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Esta colección nos trae nueve relatos que tienen lugar en los Mares del Sur y nos permite asomarnos a un modo de vida ya extinto, a sus tribus caníbales y los exploradores y negreros que surcaban esas aguas. No hay aquí lugar para ensoñaciones sobre el paraíso perdido o el buen salvaje. Aquí hay brutalidad y violencia, en grandes cantidades y sin entender de razas o religiones. Jack London retrata con crudeza las relaciones entre los blancos, en su mayoría negreros, y los indígenas que pueblan estas islas. Son relaciones difíciles, hoscas, marcadas por la desconfianza mutua y el interés comercial, que casi siempre pasa por el negocio de los esclavistas. Unas relaciones en las que la (supuesta) superioridad moral del hombre blanco se diluye en la más absoluta barbarie y los deja en igualdad de condiciones. Este es un viaje no apto para estómagos sensibles, aviso, y es que la llamada de lo salvaje es fuerte en London. Sin embargo, y a pesar de todo, hay lugar para la amistad, como vemos en El idólatra, donde conocemos a Otoo y Charlie, dos hombres muy diferentes pero cuyos vínculos superarán cualquier prejuicio, sin duda uno de los relatos más emotivos del libro.
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Jack London
RELATOS DE LOS MARES DEL SUR
RELATOS DE LOS MARES DEL SUR
Koolau el leproso
El inevitable hombre blanco
Mauki
Las terribles Salomón
Las perlas de Parlay
En la estera de Makaloa
El diente de ballena
El chinago
––Nos privan de la libertad porque estamos enfermos. Hemos acatado la ley. No hemos hecho nada malo. Y, sin embargo, nos encierran en una prisión. Molokai es una cárcel. Vosotros lo sabéis. Ahí tenéis a Niuli. Mandaron a su hermana a Molokai hace siete años. Desde entonces no ha vuelto a verla ni volverá a verla jamás. Seguirá allí hasta que muera. No por voluntad propia, ni por voluntad de Niuli, sino por voluntad de los blancos que gobiernan el país. Y ¿quiénes son esos blancos?
»Sí, lo sabemos. Nos lo han dicho nuestros padres y los padres de nuestros padres. Llegaron como corderos y con buenas palabras. No tenían más remedio que decir buenas palabras porque éramos muchos y fuertes y las islas eran nuestras. Como os digo, vinieron con buenas palabras. Los había de dos clases. Unos pidieron permiso, nuestro gracioso permiso, para predicar la palabra de Dios. Los otros solicitaron permiso, nuestro gracioso permiso, para comerciar. Aquello fue el comienzo. Hoy todas las islas son suyas. Las tierras, los rebaños, todo les pertenece. Los que predicaban la palabra de Dios y los que predicaban la palabra del ron se han unido y se han convertido en jefes. Viven como reyes en casas de muchas habitaciones con multitud de criados que les sirven. Los que no tenían nada, ahora son dueños de todo, y si vosotros, o yo, o cualquier canaca tiene hambre, fruncen el ceño y le dicen: ¿Por qué no trabajas? Ahí tienes las plantaciones.
Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!
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