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Rashomon y otros cuentos es una obra fundamental que explora la naturaleza humana a través de relatos profundamente introspectivos y cargados de simbolismo. Akutagawa utiliza narrativas breves para examinar cuestiones como la moralidad, la verdad y la lucha interna de los individuos en contextos de incertidumbre y caos. Inspirado por el Japón feudal y los dilemas éticos, el autor plantea preguntas universales que trascienden el tiempo y el lugar. En el cuento que da título a la colección, Rashōmon, Akutagawa confronta al lector con un mundo en descomposición, donde las decisiones individuales están marcadas por la supervivencia y el egoísmo. Otros relatos, como En el bosque, exploran perspectivas múltiples y verdades contradictorias, destacando la subjetividad de la experiencia humana. Estos cuentos ofrecen una visión sombría pero profundamente reflexiva sobre las tensiones entre la virtud y el instinto. Desde su publicación, Rashōmon y otros cuentos ha sido reconocido como un clásico de la literatura japonesa, influyendo en cineastas como Akira Kurosawa y en la percepción global de la narrativa japonesa. Los relatos han inspirado interpretaciones cinematográficas, teatrales y académicas, reafirmando la relevancia de Akutagawa como uno de los mayores observadores de la condición humana. La colección sigue siendo atemporal por su habilidad para desentrañar los conflictos éticos y emocionales más intrincados. A través de su estilo claro y provocador, Akutagawa invita a los lectores a cuestionar las certezas y a reflexionar sobre los dilemas morales que definen nuestras vidas
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Seitenzahl: 105
Ryunosuke akutagawa
RASHOMON Y OUTROS CUENTOS
Título original:
“羅生門”
Primera edición
PRESENTACIÓN
RASHOMON Y OTROS CUENTOS
Rashomon
La nariz
En el bosque
Los piojos
El biombo del infierno
Ryūnosuke Akutagawa
1892 – 1927
Ryūnosuke Akutagawa fue un destacado escritor japonés, considerado el "padre del cuento japonés" y una figura clave en la literatura moderna de Japón. Nacido en Tokio durante la era Meiji, Akutagawa es conocido por sus relatos breves que combinan elementos del folclore japonés con influencias de la literatura occidental, explorando temas como la moralidad, la identidad y los conflictos psicológicos. Su legado ha dejado una huella imborrable en la narrativa contemporánea, y su obra sigue siendo ampliamente estudiada y admirada.
Vida temprana y educación
Akutagawa nació en una familia de clase media y fue criado por sus tíos maternos tras la enfermedad mental de su madre, una experiencia que marcaría profundamente su sensibilidad literaria. Desde joven, mostró interés por la literatura clásica japonesa y las obras occidentales de autores como Dostoyevski y Poe. Estudió literatura inglesa en la Universidad Imperial de Tokio, donde desarrolló su estilo literario distintivo y comenzó a publicar relatos en revistas literarias.
Carrera y contribuciones
La obra de Akutagawa destaca por su estilo meticuloso y su capacidad para tejer relatos complejos y simbólicos en narrativas breves. Entre sus cuentos más emblemáticos se encuentra Rashōmon (1915), una historia ambientada en el período Heian que aborda la ambigüedad moral y el instinto de supervivencia en tiempos de desesperación. Este relato, junto con En el bosque (1922), inspiró la célebre película Rashōmon (1950) de Akira Kurosawa, que llevó su obra a una audiencia internacional.
En El hilo de la araña (1918), Akutagawa utiliza elementos religiosos y filosóficos para explorar la redención y el egoísmo humano, mientras que La nariz (1916) emplea el humor y la ironía para reflexionar sobre la vanidad y la percepción social. Sus relatos suelen integrar referencias históricas y mitológicas, reinterpretándolas desde una perspectiva moderna para cuestionar la naturaleza humana y los dilemas éticos.
Impacto y legado
Akutagawa desempeñó un papel fundamental en la modernización del cuento japonés, fusionando técnicas narrativas tradicionales con innovaciones estilísticas influenciadas por la literatura occidental. Su obra no solo redefinió la narrativa breve en Japón, sino que también influyó en generaciones posteriores de escritores japoneses.
El Premio Akutagawa, establecido en su honor en 1935, es uno de los galardones literarios más prestigiosos de Japón, otorgado a autores emergentes que contribuyen al avance de la literatura japonesa contemporánea.
A pesar de su éxito literario, Akutagawa luchó con problemas de salud mental y ansiedad existencial, lo que lo llevó a quitarse la vida en 1927 a los 35 años. Sin embargo, su legado permanece vivo a través de sus cuentos, que siguen siendo leídos y estudiados en todo el mundo.
La obra de Akutagawa continúa resonando por su profundidad psicológica, su precisión estilística y su capacidad para abordar temas universales a través de relatos culturalmente específicos. Con su mirada aguda y su talento inigualable, Akutagawa dejó una marca indeleble en la literatura japonesa y global, asegurando su lugar como uno de los grandes maestros de la narrativa breve.
Sobre la obra
Rashōmon y otros cuentos es una obra fundamental que explora la naturaleza humana a través de relatos profundamente introspectivos y cargados de simbolismo. Akutagawa utiliza narrativas breves para examinar cuestiones como la moralidad, la verdad y la lucha interna de los individuos en contextos de incertidumbre y caos. Inspirado por el Japón feudal y los dilemas éticos, el autor plantea preguntas universales que trascienden el tiempo y el lugar.
En el cuento que da título a la colección, Rashōmon, Akutagawa confronta al lector con un mundo en descomposición, donde las decisiones individuales están marcadas por la supervivencia y el egoísmo. Otros relatos, como En el bosque, exploran perspectivas múltiples y verdades contradictorias, destacando la subjetividad de la experiencia humana. Estos cuentos ofrecen una visión sombría pero profundamente reflexiva sobre las tensiones entre la virtud y el instinto.
Desde su publicación, Rashōmon y otros cuentos ha sido reconocido como un clásico de la literatura japonesa, influyendo en cineastas como Akira Kurosawa y en la percepción global de la narrativa japonesa. Los relatos han inspirado interpretaciones cinematográficas, teatrales y académicas, reafirmando la relevancia de Akutagawa como uno de los mayores observadores de la condición humana.
La colección sigue siendo atemporal por su habilidad para desentrañar los conflictos éticos y emocionales más intrincados. A través de su estilo claro y provocador, Akutagawa invita a los lectores a cuestionar las certezas y a reflexionar sobre los dilemas morales que definen nuestras vidas.
Era un frío atardecer.
Bajo Rashomon1, el sirviente de un samurái2 esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Solo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la avenida Sujaku3, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa4 o nobles con el momieboshi5, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kioto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos de culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte, ladrones y malhechores no los desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.
Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concertaba su atención en el grano de la mejilla derecha.
Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia, pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo, pero unos días antes este lo había despedido, a pesar de los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad en Kioto.
Por eso quizás hubiera sido mejor aclarar: "el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalisme6 de este sirviente de la época Heian7.
Había comenzado a llover al mediodía, y todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de orar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la avenida Sujaku.
La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.
— Para escapar a esta maldita muerte — pensó el sirviente — , no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo… — Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero "si no elijo" quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio, pero al decir "si no…" demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente — . No me queda otro remedio que convertirme en ladrón.
Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kioto hacía añorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.
Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.
El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podía molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su catana8 de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con zori9 sobre el primer peldaño.
Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado con un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir, el sirviente, había pensado que dentro de la torre solo hallaría cadáveres, pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio un reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquella?
Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.
Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo, distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros. Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.
El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz, pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.
Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono de ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.
Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.
A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio — pronto lo comprobó — no iba dirigido solo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase "el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón — el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes — no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vívidamente como la tea que había clavado en el piso.
Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como esa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que solo momentos antes él mismo había pensado en hacerse ladrón.