que hu­bie­ra sa­li­do ele­gi­do!

—¿Por eso se pen­só en el se­cues­tro?

—Ton­te­rías. To­dos sa­ben que él es aquí el amo. Si no ga­na­ra las elec­cio­nes se­ría lo mis­mo; el que ocu­pa­ra el ayun­ta­mien­to es­ta­ría he­cho por él y a su ima­gen y se­me­jan­za. No. No le ma­ta­ron por eso. A na­die le im­por­ta­ba que se pre­sen­ta­ra o se de­ja­ra de pre­sen­tar. Aquí todo fun­cio­na de otra ma­ne­ra.

El agua de la pis­ci­na es­ta­ba de­ma­sia­do ca­lien­te, pero yo ha­bía lle­ga­do con se­que­dad me­se­ta­ria y me dejó como nue­va. Por un mo­men­to lle­gué in­clu­so a ol­vi­dar que yo era solo Bár­ba­ra Are­nas, efi­caz de­tec­ti­ve pri­va­da, obli­ga­da de pron­to a com­par­tir la vida de fa­mi­lia de uno de esos en­tra­ña­bles gru­pos que es me­jor no ele­gir para pa­sar un fin de se­ma­na.

La casa era tan pre­ten­cio­sa como el mis­mo Adol­fo. Una pe­sa­di­lla: te­ja­dos de pi­za­rra, mu­ros de la­dri­llo y unos in­creí­bles pi­nácu­los re­ma­ta­dos por bo­las de gra­ni­to que suge­rían nos­tal­gias im­pe­ria­les. Adol­fo me ha­bía dado a en­ten­der que todo aque­llo era un res­pe­ta­ble y an­ti­guo ne­go­cio fami­liar y, sin em­bar­go, en aque­lla tris­te mole es­cu­ria­len­se, con aire de los años cua­ren­ta, no ha­bía tra­di­ción, sino mo­der­ni­dad de pa­ra­dor de tu­ris­mo. Yo echa­ba de me­nos las ca­si­tas blan­cas con las que nos ha­bía­mos cru­za­do a lo lar­go de la ca­rre­te­ra; solo un de­men­te o un idio­ta po­día ha­ber he­cho cons­truir un edi­fi­cio de aque­lla ín­do­le, un edi­fi­cio que pa­re­cía trans­plan­ta­do des­de Cá­ce­res o Cas­ti­lla a aquel pa­raí­so de pi­tas y pal­me­ras de to­dos los ta­ma­ños. Mar­ga­ri­ta se en­car­gó de ex­pli­car­me que to­das las ven­ta­nas de la casa se abrían de es­pal­das al mar, se­gún ella: «Er­nes­to abo­rre­cía el agua».

De todo lo que la ma­dras­tra ha­bía sol­ta­do, solo ha­bía re­te­ni­do un dato nue­vo: el vie­jo, al pa­re­cer, ha­bía es­ta­do al­gu­na vez en el ejér­ci­to. Todo lo de­más: el modo en que des­apa­re­ció, sus re­gla­das cos­tum­bres, es­ta­ba in­clui­do en el in­for­me es­que­má­ti­co que me ha­bía en­tre­ga­do Juan Car­los an­tes de sa­lir. Me daba la im­pre­sión de que poco o nada iba a sa­car de aque­llas en­tre­vis­tas.

Adol­fo, de pa­sa­da, me ha­bló del ter­cer her­mano, el viva la vir­gen, el hijo pró­di­go, aquel que tuvo que ser ex­pul­sa­do, por­que se me­tió en co­sas que tiz­na­ban el pres­ti­gio fa­mi­liar. No le gus­ta­ba dar vuel­tas al asun­to y se negó a dar­me de­ta­lles so­bre las ac­ti­vi­da­des de Car­los. «Asun­to pa­sa­do», dijo; tan pa­sa­do que nada te­nía que ver con la des­apa­ri­ción de su pa­dre: «Fue él quien lo echó, y des­de hace dos años no ha vuel­to a pi­sar esta casa». Adol­fo era de los que se ad­hie­ren al vie­jo re­frán de: «No men­tar la cuer­da en casa del ahor­ca­do». Para él, Car­los solo era un nom­bre mo­les­to que ha­bía que evi­tar, como era pre­ci­so evi­tar cual­quier co­men­ta­rio so­bre la hija ma­yor de Ro­ber­to y so­bre: «Ese gan­dul, ese gol­fo con el que se ha ca­sa­do».

Adol­fo, como pri­mo­gé­ni­to, vi­vía en la casa gran­de con Ro­sa­rio y Mar­ga­ri­ta. Ro­ber­to vi­vía en un cha­let, si­tua­do a unos tres ki­ló­me­tros den­tro de la mis­ma fin­ca, y allí lo es­pe­ra­ban pa­cien­te­men­te su es­po­sa Ade­la y su hija pe­que­ña. Pa­cien­te­men­te de­bía ser, des­de lue­go, por­que Ro­ber­to cenó con no­so­tros y tuve la sen­sa­ción de que no se re­sig­na­ba a ce­der los de­re­chos de aquel es­per­pen­to pa­la­cie­go a su her­mano.

Nora, su hija ma­yor, ha­bía roto los es­que­mas fa­mi­lia­res y el Gui­ller­mo que eli­gió por ma­ri­do, ha­bía ser­vi­do, al pa­re­cer, para ex­cluir­la del clan. Adol­fo adop­tó un tono so­lem­ne al con­tár­me­lo: «Des­de que se casó con ese le ten­go prohi­bi­do que pon­ga los pies en esta casa». Mar­ga­ri­ta, por otro lado, co­men­tó que aque­lla de­ci­sión ha­bía con­tri­bui­do a ha­cer sus días en la isla to­da­vía más abu­rri­dos.

—Con Nora y Gui­ller­mo po­día sa­lir al­gu­na no­che. Vi­ven a unos vein­ti­cin­co ki­ló­me­tros de aquí. Él es due­ño de un club y se ha me­ti­do en ne­go­cios en la cons­truc­ción. Allí hay vida… se bai­la… es otra cosa.

Su­pu­se que Adol­fo le re­pro­cha­ba a Gui­ller­mo ha­ber in­tro­du­ci­do el mun­do de la es­pe­cu­la­ción en un ám­bi­to don­de el úni­co di­ne­ro san­ti­fi­ca­do era el que pro­ve­nía del ta­ba­co; re­ce­los de pri­mo­gé­ni­to o en­vi­dia ante lo que no se do­mi­na. En cual­quier caso, ni la casa, ni Adol­fo, ni des­de lue­go Ro­ber­to pre­sen­ta­ban el as­pec­to «se­ño­rial» que hu­bie­ra ex­pli­ca­do tan­tos re­mil­gos; es­ta­ba cla­ro que nin­guno de los dos her­ma­ni­tos ha­bía go­za­do nun­ca de la con­fian­za del pa­dre; eran dos se­gun­do­nes al mar­gen del ne­go­cio pa­terno, vi­vien­do, como Lá­za­ro, de las mi­gas que el otro qui­sie­ra dar­les, y an­he­lan­do, en lo más pro­fun­do de su co­ra­zón, que el vie­jo dés­po­ta les de­ja­ra de una vez el cam­po li­bre. Cuan­do sus es­pe­ran­zas pa­re­cían a pun­to de rea­li­zar­se, el vie­jo les ha­cía la mala ju­ga­da de mo­rir­se sin ser muer­to y, como la ley es la ley, sin ca­dá­ver no hay en­tie­rro y sin en­tie­rro no hay cons­tan­cia de que el rey haya de­ja­do de exis­tir y, por tan­to, no hay «rey pues­to». Ade­más que­da­ba el ad­mi­nis­tra­dor, hom­bre­ci­llo sin per­so­na­li­dad, «pe­que­ño ti­rano», como de­cía Mar­ga­ri­ta, que era el úni­co con po­de­res mien­tras el vie­jo si­guie­ra sin apa­re­cer.

—Él lo lle­va todo, como si Er­nes­to si­guie­ra vivo.

Tan vivo que los hi­jos te­nían que con­for­mar­se con un «ri­dícu­lo» suel­do de em­plea­dos de se­gun­da —fue Adol­fo quien lo de­fi­nió así—, mien­tras el res­to de los ha­bi­tan­tes de la isla pen­sa­ban que la fa­mi­lia na­da­ba en la más go­zo­sa abun­dan­cia. Cuan­do se re­fi­rió a las cien mil mó­di­cas pe­se­tas de asig­na­ción, que les co­rres­pon­dían a cada uno, mien­tras el pa­dre vi­vie­se, re­cor­dé las cin­co mil úni­cas pe­se­tas que lle­va­ba en el bol­si­llo. Mi jefe sue­le ser es­plén­di­do, pero se ol­vi­dó de pa­gar­me las «die­tas», y con las pri­sas para co­ger el avión, no ha­bía po­di­do pa­sar por el ban­co. Cin­co mil pe­se­tas eran poco di­ne­ro para mo­ver­me por la isla con li­ber­tad, y pen­sé que an­tes o des­pués ten­dría que ro­gar­le al ca­be­za de fa­mi­lia re­gen­te que con­tri­bu­ye­ra a ali­viar mis gas­tos. La fin­ca es­ta­ba re­la­ti­va­men­te ais­la­da y ten­dría que al­qui­lar un co­che; te­nía mu­chas vi­si­tas pen­dien­tes y, aun­que el do­min­go es día para el des­can­so, no me gus­ta per­der mi tiem­po. Ne­ce­si­ta­ba co­no­cer co­sas del pa­sa­do del vie­jo; de­bía acu­dir al pue­blo, para ha­blar con la fa­mi­lia de al­guno de los mu­cha­chos de­te­ni­dos; a la co­mi­sa­ría no po­dría acu­dir has­ta el lu­nes, y algo me ha­cía pen­sar que mi vi­si­ta allí no iba a ser muy bien re­ci­bi­da. Por eso con­ve­nía que su­pie­se mu­chas co­sas an­tes de po­ner­me al ha­bla con el co­mi­sa­rio.

Ro­sa­rio tam­po­co bajó a ce­nar, oca­sión que apro­ve­chó Mar­ga­ri­ta para bro­mear de nue­vo so­bre sus nue­ras. En la pis­ci­na ha­bía di­cho: «¿Que qué le ocu­rre?, la me­no­pau­sia y un ma­ri­do que no la quie­re». Aho­ra, de­lan­te de Adol­fo, se li­mi­ta­ba a bur­lar­se de sus en­fer­me­da­des.

—Ro­sa­rio está más sana que us­ted y que yo. Lo que su­ce­de es que le en­can­ta es­tar dán­do­le vuel­tas a una se­rie de en­fer­me­da­des, que ni si­quie­ra de­ben es­tar ca­ta­lo­ga­das en los li­bros de Me­di­ci­na. Está siem­pre en­fer­ma, pero solo por el pla­cer de los nom­bres: arrit­mia, ta­qui­car­dia, ja­que­ca. Todo un in­ven­ta­rio; la ven­ta­ja es que ella es la pri­me­ra en no to­már­se­lo muy en se­rio.

Nos le­van­ta­mos de la mesa y yo de­ci­dí re­ti­rar­me a mi cuar­to. Ha­bía sido una tar­de un poco car­ga­di­ta.

La cria­da ca­na­ria, que se en­car­gó de acom­pa­ñar­me has­ta el piso de arri­ba, an­da­ba como si se des­li­za­ra, y era tan si­len­cio­sa, que to­dos mis in­ten­tos para son­sa­car­le una pa­la­bra fue­ron inú­ti­les. Cuan­do pa­sá­ba­mos por de­lan­te de la puer­ta de Ro­sa­rio, me pa­re­ció es­cu­char unos ge­mi­dos. Me de­tu­ve para oír me­jor y pen­sé que si la nue­ra ab­ne­ga­da ge­mía o llo­ri­quea­ba, la sue­gra era to­da­vía más in­jus­ta de lo que se es­for­za­ba por de­mos­trar. Fui a abrir la puer­ta y la ca­na­ria me de­tu­vo:

—La se­ño­ra está en­fer­ma.

Lue­go me in­di­có con la ca­be­za que la si­guie­ra has­ta el fon­do del pa­si­llo y, como es­ta­ba real­men­te can­sa­da, pen­sé que era me­jor de­jar­se guiar por ella.

Mi cuar­to era tan gra­ta­men­te ho­rri­ble como el res­to de la casa. Te­nía que dor­mir bajo un do­sel y en la ca­be­ce­ra ame­na­za­ba con des­pren­der­se un gi­gan­tes­co cru­ci­fi­jo. Al prin­ci­pio pen­sé que se­ría au­tén­ti­co y en­se­gui­da com­pro­bé que era solo una mala imi­ta­ción, una imi­ta­ción de ter­ce­ra o cuar­ta, como imi­ta­ción eran los mo­da­les de Adol­fo y los ai­res de mun­do de la an­ge­li­cal ma­dras­tra. Un cro­mo de co­lo­res mal pin­ta­dos, de­ma­sia­do mal pin­ta­dos, tan­to que lo­gra­ban al­can­zar un gra­do de ve­ra­ci­dad que vol­vía a ha­cer­los in­tere­san­tes.

No amo los dra­mas fa­mi­lia­res, so­bre todo cuan­do ad­quie­ren un tono de vo­de­vil, y allí todo pa­re­cía mon­ta­do para una re­pre­sen­ta­ción, una re­pre­sen­ta­ción de una mala no­ve­la po­li­cia­ca. Los per­so­na­jes no re­sul­ta­ban sim­pá­ti­cos y te­nían algo de car­tón pie­dra: la jo­ven viu­da, ves­ti­di­ta de blan­co, ma­ne­ja­ba al nene gran­de y era poco que­ri­da por el se­gun­dón, que, sin em­bar­go, de­fen­día en­ca­re­ci­da­men­te a la re­le­ga­da es­po­sa del pri­me­ro.

Na­die pa­re­cía que­rer al vie­jo Er­nes­to; qui­zá solo ese con­ta­ble, Gon­zá­lez, el úl­ti­mo que lo vio vivo. Ten­dría que co­nec­tar con él en­se­gui­da; él de­bía sa­ber mu­cho más de Er­nes­to Gra­na­dos que to­dos los de­más jun­tos. ¿Des­de cuán­do per­ma­ne­cía a su lado?; el vie­jo des­apa­re­ce y el úl­ti­mo que lo acom­pa­ña es su fiel la­ca­yo. Con­mo­ve­dor. ¿Pue­de un la­ca­yo re­ve­lar­se? Se dan ca­sos en que el pe­rri­llo se con­vier­te en lobo, cuan­do el amo aprie­ta de­ma­sia­do el do­gal.