Retorno al jardín - Grian - E-Book

Retorno al jardín E-Book

Grian

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Beschreibung

Muchos años atrás, un desconocido llegó a un pueblo buscando una tierra espaciosa donde crear un jardín; y cuando lo hizo realidad, ofreció la paz y la belleza de sus senderos y rincones no sólo a los seres humanos que lo visitaran, sino también a todos los seres que quisieran vivir en aquel vergel. Tras algunos años, el jardinero partió del lugar, dejando a su aprendiz al cuidado de aquel reflejo del paraíso. Pero, un día, tras más de veinte años, el jardinero apareció de nuevo por los senderos del jardín. Nuevas personas y seres frecuentaban el lugar ahora, junto con algunos viejos conocidos suyos. Pero el mundo estaba cambiando con rapidez, y los seres de la naturaleza sintieron que quizás el viejo jardinero pudiera ser alguien en quien confiar. Retorno al jardín es el tercer libro de El ciclo del jardín, una trilogía de relatos cortos de ficción –que incluye el best seller internacional El jardinero (traducido a 13 idiomas) y El Manantial de las Miradas– sobre un personaje sabio y el jardín que le sirve de escenario para mostrar una forma distinta de estar en el mundo. Espiritualidad de la naturaleza hecha práctica de vida a través de imágenes cargadas de poesía y belleza.

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GRIAN

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Colección Narrativa

RETORNO AL JARDÍN

Grian

1.ª edición en versión digital: febrero de 2024

Maquetación: Isabel Estrada

Diseño de cubierta: Enrique Iborra

Conversión a ebook: leerendigital.com

© 2023, Grian

(Reservados todos los derechos)

© 2024, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-1172-130-1

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

 

Portada

Retorno al jardín

Créditos

Un día especial

Una inesperada llegada

A las puertas del jardín

El reencuentro

La gota

Dos jardineros

El gato blanco

Posibilidades

La sabiduría de los espejos

Interdependencias

La dama silenciosa

La piedra

Símbolos

Entre las hortensias

El Alma del Mundo

De la vida y la muerte

La vieja olla

Cuidados

La flor del jazmín

Lo peor

Permiso

Una pelea de gorriones

Malos presagios

De sequía y necedad

La Madre Haya

Bendición

Naturaleza

Creer

El poder de los árboles

La grosella espinosa

El Gnomo de la pala

Las hogazas de pan

El Señor de la Naturaleza

El orden de la vida

Los pequeños

Raíces

Testigo

Luz

Rascarse

De la Verdad y la Belleza

La telaraña

Otra telaraña

Eso

Con un pie en cada mundo

¿Quién quiere novio?

El Concilio de Todos los Seres

Explicaciones

El sendero de la mariposa

Demasiada «poesía»

El monje de las montañas

Maldito cuervo

El benefactor

El regreso del herrerillo

Sí, hay mariposas en el cielo

Empiezan a caer los velos

Transmisión

El secreto

Sin estrellas

El último encuentro

Historias

Más allá

Demasiadas despedidas

Los viajeros

La voluntad de vivir

Tras las huellas del jardinero

Transfiguración

Notas finales

Acerca del autor

A Jose Chamorro, que lleva media vida esperando este libro y a quien tanto cariño y buenaventura le debo.

A Donald Smith, que conoció al jardinero en Escocia y lo recibió en su obra, y que tanto ha insistido en que este libro viera la luz.

A Michael Bracken, que abrió la puerta al sendero de la mariposa desde el otro lado del Padre Océano.

A Marta Ventura, que sabe quién es.

A la «Comunidad del Jardín», que vieron llegar antes que nadie al viejo jardinero y acogieron sus palabras durante más de un año, y a Kety, que recibió su visita.

A quienes no se dejan intimidar por las dudas y los desprecios del modernismo materialista, cosmovisión perpetradora del cambio climático y la extinción masiva de especies (con mi personal guiño a Bruno Latour, allá donde está).

Un día especial

Se había despertado muy temprano, con la sensación de que aquél iba a ser un día especial. Se había lavado la cara con el agua fría del aguamanil y se había sentido revivir tras una noche de incesantes sueños. Miró su imagen en el redondo espejo y decidió que aquel día iría con el cabello suelto, como cuando era una niña y se miraba en el espejo del Manantial de las Miradas, con la melena lacia enmarcando sus mejillas.

«¿Y si comienzo este día visitando el Manantial de las Miradas? –pensó para sí mientras peinaba su larga melena negra–. Si éste tiene que ser un día especial, ¿por qué no comenzarlo en un lugar tan singular?».

Recorrió las calles con paso apresurado, saludando a diestra y siniestra a vecinos y vecinas, haciendo comentarios afectuosos a los ancianos sentados en los poyos de sus casas. La joven de los ojos negros era bien querida en el pueblo. Y aunque si fuera por su timidez no hubiera saludado a nadie por no dejarse ver, sabía que a la gente le gustaba saludar e intercambiar cuatro palabras con sus vecinos. Y, además, sentía que su contribución a la vida en sociedad, que tantas ventajas le proporcionaba, debía incluir el hacer que la gente con la que se relacionaba se sintiera bien.

Cuando llegó al jardín, la asaltó una sensación inusual, como si un sentimiento gozoso se cerniera sobre el lugar, pero se le ocurrió pensar que quizás todos los seres en el vergel habían comenzado a anticipar la primavera. Se adentró por veredas y senderos en su recorrido hasta el manantial, pero no dio en encontrarse con el jardinero. «Estará en la zona del estanque», pensó, y siguió su recorrido entre los rostros sonrientes de los narcisos, que se asomaban en los parterres para verla pasar.

Finalmente, tras el recodo que un inmenso matorral de madreselvas había construido en torno al tronco de un álamo vencido, la joven de los ojos negros se asomó al claro del viejo manantial… y se detuvo en seco.

No esperaba encontrar allí a nadie a primeras horas de la mañana.

—Hola –dijo al desconocido con una leve sonrisa, reiniciando sus pasos de nuevo, ahora más despacio.

—Buenos días –respondió el desconocido, un hombre mayor, de barba y largos cabellos blancos.

Impenitente observadora, la joven de los ojos negros le miró con atención. Estaba sentado en el borde de la alberca, y llevaba una túnica corta de lino crudo y unos calzones de algodón, con una toga de color teja cruzándole el pecho. Unas sandalias de cuero le cubrían los pies, y apoyaba las dos manos en un largo bastón de madera de roble.

—No le había visto nunca por aquí –dijo ella acercándose al muro de la alberca, a un metro escaso de él.

Intuitiva como una dríada, por su mirada supo que no había nada que temer de aquel hombre de cabellos blancos.

—Sí, hace mucho tiempo que no venía al jardín –dijo el hombre esbozando una sonrisa nostálgica–. En otra vida, este jardín fue la luz de mis días.

La muchacha frunció ligeramente el entrecejo al escuchar aquellas palabras.

—¿Vienes a menudo al Manantial de las Miradas? –preguntó el hombre dulcemente.

—Sí –respondió ella–. Cuando algo me perturba y me quita la paz, vengo aquí a mirarme en el espejo de la alberca… y entonces recuerdo quién soy.

El hombre sonrió satisfecho, y un destello en su mirada le indicó a la joven que él sabía de lo que ella hablaba.

—Es la sabiduría de los espejos –dijo el hombre mirando a las aguas del manantial–, sobre todo de los espejos naturales, como éste.

»Reflejar es el poder de quien ha perdido toda forma e identidad –continuó el hombre–. Y cuando tú te conviertes también en espejo, lo que queda es la Vida mirándose a sí misma, la Luz reflejándose a sí misma hasta la eternidad.

—Se desvanecen los espejismos y queda sólo el misterio primigenio –continuó la joven de los ojos negros siguiendo el hilo de sus reflexiones.

El hombre la observó admirado. Aquella hermosa joven «sabía».

Ella le devolvió la mirada y, en el encuentro de los ojos, ambos supieron que el Misterio se contemplaba a Sí Mismo.

El sonido de unos pasos los sacó a ambos del hechizo y se volvieron a mirar quién venía. Un hombre aún joven, fornido y con una barba tupida y negra, asomó por la vereda y, al verlos, se detuvo con los ojos muy abiertos.

—¡Oh, es el jardinero! –dijo la joven al verle, extrañándose a continuación por la actitud del recién llegado.

—Mi aprendiz –dijo en un susurro casi inaudible el hombre del cabello blanco.

Y el recién llegado se precipitó corriendo en brazos del hombre de los cabellos blancos.

—¡Maestro! –exclamó, rompiendo a llorar como un chiquillo sobre su hombro–. Mi amado jardinero, mi amado jardinero…

El hombre mayor soltó su largo bastón de madera de roble y se abrazó con fuerza, con toda su alma, a su aprendiz.

La muchacha de los ojos negros recordó la sensación que había tenido al despertar.

—Sí… –dijo en un susurro, contemplando a los dos hombres con una sonrisa–. Sin duda, el día va a ser muy especial.

Una inesperada llegada

Había visto venir al jardinero desde la distancia aquella mañana. Iba andando plácidamente por el camino que desde el mar se dirigía a la comarca. Aquel día había decidido que sus silfos descansaran y que dejaran de arrancar de los árboles las pertinaces hojas viejas del otoño. Y él, el Espíritu del Viento, se había sentado sobre una roca, en las alturas de un despeñadero que se asomaba sobre el camino, para ver pasar a los viajeros y disfrutar del Sol, para contemplar las verdes praderas del preludio de la primavera. Hacía semanas que los Días del Alción, los más serenos del invierno, habían quedado atrás, pero quién podría resistirse al hechizo de la belleza de la Tierra bajo la aún oblicua luz invernal.

El jardinero y él se habían visto con frecuencia durante los años en que aquél había estado lejos del jardín, incluso durante su deambular por lo más lejano del Oriente, y habían conversado como dos viejos amigos acerca de experiencias y sentimientos, de expectativas, proyectos e ilusiones. Pero el jardinero no le había dicho que iba a volver al jardín, por eso le extrañó tanto verle venir por el sinuoso camino, con aquella manera de caminar tan característica, ladeando ligeramente hacia fuera la punta del pie derecho a cada paso. Aquella manera de andar era perfectamente reconocible para él a muchas millas de distancia.

Se puso en pie gozoso, extendiendo su enorme envergadura y su traslúcido y azulado cuerpo, y sintió que su poderoso pecho se dilataba e iluminaba, mientras sonreía dichoso y sentía algo parecido a unas lágrimas empañando sus ojos.

Pensó en ir a recibirle para entregarse mutuamente a un prolongado abrazo, pero desestimó la idea de inmediato. Si algo les sobraba era el tiempo. Ya se verían en el jardín. Lo que había que hacer ahora era preparar su llegada, susurrar con las brisas la noticia en los oídos de todos los seres, adecentar los senderos del jardín y limpiar las aguas inquietas del arroyo cantor, rizar con un soplo la superficie del estanque y aquietar las aguas cristalinas del Manantial de las Miradas, para que el jardinero pudiera ver reflejados sus propios ojos en la alberca.

A una orden suya, todos los silfos de la región se pusieron en pie de un salto y se elevaron vertiginosamente en las alturas, para precipitarse de inmediato a realizar las tareas encomendadas. Unas brisas húmedas procedentes del este recorrieron la región, acumulando hojas secas y ramitas rotas en los rincones de la quietud, agitando los brazos de encinas y pinos para que despertaran y adoptaran su aspecto más lozano, esparciendo sus ingrávidos aromas por los caminos y las veredas por los que pudiera transitar el jardinero.

Y el Espíritu del Viento recorrió la comarca anunciando el inminente regreso de su amigo, y todos los seres en comunión con la Tierra entendieron sus palabras. Pero, de todos, el que más se alegró fue un pequeño herrerillo.

A las puertas del jardín

El jardinero llegó a las puertas del jardín y encontró la cancela abierta. Su antiguo aprendiz debía estar ya cuidando de árboles, matorrales y lechos de flores… si es que seguía siendo él quien cuidaba del lugar. Después de tantos años de ausencia, quién podía saber lo que había ocurrido allí. Al menos, el jardín parecía seguir existiendo.

Sí, habían pasado muchos años desde su partida. En realidad, echando la vista atrás, había pasado toda una vida, pues el tiempo se dilata misteriosamente cuando se viven los días con intensidad, cuando la Vida te ofrece a diario paisajes nuevos y la monotonía no entona sus insistentes sonsonetes durante semanas, o meses. Tantas experiencias, tanta belleza contemplada en paisajes insospechados, tantas gentes de costumbres sorprendentes, de culturas insólitas, tantas verdades inimaginables en el espíritu y en las cosmovisiones de pueblos tan lejanos e ignorados… Y tantas personas con las que compartió sus días en todos esos años, muchas de ellas queridas, incluso amadas, sabiendo que, tras su breve encuentro en la existencia, jamás volverían a estrecharse en un abrazo.

El jardinero regresaba con las alforjas llenas de experiencias, de aprendizajes, pero sobre todo de Vida. La misma Vida que le había pedido que partiera hacia el lejano horizonte, con la intención de nutrirse en lejanas miradas y nutrir corazones sedientos y extraños, de sembrar territorios olvidados de los hombres y de dejarse sembrar por la sabiduría de otros paisajes, de otros pueblos y generaciones de pueblos.

Cerró los ojos por unos instantes. Estaba a punto de cerrar el círculo que abriera en el distante pasado, el sendero que tuviera su inicio en el bosque viejo, cuando aquel mítico ser le llevó a los reinos de Luz de donde provenía, despertando así del largo sueño de los humanos. Había cumplido con el cometido asignado a su alma en las playas de la eternidad, siendo ahora libre para volver allí donde su alma le pedía regresar.

Cuando abrió los ojos, una lágrima trémula se cernía sobre el abismo, asomada a su párpado inferior. Allí terminaba aquella larga fase de su existencia, y podría entregarse al solaz de su mundo más íntimo y querido. Al menos, durante un tiempo, por breve que fuera.

Aferrando con fuerza su bastón, retomó el paso de nuevo y atravesó los umbrales del jardín. Estaba en casa otra vez.

El reencuentro

Adentrándose por la vereda principal, el jardinero se encontró de inmediato con su antiguo hogar, la cabaña que construyera con sus propias manos y en la que tantos instantes maravillosos había vivido. Y, junto a la puerta, se llenó de gozo al ver a su pequeña planta, la que había sido su preferida en el jardín. Se había convertido en un arbusto precioso, y comenzaba a prepararse para lanzar al mundo sus pequeñas florecillas blancas primaverales. Y el jardinero, como hiciera antaño, la saludó y le acarició las hojas, asegurándole que volvería con más tiempo uno de aquellos días para hablar con ella.

Cada pocos pasos, el jardinero se encontraba con árboles y arbustos bien conocidos por su alma, aunque casi irreconocibles ahora por su tamaño. A todos los saludaba y todos le respondían reconociéndole, a pesar del tiempo transcurrido. Pero, claro está, había muchos árboles y arbustos nuevos, que no sabían quién era, y plantas y matorrales que no habían llegado a conocer la ternura de sus manos. Sin embargo, el jardín era el mismo, pues su aprendiz parecía haber mantenido el diseño original del vergel, con sus senderos sinuosos y sus macizos de flores escalonados, con las rocallas de pétalos multicolores y los árboles combinando tonos de verde, texturas, formas y tamaños.

Sí, era su jardín, el jardín que tantos años atrás creara con sus propias manos. Muchas de sus plantas quizás fueran diferentes, pero ahí estaban, saludándole a su paso, muchos de los árboles que él mismo había plantado. ¡Qué altos y qué grandes se habían hecho! Aunque también echó en falta a algunos otros. Quizás una helada, alguna enfermedad…, un rayo incluso…, debían haber acabado con sus vidas.

No hallando a nadie en los senderos, el jardinero se entregó dichoso a la dulce y conmovedora experiencia del ­reencuentro. Se acercó hasta el arroyo para escuchar el canto de sus aguas como en los viejos tiempos, cuando necesitaba dejar de pensar y sumirse en el presente. Reposó su corazón caminando lentamente por el paseo de los tilos, y se dirigió anhelante al encuentro del roble de la fuente. A él se abrazó, y se dejó llevar por la emoción. Con sus lágrimas, le transmitió en un instante las experiencias y el aprendizaje de tantos años de viaje, la dicha y el profundo dolor sentidos, las esperanzas y los anhelos albergados, las angustias y los temores soportados, los sueños y pesadillas de tantas noches de incertidumbre, las imágenes indelebles de tantos lugares, tantos paisajes como había atravesado, y tantas gentes y pueblos como había conocido. Y el roble le devolvió sus lágrimas convertidas en perlas al contacto con su aromática resina.

Al cabo, y tras beber unos sorbos de agua en la fuente, el jardinero se dirigió al estanque y, trepando a la roca desde la cual se despidiera del jardín tantos años atrás, levantó los brazos al cielo para dar las gracias al infinito por haberle dado la ocasión de regresar. Fue entonces cuando el Espíritu del Viento le vio de nuevo; y, lanzándose sobre él con el ímpetu de sus ráfagas, le abrazó con tanta fuerza que lo levantó en el aire sobre la roca… ¡tanto que a poco no dieron los dos con su ser en las aguas del estanque!

Y todos los árboles y plantas, todas las flores, setas y enredaderas, ardillas y pájaros, hadas, elfos, gnomos y duendes se agitaron al paso de los silfos con la noticia del regreso del jardinero. Y un profundo clamor de dicha, inaudible para los simples mortales, se elevó hacia el cielo desde el jardín, mientras el jardinero, depositado suavemente sobre la roca del estanque por su amigo el Espíritu del Viento, dejaba caer dos gruesas lágrimas al ver que su jardín y la comunidad de seres que lo habitaban no le habían olvidado.

Pero aún le quedaba por visitar un sitio muy especial del vergel.

Prometiendo a todos los seres del jardín que iría a saludarlos de uno en uno durante los días siguientes, el jardinero abandonó el claro del estanque y se dirigió al Manantial de las Miradas. Quería contemplar de nuevo sus ojos enmarcados por las nubes y el cielo azul.

La gota

Con el crepúsculo, tras el recibimiento de la comunidad de vida del jardín, el jardinero buscó el silencio de su corazón como hiciera tantas veces antaño, recorriendo los senderos de aquel edén. En su meditativo deambular, dio en pasar por las orillas del estanque, y de pronto recordó un crepúsculo similar en aquel mismo lugar. Eran los tiempos en que la locura de amor que sentía por Aquello que había venido a llamar a la puerta de su alma le impedía ver que quien golpeaba suavemente en su pecho no lo hacía desde fuera, sino desde dentro.

Después de sentarse en la hierba, junto a un denso matorral de papiros que dormitaba a la orilla del estanque, las primeras estrellas de la noche acogieron en silencio sus palabras:

—No son mis labios más que los labios del Misterio, que habita ya lo que en otro tiempo no era más que carne y sangre. Dos conviviendo estrechamente y uno siendo, el que porfiaba y lloraba por la unión sosegó al fin su anhelo, mudo ante el enigma que su razón ni en mil vidas hubiera podido penetrar.

»Calló y contempló anonadado lo que acontecía dentro de sí y en sí, abrumado por la maravilla insospechada del doble Único, sumido en una serenísima congoja, en la dulcísima nostalgia de una paz infinita.

»“Soy luz…”, intentó decir.

»“No… Yo soy la Luz”, le corregí tiernamente.

»Y mi yo terrestre, mudo de nuevo, cesó en su intento de discernir quién hablaba por sus labios, quién le hacía levantarse del lecho por las mañanas antes incluso de haber tomado la decisión, quién miraba a través de sus pupilas y se compadecía en su corazón por el dolor de sus semejantes.

»Hasta que, un día, volvió a tomar la palabra para musitar íntimamente: “El Misterio habita en mí”.

»Desde entonces, ya no se sabe quién habla y quién calla.

En aquel instante, en la superficie del estanque se escuchó el leve rumor de una única gota de agua caída del cielo.

Dos jardineros

Con el transcurso de los días, la presencia del viejo jardinero se fue haciendo habitual; incluso pareció recobrarse la «normalidad» de antaño. Claro está que ahora había dos jardineros en el lugar, y no un jardinero y su aprendiz. Pero el viejo jardinero rechazó desde un principio la prominencia y el protagonismo de otro tiempo, prefiriendo ponerse a las órdenes de su antiguo aprendiz en los trabajos del vergel, a pesar de los reiterados ruegos de éste para que retomara él la dirección del jardín.

—Las cosas no son lo que parecen –le dijo el jardinero en una de estas ocasiones al que hubiera sido su aprendiz–, y sé que, más pronto o más tarde, deberé partir de nuevo. No conviene que sometamos a la comunidad de vida del jardín a los vaivenes de sucesivos cambios de cuidador. Además, a la vista está que me superaste hace mucho en esta labor. Dejemos que la Vida siga su curso, y nosotros con ella.

En lo que no hubo que debatir fue en lo referente al lugar en el que haría su morada el jardinero, pues se acomodó en su antigua cabaña. El joven jardinero se había casado hacía pocos años con una joven de la ciudad, que había aparecido un día por el jardín y de la que se había enamorado locamente casi desde el momento en que la conoció. El joven jardinero le contó a su mentor, con un evidente rubor en las mejillas, que, tras un apasionado romance e innumerables encuentros en la ciudad, decidieron formalizar su relación y se construyeron una cabaña más grande, no muy lejos de la cabaña del viejo jardinero.

—Yo siempre sentí que regresarías, maestro –le confesó el joven–, y por eso pensé que sería mejor conservar tu ­hogar intacto para cuando retornaras. Además, mi esposa y yo tendremos descendencia más pronto que tarde, y la nueva cabaña nos ofrece el espacio suficiente para sacar a una familia adelante.

Pero había algo que inquietaba al joven jardinero y que, por distintos motivos, no había tenido ocasión de preguntar a su maestro. Le explicó que un joven, más o menos de su edad, había llegado al jardín buscando al sabio jardinero alrededor de un año después de su partida. Al describir el aspecto del recién llegado le habló de su intensa y soñadora mirada.

—Por lo que me dijo, maestro –continuó el joven jardinero–, te apareciste a él en un sueño para decirle que fuera a tu encuentro. De modo que partió en tu busca al cabo de un año de haber llegado aquí, un verano.

Con una mirada anhelante, el antiguo aprendiz preguntó finalmente:

—¿Lo viste, maestro? ¿Logró al final dar contigo?

—¡Oh, sí! Descuida –respondió el jardinero–. Me encontró. Y ya no se separó de mi lado en todos estos años.

—¿Y cómo es que no ha venido contigo? –preguntó inquieto el joven jardinero–. ¡No me digas que le ha ocurrido alguna desgracia! Llegamos a querernos como hermanos y…

—¡No, no! Tranquilo, hijo –se apresuró a responder el jardinero–. No le ha ocurrido nada. Simplemente, es que yo me he adelantado. Él está en camino, y podréis abrazaros de nuevo en unos meses.

El joven jardinero lanzó inconscientemente un suspiro de alivio, mientras su mentor continuaba:

—Él me habló de vuestra profunda amistad y de algunas de las cosas que ocurrieron aquí mientras él compartió cabaña y faenas del jardín contigo. Ahora vuela alto en alas del espíritu, y lleva de la mano a otras personas al encuentro de su mejor esencia. Allá donde hemos ido en todos estos años, él ha sido quien más empeño y tiempo ha puesto en enseñar a los más jóvenes a pensar y a ver, con los ojos del corazón, la realidad que nos envuelve. Ha sido un gran apoyo en mi vida y mi labor lejos del jardín.

Y con una leve sonrisa, posando su mano en el hombro del joven jardinero, añadió:

—No sufras por él. En unos meses estará aquí sano y salvo. Sólo es que a mí se me facilitaron las cosas y pude adelantarme.

Sosegada ya su alma, el joven jardinero regresó mentalmente a su mundo cotidiano y dijo:

—Me voy a la Vereda de las Lilas, a ver si puedo evitar que las larvas de unas mariposas nocturnas arruinen la floración. ¿Te vienes y me dices qué puedo hacer sin que nadie resulte dañado?

—¡Por supuesto! –exclamó el jardinero, feliz de ver que su antiguo aprendiz intentaba resolver los problemas del jardín como le había enseñado él, del modo menos lesivo para cualquier forma de vida y el entorno.

—Por cierto –continuó el joven jardinero, mientras tomaba las herramientas e iniciaba el camino hacia la Vereda de las Lilas–, ¿te contó tu amigo el de la mirada soñadora que a punto estuvo de arruinar la floración de los lilos en su primera primavera, al comenzar a podar las ramas viejas de los árboles?

—¡No me digas que hizo eso!

—Menos mal que me di cuenta a tiempo porque, si no, habría hecho un estropicio de…

Y los dos jardineros se alejaron por el sendero que llevaba a la Vereda de las Lilas, conversando tranquilamente de cosas de jardineros.

El gato blanco

Un gato blanco y desgarbado, con una mancha parda en la cabeza, se asomó a la puerta de la cabaña del jardinero y se le quedó mirando desde sus cristalinos y cautivadores ojos azules, como pidiendo permiso para entrar.

—Puedes pasar. Estás en tu casa –le dijo el jardinero.

Pero el animal no parecía atreverse a entrar. No dejaba de observar al jardinero, en silencio, como si hubiera algo que le extrañara en él.

—Entiendo tu extrañeza –le dijo el jardinero tiernamente–. Supongo que nunca has visto a un humano tan insólito como éste. Pero te acostumbrarás a mí. ¡Adelante, entra!

Y el gato entró, cimbreando su larga cola parda con la punta blanca apuntando al cielo, observándolo todo a su alrededor, hasta llegar a los pies del jardinero. Una vez allí, se sentó y levantó la cabeza para mirarle de nuevo.

Humano y felino se estuvieron mirando a los ojos durante muchos segundos, como transmitiéndose información importante que ambos podían comprender.

En aquel preciso momento, el joven jardinero se asomó a la puerta de la cabaña.

—Maestro, ¿quieres venir a almorzar con mi esposa y conmigo? –le preguntó–. Hemos preparado una comida muy especial que, a buen seguro, te encantará.

—¡Por supuesto! –respondió el jardinero alborozado ante la invitación–. Ahora enseguida estoy con vosotros.

Cuando el antiguo aprendiz se hubo marchado, el jardinero volvió a mirar al gato y le dijo:

—¿Ves? La diferencia entre tú y yo es que él a ti no te ha visto, mientras que a mí sí me ve. Y tú ya no comes, en tanto que yo aún puedo hacerlo.

»Si te quedas conmigo –añadió en un cariñoso susurro–, te enseñaré a hacer algunas cosas interesantes.

E inmediatamente añadió con un gesto travieso:

—Y hasta puede que te diviertas gastando bromas a los humanos.

Posibilidades

El jardinero llevaba un buen rato sentado en el suelo, en mitad de una vereda del jardín. Estaba plantando brezos a modo de bordura con el fin de delimitar el camino, cuando, de pronto, escuchó unos pasos infantiles que se acercaban a él por la vereda, a la carrera, hasta detenerse abruptamente a su lado.

—Señor jardinero –escuchó la tierna voz de una niña pequeña junto a su cabeza–, ¿puedo hacerle una pregunta?

El jardinero se volvió hacia la pequeña y no pudo evitar enamorarse de ella. La dulzura de su mirada, la belleza de sus rasgos infantiles y su abrumadora inocencia conmovieron su corazón.

—¿Qué quieres saber, cariño? –le preguntó en un susurro.

—Mi mamá, que es aquella señora que está allí –dijo volviéndose para señalar con la manita a una mujer, que los miraba sonriendo desde la distancia bajo las ramas de un tejo–, me ha dicho que le pregunte a usted algo que ella no sabía responder.

—Puede que yo tampoco sepa responder –dijo el jardinero–. El universo es un nido de misterios. Pero quizás podamos encontrar una respuesta juntos. ¿Cuál es tu pregunta?

—Mi pregunta es: ¿por qué los árboles no se mueven, cuando todos los seres vivos se mueven? –dijo la niña, habiendo vencido ya la timidez inicial con el hombre.

—¿Estás segura de que no se mueven? –preguntó el jardinero a su vez–. Yo diría que sí que se mueven, y que, a veces, incluso bailan.

La niña le miró atónita. Su madre le había dicho que aquel hombre era el que más sabía de árboles. ¿Cómo iba a dudar de sus palabras?

—Yo diría que, cuando los árboles se mueven, hacen que se mueva el viento, ¿no te parece? –continuó el jardinero.

—Yo creía que era el viento el que movía los árboles –contestó la niña.

—Sí, puede ser –respondió el jardinero–, pero también podría ser al revés, ¿no?

Y añadió:

—¿Has estado alguna vez en la playa?

La niña asintió con la cabeza.

—¿Y has visto las olas del mar?

La niña volvió a asentir.

—¿Y qué crees, que es el mar el que empuja las olas o es la playa la que las atrae mientras el mar intenta evitar que la tierra se las trague?

—No lo sé –respondió la niña con los ojos muy abiertos.

—La gente se acostumbra a pensar que las cosas suceden en una dirección, que primero ocurre una cosa y luego ocurre otra –prosiguió el jardinero con su disertación de filosofía infantil–, pero a lo mejor la dirección es al revés, ¿no te parece?

En ese momento, el acebo que se elevaba por detrás del jardinero agitó suavemente sus ramas engalanadas de semillas rojas, al tiempo que una leve brisa cruzaba el jardín. La niña se quedó mirando al árbol sin decir nada, como reflexionando en su interior.

—Puede ser… –dijo al cabo de unos instantes la ­pequeña–. Puede ser que sea al revés, y que sean los árboles los que mueven el viento.

El jardinero miró a la pequeña con ternura, admirado por el inagotable poder imaginativo de la mente infantil y por su capacidad para admitir nuevas propuestas sin dejarse vencer por las suspicacias propias de los mayores.

Finalmente, el hombre le dijo a la pequeña rascándole la cabeza:

—Nunca dejes que los mayores te arruinen una bonita historia.

La sabiduría de los espejos

Una vez, siendo niña, mirando mi rostro reflejado en el agua cristalina de la alberca, vi a la Divinidad más allá de mis ojos –dijo la joven de los ojos negros.

El jardinero no dijo nada. Simplemente, siguió contemplando a la joven, mientras ésta se miraba en el espejo del Manantial de las Miradas.

—No sentí que fuera extraño lo que me ocurrió –continuó ella–. Aunque, cuando se lo conté a mi madre, me dijo que no fuera hablando de esas cosas por ahí.

La joven levantó la vista del espejo de la alberca para mirar al jardinero.

—¿Por qué a la gente le cuesta tanto admitir que estas cosas ocurren de verdad? –le preguntó.

—Porque les han dicho que lo que ven en su imaginación es «imaginario», que no existe, que es un invento de la mente –respondió el jardinero con una sonrisa triste–. Cuando es al revés. Es la mente la que nace de la imaginación. Al fin y al cabo, todo es imaginación –concluyó, enfatizando la palabra «todo».

—Siempre he intuido algo así –dijo ella sonriendo de pronto–, pero nunca he sabido explicarlo.

La joven se volvió hacia él y se sentó sobre el murete de piedra de la alberca, mientras añadía en tono provocador:

—¡Explícamelo tú, jardinero!

El hombre dejó escapar una risa callada, divertido.

—Una explicación racional jamás podrá dar cuenta de lo que el alma aprehende de forma espontánea, sin mediación de palabra alguna ni razonamiento –dijo él–. Hay filósofos en el mundo que explican estas cosas, pero la razón puede encontrar tanto argumentos a favor como en contra para cualquier asunto que el ser humano pretenda debatir. La razón es como una espada que sólo puede cortar las cosas en dos mitades, y tiene dos filos distintos para hacerlo.

»Por eso la razón no basta, ni es adecuada, para comprender las cosas importantes de la vida, que sólo las desvela la intuición o la experiencia directa del propio entendimiento… cuando, súbitamente, acaece que el pensamiento cesa su incesante parloteo y se torna mudo.