Relatos escogidos - Edgar Allan Poe - E-Book

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Edgar Allan Poe

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Beschreibung

Una selección de relatos de Edgar Allan Poe publicados entre 1835 y 1844:-Morella (1835)-Un descenso por el Maelström (1841)-El misterio de Marie Rogêt (1843)-El cajón oblongo (1844)-El entierro prematuro (1844)-La carta robada (1844) 

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Relatos escogidos

Edgar Allan Poe

Publicado: 1835Categoría(s): Ficción, Antologías, Horror, Cuentos y Novelas cortas
Acerca Poe:

Edgar Allan Poe was an American poet, short story writer, playwright, editor, critic, essayist and one of the leaders of the American Romantic Movement. Best known for his tales of the macabre and mystery, Poe was one of the early American practitioners of the short story and a progenitor of detective fiction and crime fiction. He is also credited with contributing to the emergent science fiction genre.Poe died at the age of 40. The cause of his death is undetermined and has been attributed to alcohol, drugs, cholera, rabies, suicide (although likely to be mistaken with his suicide attempt in the previous year), tuberculosis, heart disease, brain congestion and other agents. 

Morella

El mismo, sólo por sí mismo,  eternamente Uno y único.

 

Platón, El banquete

 

Un sentimiento de profundo pero singularísimo afecto me inspiraba mi amiga Morella. Llegué a conocerla por casualidad hace muchos años, y desde nuestro primer encuentro mi alma ardió con fuego hasta entonces desconocido; pero el fuego no era de Eros, y amarga y torturadora para mi espíritu fue la convicción gradual de que en modo alguno podía definir su carácter insólito o regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos conocimos y el destino nos unió ante el altar, y nunca hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, no obstante, huyó de la sociedad y, apegándose tan sólo a mí, me hizo feliz. Es una felicidad maravillarse, es una felicidad soñar.

La erudición de Morella era profunda. Tan cierto como que estoy vivo, sé que sus aptitudes no eran de índole común; el poder de su espíritu era gigantesco. Yo lo sentía y en muchos puntos fui su discípulo. Pronto descubrí, sin embargo, que quizá a causa de su educación en Presburgo exponía a mi consideración cantidad de esos escritos místicos que se juzgan habitualmente la escoria de la primitiva literatura alemana. Eran, no puedo imaginar por qué razón, objeto de su estudio favorito y constante, y, si con el tiempo llegaron a serlo para mí, ello debe atribuirse a la simple pero eficaz influencia del hábito y el ejemplo.

En todo esto, si no me equivoco, mi razón poco participaba. Mis opiniones, a menos que me desconozca a mí mismo, en modo alguno estaban influidas por el ideal, ni era perceptible ningún matiz del misticismo de mis lecturas, a menos que me equivoque mucho, ni en mis actos ni en mis pensamientos. Convencido de ello, me abandoné sin reservas a la dirección de mi esposa y penetré con ánimo resuelto en el laberinto de sus estudios. Y entonces, entonces, cuando escudriñando páginas prohibidas sentía que un espíritu aborrecible se encendía dentro de mí, Morella posaba su fría mano sobre la mía y sacaba de las cenizas de una filosofía muerta algunas palabras hondas, singulares, cuyo extraño sentido se grababa en mi memoria. Y entonces, hora tras hora, me demoraba a su lado, sumido en la música de su voz, hasta que al fin su melodía se inficionaba de terror y una sombra caía sobre mi alma y yo palidecía y temblaba interiormente ante aquellas entonaciones sobrenaturales. Y así la alegría se desvanecía súbitamente en el horror y lo más hondo se convertía en lo más horrible, como el Hinnom se convirtió en la Gehenna.

Es innecesario explicar el carácter exacto de aquellas disquisiciones que, surgidas de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los entendidos en lo que puede designarse moral teológica lo comprenderán rápidamente, y los profanos, en todo caso, poco entenderán. El impetuoso panteísmo de Fichte, la παλιγγενεσία modificada de los pitagóricos y, sobre todo, las doctrinas de la identidad preconizadas por Schelling, eran generalmente los puntos de discusión más llenos de belleza para la imaginativa Morella. Esta identidad denominada personal creo que ha sido definida exactamente por Locke como la permanencia del ser racional. Y puesto que por persona entendemos una esencia inteligente dotada de razón, y el pensar siempre va acompañado por una conciencia, ella es la que nos hace ser eso que llamamos nosotros mismos, distinguiéndonos, en consecuencia, de los otros seres que piensan y confiriéndonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis, la noción de esa identidad que con la muerte se pierde o no para siempre, fue para mí, en todo tiempo, un tema de intenso interés, no tanto por la perturbadora y excitante índole de sus consecuencias, como por la insistencia y la agitación con que Morella los mencionaba.

Mas en verdad llegó el momento en que el misterio de la naturaleza de mi mujer me oprimió como un maleficio. Ya no podía soportar el contacto de su dedos pálidos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus ojos melancólicos. Y ella lo sabía, pero no me lo reprochaba; parecía consciente de mi debilidad o de mi locura y, sonriendo, le daba el nombre de Destino. También parecía tener conciencia de la causa, para mí desconocida, del gradual desapego de mi actitud, pero no me insinuó ni me explicó su índole. Sin embargo, era mujer y languidecía evidentemente. Con el tiempo la mancha carmesí se fijó definitivamente en sus mejillas y las venas azules de su pálida frente se acentuaron; si por un momento me ablandaba la compasión, al siguiente encontraba el fulgor de sus ojos pensativos, y entonces mi alma se sentía enferma y experimentaba el vértigo de quien hunde la mirada en algún abismo lúgubre, insondable.

¿Diré entonces que anhelaba con ansia, con un deseo voraz, el momento de la muerte de Morella? Así fue; mas el frágil espíritu se aferró a su envoltura de arcilla durante muchos días, durante muchas semanas y meses de tedio, hasta que mis nervios torturados dominaron mi razón y me enfurecí por la demora, y con el corazón de un demonio maldije los días y las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse, mientras su noble vida declinaba como las sombras en la agonía del día.

Pero, una tarde de otoño, cuando los vientos se aquietaban en el cielo, Morella me llamó a su cabecera. Una espesa niebla cubría la tierra, y subía un cálido resplandor desde las aguas, y entre el rico follaje de octubre había caído del firmamento un arco iris.

-Este es el día entre los días -dijo cuando me acerqué-, el día entre los días para vivir o para morir. Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la vida… ¡ah, más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!

Besé su frente, y continuó:

-Me muero, y sin embargo viviré.

-¡Morella!

-Nunca existieron los días en que hubieras podido amarme; pero aquella a quien en vida aborreciste, será adorada por ti en la muerte.

-¡Morella!

-Repito que me muero. Pero hay dentro de mí una prenda de ese afecto -¡ah, cuán pequeño!- que sentiste por mí, por Morella. Y cuando mi espíritu parta, el hijo vivirá, tu hijo y el mío, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, ese dolor que es la más perdurable de las impresiones, como el ciprés es el más resistente de los árboles. Porque las horas de tu dicha han terminado, y la alegría no se cosecha dos veces en la vida, como las rosas de Pestum dos veces en el año. Ya no jugarás con el tiempo como el poeta de Teos, mas, ignorante del mirto y de la viña, llevarás encima, por toda la tierra, tu sudario, como el musulmán en la Meca.

-¡Morella! -exclamé-. ¡Morella! ¿Cómo lo sabes?

Pero volvió su cabeza sobre la almohada; un ligero estremecimiento recorrió sus miembros y murió; y no oí más su voz.

Sin embargo, como lo había predicho, su hija -a quien diera a luz al morir y que no respiró hasta que su madre dejó de alentar-, su hija, una niña, vivió. Y creció extrañamente en talla e inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la desaparecida, y la amé con amor más perfecto del que hubiera creído posible sentir por ningún habitante de la tierra.

Pero antes de mucho se oscureció el cielo de este puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción lo recorrieron con sus nubes. He dicho que la niña crecía extrañamente en talla e inteligencia. Extraño, en verdad, era el rápido crecimiento de su cuerpo, pero terribles, ah, terribles eran los tumultuosos pensamientos que se agolpaban en mí mientras observaba el desarrollo de su inteligencia. ¿Cómo no había de ser así si descubría diariamente en las ideas de la niña el poder del adulto y las aptitudes de la mujer; si las lecciones de la experiencia caían de los labios de la infancia; si yo encontraba a cada instante la sabiduría o las pasiones de la madurez centelleando en sus ojos profundos y pensativos? Cuando todo esto, digo, llegó a ser evidente para mis espantados sentidos, cuando ya no pude ocultarlo a mi alma ni apartarla de estas evidencias que la estremecían, ¿es de sorprenderse que sospechas de carácter terrible y perturbador se insinuaran en mi espíritu, o que mis pensamientos recayeran con horror en las insensatas historias y en las sobrecogedoras teorías de la difunta Morella? Arrebaté a la curiosidad del mundo un ser cuyo destino me obligaba a adorarlo, y en la rigurosa soledad de mi hogar vigilé con mortal ansiedad todo lo concerniente a la criatura amada.

Y a medida que pasaban los años y yo contemplaba día tras día su rostro puro, suave, elocuente, y vigilaba la maduración de sus formas, día tras día iba descubriendo nuevos puntos de semejanza entre la niña y su madre, la melancólica, la muerta. Y por instantes se espesaban esas sombras de parecido y su aspecto era más pleno, más definido, más perturbador y más espantosamente terrible. Pues que su sonrisa fuera como la de su madre, eso podía soportarlo, pero entonces me estremecía ante unaidentidad demasiado perfecta; que sus ojos fueran como los de Morella, eso podía sobrellevarlo, pero es que también se sumían con harta frecuencia en las profundidades de mi alma con la intención intensa, desconcertante, de los de Morella. Y en el contorno de la frente elevada, y en los rizos del sedoso cabello, y en los pálidos dedos que se hundían en él, en el tono triste, musical de su voz, y sobre todo -¡ah, sobre todo!- en las frases y expresiones de la muerta en labios de la amada, de la viviente, encontraba alimento para una idea voraz y horrible, para un gusano que no quería morir.

Así pasaron dos lustros de su vida, y mi hija seguía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y «querida» eran los apelativos habituales dictados por un afecto paternal, y el rígido apartamiento de su vida excluía toda otra relación. El nombre de Morella había muerto con ella. De la madre nunca había hablado a la hija; era imposible hablar. A decir verdad, durante el breve período de su existencia esta última no había recibido impresiones del mundo exterior, salvo las que podían brindarle los estrechos límites de su retiro. Pero, al fin, la ceremonia del bautismo se presentó a mi espíritu, en su estado de nerviosidad e inquietud, como una afortunada liberación del terror de mi destino. Y, ante la pila bautismal, vacilé al elegir el nombre. Y muchos epítetos de la sabiduría y la belleza, de viejos y modernos tiempos, de mi tierra y de tierras extrañas, acudieron a mis labios, y muchos, muchos epítetos de la gracia, la dicha, la bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta? ¿Qué demonio me incitó a musitar aquel sonido cuyo simple recuerdo solía hacer afluir torrentes de sangre purpúrea de las sienes al corazón? ¿Qué espíritu maligno habló desde lo más recóndito de mi alma cuando, en aquella bóveda oscura, en el silencio de la noche, susurré al oído del santo varón el nombre de Morella? ¿Quién sino un espíritu maligno convulsionó las facciones de mi hija y las cubrió con el matiz de la muerte cuando, sobresaltada por esa palabra apenas perceptible, volvió sus ojos límpidos del suelo al firmamento y, cayendo de rodillas en las losas negras de nuestra cripta familiar, respondió «¡Aquí estoy!»?

Precisas, fríamente, tranquilamente precisas, cayeron estas simples palabras en mi oído y de allí, como plomo derretido, rodaron silbando a mi cerebro. ¡Los años, los años pueden pasar, pero el recuerdo de aquel momento, nunca! No ignoraba yo las flores y la viña, pero el acónito y el ciprés me cubrieron con su sombra noche y día. Y perdí toda noción de tiempo y espacio, y las estrellas de mi sino se apagaron en el cielo, y desde entonces la tierra se entenebreció y sus figuras pasaron a mi lado como sombras fugitivas, y entre ellas sólo veía una: Morella. Los vientos musitaban una sola palabra en mis oídos, y las ondas del mar murmuraban incesantes: «¡Morella!» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y lancé una larga y amarga carcajada al no hallar huellas de la primera Morella en el sepulcro donde deposité a la segunda.

 

FIN

UN DESCENSO POR EL MAELSTRÖM

Los métodos de Dios, tanto en las manifestacionesde la naturaleza como en las de su providencia,no se asemejan a los nuestros; ni los modelosque forjamos corresponden en manera alguna a lainmensidad, la sublimidad y la inescrutabilidadde sus obras, más profundas aún que el manantial de Demócrito .

-Joseph Glánvill

HABÍAMOS llegado a la cima de la roca más elevada. Durante algunos minutos pareció el viejo demasiado exhausto para hablar.

"No hace mucho," dijo al cabo, "que hubiera podido yo guiaros en esta ruta tan bien como el más joven de mis hijos; pero hace cerca de tres años que me ocurrió un incidente que jamás ha sucedido a mortal alguno, o por lo menos, el hombre a quien le aconteciera no ha sobrevivido para contarlo; y las seis horas de angustioso terror que sufrí entonces me destrozaron de cuerpo y alma. Vos me creéis un anciano; mas no lo soy. Menos de un dia fué necesario para cambiar en blancos estos cabellos que eran negros como el azabache, para debilitar mis miembros y aflojar mis nervios hasta el punto de que tiemblo al menor esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Imagináis que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado sin sentirme desvanecido?"

El "pequeño acantilado" de que hablaba, y sobre cuyo ápice habíase tendido negligentemente a descansar de manera que la parte más pesada de su cuerpo colgaba fuera, protegiéndose únicamente contra la caída con uno de sus codos que apoyaba en su escurridizo borde; este "pequeño acantilado" era un peñasco que se elevaba sobre un escarpado precipicio de rocas negras y pulidas, a mil quinientos o mil seiscientos pies sobre el mundo de escollos que se divisaba abajo. Nada me habría decidido a acercarme a media docena de yardas de su margen. En realidad, sentíame tan profundamente emocionado por la peligrosa posición de mi compañero, que me tiré al suelo de largo a largo, prendido de los arbustos que tenía cerca, y sin atreverme a mirar ni tan siquiera el cielo, mientras luchaba en vano conmigo mismo para persuadirme de que las propias bases de la montaña no estaban en peligro con la furia del viento. Pasó largo tiempo antes de que pudiera raciocinar lo suficiente para cobrar el valor de sentarme y mirar a la distancia.

"Debéis desprenderos de esas fantasías," decía el guía, "porque os he traído aquí para que podáis gozar del mejor punto de vista para apreciar el suceso a que antes hice alusión, y referiros la historia completa mientras contempláis el paraje a que se refiere.

"Nos encontramos," continuó, con aquella peculiar manera que le distinguía, "nos encontramos muy cerca de la costa noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, y en el funesto distrito de Lofoden. La montaña sobre cuya cima nos encontramos es Helseggen, la Nebulosa. Ahora alzaos un poquillo, cogeos de la hierba, si os sentís desvanecido, así, y mirad el mar detrás de la zona de vapor que nos rodea."

Miré aturdidamente, y pude contemplar una ancha extensión del océano, cuyas aguas tenían tal color de tinta que me hizo recordar inmediatamente los relatos del Mare Tenebrarum del geógrafo nubio. La mente humana no podría concebir paisaje más desolado. A derecha e izquierda, tan lejos como la vista podía abarcar, extendíanse, semejando los baluartes del universo, hileras de pavorosas rocas negras y escarpadas, cuyo lúgubre aspecto se realzaba poderosamente con el bramido del oleaje que estrellaba contra ellas su blanca y fantástica cresta, aullando y lamentándose por toda la eternidad. Exactamente frente al promontorio sobre cuyo ápice nos encontrábamos, y a distancia de cinco o seis millas en el mar, podía distinguirse una isla pequeña y blanquizca; o hablando con más propiedad, podía discernirse su posición por la violencia de la marejada que la envolvía. A dos millas más o menos en dirección de tierra, levantábase otro islote más pequeño, horriblemente escarpado y estéril, y circundado a diversos intervalos por un hacinamiento de negras rocas.

El aspecto del océano, en el espacio comprendido entre la playa y el islote más distante, era muy inusitado. Aun cuando en aquel momento soplaban ráfagas de viento tan violentas hacia tierra que un bergantín al largo, muy lejos, se mantenía con todos los rizos tomados, y su casco entero se hundía constantemente fuera de la vista, no había, sin embargo, el menor oleaje, sino simplemente una especie de rápido, corto y enfurecido movimiento del agua en todas direcciones, tanto en sentido del viento como hacia cualquier otro lado. Apenas se veía espuma, excepto en la inmediata proximidad de las rocas.

"La isla que se ve a la distancia," resumió el anciano, "es llamada Vurrgh por los noruegos. La otra, a la mitad del camino, es Móskoe. Aquélla, a una milla al norte, es Ambaaren. Más lejos están Islesen, Hótholm, Keíldhelm, Suarven y Búckholm. Más allá todavía, entre Móskoe y Vurrgh, se encuentran Ótterholm, Flimen, Sandflesen y Stockolm. Éstos son los verdaderos nombres de las islas; pero la razón por la cual se haya pensado en denominarlas todas es cosa que vos no podréis comprender ni la comprendo yo tampoco. ¿Oís algo ahora? ¿Notáis algún cambio en el agua?"

Haría diez minutos más o menos que nos encontrábamos en lo alto de la roca de Helseggen, hasta donde habíamos subido por el interior de Lofoden, de manera que no pudimos ver el mar hasta que se ofreció de un golpe a nuestros ojos desde el ápice. En tanto que el viejo hablaba, advertía yo un fuerte ruido que iba en aumento, semejante al estruendo de un enorme rebaño de búfalos en alguna pradera americana; notando al mismo tiempo que el movimiento que los marinos denominan el escarceo del océano, convertíase rápidamente a nuestra vista en una corriente que se dirigía al este. Ante mis propios ojos adquiría esta corriente monstruosa velocidad. Cada minuto aumentaba su rapidez, su impetuosa precipitación. En cinco minutos el océano entero hasta Vurrgh hallábase poseído de furia desenfrenada e indomable; pero sobre todo entre Móskoe y la costa dominaba el tumulto mayor. Allí el vasto lecho de las aguas hendíase y se rasgaba en mil canales divergentes, estallaba repentinamente en convulsión frenética, hinchándose, hirviendo, silbando, girando en vórtices gigantescos e innumerables y precipitándose en remolinos hacia el este con rapidez que jamás asume el agua, excepto en caídas torrenciales.

En algunos minutos presentóse un cambio radical en la escena. La superficie general se niveló algo más, desaparecieron los remolinos uno a uno, mientras se marcaban rayas prodigiosas de espuma donde nada sé veía un momento antes. Estas rayas al ñn, extendiéndose a gran distancia, entraron a su vez en el movimiento giratorio de los remolinos desaparecidos y formaron la base de un vórtice mucho más vasto. Súbitamente, muy de súbito, todo aquello tomó vida definitiva y distinta en un circuito de más de una milla de diámetro. El extremo del remolino se marcaba por una ancha faja de brillante espuma; pero ni una sola partícula se deslizaba entre las fauces del terrorífico cañón: cuyo interior, hasta donde la mirada podía sondear, era un muro de agua, liso, negro y brillante, inclinándose sobre el horizonte en un ángulo de cuarenta y cinco grados más o menos, girando vertiginosamente en redondo con movimiento ondulatorio y circular, y lanzando a los aires una voz pavorosa mitad alarido mitad bramido, tal, que ni la potente catarata del Niágara levanta jamás al cielo en su agonía.

La montaña temblaba hasta su base, y la roca se bamboleaba. Me arrojé de cara contra el suelo sujetándome de las escasas hierbas, en el exceso de mi agitación nerviosa.

"Esto," dije al cabo al anciano, "esto no puede ser otra cosa que el gran remolino del Maelström."

"Así le llaman a veces," respondió él. "Nosotros los noruegos le llamamos Móskoe-tröm, por la isla que está a mitad de su camino."

Los relatos ordinarios respecto de este vórtice no me habían preparado a lo que presenciaba. El de Jonás Ramus, quizá el más detallado entre todos, no procura la concepción más débil de la magnificencia y horror de la escena, ni de la intensa y asombrosa sensación de novela que confunde al observador. No estoy seguro del punto de dónde presenció el espectáculo el autor aludido, ni del momento en que aquello se realizó; pero seguramente no ha sido del ápice del Helseggen, ni durante una tempestad. Hay, sin embargo, ciertos pasajes en su descripción que pueden citarse en razón de los detalles, aunque su efecto sea excesivamente atenuado para dar la impresión de esta escena.