Salva mi alma - Rachel Vincent - E-Book
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Salva mi alma E-Book

Rachel Vincent

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Beschreibung

"Si ella fuera a morir, yo ya estaría gritando. Soy una bean sidhe. Y eso es lo que hacemos". Cuando Kaylee Cavanaugh gritaba, alguien moría. Por eso, cuando Eden, una estrella del pop adolescente, se desplomó en el escenario y ella no se puso a chillar, comprendió que pasaba algo raro. No podía lamentarse por alguien que no tenía alma. Lo último que le hacía falta era hacer novillos, saltarse el férreo toque de queda de su padre y poner a prueba la lealtad de su novio, un chico tan guapo que Kaylee casi no se lo creía. Pero adolescentes fascinados por el estrellato estaban vendiendo sus almas sin saber lo que eso suponía: una vida fugaz llena de fama y riquezas a cambio de una eternidad en el Submundo. Kaylee no podía permitirlo, aunque para salvar sus almas tuviera que poner la suya en peligro.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Rachel Vincent. Todos los derechos reservados.

SALVA MI ALMA, Nº 9 - mayo 2012

Título original: My Soul to Save

Publicada originalmente por Harlequin® Teen

Traducido por Victoria Horrillo Ledesma

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

DARKISS es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0097-7

ePub: Publidisa

AGRADECIMIENTOS

Gracias, como siempre, a mi marido y a mi compañera crítica, Rinda Elliott, por ser mis primeras cajas de resonancia. Gracias a Alex Elliott, el primer lector de mi público potencial. Gracias a mi editora, Mary-Theresa Hussey, a todo el equipo editorial y al de producción, por creer en este libro. Y gracias inmensas a mi agente, Miriam Kriss, por darme la mano y mantenerme cuerda.

1

Addison Page tenía el mundo a sus pies. Tenía belleza, cuerpo, voz, desenvoltura y dinero. No nos olvidemos del dinero. Pero esas ventajas siempre tienen su precio. Debería haberme dado cuenta de que era todo demasiado bonito para ser verdad.

—¿Qué? —grité, ronca ya de tanto forzar la voz para hacerme oír entre el estruendo de la multitud y la música que retumbaba en docenas de enormes altavoces. A nuestro alrededor, miles de cuerpos brincaban al son de la música, las manos en el aire, los labios formando palabras, gritando las letras al mismo tiempo que la bella y rutilante joven que se exhibía en el escenario, cuya imagen mostraban en primer plano un par de pantallas digitales de tamaño gigante.

Nash y yo teníamos asientos estupendos gracias a Tod, su hermano, pero nadie estaba sentado. La emoción rebotaba en cada superficie sólida, alimentada por la muchedumbre; crecía segundo a segundo, hasta que el auditorio pareció hincharse, presa del delirio colectivo. La energía zumbaba a través de mí, prendía fuego a mis nervios. Tenía ímpetu suficiente para pasarme todo el instituto y buena parte de la universidad subiéndome por las paredes.

No quería saber cómo había conseguido Tod asientos a quince filas del escenario, pero ni siquiera mis sospechas más macabras habían conseguido que me quedara en casa. No podía dejar pasar la ocasión de ver a Eden en concierto, aunque para ello tuviera que renunciar a pasar una noche de sábado a solas con Nash, el día que mi padre hacía un turno extra en el trabajo.

Y aquella era solo la telonera de Eden…

Nash me atrajo hacia sí, con una mano en mi cadera, y me gritó al oído:

—¡He dicho que Tod salió con ella!

Monté la ola de adrenalina que recorrió mis venas al sentir su olor. Seis semanas juntos y todavía me daban ganas de reír cada vez que me miraba, y me ponía colorada cuando me miraba de verdad. Mis labios rozaron su oreja cuando le dije:

—¿Con quién salió Tod?

Había varios miles de posibles sospechosas bailando a nuestro alrededor.

—¡Con ella! —gritó Nash, señalando con la cabeza por encima del público, hacia la atracción principal. Un foco móvil iluminó momentáneamente su pelo castaño y puntiagudo, despeinado a propósito.

Addison Page, la telonera de Eden, se pavoneaba por el escenario con sus finas botas negras, sus vaqueros rotos de cintura baja, su camiseta blanca ceñida y un cinturón de plata brillante mientras cantaba en tono amargo una animada canción acerca de un amor despechado. El reluciente mechón azul de su melena lisa, tan rubia que era casi blanca, brillaba bajo las luces y se desplegaba hacia atrás cuando se giraba para mirar al público desde el escenario central y alzaba la voz sin esfuerzo, entonando esas notas nítidas y resonantes por las que era famosa.

Me quedé mirándola, inmóvil de repente mientras a mi alrededor todo el mundo se mecía al ritmo del crescendo. No pude evitarlo.

—¿Tod salía con Addison Page?

Nash no me oyó. Apenas me oía yo misma. Pero de todos modos asintió con la cabeza y se inclinó de nuevo hacia mí, y lo rodeé con el brazo para no caerme cuando el cowboy de mi otro lado lanzó de pronto el puño hacia fuera, peligrosamente cerca de mi hombro.

—Hace tres años. Es de aquí, ¿sabes?

Como nosotros, la gente había ido al concierto tanto para escuchar a Eden como para escucharla a ella, la estrella texana que empezaba a despuntar.

—Es de Hurst, ¿no? —a menos de veinte minutos de Arlington, donde yo vivía.

—Sí. Fuimos juntos al instituto en primero de bachillerato, antes de que nos mudáramos a Arlington. Tod salió con ella casi todo ese año. Él estaba en segundo.

—¿Y qué pasó? —pregunté mientras la música se difuminaba y cambiaba la iluminación para el segundo tema.

Me arrimé a Nash cuando me contestó al oído, aunque ya no hacía falta: la nueva canción era una balada melódica y tristona.

—Que a Addy la seleccionaron para un programa piloto de una cadena de televisión. El programa despegó y ella se mudó a Los Ángeles —Nash se encogió de hombros—. Mantener una relación a larga distancia ya es bastante difícil si tienes quince años, pero si además tu novia es famosa, es imposible.

—¿Y por qué no ha venido Tod? —si un exnovio famoso me hubiera plantado a mí, no me habría podido resistir a la tentación de verlo exhibirse en el escenario y, con un poco de suerte, caerse de bruces.

—Está por aquí, en alguna parte —Nash miró a su alrededor. El gentío parecía haberse calmado un poco al son de la balada—. Pero no necesita entrada —como ejecutor o cosechador de almas, Tod podía elegir si quería que lo vieran u oyeran, y quién. Lo que significaba que podía estar en el escenario, al lado de Addison Page, sin que nadie se diera cuenta.

Y conociendo a Tod, allí era justamente donde estaría.

Después de la actuación de Addison, hubo un breve intermedio con la música a todo volumen mientras preparaban el escenario para el concierto de Eden. Yo esperaba que Tod apareciera durante el descanso, pero seguía sin haber ni rastro de él cuando el estadio comenzó a oscurecerse sin previo aviso.

Durante un instante hubo solamente un oscuro silencio, realzado por los susurros de sorpresa, por las muñequeras reflectantes y las pantallas de los móviles. Luego un resplandor azul surgió del escenario y la muchedumbre prorrumpió en frenéticos gritos de júbilo. Otro foco cobró vida, iluminando otra plataforma en medio del escenario. Dos fogonazos rojos estallaron junto a los extremos. Cuando se difuminaron, salvo detrás de mis párpados, ella apareció en el centro de la escena como si hubiera estado allí desde el principio.

Eden.

Llevaba una chaqueta blanca de traje desabrochada, encima de un corpiño de cuero rosa, y una minifalda con flecos del mismo color que exageraba cada meneo de sus célebres caderas. Su pelo largo y oscuro se agitaba cada vez que movía la cabeza, y el griterío enfervorizado del público vibró dentro de mi cabeza cuando se agachó, micrófono en mano. Se levantó luego lentamente, contoneando las caderas al ritmo de la canción. Su voz era grave y gutural, un gemido al compás de la música. Nadie era inmune al sensual canto de sirena que vendía.

Eden era hipnótica. Una hechicera. Su voz fluía como la miel, dulce y pegajosa. Oírla era ansiarla, te gustara o no.

Aquel sonido me atravesaba como la sangre de mis venas, y yo sabía que horas después, cuando yaciera despierta en mi cama, Eden seguiría cantando en mi cabeza y que, cuando cerrara los ojos, aún podría verla.

Ese sentimiento era todavía más fuerte en el caso de Nash. Me bastó un solo vistazo para comprenderlo. No podía apartar los ojos de ella, y estábamos tan cerca del escenario que la veía prácticamente sin ningún estorbo. En sus ojos se agitaba un torbellino de emoción, de deseo. Pero no era a mí a quien deseaba.

Un arrebato de celos, violento e irracional, se apoderó de mí al tiempo que el sudor comenzaba a humedecer la frente de Nash. Cerró los puños junto a los costados y los músculos de sus brazos se abultaron bajo las mangas. Como si se estuviera concentrando. Ajeno a todo lo demás.

Tuve que abrirle los dedos a la fuerza para entrelazarlos con los míos. Él se volvió para sonreírme y apretarme la mano. El torbellino de sus bellos ojos castaños pareció perder velocidad cuando los posó en los míos. El deseo seguía allí (por mí, esta vez), pero era al mismo tiempo más profundo y más coherente. Lo que sentía por mí iba mucho más allá de la lujuria irracional, aunque esta también estuviera presente. Menos mal.

Yo había roto el hechizo. De momento. Ya no sabía si darle las gracias a Tod por las entradas o echarle una buena bronca.

En el escenario, las luces suaves iluminaban a los bailarines que acompañaban a Eden, cuyos movimientos podían seguirse, uno por uno, en la enorme pantalla. Los bailarines la rodearon, retorciéndose en sincronía, y comenzaron a deslizar las manos levemente por sus brazos, sus hombros y su vientre desnudo. Después se apartaron en parejas para que ella pudiera recorrer pavoneándose la pasarela que se adentraba entre el público, por espacio de varias filas de asientos. De pronto me alegré de no tener asientos en primera fila, o Nash se habría derretido y yo habría tenido que rascarlo del suelo y meterlo en un bote para llevármelo a casa.

Noté un soplo cálido junto a mi cuello un instante antes de que alguien me susurrara al oído:

—Hola, Kaylee.

Di un respingo, tan sobresaltada que estuve a punto de caerme del asiento. Tod estaba de pie a mi derecha, y cuando el brazo danzarín del cowboy atravesó su cuerpo, comprendí que se había materializado solo para mí.

—No hagas eso —le dije en voz baja. Seguramente no podía oírme, pero no iba a levantar la voz y arriesgarme a que el tipo que había a mi lado creyera que hablaba sola. O peor, que hablaba con él.

—Agarra a Nash y ven —se sacó del bolsillo de los vaqueros anchos y descoloridos dos tarjetas plastificadas sujetas a sendos cordones. Su sonrisa malévola no podía ensombrecer los rasgos angelicales que había heredado de su madre, y tuve que recordarme que, por muy inocente que pareciera, Tod no era de fiar. Nunca.

—¿Qué es eso? —pregunté, y el cowboy me miró frunciendo el ceño, extrañado. No le hice caso (qué más daba, parecer un poco loca) y le di un codazo a Nash—. Tod —dije cuando me miró levantando las cejas.

Nash hizo girar los ojos y miró más allá de mí, pero noté por su mirada que no veía a su hermano. Y que, como siempre, le cabreaba que Tod se me apareciera a mí, pero no a él.

—Pases con acceso a camerinos —Tod atravesó el cuerpo del cowboy para agarrarme de la mano y, si no me hubiera apartado bruscamente para desasirme de él, habría tenido un roce muy íntimo con uno de los fans más rudos de Eden. Me puse de puntillas y le dije a Nash al oído:

—Tiene pases para camerinos.

Nash puso cara de enfado mientras en el escenario Eden se quitaba la chaqueta y se quedaba con su corpiño tipo biquini y su faldita corta.

—¿De dónde los ha sacado?

—¿De verdad quieres saberlo? —a los cosechadores de almas no se les pagaba con dinero, al menos, con dinero humano, así que estaba claro que no los había comprado. Ni los pases, ni las entradas.

—No —gruñó Nash. Pero me siguió de todos modos.

Seguirle el paso a Tod era una causa perdida. Él no tenía que abrirse paso entre filas y filas de admiradores fervientes, ni parar para disculparse cada vez que pisaba a una chica o derramaba la bebida de su novio. Atravesaba asientos y público por igual, como si en su mundo no existieran.

Probablemente, no existían.

Su estado natural, como el de todos los ejecutores de la muerte, si es que podía llamarse «natural», era un punto intermedio entre nuestro mundo, en el que los humanos y algún que otro bean sidhe vivían en relativa paz, y el Submundo, donde moraban casi todas las cosas oscuras y peligrosas. Tod podía existir por completo en cualquiera de ellos, si así lo decidía, pero rara vez lo hacía, porque cuando adoptaba una forma corpórea solía olvidarse de esquivar obstáculos tales como sillas, mesas y puertas. Y personas.

Podía hacerse visible para Nash y para mí sin ningún esfuerzo, claro, pero le parecía mucho más divertido fastidiar a su hermano. Yo nunca había conocido a dos hermanos con menos cosas en común que ellos dos. Ni siquiera eran de la misma especie; al menos, ya no.

Los dos hermanos Hudson habían nacido siendo bean sidhes, de padres bean sidhes normales. Igual que yo. Pero Tod había muerto hacía dos años, a los diecisiete, y fue entonces cuando todo se volvió raro, hasta para un bean sidhe. A Tod lo reclutaron los cosechadores de almas.

Como tal, seguiría viviendo en su cuerpo, sin envejecer. A cambio, trabajaba en turnos de doce horas diarias, recolectando las almas de los humanos a los que les había llegado la hora de morir. No necesitaba dormir ni comer, así que el resto del día se aburría como una ostra. Y dado que Nash y yo éramos de los pocos que sabían de su existencia, solía desahogar con nosotros su aburrimiento.

Razón por la cual en el último mes nos habían echado a patadas de un centro comercial, una pista de patinaje y una bolera. Y mientras me abría paso a empujones entre la multitud, detrás de Tod, tuve la sensación de que también iban a echarnos del concierto.

Miré a Nash, y al ver sus mejillas coloradas por el enfado, me di cuenta de que seguía sin ver a su hermano, así que tiré de él mientras seguía la mata de rizos rubios de Tod, varias filas por delante de nosotros, en dirección a la puerta lateral que había bajo una señal roja de salida de emergencia.

El primer tema de Eden acabó con un enorme fogonazo púrpura que se reflejó en los miles de caras que me rodeaban. Después, las luces se apagaron.

Me paré. No quería moverme a oscuras por miedo a tropezar con alguien y aterrizar en medio de un charco inidentificable. O en las rodillas de alguien.

Unos segundos después, en el escenario estalló una luz giratoria y vibrante y Eden comenzó a contonearse al ritmo de un nuevo tema, vestida con otro traje igual de minúsculo. La miré y luego miré a Tod, pero solo divisé fugazmente sus rizos desapareciendo por la puerta cerrada.

Nash y yo corrimos tras él, pisando una serie de pies y saltando por encima de una botella de Coca-Cola medio vacía que alguien había logrado colar en la sala. Nos faltaba la respiración cuando llegamos a la salida, así que eché un último vistazo al escenario y empujé la puerta, que por suerte se abrió. Las puertas que atraviesa Tod suelen estar cerradas a cal y canto.

Tod estaba en el pasillo de más allá de la puerta. Sonreía, con los dos pases colgados del brazo.

—¿Qué pasa? ¿Es que habéis venido arrastrándoos hasta aquí?

La puerta se cerró detrás de nosotros y de pronto me sorprendió que apenas se oyera la música, a pesar de que fuera se oía tan alta que ahogaba hasta mis pensamientos. Aun así, seguía notando en los pies, a través del suelo, la vibración del bajo.

Nash me soltó y miró a su hermano con enfado.

—A algunos nos afectan las leyes físicas.

—Eso no es problema mío —Tod agitó los pases y luego nos lanzó uno—. Quien quiera peces, que se moje el culo y todo ese rollo.

Me pasé el cordón de nailon por el cuello y me aparté el pelo para que quedara por encima. Ahora que lo llevaba puesto, cualquiera podría ver el pase. Las cosas que sostiene Tod, solamente se ven cuando él también es visible.

En ese momento se materializó por completo y sus deportivas chirriaron sobre el suelo mientras nos conducía por una serie de anchos y blancos pasillos y varias puertas, hasta que llegamos a una que estaba cerrada. Tod nos lanzó una sonrisa traviesa, cruzó la puerta y la abrió desde el otro lado.

—Gracias —pasé rozándolo y, al entrar en el pasillo, comprendí por la súbita subida del volumen de la música que nos estábamos acercando al escenario. A pesar de mis dudas sobre la procedencia de nuestros pases, se me aceleró el pulso cuando doblamos la siguiente esquina y el edificio se abrió en una sala amplia y larga, con el techo abovedado. Había equipo apilado contra las paredes: mesas de sonido, altavoces, instrumentos y focos. Y gente pululando por todas partes, acarreando de acá para allá ropa, comida y portafolios. Hablaban por transmisores y auriculares con micrófono y la mayoría llevaba tarjetas como las nuestras, aunque en las suyas ponía Personal en negrita.

Merodeaban por allí guardias de seguridad con camiseta negra y gorros a juego, con los gruesos brazos cruzados sobre el pecho. Los bailarines cruzaban a todo correr la sala despejada, cambiándose de vestuario en marcha mientras una mujer provista de un portafolios señalaba aquí y allá y les metía prisa. Nadie se fijó en Nash y en mí, y noté que Tod había vuelto a esfumarse por el silencio de sus pasos. Nos dirigimos despacio hacia el escenario, donde la luz vibraba y retumbaba la música, tan alta que fuera de él era imposible oír el jaleo reinante entre bambalinas. No toqué nada. Temía absurdamente que, si birlaba una galleta de la mesa de aperitivos, alguien fuera a darse cuenta por fin de que éramos unos impostores.

En los extremos del escenario se había reunido una pequeña multitud para ver el espectáculo. Llevaban todos tarjetas parecidas a las nuestras, y varios sostenían equipamiento o piezas de atrezzo, un monito, por ejemplo, con su correa y un gracioso gorro de colores vivos. Me reí en voz alta, preguntándome qué demonios iría a hacer la reina del pop con un mono en el escenario.

Desde allí veíamos a Eden de perfil. Se había puesto unos pantalones de cuero blanco que se ceñían a su piel y un corpiño corto a juego. El tema que estaba cantando era más bronco que los anteriores, con un chirriante riff de guitarra, y su forma de bailar había cambiado a tono con el tema. Ahora marcaba cada movimiento con brusquedad y su melena se agitaba tras ella. Varios chicos en vaqueros y camisas ceñidas y oscuras bailaban a su alrededor y detrás de ella, iban tomándola de la mano uno por uno y de vez en cuando la levantaban en el aire.

Eden lo daba todo, a pesar de que el concierto acababa de empezar.

Las revistas y los reportajes periodísticos recalcaban lo mucho que trabajaba y cómo se había entregado a su carrera, y las horas y horas que dedicaba todos los días a entrenar, a ensayar y planificar. Y se notaba. Nadie montaba espectáculos como ella. Era la chica de oro de la industria del entretenimiento, rebosaba dinero y fama. Corría el rumor de que había firmado un contrato para ser la protagonista de su primer film, que empezaría a rodarse cuando acabara su exitosa gira.

Eden convertía en oro todo lo que tocaba.

Estuvimos mirándola, embelesados por cada movimiento, hipnotizados por cada nota. Estábamos tan hechizados que al principio nadie se dio cuenta de que algo iba mal. Durante el solo de guitarra, Eden dejó caer los brazos y cesó de bailar. Pensé que era una transición teatral para dar paso al tema siguiente, así que cuando echó la cabeza hacia delante di por sentado que estaba contando para sus adentros, lista para levantar la mirada con esos ojos negros, hipnóticos y penetrantes y cautivar de nuevo a sus fans.

Pero luego los demás bailarines también lo notaron y varios dejaron de moverse. Después, varios más. Y cuando acabó el solo de guitarra, Eden se quedó allí, callada, y una especie de aspiradora pareció absorber todo el sonido del escenario.

Su pecho se agitaba. Sus hombros temblaban. El micrófono cayó de su mano y se estrelló en el escenario.

Se oyeron gritos entre el público y el baterista dejó de tocar. El guitarra y el bajo se volvieron hacia Eden y se pararon al verla. Ella se desplomó, dobló las piernas y derramó su larga melena oscura por el suelo, a su alrededor.

Detrás de mí, en medio del súbito silencio, alguien gritó y yo di un respingo, asustada. Una mujer pasó corriendo a mi lado y salió al escenario, seguida por varios individuos corpulentos. Mi pelo voló hacia atrás, movido por la corriente, pero apenas lo noté. Tenía la vista clavada en Eden, que yacía inmóvil en el suelo.

La gente se inclinaba sobre ella, y me di cuenta de que aquella mujer era su madre, la madre-mánager más famosa del país. La mujer lloraba y zarandeaba a su hija, intentando despertarla, mientras un miembro del equipo de seguridad trataba de apartarla de allí.

—¡No respira! —gritó la madre, y la oímos todos con claridad, porque el público se había quedado en silencio por la impresión—. ¡Que alguien la ayude! ¡No respira!

De pronto, yo también dejé de respirar.

Agarré la mano de Nash y se me aceleró el corazón de miedo, a la espera del grito que se abriría paso por mi garganta cuando el alma de la estrella del pop abandonara su cuerpo. El lamento de una bean sidhe puede romper no solo el cristal, sino también los tímpanos de una persona. Su frecuencia resuena dolorosamente en el cerebro humano, de modo que el sonido parece vibrar dentro y fuera de él al mismo tiempo.

—Respira, Kaylee —me susurró Nash al oído, rodeándome con sus brazos, y su voz envolvió mi corazón con su Influencia tranquilizadora y sedante. La voz de un bean sidhe es como un calmante para los oídos, sin los efectos secundarios de su versión química. Nash podía detener el grito, o al menos bajar su volumen e intensidad—. Respira.

Eso hice. Miré el escenario por encima de su hombro y respiré, esperando a que muriera Eden. Esperando a que el grito creciera dentro de mí.

Pero el grito no llegó.

En el escenario, alguien dio una patada al micrófono de Eden, que rodó por el suelo y cayó al foso. Nadie lo notó porque Eden seguía sin respirar. Pero yo tampoco gritaba.

Lentamente solté la mano de Nash y sentí que el alivio me embargaba a medida que la lógica se imponía al miedo. Eden no estaba envuelta en el sudario mortuorio, la neblina negra y traslúcida que rodeaba a los que se hallaban en trance de morir, visible únicamente para las bean sidhes.

—Está bien —sonreí a pesar de las caras llenas de horror que me rodeaban—. No va a pasarle nada —porque, si fuera a morir, yo ya estaría chillando.

Soy una bean sidhe. Y eso es lo que hacemos las bean sidhes.

—No, te equivocas —dijo Tod en voz baja, y al volvernos lo vimos mirando el escenario. Señaló y, al seguir la dirección que marcaba su dedo, me encontré mirando a Eden, rodeada por su madre, los guardaespaldas y algunos miembros de su equipo, uno de los cuales le estaba haciendo el boca a boca. Y mientras miraba, una sustancia neblinosa y etérea comenzó a levantarse lentamente del cuerpo de la cantante, como una serpiente de la cesta del encantador.

Pero en lugar de flotar hacia el techo, como hacían todas las almas, la de Eden parecía muy pesada, como si estuviera a punto de caer al suelo. Era densa y sin embargo incolora, y la atravesaban ondulantes volutas de oscuridad que giraban como agitadas por una brisa indistinguible.

Se me atascó la respiración en la garganta, pero la dejé salir casi enseguida, porque aunque no tenía ni idea de qué era aquella sustancia, no me cabía ninguna duda de lo que no era.

Eden no tenía alma.

2

—¿Qué es eso? —susurré frenética, tirando de la mano de Nash—. No es un alma. Y si está muerta, ¿cómo es que no estoy gritando?

—¿Qué era? —siseó Nash, y me di cuenta de que él no podía ver la no alma de Eden. Los bean sidhes chicos solo ven elementos del Submundo, incluidas las almas liberadas, cuando llora una bean sidhe. Por lo visto, pasaba lo misma con aquel fango etéreo que desprendía el cuerpo de Eden.

Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie nos escuchaba, aunque no hacía falta. Eden era el centro de atención. Tod puso los ojos en blanco y se sacó una mano del bolsillo de los vaqueros anchos.

—Mira allí —señaló no hacia el escenario, sino más allá, hacia el ala opuesta, donde también había gente mirando—. ¿La ves?

—Veo a muchas mujeres.

Al otro lado del escenario, la gente iba de un lado a otro, la mayoría hablando por teléfono. Hubo un par de buitres que hasta hicieron fotos de la cantante muerta, y sentí que me ardía la indignación en el pecho.

Pero Tod seguía señalando, así que entorné los párpados y me fijé en el extremo en sombras del escenario. Era casi seguro que lo que quería enseñarme no pertenecía al mundo de los vivos, así que no saltaría a la vista inmediatamente.

Fue entonces cuando la vi.

Su figura alta y esbelta, apenas dibujada, formaba una zona de oscuridad entre las ya densas sombras. Sus ojos, que refulgían como verdes ascuas en la penumbra, eran la única parte de su cuerpo que distinguía con claridad.

—¿Quién es? —miré a Nash y asintió con la cabeza para indicarme que él también la veía. Lo cual significaba probablemente que ella estaba dejando que la viéramos.

—Es Libby, de Proyectos Especiales —una luz extraña y ansiosa brilló en los ojos azules de Tod, que sus cejas solían mantener en sombras—. Llegó con la lista de esta semana, para este trabajo en concreto.

Se refería a la lista de los ejecutores, en la que figuraban el nombre, la hora y el lugar exactos de la muerte de todos aquellos cuya vida debía acabar en una zona concreta en el plazo de una semana.

—¿Sabías que iba a pasar esto? —aun sabiendo que era un cosechador de almas, me costaba creer que la reacción de Tod ante la muerte fuera tan distinta a la mía. Yo, a diferencia de la mayoría de la gente, no temía mi propia muerte, sino la de los demás. La visión de las almas de los difuntos me sumía en la locura. Al menos, eso era lo que pensaba casi todo el mundo al presenciar mis ataques de gritos. Los humanos ignoraban que mis «chillidos histéricos» servían en realidad para dejar en suspenso el alma de una persona en el momento en que abandonaba su cuerpo.

A veces me habría gustado vivir en la ignorancia, como los humanos. Pero esos días se habían acabado para mí, para bien o para mal.

—No podía dejar pasar la oportunidad de ver a Libby en acción. Es una leyenda —Tod se encogió de hombros—. Y ver a Addy también era un aliciente.

—Pues muchísimas gracias por habernos arrastrado hasta aquí —replicó Nash.

—¿Qué es? —pregunté mientras otro grupo de personas pasaba a nuestro lado a toda prisa: otros dos guardaespaldas y un hombre bajo y delgado cuya cara parecía contraída por la preocupación y la curiosidad. Un médico, seguramente—. ¿Y qué tiene de especial esta misión?

—Libby es una cosechadora muy especial —la corta y rubia perilla de Tod brillaba a la luz azulada de los focos cuando hablaba—. La han llamado porque eso… —señaló la sustancia que la cosechadora iba inhalando lentamente del cuerpo de Eden, desde una distancia de unos seis metros y por encima de docenas de cabezas—… no es un alma. Es Aliento de Demonio.

De pronto me alegré de que nadie pudiera oír a Tod. Ojalá tampoco pudieran oírme a mí.

—¿De demonio, como de infernión? —susurré en voz tan baja como pude.

Tod asintió con su sonrisa de siempre, lenta y amarga.

Sentí escalofríos al pronunciar la palabra «infernión», pero los ojos de Tod centellearon de emoción, como si el peligro le resultara atractivo. Supongo que es lo que pasa cuando se mezcla el aburrimiento con la vida de ultratumba.

—Eden vendió su alma —susurró Nash con un eco de repulsión en la voz.

Yo nunca había visto a un infernión (por suerte no podían abandonar el Submundo), pero conocía bien su avaricia de almas humanas. Seis semanas antes, mi tía había intentado canjear cinco almas de adolescentes por conservar eternamente su belleza y su juventud, pero su plan se había torcido al final y había acabado pagando con su propia alma. No sin que antes murieran cuatro chicas por culpa de su vanidad.

Tod se encogió de hombros.

—Eso parece.

Me embargó el horror.

—Pero ¿por qué hace alguien una cosa así?

Nash parecía compartir mi repulsión, pero Tod se limitó a encogerse de hombros otra vez. Estaba claro que aquella idea, tan espantosa para mí, a él no lo afectaba.

—Normalmente piden fama, fortuna y belleza.

Todo lo cual Eden tenía a montones.

—Así que vendió su alma a un infernión —era una afirmación horrenda en muchos sentidos—. ¿Conviene que sepa cómo se metió el Aliento de Demonio en su cuerpo?

—Seguramente no —susurró Nash mientras un pesado telón negro comenzaba a deslizarse al borde del escenario, sofocando el parloteo horrorizado del público.

Pero, como de costumbre, Tod se dio el gustazo de ofrecerme una mórbida visión del Submundo, acompañada de gestos obscenos.

—Cuando el infernión sorbió literalmente su alma, la sustituyó por su propio aliento. Eso la mantuvo viva hasta que le llegara su hora. Por eso ha venido Libby. El Aliento de Demonio es una sustancia controlada en el Submundo, de la que hay que deshacerse con mucho cuidado. Y a eso se dedica Libby.

—¿Una sustancia controlada? —fruncí las cejas, confusa—. ¿Como el plutonio?

Tod se rio y pasó los dedos por un panel electrónico apagado que sobresalía de la pared.

—Como la heroína, más bien.

Suspiré y me apoyé en Nash, dejando que el calor de su cuerpo me reconfortara.

—Qué raro es el Submundo.

—No lo sabes tú bien —los rizos de Tod se agitaron cuando se volvió de nuevo para mirar a Libby, que casi había acabado de inhalar el pringoso Aliento de Demonio. Se le metía lentamente en la boca, girando en una larga y densa corriente, como un rastro fantasmal de espaguetis podridos—. Vamos, quiero hablar con ella —echó a andar hacia el escenario sin esperar respuesta, y me lancé tras él confiando en que fuera lo bastante sólido para poder tocarlo.

Lo era, al menos para mí. Quizá, sin embargo, la mano de Nash habría atravesado su cuerpo.

—Espera —lo agarré a pesar de que algunos miembros del equipo de Eden, ataviados con camisetas negras, me miraron extrañados—. Nosotros no podemos cruzar el escenario sin que nos vean —había veces en que me habría encantado ser invisible. En clase de educación física, por ejemplo. Estaba segura de que el entrenador de baloncesto me tenía manía.

—Creo que no me apetece conocer a esa supercosechadora —Nash se metió las manos en los bolsillos—. Los normales ya son bastante raritos.

Además, los servidores de la muerte no solían tenerles mucho aprecio a los bean sidhes. Las facultades combinadas de bean sidhes machos y hembras (la posibilidad de devolver un alma a su cuerpo) se oponen frontalmente al único propósito de los cosechadores de almas en esta vida. O en la otra.

Tod era una rara excepción a esa aversión mutua entre especies, por el hecho de ser al mismo tiempo un bean sidhe y servidor de la muerte.

—Vale, pero no esperéis que comparta con vosotros las perlas de sabiduría que consiga sonsacarle —Tod fijó su mirada en mí y sus labios carnosos y perfectos se tensaron en una sonrisa malévola. Sabía que me tenía pillada.

Yo me había propuesto aprender todo lo que pudiera sobre el Submundo, para compensar el hecho de haber vivido mis primeros dieciséis años en perfecta ignorancia, gracias a los absurdos intentos de mi familia por mantenerme a salvo. Y aunque estaba asustada por la repentina y desalmada muerte de Eden, no iba a dejar pasar la ocasión de aprender algo que no podían enseñarme ni Nash ni Tod.

—Nash, por favor.

Le hice sacar la mano del bolsillo y entrelacé mis dedos con los suyos. Estaba dispuesta a ir sin él, pero prefería tenerlo a mi lado, y estaba segura de que lo conseguiría. No querría dejarme a solas con Tod porque no se fiaba del todo de su hermano no muerto.

Ni yo tampoco.

Noté cuál era su decisión por las arrugas que rodearon su boca antes de que asintiera con la cabeza, así que me puse de puntillas para darle un beso. Un cosquilleo de nerviosismo corrió por mi columna y ardió más abajo cuando nuestros labios se tocaron. Cuando me aparté, sus iris castaños giraban como un torbellino verde y pardo, señal segura de que estaba sintiendo algo fuerte. Los humanos, sin embargo, no podían verlo.

Asintió de nuevo para responder a la pregunta que yo no había formulado.

—Los tuyos también están girando.

Me atreví a sonreír, a pesar de lo macabro de las circunstancias, y Tod puso los ojos en blanco. Luego, sin decir nada, echó a andar con decisión para ir al encuentro de la «supercosechadora».

El aleteo que notaba en el estómago se convirtió en una especie de peso mientras seguíamos a Tod por detrás del escenario, sorteando a técnicos y operarios perplejos por la impresión, camino del ala opuesta.

Necesitaba toda la información que pudiera conseguir sobre el Submundo para no toparme por azar con algo peligroso, pero no ardía precisamente en deseos de conocer a más ejecutores de la muerte. Y menos aún a la mujer espantosa e imponente que se estaba tragando la lúgubre fuente de vida que había mantenido a Eden en pie y cantando durante sabía Dios cuánto tiempo.

—¿Y por qué es legendaria esa cosechadora de almas? —susurré mientras caminaba entre Nash y Tod, cuyos zapatos seguían sin hacer ruido en el suelo.

Él me miró un instante boquiabierto, como si le hubiera preguntado por qué era verde la hierba. Luego pareció recordar que era una ignorante.

—Es muy antigua. La más antigua todavía en activo. Quizá la más antigua de todas las que han existido. Nadie sabe cuál era su nombre al nacer, pero en tiempos de la antigua Roma adoptó el nombre de la diosa de la muerte, Libitina.

Enarqué las cejas, mirándolo.

—Entonces, ¿llamas a la cosechadora de almas más antigua y temible de la historia por su diminutivo?

Tod se encogió de hombros, pero me pareció que se sonrojaba. Aunque quizá fueran los paneles de raso rojo del fondo del escenario, que se transparentaban por sus mejillas.

—Yo nunca la he llamado, ni por su diminutivo ni de ninguna manera. Oficialmente, no nos conocemos.

—Genial —susurré con fastidio. Estábamos acompañando a Tod, el fan, a conocer a su heroína. No sé qué era más friki, si eso, una convención de Star Trek o un diccionario inglés-klingon.

Cuando doblamos la esquina, vi a Libby en el instante en que absorbía del aire el último retazo de Aliento de Demonio. El extremo de aquel filamento restalló y golpeó su mejilla antes de deslizarse entre sus labios fruncidos, y la vieja cosechadora se pasó la manga de cuero negro por la boca como para limpiarse una mancha de salsa de la cara.

Yo no quería saber en qué clase de salsa se mojaba el Aliento de Demonio.

—Ahí está —dijo Tod, y su voz tenue y asombrada me hizo mirarlo. Parecía… tímido.

Mi agitación se disipó al verlo nervioso por primera vez, y no pude refrenar una sonrisa.

—Vale, vamos —lo tomé de la mano y tiré de él hacia Libby antes de que sus dedos desaparecieran de pronto entre los míos.

Me paré y bajé los ojos, enfadada al ver que se había difuminado casi hasta hacerse invisible para escapar de mi contacto.

—¿Qué pasa?

—Nada que no pueda arreglarse con un poco de dignidad —contestó—. Así que ¿podríamos, por favor, no acosar a una cosechadora de almas de más de tres mil años como adolescentes en un concierto de una banda juvenil? —se pasó las manos traslúcidas por la camiseta igualmente traslúcida y marchó hacia Libby con los hombros rectos, muy satisfecho de conservar intacto su aplomo.

Se fue haciendo un poco más sólido con cada paso, y miré alrededor, temiendo que alguien lo viera aparecer de pronto entre nosotros. Pero como sus zapatos seguían sin hacer ruido, me di cuenta de que no era visible para los humanos. Tampoco importaba, de todos modos. Nadie le quitaba ojo al escenario, donde el médico seguía afanándose incansablemente, y en vano, sobre el cuerpo de Eden.

Seguimos a Tod y comprendí por la energía con que Nash caminaba de pronto que ahora veía a su hermano. Y que posiblemente esperaba que Tod dijera o hiciera alguna estupidez delante de la mayor experta en su campo.

Lo alcanzamos cuando se detuvo, y como eran de la misma altura, los radiantes ojos verdes de Libby se clavaron en los suyos con tanta intensidad que hasta yo me estremecí.

—Hola —acertó a decir él, y me sorprendió que no tartamudeara.

Yo tenía la lengua paralizada.

Libitina era muy vieja, tenía mucha experiencia y por su porte saltaba a la vista que era muy poderosa. Era además increíblemente hermosa, tanto que de pronto me dio vergüenza que se me hubiera corrido el maquillaje durante el concierto, por el sudor, y que el pelo se me hubiera encrespado a pesar de mis esfuerzos por alisármelo con la plancha.

Llevaba un abrigo largo de cuero negro, ceñido a la estrecha cintura para realzar sus finas caderas. Yo habría dicho que aquel abrigo era un atuendo demasiado obvio para alguien tan íntimamente relacionado con la muerte, si no fuera porque Libby era tan anciana que seguramente ya vestía así muchísimo antes de que el cuero negro hiciera furor entre prostitutas y superhéroes por igual.

Se había retirado el pelo de la cara y lo llevaba recogido en una severa coleta cuyos rizos prietos y negros caían hasta la mitad de su espalda. Su piel era oscura e impecable, y tan tersa que me dieron ganas de tocarle la mejilla solo para asegurarme de que no era tan perfecta como parecía. No podía serlo.

¿Verdad?

—¿Sí? —dijo sin apartar la mirada penetrante de Tod.

No nos había mirado ni a Nash ni a mí, y de pronto me di cuenta de que sin duda odiaba a los bean sidhes, como la mayoría de sus congéneres. Quizá no deberíamos haber ido, después de todo.

Libby, sin embargo, no se nos había hecho invisible.

—Me llamo Tod y trabajo en la sucursal local —hizo una pausa y me hizo gracia comprobar que se había puesto muy colorado, y no porque hubiera cortinas detrás—. ¿Puedo hacerte un par de preguntas?

Libby arrugó el ceño y un escalofrío me subió por la espalda.

—¿No estás satisfecho con mis servicios? —replicó, enfadada, comiéndose el final de las palabras con un acento que no pude identificar. Retrocedimos los tres al unísono, incapaces de soportar su furia.

—¡No! —Tod levantó las manos, pero yo tenía tanto miedo que ni siquiera me hizo gracia—. Esto no tiene nada que ver con la sucursal. Esta noche no estoy de servicio. Solo tengo curiosidad. Sobre el proceso…

Las cejas finas y negras de Libby se arquearon, y me pareció ver un destello de regocijo detrás de sus ojos.

—Pregunta —dijo por fin, y de pronto me cayó bien, aunque no le gustaran los bean sidhes, porque no le habría costado ningún trabajo que Tod se sintiera como un enano.

Él se metió las manos en los bolsillos y respiró hondo.

—¿Cómo es? El Aliento de Demonio. Lo retienes… dentro de ti. ¿No?

Libby hizo un breve gesto de asentimiento; luego dio media vuelta y se alejó hacia un pasillo idéntico al que habíamos seguido para llegar al escenario. Dudamos, mirándonos los unos a los otros sin saber qué hacer. Luego Tod se encogió de hombros y apretó el paso tras ella. Tuvimos que correr para no perderla mientras sus botas se movían deprisa sobre el suelo, pero sin hacer ruido.

—Se respira hondo para meterlo en los pulmones —en su denso acento resonaban lenguas muertas, civilizaciones perdidas hacía mucho tiempo entre los estragos del tiempo y la mala memoria. Su voz era grave y hosca. Envejecida. Poderosa. Me recorrió un escalofrío, como si estuviera oyendo algo que no debía oír. Algo que nadie oía desde hacía siglos—. Te llena. Quema como la escarcha, como si te corroyera las entrañas. Como si se alimentara de ellas. Pero eso está bien. Si el ardor cesa, es que lo has retenido demasiado tiempo. Y el Aliento de Demonio mata tu alma.

Seguí estremeciéndome y noté que me temblaban las manos. Tomé la de Nash con la izquierda y me metí la derecha en el bolsillo. Un par de técnicos pasaron a nuestro lado acarreando cosas y Tod esperó a que se alejaran para formular su siguiente pregunta.

—¿Cuánto tiempo tienes? —ahora caminaba detrás de la cosechadora de almas. Nash y yo nos contentábamos con seguirlos a cierta distancia, lo bastante cerca para oírles.

—Una hora —sus labios se movieron, recortados de perfil sobre la blanca pared, cuando se volvió a medias para mirarlo—. Esperar más es arriesgarse demasiado.

—¿Qué se hace con ello? —pregunté, no pude evitarlo, y Libby se paró en seco. Giró lentamente para mirarme y vi el tiempo en sus ojos. Años de vida y muerte, y una existencia sin fin. El estremecimiento de mis manos se convirtió en un temblor cuyo eco noté en todo el cuerpo.

No debería haber llamado su atención.

—¿Quién es esta? —Libby volvió a mirar a Tod.

—Una amiga. La novia de mi hermano —señaló a Nash, que se erguía, alto, bajo su mirada espeluznante.

Libby giró sobre sus talones y siguió avanzando. Sentí una fresca oleada de alivio, y entonces caí en la cuenta de que Tod no le había dicho nuestros nombres. Era una precaución que Nash le había inculcado a machamartillo. No convenía decirle tu nombre a un emisario de la muerte.

Aunque, si una cosechadora de almas quería saber tu nombre, no le costaba mucho averiguarlo, sobre todo hoy en día. Por eso tampoco conviene que uno se fije en ti.

Comenzaron a oírse sirenas fuera del estadio y otro montón de personas cruzó a toda prisa el pasillo, en dirección al escenario. Libby no pareció notarlo.

—Hay sitios para deshacerse como es debido del Aliento de Demonio. Abajo —añadió, como si fuera lógico.

—Si un ejecutor quisiera meterse en eso, recoger Aliento de Demonio en vez de almas, ¿cómo podría hacerlo? —preguntó Tod mientras doblábamos detrás de Libby una esquina blanca. Los pies de la cosechadora de almas no hacían ningún ruido al deslizarse sobre el linóleo resbaladizo.

—Sobreviviendo los próximos mil años —su acento se hizo más nítido; sus palabras parecían cargadas de advertencias—. Si todavía vives entonces, búscame. Yo te enseñaré.

Pero no lo intentes solo. Los necios mueren miserablemente, muchacho.

—Yo no —le aseguró él—. Ha sido asombroso verte.

Libby se paró y lo miró con expresión extraña, como si no supiera qué iba a decir hasta que le salieron las palabras.

—Puedes volver a verlo. Volveré dentro de cinco días.

—¿Más Aliento de Demonio? —pregunté, y de nuevo su temible mirada verde se deslizó hacia mí y pareció atravesar mis ojos y clavarse, ardiente, en mi cerebro.

—Claro. La otra idiota entregará el suyo el jueves.

—¿Qué otra idiota? —preguntó Tod entre dientes, y lo miré, extrañada por lo brusca que había sonado su voz. Tenía el ceño fruncido y los bellos labios adelgazados por el temor.

—Addison Page, la cantante —respondió Libby como si fuera evidente.

Tod se tambaleó hacia atrás y Nash intentó agarrarlo del hombro, pero su mano lo atravesó. Por un momento temí que cayera por la lisa pared blanca.

—¿Addy vendió su alma? —Tod se pasó una mano por la frente casi transparente—. ¿Estás segura?

Libby levantó las cejas como si dudara de que hablara en serio.

—¿Cuándo?

—Eso no es de mi incumbencia —Libby deslizó sus manos finas y oscuras en los bolsillos del abrigo y miró a Tod con desdén, como si acabara de confirmar una corazonada: que no estaba preparado para recoger Aliento de Demonio—. Mi labor consiste en recoger aquello por lo que he venido y deshacerme de ello adecuadamente. El tiempo sigue su marcha, muchacho, y yo he de hacer lo mismo.

—¡Espera! —Tod la agarró del brazo, y no supe quién se sorprendió más, si Libby o Nash. Tod, en cambio, siguió hablando precipitadamente como si no lo notara—. ¿Addy va a morir?

Libby asintió y un instante después desapareció sin siquiera hacernos un guiño de advertencia. Se esfumó sin más, y sin embargo su voz perduró un momento, como un eco de su existencia.

—Entregará el Aliento de Demonio quitándose la vida. Y yo estaré allí para recogerlo.