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Durante años, Lilah Forrest había estado evitando a los solteros que le mandaba su padre, un coronel empeñado en casarla. Pero su padre sí consiguió que el Sargento Kevin Rogan fuera el acompañante de Lilah durante el Día de Acción de Gracias. Ella nunca se casaría con un militar, ni siquiera con el sexy soldado Rogan. Pero solo con sentir el roce de sus dedos, su fría actitud experimentó un cambio radical, y la inexperta Lilah fue incapaz de resistirse a la poderosa fuerza de la seducción. Sin embargo, Lilah sabía cómo le gustaban los hombres, y no le gustaban malhumorados y solitarios. Así que... ¿por qué después de una noche de pasión, quería que ese marine acatara sus órdenes... y se dirigiera hacia el altar con ella?
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Seitenzahl: 164
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Maureen Child
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pureza virginal, n.º 1123 - septiembre 2017
Título original: Last Virgin in California
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-488-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–Que te casas… ¿con quién?
Lilah Forrest hizo una mueca y se apartó el auricular del oído para no quedarse sorda. Su padre, Jack Forrest, con una vida entera al servicio del Cuerpo de Marines, tenía tal energía que probablemente hubiera podido levantar a un muerto, de habérselo ordenado.
–Con Ray, papá –contestó Lilah acercándose de nuevo el teléfono a la oreja–. Tienes que acordarte de él, lo conociste la última vez que viniste a visitarme.
–Claro que me acuerdo de él; es el chico que me dijo que mi uniforme resultaría menos imponente si llevara un pendiente en la oreja.
Lilah reprimió una carcajada que a su padre no le gustaría oír. La idea de ver a su imponente padre, de expediente impecable, con un pendiente en la oreja, resultaba de lo más ridícula.
–Estaba bromeando –contestó Lilah, en cuanto pudo dominarse.
–Estupendo.
–Creía que te gustaba Ray.
–Yo no he dicho que no me guste –contestó Jack tenso–. Pero dime, ¿qué ves en esos tipos tan… afectados? –afectado, recapacitó Lilah. En el lenguaje de su padre, cualquier chico que no fuera un marine era afectado–. Lo que tú necesitas es un hombre obstinado, igual que tú. Un tipo fuerte, fiable. Por ejemplo…
–Un marine –repuso Lilah terminando la frase por él, hastiada de oír siempre lo mismo.
–¿Y qué tiene de malo un marine? –exigió saber su padre ofendido.
–Nada –se apresuró Lilah a contestar, deseando no haber iniciado una vez más aquella conversación, tan familiar.
Lilah suspiró y se hundió en los cojines del sofá. Se hizo un ovillo y sujetó el auricular entre el hombro y la oreja. Luego se estiró la falda sobre las piernas y contestó:
–Papá, Ray es un buen chico.
–Te tomo la palabra, cariño, pero, ¿crees de verdad que es el hombre adecuado para ti?
No, Lilah no lo creía. La imagen de Ray surgió claramente en su mente. Lilah sonrió. Bajito, con el pelo moreno casi por la cintura, peinado siempre con una trenza, Ray era un verdadero artista. Llevaba diamantes en las orejas, camisas tipo túnica y sandalias de cuero. Y era devotamente fiel a su compañero sentimental y amante, Victor.
Pero también era uno de los mejores amigos de Lilah, y esa era la razón por la que le había dado permiso para contarle a su padre la historia de que estaban comprometidos. A Victor, igual que a Ray, aquello no le había hecho muy feliz, pero Ray era tan maleable como una muñeca.
Y, sinceramente, de no haber previsto Lilah ir a visitar a su padre, jamás le habría contado esa mentira. Sencillamente, no podía soportar la idea de que su padre pusiera a sus pies toda una corte de oficiales solteros. No le gustaba la idea de mentirle, pero en el fondo la culpa era solo de él. Si su padre no se hubiera empeñado en casarla con un marine, ella no se habría visto obligada a llegar tan lejos.
–Ray es maravilloso, papá –contestó Lilah con completa sinceridad–. Te gustaría, si le dieras una oportunidad.
Jack masculló algo que Lilah no logró comprender, pero a pesar de todo le hizo sentir remordimientos. Jack Forrest no era un hombre malo. Simplemente, jamás había sido capaz de comprender a su hija.
Jack cambió entonces de tema y comenzó a contarle historias de la base militar en la que vivía. Lilah escuchó sin mucho interés, observando la decoración del salón de su diminuto apartamento de San Francisco. Las paredes, pintadas en color rojo escarlata, procuraban una sensación de calidez a la habitación. El sol entraba a raudales por las ventanas desnudas, confiriendo un brillo dorado a los muebles antiguos y al suelo de madera. Frente a ella, el hifi hacía sonar música celta. Una vela de patchouli ardía junto a él, impregnando el ambiente con su relajante fragancia, pero que en esos momentos no conseguía serenarla.
Detestaba tener que mentirle a su padre. Al fin y al cabo, mentir era malo para el alma. Además, Lilah estaba convencida de que producía arrugas. En cuanto volviera de visitar la base, llamaría a su padre por teléfono y le diría que había roto con Ray. Y todo volvería a la normalidad.
Hasta la siguiente visita. Aún así, quemaría las naves nada más volver.
–Te mandaré a alguien para que te recoja en el aeropuerto –dijo Jack, captando de nuevo la atención de Lilah.
–No, no hace falta –se apresuró ella a contestar, imaginando a un pobre Marine obligado a ir al aeropuerto a buscar a la hija del Coronel–. He alquilado un coche; llegaré mañana por la tarde.
–Pero no… te traerás a Ray, ¿verdad?
Lilah casi se echó a reír al captar el malestar en la voz de su padre. Oh, sí, Ray en una base militar. ¡Para morirse de risa!
–No, papá, voy sola –respondió Lilah solemne.
–Muy bien, entonces. Ten cuidado –contestó su padre tras una larga pausa.
–Lo tendré.
–Estoy impaciente por volver a verte, cariño.
–Y yo –contestó Lilah–. Adiós, papá.
Lilah colgó y se quedó mirando el teléfono durante un largo rato. Hubiera deseado que las cosas fueran diferentes. Por ejemplo, que su padre la aceptara y la amara tal y como era. Pero eso jamás ocurriría. Lilah era la hija de un hombre que siempre había querido tener un hijo varón.
–Lo consideraría un favor personal, sargento –dijo el coronel Forrest, apoyando los codos sobre la mesa de su despacho y entrelazando los dedos.
Salir con la hija del coronel y acompañarla por la base… ¿un favor personal? ¿Cómo podía nadie escabullirse de un deber así?, se preguntó Kevin Rogan, desesperado. Por supuesto, podía negarse. Al fin y al cabo aquella no era una orden, estrictamente hablando. Pero Kevin no estaba muy seguro de poder hacerlo. En realidad, no tenía obligación. Pero llamar a eso «favor» suponía, prácticamente, un sometimiento seguro.
Después de todo, ¿cómo podía negarse a una petición de un oficial superior?
Kevin se mordió los labios, tragándose la respuesta que hubiera querido darle, y contestó en su lugar:
–Estaré encantado de ayudar, señor.
El coronel Forrest lo miró suspicaz, dándole a entender que no iba a dejarse engañar. Sabía perfectamente que Kevin no tenía ningún deseo de realizar esa tarea pero, aun así, la haría. Y, según parecía, eso le bastaba.
–Excelente –contestó el coronel levantándose de su sillón para acercarse a la ventana y observar la base militar, desde la segunda planta de su despacho.
No era necesario que Kevin mirara por la ventana para saber qué estaba viendo el coronel. Se trataba del barullo de las tropas de soldados, marchando. Marines. El pelotón. El brigada gritando instrucciones, marcando el ritmo, tratando de hacer de un grupo de críos algo que se pareciera a un ejército de duros marines.
Los rayos de sol del mes de mayo entraban por la ventana separándose en haces de colores, como si atravesaran un prisma. La brisa marina entraba también por ella, llevándoles el ruido de hombres y mujeres marchando. El motor de un avión, despegando del aeropuerto de San Diego, sonó como un trueno lejano.
–No quiero que me malinterprete, Rogan –dijo el coronel–. Mi hija es una persona… muy especial.
–Por supuesto, señor –respondió Kevin educadamente, preguntándose, sin embargo, hasta qué punto sería especial, cuando su padre necesitaba obligar a un hombre a acompañarla durante todo el mes que durara su visita en la base.
Kevin dirigió la vista hacia la mesa del despacho del coronel para ver si encontraba allí una fotografía enmarcada de ella. No había ninguna. No dejaba de preguntarse cómo podía haberse metido en aquel lío. ¿Acaso la hija del coronel estaba loca?, ¿resultaba desagradable?, ¿era un troll de un solo ojo?
Pero Kevin sabía muy bien quién era ella. Era la hija del coronel. Y solo por esa razón haría todo cuanto estuviera en su mano para que disfrutara de su visita. Aunque acabara con él.
Kevin juró en silencio. Un sargento de Artillería del Cuerpo de Marines, reducido a gloriosa niñera.
Lilah estaba sentada al volante de su coche de alquiler, a las puertas de la base, repitiéndose a sí misma que era una estúpida. Siempre era así. Un simple vistazo a lo que su padre consideraba su hogar, y el estómago se le revolvía. Era una sensación muy familiar.
Lilah se aferró al volante. También se le revolvía el estómago cada vez que veía a su padre, después de una larga ausencia. Hubiera debido estar acostumbrada, ¿no?
–No –murmuró dejando caer las manos en el regazo.
Inconscientemente, se estiró los pliegues de la falda de muselina verde esmeralda. Luego, se llevó una mano a la garganta, al colgante de cristal de amatista. Jugó con él, con sus bordes fríos y cortantes, y se repitió una vez más que era una estúpida.
–Esta visita será diferente. Él cree que estoy comprometida. No me buscará más pretendientes. Ni me soltará charlas sobre la necesidad de sentar la cabeza y llevar una vida estable.
Sí, como si un Forrest fuera a darse por vencido con tanta facilidad, se dijo.
Después de todo, tampoco ella se daba por vencida. Llevaba toda su vida tratando de complacer a su padre. Había fallado irremisiblemente durante toda su vida. Y lo lógico habría sido darse por vencida; pero no. Lilah Forrest era demasiado obstinada como para darse por vencida simplemente por el hecho de que, de momento, hubiera perdido la batalla. Había heredado la cabezonería del hombre que la esperaba al otro lado de la alambrada.
De pronto, un movimiento en la puerta captó su atención. Un marine de guardia salió y la observó largamente.
–Probablemente pensará que soy una terrorista, o algo parecido –musitó Lilah para sí misma, acercándose rápidamente a la puerta.
–Señorita –la saludó el marine, más joven de lo que Lilah había supuesto en un principio–. ¿Puedo ayudarla?
–Soy Lilah Forrest –contestó ella alzando mínimamente las gafas de sol y sonriendo, sin dejar de mirar el rostro suspicaz del marine–. Vengo a ver a mi padre.
El marine parpadeó. Estaba demasiado bien entrenado como para mostrar su estado de shock, de modo que simplemente se quedó mirándola y contestó:
–Sí, señorita, estábamos esperándola –dijo bajando la vista hacia la placa de la matrícula, escribiendo el número en una pegatina junto con otros datos, y pegándola en el parabrisas del coche de Lilah. Luego levantó una mano y señaló–. Siga recto y tenga cuidado con…
–La velocidad –terminó la frase ella por él–. Lo sé.
Lilah conocía las normas de las bases militares al dedillo. Se había criado en ellas, a lo largo y ancho de este mundo. Y había una cosa en la que todas coincidían: reducir la velocidad. Más de treinta kilómetros por hora significaba una multa.
–La casa del coronel está… –continuó el marine, asintiendo.
–Sé dónde está, gracias –lo interrumpió Lilah apoyando el pie en el acelerador.
Y, sacando una mano adornada con una sortija, saludó al marine y aceleró, levantando una nube de polvo y dirigiéndose al frente.
Ella no era en absoluto como esperaba. Y, desde luego, no era ningún troll de un solo ojo.
Kevin se arrellanó en la silla del comedor y miró disimuladamente a la mujer frente a él. De haber tenido que adivinar quién era la hija del coronel, de entre un grupo numeroso de mujeres, jamás la habría elegido a ella.
Para empezar, era bajita. No enana, pero sí bastantes centímetros más bajita que él y que el coronel. A Kevin jamás le habían gustado las mujeres bajitas. Lo hacían sentirse como un gigante. A pesar de todo, tenía que admitir que Lilah tenía una silueta perfectamente redondeada, justo por los lugares exactos, y que su cuerpo habría podido levantar a un muerto.
Sus cabellos, largos y rubios a media espalda, revoloteaban formando una masa de rizos capaz de obligar a cualquier hombre a estirar la mano para enredar en ellos los dedos. Su mandíbula era recta, obstinada, y sus voluptuosos labios sonreían muy a menudo. Tenía una nariz pequeña, y los ojos más grandes y más azules que Kevin hubiera visto jamás.
Llevaba pendientes de plata con forma de estrella y colgantes con cristales al cuello. Iba vestida con una falda de una tela etérea, de color verde esmeralda, que flotaba como una nube alrededor de sus piernas cada vez que se movía. Y llevaba los pies descalzos, luciendo anillos en los dedos.
¿Quién hubiera adivinado que la hija del coronel era una hippie tardía? Kevin casi esperaba que levantara las piernas y se colocara en posición de loto, para comenzar a meditar.
Por fin sabía por qué el coronel deseaba que alguien escoltara a su hija por todas partes. Probablemente no confiara en ella, a la hora de salir de un apuro.
–Mi padre me ha dicho que eres instructor –comentó Lilah llamando la atención de Kevin, que inmediatamente apartó la vista del cristal que colgaba justo entre sus pechos, para mirarla a la cara.
–Sí, señorita –contestó Kevin, repitiéndose en silencio que no debía dar importancia a las reacciones de su cuerpo.
Se trataba, simplemente, de la respuesta normal de un joven sano ante una mujer bella. Porque ella era bella, bella en un sentido físico, y mucho.
Lilah meneó una mano y Kevin juró que oía el tintineo de campanas. Entonces observó la pulsera de su muñeca, llena de campanitas de plata colgando. Debería habérselo figurado.
–Creía que estábamos de acuerdo en que me llamarías Lilah.
–Sí, señorita.
–¿No es magnífico? –intervino el coronel, mirándolos orgulloso a uno y a otro–. Sabía que os llevarías bien –entonces sonó el teléfono y el coronel se puso en pie–. Disculpad un momento, voy a contestar.
El coronel abandonó la habitación y el silencio cayó como una piedra en un pozo. Kevin se reclinó sobre la silla y observó el comedor elegantemente decorado. Hubiera deseado estar en cualquier otro lugar.
–¿Te ha ordenado que vengas?
Kevin se sintió culpable. Le lanzó una mirada rápida a Lilah, vigiló la puerta, vacía, y volvió de nuevo la vista hacia ella.
–Por supuesto que no, ¿por qué dices eso?
Lilah empujó una col de Bruselas con el tenedor hasta el borde del plato. Luego, apoyó un codo sobre la mesa, se llevó la mano libre al mentón y lo miró directamente a los ojos, diciendo:
–No sería la primera vez que mi padre le asigna a un pobre marine la tarea de «escoltar a su hija».
Kevin volvió a revolverse en la silla, pero en esa ocasión con la vista fija en Lilah. No quería ponerla violenta, pero si estaba acostumbrada a esa situación, ¿quién era él para negarlo?
–Está bien, lo admito. Me pidió que te acompañara por la base mientras estés aquí de visita.
–¡Lo sabía! –contestó Lilah dejando caer el tenedor sobre el plato y reclinándose sobre la silla. Luego, tras cruzar los brazos sobre su admirable pecho, suspiró y sacudió la cabeza, haciendo revolotear todos sus rizos–. Pensé que esta vez sería diferente.
–¿Diferente de qué?
–De lo de siempre.
–¿Y qué es lo de siempre, si puede saberse? –inquirió Kevin, preguntándose cuántos marines habrían sido encargados de la misma tarea.
Lilah miró rápidamente hacia la puerta, por la que había desaparecido su padre, y después volvió la vista hacia él, antes de contestar:
–Bueno, mi padre lleva años arrojándome hombres como tú a los pies, desde la adolescencia.
–¿Hombres como yo?
–Marines –contestó Lilah–. Papá lleva toda la vida tratando de casarme con un marine.
–¿Casarte? –repitió Kevin bajando la voz e inclinándose sobre el plato–. ¿Quién ha dicho nada de matrimonio?
A eso sí que no había accedido, reflexionó. No le importaba acompañarla y enseñarle la base, mientras estuviera de visita, pero casarse… bueno, ya conocía esa experiencia. Y no, gracias. Él pasaba.
–Silencio, sargento –ordenó Lilah abriendo inmensamente sus enormes ojos–. Tranquilo, ¿quieres? Nadie te está secuestrando para llevarte a Las Vegas.
–Yo no…
–Tu virtud está a salvo conmigo –aseguró Lilah.
–No es mi «virtud» lo que me preocupa.
–Bueno, simplemente quería decir que no debes preocuparte.
–No estoy… –Kevin se interrumpió y resopló, frustrado–. ¿Vamos a seguir discutiendo todo el tiempo sobre lo mismo?
–Es probable.
–Entonces, ¿qué te parecería firmar una tregua?
–Por mí, de acuerdo –contestó Lilah levantándose de la silla y echando a caminar por la habitación. Sus pies apenas hacían ruido sobre el entarimado del suelo, pero la pulsera sí conseguía llamar la atención del sargento–. Pero te darás cuenta de que mi padre no va a ceder en su empeño, ¿no? Evidentemente, te ha elegido a ti.
–¿Como qué? –preguntó Kevin sospechando a qué se refería.
–Como yerno –contestó ella con cara de circunstancias.
–De ningún modo –aseguró él poniéndose en pie, sin saber muy bien si presentar batalla o huir.
–Sí, de todos los modos –respondió ella mirándolo por encima del hombro–. Y, según parece, el hecho de que esté comprometida no ha cambiado en nada los planes de papá.
–¿Estás comprometida?
–Él no le gusta a papá.
–¿Y eso importa?
–A él sí –señaló Lilah, sensatamente–. Le gustas tú –añadió la rubia que pronto invadiría todas sus pesadillas, con una radiante sonrisa–. Y según las leyes que rigen el Universo del coronel Forrest, lo único que importa es quién le guste a él.
–¡Vaya suerte! –exclamó Kevin, preguntándose si sería demasiado tarde para presentarse como voluntario a una misión a ultramar.
Lilah observó al último hombre que su padre había escogido como yerno. No pudo evitar sentir admiración por su buen gusto. Kevin Rogan era alto y de hombros anchos, el uniforme parecía diseñado especialmente para él. Parecía un anuncio de reclutamiento. Era perfecto. Demasiado perfecto, pensó, contemplando sus cabellos castaños, su mandíbula dura y cuadrada, sus labios, que parecían una fina brecha en el rostro, y sus ojos verdes, de cejas arqueadas.
Tenía que concederle un punto. Al menos, aquel marine era bastante más guapo que los últimos que había puesto su padre a sus pies. Pero, guapo o no, seguía siendo un marine. Y por lo tanto quedaba fuera de la lista. Al menos, por lo que a ella se refería.
Tampoco es que tuviera a nadie en la lista de pretendientes, pero esa era otra historia.