Sangre azul - Sara Blædel - E-Book

Sangre azul E-Book

Sara Blædel

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Beschreibung

Uno a uno los atrae a la muerte... La detective de homicidios Louise Rick persigue a un terrorífico violador en serie quien contacta con las mujeres en un popular sitio web de citas online. Sara Blædel ha convertido su trepidante thriller en un número 1 en ventas interncional: sus libros ya han vendido más de 3 millones de ejemplares en todo el mundo. Un flirteo online puede tener consecuencias horribles, como descubre la detective Louise Rick cuando acude a un idílico barrio de Copenhague donde han abandonado a una joven, atada y amordazada, tras una brutal violación. Susanne Hansson había conocido a su violador en un famoso sitio de citas online. Pero el hombre se esconde tras un laberinto de falsos seudónimos, que impiden que Susanne —ni la policía— consiguan rastrear su verdadera identidad. Con Internet como un patio de recreo, es casi seguro que el violador volverá a atacar, si Louise no consigue desenmascararlo antes de que sea demasiado tarde. "Sara Blædel está en la cima de su carrera. Louise Rick es un personaje que hará que los lectores vuelvan a por más". Camilla Läckberg "Una de las mejores que he conocido". Michael Connelly "Atractiva y única... Sara Blaedel sabe cómo atrapar a sus lectores y mantenerlos totalmente paralizados." Tess Gerritsen "La gran habilidad de la superestrella de la literatura policíaca Sara Blaedel es la de tejer una desgarradora historia familiar en un thriller que te mantiene en vilo, y, al mismo tiempo, crear una inspectora que es tan rica emocionalmente y real como una amiga cercana." Oprah.com

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Sangre azul

Sangre azul

Título original: Kald mig prinsesse

© 2005 Sara Blædel. Reservados todos los derechos.

© 2021 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1165-8

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Dedicatoria

A mi hermano Jeppe

–––

El dolor se le encajó en las muñecas. No tuvo tiempo de reaccionar, y, de pronto, ya tenía las manos inmovilizadas en la espalda. Se volvió hacia él, aterrada. Un golpe la sacudió con tal fuerza, que su cabeza rebotó en la cama. Salió despedida, lista para recibir el siguiente manotazo. Quiso gritar. Abrió la boca, pero, antes de poder emitir algún sonido, sintió que él se la taponaba con un objeto duro. Un esparadrapo de cinta americana se la selló. Su rostro quedó convertido en una especie de máscara.

Las velas seguían ardiendo en el salón. La botella de vino y las copas descansaban sobre la mesita de centro. Ladeó la cabeza. La sangre empezó a correrle por la nariz mientras sus ojos miraban, fijos, las llamas de las velas. Pensó en el restaurante y en el menú de tres platos.

Él había pedido calvados para acompañar el café. No le preguntó si a ella también le apetecía. Qué bueno; hubiera tenido que mostrar su ignorancia. Permanecieron un rato con las manos cogidas por encima de la mesa.

Un dolor se propagó por su cuerpo cuando él volvió a tensar la cuerda alrededor de sus tobillos. Sentía algo duro royéndole las carnes justo por encima del hueso.

Más tarde, habían bailado en el salón. Muy pegados. Él le había rodeado el rostro con las manos y la había besado.

¡Dios mío, ayúdame!

La sangre seguía corriendo. Ya era toda una lucha respirar por la nariz. Se concentró en afinar la puntería. Tenía que levantar las piernas juntas y echarlo de la cama con una patada; pero a él, que estaba sentado dándole la espalda, le dio tiempo a volverse y parar el golpe. Una nueva andanada de puñetazos le reventó el pómulo y la sien.

—Estate quieta y no te pasará nada.

Le sujetó las piernas ligadas y las echó a un lado, furioso.

Había dejado su ropa tirada sobre la silla, al lado del armario. La de ella había quedado amontonada en el suelo, a los pies de la cama. Pieza por pieza. Él le había pedido que se desvistiera lentamente.

Ella sintió pálpitos en el lado derecho de la cara, mientras la suave música seguía fluyendo desde el salón. El miedo, como una garra, la atenazaba alrededor de los intestinos.

Lloró de dolor y de vergüenza. Hundió la cabeza y el resto del cuerpo en el mullido edredón con la esperanza de verse ahí tragada. Sintió que la arrastraban por el borde de la cama hasta que solo su torso quedó apoyado en el colchón. Dejó atrás un rastro de sangre disuelta en lágrimas. El mundo y la realidad explotaron cuando él la penetró con una fuerza descomunal.

La apretada cinta americana contuvo el grito. Ella luchaba por mantener la nariz despegada de la cama; intentaba respirar calmadamente, pero el dolor amenazaba con reventarla, y eso la hacía perder el ritmo una y otra vez. Su cuerpo empezó a ceder cuando el dolor dio paso a una espesa neblina, y entonces la conciencia la abandonó lentamente.

–––

Oyó un clic cuando apretó el mando y la puerta de cristal se abrió en un instante. Mantuvo la mirada clavada en el suelo mientras avanzaba a paso ligero. Con el rabillo del ojo, alcanzó a ver a los familiares, que conversaban en voz baja. De improviso, un técnico de laboratorio salió de una de las salas de reconocimiento empujando un carrito con muestras de sangre. Lo sorteó a duras penas.

Ni siquiera se detuvo a disculparse. Siguió avanzando rápido hasta la recepción. Al llegar a la jaula de cristal, dobló la esquina y entró en la sala de guardia.

—Louise Rick, departamento A —se presentó—. ¿Con quién tengo que hablar?

Una enfermera joven se levantó y le sonrió.

—Un momento, ahora mismo llamo a la doctora. Mientras tanto, puedes sentarte aquí.

Señaló una mesa blanca y oval con marcas de tazas de café y restos del pastel de la merienda.

Louise se sacó las gafas de sol del pelo oscuro y las dejó sobre la mesa. Siguió con la mirada a la enfermera que, en ese momento, salía al antedespacho para llamar por teléfono. Luego juntó las manos por detrás de la nuca y respiró hondo. Se había abierto camino iracunda a través del tráfico de la tarde, bordeando el muelle de Kalvebod Brygge y el parque de Folehaven. Cada vez que la cola se detenía, golpeaba el volante de pura frustración. De la jefatura de Policía al hospital de Hvidovre, el trayecto había resultado inusitadamente largo.

Eran casi las cinco cuando el jefe de Homicidios, Hans Suhr, entró en su despacho. Había estado ocupada elaborando una lista de las cosas que tenía que comprar de camino a casa, pero, al ver la expresión en los ojos de su jefe, apartó la libreta. Tendría que llamar a Peter para encargarle las compras. Era algo que él ya le había propuesto por la mañana, cuando la llevó al trabajo en coche; pero entonces eran momentos de optimismo y ella rechazó la oferta. Pensaba que tendría tiempo de sobra.

—Nos ha entrado una violación de la que me gustaría que te encargaras.

El jefe de Homicidios ocupaba una dura silla de madera en una de las esquinas del escritorio.

Louise volvió a coger la libreta y arrancó la lista de la compra. Suhr solía recurrir a ella en los casos de violación. Las víctimas podían exigir que las interrogara una mujer, y, puesto que no había otras en el departamento, todos esos asuntos acababan sobre su mesa.

—La han llevado al hospital de Hvidovre —dijo Suhr, una vez Louise estuvo lista, bolígrafo en mano—. Se trata de una mujer de treinta y dos años, del barrio de Valby. Su madre, que vive en el piso de arriba, bajó a la hora del almuerzo. La encontró en el dormitorio, atada de pies y manos y amordazada. Había sangre en la cama. La mujer estaba prácticamente inconsciente de agotamiento.

El jefe de Homicidios pareció considerar si había algo más que debiera añadir.

—Tenía la boca tapada con cinta americana. La madre le quitó la cinta antes de llamar a una ambulancia —dijo entonces.

Louise examinó a Suhr mientras hablaba, intentando prever la gravedad de lo que vendría a continuación. El que la mujer hubiera sido maniatada y amordazada solía bastar para que la comisaría de Station City se pusiera en contacto con el departamento A. Por el estado de la víctima, la violación tendría que calificarse como un caso de agresión de carácter extremadamente violento.

—Susanne Hansson vive sola. Cuando llegó la policía, la madre dijo que su hija no tiene novio ni ningún amigo con el que quisiera irse a la cama voluntariamente.

Louise frunció el ceño.

—Y ella ¿qué dice? —interrumpió.

Suhr se encogió de hombros.

—Nada. Cuando los compañeros de la City acudieron al hospital de Hvidovre, hicieron lo que pudieron, pero no sirvió de nada. Luego, una de las médicas habló un poco con ella, pero no sé qué le habrá podido sacar, más allá de que está dispuesta a denunciar la violación. Vas a tener que hacerla hablar. Después hay que llevarla al Rigshospitalet para que la examinen.

Louise asintió con la cabeza, satisfecha porque tendría la ocasión de crear cierto vínculo de confianza con Susanne Hansson antes de ir al Centro para Víctimas de Violación. La experiencia en otros casos graves de agresión sexual le decía que, si la joven estaba tan malherida como había sugerido Suhr, padecería un mayor perjuicio psicológico al ser sometida esa misma tarde a un examen forense. Lo mejor era establecer un contacto previo. Así, Susanne podría sentirse, antes que nada, protegida, aunque solo fuera un poco.

—¿Y cómo se encuentra?

—Ve y averígualo —dijo el jefe de Homicidios—. Enviaré a Lars Jørgensen al piso de Lyshøj Allé. Los técnicos de Criminalística ya están allí. Llámame en cuanto te hayas formado una idea.

Golpeó la mesa del escritorio con la palma de la mano, decidido, se levantó y abandonó el despacho.

Louise se colgó la cazadora tejana del brazo y echó una rápida mirada a los montones de documentos que tenía sobre la mesa. De camino al despacho de los jefes de investigación, donde se llevaba el control de los vehículos, le dio tiempo a enfurecerse ante la posibilidad de que todos los coches estuvieran de servicio. Si así fuera, tendría que pasar por el garaje y arrastrarse ante Svendsen para que le adjudicara uno. Pero no, había dos disponibles, así que cogió una llave y anotó su nombre en el registro. «Qué ridículo ponerme así», pensó mientras bajaba las escaleras de dos en dos.

—Ahora mismo viene —dijo la enfermera después de colgar el teléfono.

Louise le dio las gracias y se levantó. Se metió las gafas de sol en el bolsillo y sacó el protector labial.

—Me llamo Anne-Birgitte —dijo una joven doctora de finas gafas redondas y doradas. Llevaba una larga melena recogida en la nuca. Tendió a Louise una mano fría y firme.

Louise se sentía sudorosa y desaliñada frente a la doctora. Quiso compensarlo adoptando un tono más incisivo y seco de lo necesario.

—¿Has podido hablar con ella? —preguntó sin siquiera presentarse. Enseguida captó la reacción: una alteración en la mirada diligente de la doctora. Para entonces, era demasiado tarde. Ya no podía dar marcha atrás.

—Lo suficiente para saber que, a pesar de todo, tal vez sea demasiado pronto para permitir que la policía la interrogue.

Se miraron fijamente a los ojos. Louise notó una pequeña burbuja de respeto formándose por su cuerpo y ascendiendo. La dejó traslucir en la mirada el tiempo exacto para que la mujer de enfrente se diera cuenta de que se había rendido.

—Está bien, has conseguido que lo denunciara —dijo Louise, y le lanzó una sonrisa. La tensión se esfumó.

—Si tienes tiempo, tal vez podrías echarle un vistazo a lo que he escrito en la historia clínica. ¿Mejor?

Se sentaron una al lado de la otra. Anne-Birgitte empezó a hablar mientras echaba, de vez en cuando, una mirada de soslayo a los folios que tenía al lado.

—La ataron de pies y manos con unas fuertes bridas de plástico.

La doctora interrumpió la lectura para explicar que se trataba de las que se emplean para unir cables. La policía solía valerse de ellas como esposas de un solo uso.

—El personal de la ambulancia las cortó antes de traerla aquí. Para entonces, la madre ya le había quitado la cinta americana de la boca. Tenía la presión muy baja. Notamos que también estaba deshidratada, así que le pusimos un gotero de glucosa. Parece que ya está surtiendo efecto, se está despejando.

Dio por terminada su exposición, apartó la historia clínica y se quedó expectante, lista para contestar a las preguntas de la detective.

Louise asintió con la cabeza. Intentó recordar qué más le había dicho Suhr y deducir, por lo tanto, qué respuestas faltaban.

—Había sangre —dijo—. ¿Está muy malherida?

—Susanne Hansson recibió varios golpes de extrema brutalidad en la cara y sangró mucho. Parece que sufrió también hemorragias en el útero, pero ya han cesado. No la he examinado tan a fondo; ya sabes, eso le corresponde al Rigshospitalet.

—¿Qué te ha contado?

Anne-Birgitte vaciló.

—No gran cosa. Se siente profundamente desdichada y, o bien no quiere decir nada o no se acuerda. En un primer momento tampoco quiso confirmar que se tratara de un ataque, pero no creo que quepa ninguna duda de que lo fue.

Louise apreció un severo rictus en las facciones de la doctora. Era consciente de que, a estas alturas de la investigación, ese tipo de apreciaciones tendrían que correr enteramente por cuenta de ella.

«¿Ataque?», anotó en una libreta, y posó la mano sobre la página para ocultar su anotación.

—¿Sabes si conocía a su agresor?

—Dice cosas demasiado inconexas para sacar nada en claro; pero, cuando le pregunté si pensaba denunciarlo a la policía, asintió con la cabeza. Se lo comuniqué a los dos agentes que la acompañaron hasta aquí.

Louise volvió a meter la libreta en su bolso. No había nada más que rascar. Lo mejor sería entrar a saludar a Susanne Hansson de una vez por todas.

Se levantó, esperando que Anne-Birgitte hiciera lo mismo, pero la doctora se quedó sentada, mirando fijamente las migas de pastel que estaban esparcidas sobre la mesa.

—La paciente sufre una fuerte conmoción —dijo, y levantó la mirada—. No parece una mujer que consienta voluntariamente prácticas sexuales extravagantes, de esas que implican que te amordacen, te aten los pies y las manos y te golpeen.

Louise se disponía a interrumpirla, pero la doctora se adelantó.

—Ha recibido maltratos físicos y psíquicos. Te pido que lo tengas en cuenta.

—Por supuesto —dijo Louise, irritada. No era, ni mucho menos, la primera vez que sentía ese tono recriminatorio solo porque la policía, por motivos profesionales, se veía obligada a formular dudas en denuncias por violación—. Supongo que no hay ningún problema en que la traslademos al Rigshospitalet, ¿verdad?

—No, eso no agravará su estado. ¿Vamos?

Louise siguió a la doctora. Se detuvo en medio del pasillo mientras Anne-Birgitte la anunciaba en la habitación. Poco después se abrió la puerta de golpe. Una señora de cincuenta y tantos años se le acercó y la cogió del brazo. Louise dedujo que debía de tratarse de la madre.

—Tiene que entender que ha sucedido algo terrible.

Louise se apartó un poco, pero lo único que consiguió fue que la mujer la agarrara con más fuerza.

—Supongo que es su hija con quien tengo que hablar —dijo Louise, y se soltó. Señaló la hilera de sillas que bordeaban la pared—. Puede esperar aquí mientras charlo con ella.

Guio a la madre hasta las sillas, adelantándose a las protestas que, sin duda, estaban por venir. Empujó a la mujer amablemente para que tomara asiento.

—En cuanto haya hablado con Susanne, nos iremos al Rigshospitalet. Será mejor que vuelva a casa y nos espere allí. Si me da su número de teléfono, la llamaré en cuanto acaben con los exámenes y la hayamos interrogado en la jefatura de Policía.

Louise volvió a sacar la libreta, la abrió por una página en blanco y se la ofreció a la madre.

—Las acompaño —dijo la madre, desdeñando la libreta.

Louise se acercó a ella y se puso en cuclillas a su lado.

—No se lo puedo impedir, pero quiero que sepa que tendrá que esperar sentada en una silla durante varias horas. Nadie tendrá tiempo para hablar con usted. Ahora mismo, todo gira alrededor de su hija y, obviamente, tiene que estar allí para ella. Pero, si realmente queremos descubrir quién la ha dejado en este lamentable estado, necesitamos poder hablar tranquilamente con ella. Luego habrá que poner en marcha una serie de investigaciones.

Parecía que la mujer empezaba a comprender la situación.

—Podría volver a casa de mi hija e intentar dejarla un poco recogida —dijo, sobre todo a sí misma.

Louise posó una mano sobre el hombro de la madre.

—Ahora mismo la policía está en el piso, así que no podrá entrar ahí por un tiempo. Le propongo que se vaya a casa. Seguramente fue horrendo para usted encontrar a su hija como la encontró.

La madre asintió con la cabeza, aunque, según notó Louise, estaba a punto de volver a protestar. Se apresuró a concluir la negociación.

—Me pondré en contacto con usted esta misma tarde —dijo, y se metió en la habitación a toda prisa.

Ya había pasado por esta clase de conversaciones antes. No tardó mucho en hacer un balance de las ventajas y desventajas de que la madre estuviera presente durante los exámenes y el interrogatorio de Susanne Hansson. En este caso, costaba ver las ventajas.

La cama de hospital estaba situada al lado de la ventana. Una leve brisa se coló en la estancia e hizo ondear la cortina. Susanne miraba hacia el exterior. No volvió la cabeza hasta que Louise se colocó al lado de la cama.

—Me llamo Louise Rick, soy detective de la Brigada de Investigación Criminal —se presentó—. ¿Podríamos hablar un poco?

Susanne se volvió y miró a través de ella. Estaba encerrada en su propio mundo.

«Es una pena —pensó Louise—. Estás mucho peor allí dentro que aquí fuera.»

—Es terrible lo que has tenido que pasar —dijo, y bajó la mirada hasta el rostro magullado—. Sé que ya te han examinado por encima y comprendo perfectamente que quieras que te dejemos en paz, pero me gustaría acompañarte al Rigshospitalet. Ahí está el Centro para Víctimas de Violación. Cuando hay denuncias por agresiones sexuales, ellos son quienes hacen los exámenes médicos.

No hubo ninguna reacción. Louise prosiguió:

—Si eres capaz de andar por tu propio pie, te propongo que vayamos juntas en mi coche. También puedo pedirte una ambulancia. ¿Qué me dices?

Por fin, Susanne reaccionó. Desplazó un poco la mirada hacia el rostro de Louise. La detective consideró, por un instante, si lo mejor era sentarse y fingir que disponían de todo el tiempo del mundo. Podría aguardar a que Susanne Hansson sintiera que estaba lista para hablar; también podría presionarla para provocar una reacción.

Se decidió por un término medio.

—Hay un médico forense esperando por ti en el Centro para Víctimas de Violación. Tiene que explorarte. Luego tendrás que someterte a un interrogatorio policial. La verdad, yo preferiría tener un poco de tiempo para hablar antes de la exploración...

Susanne Hansson la interrumpió. Su voz era ronca. Cuando comenzaron a asomar las palabras, Louise apenas podía percibir el movimiento de su boca. La mujer tenía heridas en las comisuras de los labios. Era evidente que seguía sintiendo la presencia de la cinta americana.

—Un médico forense examina a los muertos. ¿Por qué tiene que examinarme a mí?

Louise se inclinó hacia delante para oír lo que decía. Había acercado una silla y estaba sentada al lado de la cama.

—Sí, los médicos forenses hacen autopsias a los muertos, pero también exploran a los vivos —dijo, en un intento de desdramatizar la situación—. Acuden al centro cuando hay que explorar a una víctima.

Las lágrimas habían empezado a caer por las mejillas de Susanne. Louise la cogió de la mano, evitando el gotero. Mientras hablaba, le acarició tranquilizadoramente el brazo:

—Sin duda, el agresor ha dejado rastros que en ti. Tenemos que asegurarlos...

Las silenciosas lágrimas se transformaron en un insondable sollozo. El llanto se abrió camino por el cuerpo de la joven como el cubo que asciende de un profundo pozo.

Louise cambió de táctica. Ahora le concedería a Susanne todo el tiempo que necesitara. Algo comenzaba a aflojarse en su interior. Pensó que valía la pena esperar.

Finalmente, el llanto cesó.

—Si quieres, puedo ir contigo —dijo Susanne, y se secó las lágrimas—, pero no tengo ropa.

Pareció disculparse, como si se avergonzara por haber estado desnuda cuando la trasladaron al hospital.

Louise le sonrió.

—Le pediremos a la enfermera que te consiga una bata y un par de zapatillas.

Susanne asintió con la cabeza. Louise se levantó y salió a buscar a alguien que la ayudara con la ropa. Se dio cuenta de que la joven la seguía con la mirada.

Desde el coche, Louise llamó al número directo de Flemming Larsen, el médico forense de guardia. Lo había puesto al corriente desde el momento de su partida hacia al hospital de Hvidovre.

—Ya estamos en camino —dijo cuando Flemming Larsen contestó.

—Muy bien. Y ella ¿qué dice?

Louise evitó mirar de reojo a Susanne Hansson, que iba sentada a su lado.

—Nada.

Se produjo un breve silencio.

—¿Prefieres interrogarla antes o después de la exploración? —preguntó el forense.

—Esperaré a que acabéis vosotros. Subiremos directamente al departamento. Nos vemos allí.

Flemming se encontraba en el edificio Telium, la sede del Instituto Anatómico Forense, detrás del Rigshospitalet. Acordaron que se quedaría esperando la llamada de Louise antes de desplazarse al hospital.

Susanne miraba por la ventanilla. En el hospital de Hvidovre, tras haberle retirado el gotero de glucosa, le habían puesto una bata blanca por encima del camisón hospitalario. Estaba visiblemente aturdida y magullada. Parecía envuelta en un halo de vulnerabilidad y humillación.

Louise se preguntó si valdría la pena hablar con ella en el coche. No había ningún motivo para presionarla, para llevarla de nuevo a los sucesos de la noche, hasta haber superado la exploración. Necesitaba estar tranquila, decidió Louise, mientras pensaba también en la desagradable e ineludible pregunta que siempre había que hacer a una víctima de violación: «¿Estás segura de que te han violado?».

Se pararon en un semáforo en rojo. Louise volvió a mirar la figura hundida en el asiento del pasajero. Le costaba vaticinar cómo reaccionaría la psique de Susanne ante lo que la esperaba en las próximas dos horas. Ahora mismo parecía que se lo hubieran quitado todo. En el interior del coche, el silencio resultaba abrumador y violento, muy difícil de esquivar.

Louise entró en el aparcamiento y dejó el coche frente al portal número cinco. Después de asegurarlo, llamó al Instituto Anatómico Forense. Ella y Susanne cogieron el ascensor hasta Ginecología. Avanzaron por el pasillo y se detuvieron en la pequeña sección que albergaba el Centro para Víctimas de Violación.

Louise se acercó al mostrador y anunció su llegada.

La enfermera a cargo de la recepción salió y le tendió la mano a Susanne.

—¿No te acompaña ningún familiar? —preguntó, extrañada.

—No —dijo Louise, y evitó mirar a Susanne.

Era evidente, para la enfermera, que Louise, pensando en el interrogatorio, se había encargado de que acudieran solas, decisión que desaprobaba rotundamente.

Louise se irritó, aunque se contuvo. La exploración y el posterior interrogatorio eran esenciales ante agravios tan espeluznantes. Le parecía increíble que esto, tan obvio para ella, fuera mal comprendido por alguien que trataba con ello como parte de su vida profesional. Si realmente querían cazar al agresor, de nada servirían la madre y su influencia sobre voluntad de declarar de la hija.

—Pronto vendrá un médico a examinarte —dijo la enfermera a Susanne.

Evitó decir «médico forense», delicadeza que Louise no había mostrado. Por otra parte, pensó, tampoco había por qué ocultar quién realizaría la exploración.

—Si quieres acostarte hasta que llegue el doctor, tenemos una cama disponible —prosiguió la enfermera, y miró su reloj—. Seguro que está a punto de aparecer. También podéis esperar aquí o en la sala de reconocimientos.

Esto último lo dijo dirigiéndose a Louise.

En ese mismo instante apareció Flemming Larsen con la bata blanca ondeando entre las piernas. Se presentó y le pidió a Susanne que lo siguiera.

—Tú espera aquí —le dijo a Louise, cuando se alejaron en dirección a la pequeña sala de reconocimiento.

Louise se había preparado para entrar con ellos, a pesar de que sabía perfectamente que a Flemming no le gustaba tener gente de más durante una exploración. A fin de cuentas, con él participarían un ginecólogo y una enfermera, así que difícilmente quedaría sitio para ella.

Asintió con la cabeza. Sus ojos siguieron al forense de casi dos metros de altura que conducía a Susanne Hansson con delicadeza hasta el interior de la sala. La puerta se cerró detrás de ellos.

Si hubiera sido otro forense, lo habría confrontado. Bien valía la pena escuchar lo que se decía durante una exploración. A veces, la víctima soltaba cosas sobresalientes que después, en otras circunstancias, surgirían apenas y con mucha palidez. Sin embargo, Louise trabajaba muy bien con Flemming. Sabía que podía contar con un resumen pormenorizado de la información, si Susanne transmitía alguna.

Se metió en la salita de espera y se sentó. Al terminar la exploración, el personal del centro se haría cargo de Susanne: le ofrecerían un baño y una charla con el psicólogo. Después, Louise podría llevársela a la jefatura de Policía para interrogarla. Pero, durante esa espera, Flemming podría darle el parte.

Louise sacó su teléfono del bolso. No sabía con precisión en qué zonas del gran hospital estaban prohibidos los teléfonos móviles. Decidió, por su cuenta, que la sala de espera no podía ser una de ellas.

—Adiós a lo de hacer la compra —se lamentó cuando Peter cogió el teléfono. Ya le había enviado un SMS mientras esperaba a la doctora en el hospital de Hvidovre, así que él estaba avisado.

—Mientras no sea por falta de voluntad —respondió Peter entre risas, y añadió que le daba tiempo a pasar por el supermercado Føtex de camino a casa.

—Gracias —dijo Louise, y lanzó un suspiro exagerado antes de aclarar que la cosa podía alargarse. Le prometió llamarlo en cuanto se hubiera hecho una idea de la hora en que terminaría.

—Prepararé algo para cenar y te lo dejaré en la nevera —dijo Peter. Ella le lanzó un beso esperando que no se ahogara entre los ruidos en la línea.

En medio de la borrachera de champán de Fin de Año, Peter había formulado el solemne propósito de mostrarse más comprensivo y amable cuando Louise llamara para decir que no llegaría a casa a la hora convenida.

En un breve destello, lo vio con la copa en alto. Louise había sentido cierta molestia, pues ese propósito era, en realidad, resultado del ultimátum que ella le había puesto cuando se fueron a vivir juntos, después de que Peter pasara nueve meses en Escocia. En su momento, él había aceptado mudarse a Aberdeen durante seis meses para introducir un nuevo producto de la multinacional farmacéutica para la que trabajaba, pero le habían extendido el contrato por otros tres meses. Volvió a casa justo antes de Navidad.

—Besos a ti también —dijo Peter, y Louise sonrió para sí al colgar el teléfono y devolverlo al bolso. Hojeó una vieja revista hasta toparse con un artículo sobre una joven con leucemia. Para sobrevivir, la chica necesitaba con urgencia un trasplante de médula. El problema era que en el registro mundial no había ni un solo donante compatible.

Transcurrida una hora, Louise dio por sentado que la exploración estaría a punto de concluir. Salió al pasillo para ver si podía encontrar una cafetera y un par de tazas en algún lugar de la planta.

—Muy bien pensado —dijo Flemming cuando, diez minutos más tarde, se sentó frente a ella.

Louise sirvió café en las tazas. Le ofreció una.

—¿Cómo está ella?

—Ha sufrido a una brutal agresión —dijo Flemming.

Louise había puesto sobre la mesa su libreta y un bolígrafo. Se los acercó, mientras miraba expectante al médico, que enfriaba el café a soplidos.

—Penetración anal y vaginal —dijo, y dejó la taza sobre la mesa.

Louise tomó nota.

—Hay excoriaciones recientes y sangrantes en las mucosas de la parte posterior de la apertura vaginal y otras tres en la piel alrededor del ano.

—¿Encontraste semen?

Las palabras cayeron como si estuvieran deliberando sobre sucesos cotidianos.

—A simple vista, no, pero tenía unas marcas fluorescentes en la espalda. Probablemente sean de semen. Ya las he fijado.

Louise levantó la mirada de la libreta.

—¿Encontrasteis algo en el vello púbico?

Flemming negó con la cabeza.

—Es difícil que la haya penetrado por delante, tal como le había atado las piernas. Creo que solo lo hizo por detrás; aunque en ese caso podía perfectamente haber quedado algún rastro —añadió, y esbozó una sonrisa torcida.

Para gran irritación del médico forense, ya no estaba de moda que las mujeres se dejaran el vello púbico. El dato provocó la risa de Louise, que se sintió tremendamente anticuada.

—¿Qué me dices del resto del cuerpo?

Louise esbozó un cuerpo humano en la libreta, lista para marcar las partes en las que Susanne había sufrido las agresiones.

—La mordaza le dejó ulceraciones sangrantes en la boca —dijo Flemming.

«Ulceraciones sangrantes» anotó Louise en la boca del dibujo antes de que él prosiguiera su repaso:

—Los extremos de la mordaza coincidieron con las comisuras y le provocaron rozaduras. Supongo que la mordaza seguirá en el piso; si no, ya ha de estar en poder del departamento de Criminalística.

Louise conocía la imponente colección de mordazas de Flemming. Le había venido un terrible dolor en las mejillas con tan solo ver los desagradables artilugios que los agresores usaban para acallar a sus víctimas. Vaya ocurrencias. Había de todo, desde tacos de madera metidos en calcetines hasta diversos cables gruesos envueltos en cinta adhesiva o esparadrapo.

—Y luego hay pequeñas ampollas en una zona rectangular, donde estuvo la cinta americana. Supongo que se trata de una reacción alérgica —dijo Flemming, y prosiguió—: Aparte de esto, recibió varios golpes violentos en la cara.

—¿Fue alguien que conocía? —preguntó Louise, y dejó el bolígrafo a un lado.

—Se llama Jesper Bjergholdt —dijo el médico forense consultando de reojo un papelito que había sacado del bolsillo de su bata blanca— y vive en H. C. Ørstedsvej.

Louise sacó el móvil y marcó el número de Lars Jørgensen. Tenía que habérselo preguntado a Susanne ella misma durante el trayecto en coche. Mientras esperaba que su compañero cogiera el teléfono, animó a Flemming para que siguiera hablando.

—Salieron a cenar el lunes por la noche. No conseguí dilucidar si se conocían bien o si la relación era reciente —dijo en un tono que indicaba cierta frustración—. Insiste en decir que compartieron una velada muy agradable, que no entiende qué pasó después.

Louise le hizo saber con señas que seguía escuchándolo.

—Cuando estábamos a punto de acabar con la exploración, empezó a insinuar que tal vez no fuese él —añadió el médico forense, agitando la mano en un gesto de resignación—. Pero no fue capaz de decir dónde habría estado entonces y cómo pudo entrar otro hombre en el piso.

Flemming Larsen hizo una pausa como para calibrar sus palabras.

—Está completamente fuera de sí, de eso no cabe la menor duda. Ahora mismo está hablando con el psicólogo.

—¿Es posible que Bjergholdt haya puesto algo en su copa? —preguntó Louise.

—Es una posibilidad, claro, pero no lo creo. Le hemos extraído sangre.

—Solo será un momento —dijo Louise al teléfono cuando su compañero finalmente contestó desde el piso de Susanne—. Se llama Jesper Bjergholdt, vive en H. C. Ørstedsvej. Salieron a cenar.

Miró a Flemming y le preguntó dónde.

Él se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

—No sé dónde —dijo Louise—, pero te llamaré cuando haya hablado con ella. Nos vemos luego.

Louise estaba a punto de colgar, pero se le ocurrió de pronto que, seguramente, Susanne le agradecería el poder abandonar el centro vestida con algo más que una bata.

—¿Serías tan amable de buscarle algo de ropa y pedirle a alguien que me la traiga? Luego me ocuparé de llevarla a la jefatura.

Louise metió el teléfono en el bolso y echó un vistazo a la libreta para ver hasta dónde habían llegado. Pidió al médico forense que prosiguiera.

—Hemos localizado lesiones circulares alrededor de las muñecas y los tobillos. Miden cerca de un centímetro de ancho, lo que encaja con que estuviera maniatada con bridas.

Louise anotó cada palabra que dijo.

—Y luego hay surcos que indican que tensó las cintas de plástico. Supongo que tenía las manos moradas e hinchadas cuando el personal de la ambulancia cortó las bridas, pero en el momento de la exploración la hinchazón había cedido y la piel había recuperado su color habitual.

Con todo anotado, se quedaron charlando un rato de las vacaciones de verano que Flemming estaba organizando con sus hijos. Era la primera vez que irían de vacaciones solos. Los niños se habían enamorado de la idea de pasarlas en una caravana y atravesar los bosques de Jutlandia Central.

—Quieren dormir en una tienda de campaña y cocinar en la hoguera —dijo, y meneó la cabeza, al tiempo que se levantaba. Siguió a Louise hasta el pasillo.

Acababan de despedirse cuando uno de los psicólogos del centro la llamó.

—Ahora mismo intenta reprimir todo —le contó en cuanto estuvo a su lado—. Tiene más o menos claro lo que ocurrió a lo largo de la noche, pero, en la escena del dormitorio, el curso de los acontecimientos se enturbia. La he remitido a un psicólogo privado. Le he dicho que se ponga en contacto con él cuanto antes.

Louise asintió con la cabeza y se preparó para lo que probablemente fuera un interrogatorio largo. Quizá se abrirían camino a través de capas y capas de represiones, y, aun así, era posible que no llegaran a ningún lado.

Llamó a la puerta de la salita donde se encontraba Susanne.

—Ahora mismo te traen algo de ropa de tu casa —dijo, y se acercó a ella—. En cuanto te hayas vestido, cogeremos el coche e iremos a la jefatura de Policía.

La joven cerró los ojos. Todo el lado izquierdo de su rostro estaba tan hinchado, que Louise llegó a dudar de que fuera capaz de abrirlos de nuevo. La piel del pómulo era una herida abierta.

—Ya sé que estás cansada y que no te encuentras bien, pero es importante que hablemos de lo sucedido —dijo, y sintió pena por ella—. Es importante, porque tenemos que encontrar al que te ha hecho esto y porque debes sacar todo lo que te quema por dentro. Créeme, hablar ayuda.

Louise esperaba que sus palabras hubieran se hubieran abierto paso tras los ojos cerrados. Llamaron a la puerta y Louise la abrió. Era un agente uniformado con una bolsa en la mano.

—Gracias.

No dejó entrar al policía. Simplemente cogió la bolsa y volvió al lado de Susanne.

—Avísame si necesitas ayuda —dijo, y dejó la bolsa sobre la cama.

Susanne ya se había bañado. Flemming le había ofrecido la oportunidad de ducharse en cuanto terminaron con la exploración. Ahora tenía el pelo oscuro pegado al rostro.

—Ya me las apaño —dijo, y abrió un ojo con mucho cuidado mientras se incorporaba sobre el codo.

—Te espero fuera —dijo Louise antes de cerrar la puerta.

1

—¿Tienes hambre? —preguntó Louise. Estaban en el coche de camino a la jefatura de Policía. Había caído en la cuenta de que debía de hacer más de veinticuatro horas que Susanne comió por última vez. En el comedor de la jefatura habría, como mucho, algún paquete de galletas, así que estaba dispuesta a parar por el camino para avituallarse. Sin embargo, Susanne negó con la cabeza.

Cuando llegaron al despacho que Louise compartía con Lars Jørgensen, pidió a Susanne que tomara asiento y salió para ver si había alguien más por ahí. El departamento estaba desierto; la puerta del jefe de Homicidios, cerrada con llave, y el despacho de Henny Heilmann, la jefa de investigación, a oscuras. Heilmann le había dejado una nota donde le decía que podría encontrarla en casa después de las ocho. Miró el reloj, eran casi las once. Esperaría hasta la mañana siguiente para informarla.

Fue a buscar dos botellas de agua a la pequeña cocina del comedor y se encaminó de vuelta al despacho. Ya en el pasillo, oyó pasos en las escaleras, así que se detuvo un momento a esperar para ver quién subía. Sonrió cuando Lars Jørgensen traspasó la puerta giratoria.

—¿Lo habéis encontrado? —preguntó, curiosa, antes de que a su compañero le hubiera dado tiempo a llegar alcanzarla.

Solo habían tenido una hora para localizar a Jesper Bjergholdt.

—No hay ningún Bjergholdt empadronado en H. C. Ørstedsvej, y, ya que estamos, tampoco en ningún otro lugar de Copenhague.

—¡Oh, maldita sea! ¿Habéis terminado con lo del piso?

—Los técnicos siguen allí.

Louise hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta de su despacho.

—Está allí dentro —susurró—. Creo que lo mejor será que hable con ella a solas.

—Por supuesto. He traído su ordenador y su teléfono móvil. Mañana por la mañana me concederán una orden. Podremos vaciar el disco duro y pedir un extracto de las llamadas de sus teléfonos, tanto del móvil como del fijo.

Louise asintió con la cabeza y dio media vuelta para volver al despacho con las dos botellas de agua.

—¿Podrías preguntarle si tiene el número de teléfono del sujeto? —preguntó Lars Jørgensen—. Estaré en el despacho de Toft para seguir buscándolo por el nombre.

—Claro —dijo Louise antes de meterse en el despacho.

Si alguien se lo hubiera preguntado hacía un año, le habría resultado difícil imaginarse que llegaría a apreciar tanto a Lars Jørgensen. Había sido muy reticente cuando él llegó a sustiutir temporalmente a su anterior compañero, Søren Velin, que estaba de vacaciones por acumulación de horas extraordinarias. Sin embargo, para su sorpresa, pronto quedaron atrás todas las reservas. Más tarde, cuando Søren Velin fue destinado a la Brigada Ambulante, le resultó absolutamente natural que Lars Jørgensen se convirtiera en su compañero definitivo.

—Ahora voy a pedirte que me hables de Jesper Bjergholdt —dijo Louise, después de dejar el agua y los vasos sobre la mesa frente a Susanne Hansson—. ¿Solíais llamaros por teléfono?

«Qué gran ayuda sería —pensó Louis— que Lars Jørgensen consiguiera localizarlo esta misma noche.»

—No, no tengo su teléfono.

Louise encendió su ordenador. La pantalla parpadeó un poco mientras el trasto iba entrando en funcionamiento gradualmente.

—Disculpa un segundo, pero antes de empezar tengo que decirle algo a mi compañero —dijo, y levantó el auricular.

El rostro de Susanne se ensombreció. Pareció encerrarse en sí misma. La joven ignoraba—al menos eso le pareció a Louise— que en aquel momento había un grupo entero concentrado en su caso.

Tras colgar y antes de comenzar el interrogatorio, Louise intentó entablar una charla informal. Mucho dependía de que consiguiera establecer una relación de confianza.

—Por cierto, tengo que preguntarte si quieres que esté presente un abogado durante el interrogatorio.

Pasó un rato hasta que Susanne reaccionó.

—No, no quiero que haya nadie más.

—A lo mejor te viene bien más adelante, cuando se inicie el juicio.

Susanne volvió a negar con la cabeza. Se quedó mirando fijamente uno de los montones de papeles que había sobre el escritorio de Louise.

—No, gracias —repitió.

—De acuerdo —dijo Louise. Le costaba descifrar el semblante apático de la mujer. Estaba más allá del llanto y del colapso, pero había un dolor colmándola por dentro. En breves destellos, Louise detectó que no solo el maltrato físico y el rostro magullado llevaban a Susanne Hansson a aislarse de la realidad y el presente. Había armado una coraza frente al mundo para proteger su psique quebrantada, para ocultar la humillación de haber sido tan terriblemente agredida. A sus ojos azules y apagados asomaba una expresión reveladora, la de quien ha confiado en otro ser humano y, sin saber por qué, ha sido traicionada.

—¿Quién es Jesper Bjergholdt? —preguntó Louise. Había desistido de entablar una conversación informal.

Susanne, completamente inmóvil, mantenía la mirada fija en el escritorio. En una mueca grotesca de su rostro hinchado, cerró con fuerza el ojo que tenía abierto. El otro estaba completamente cerrado y amoratado.

Louise lo volvió a intentar.

—Lo conocías. Salisteis a cenar. ¿Hasta qué punto lo conocías?

Por fin una reacción.

—Hace más de un mes que nos conocemos.

Susanne clavó la mirada en la pared mientras calculaba.

—Un mes y medio —corrigió.

Miró a Louise con un ojo.

«Pero no parecía en absoluto uno de esos», finalizó Louise la siguiente frase para sí. Ni siquiera pestañeó cuando, un segundo más tarde, esas mismas palabras salieron de la boca de Susanne.

—Por supuesto que no —contestó—. De haber parecido uno de esos, nunca lo hubieras invitado a tu casa.

La voz de Louise estaba completamente desprovista de ironía. Se inclinó sobre la mesa e intentó atrapar la mirada de Susanne.

—Pero estamos de acuerdo en que te violó, ¿verdad?

No hubo reacción.

—Ninguna mujer se expone voluntariamente a lo que acabas de soportar. Claro que no era así cuando saliste con él —dejó la frase en el aire un rato antes de proseguir—, y lo peor es que nadie hubiera podido prever que se transformaría de esta manera, de eso no hay duda.

Louise había dicho «nadie» a propósito.

—No —dijo quedamente—. Jamás me lo habría imaginado. No sé qué fue lo que hice mal.

—¿Te violó? —volvió a preguntar Louise, eludiendo el último comentario.

Se volvió a producir una larga pausa, hasta que Susanne finalmente asintió con la cabeza.

La paciencia de Louise empezaba a agotarse, pero conducía su voz como quien monta un caballo en la pista de doma.

—¿Serías tan amable de intentar describir cómo es Jesper Bjergholdt y luego contarme cómo os conocisteis?

Louise sonrió, plenamente consciente de que su entonación podía haber sonado demasiado contenida.

—Primero cuéntame cómo os conocisteis —propuso, esta vez en un tono de voz más afilado.

—Tiene el pelo oscuro, sus ojos son profundos...

Louise planteaba una pregunta y Susanne respondía otra cosa, pero era mejor que nada.

la miraba de la joven era de tristeza y vergüenza.

—No recuerdo qué aspecto tenía —dijo con desesperación en la voz, y se echó a llorar. Las lágrimas brotaban de su ojo sano. Ocultó el rostro entre las manos—. Es como si nunca hubiera ocurrido, como si solo fuera mi cuerpo el que estuvo presente. No logro visualizarlo.

Louise se levantó y se acercó a ella, se agachó al lado de su silla y rodeó sus hombros con el brazo.

—Verás cómo la cosa mejora si dejas de culparte. No es nada raro que tu conciencia reprima lo que ha sucedido. Aunque ha sido una experiencia espantosa, vas a tener que hacer todo lo posible por ayudarme.

Respiró hondo.

—En los casos de violación, es importante ponerle cerco al agresor cuanto antes. Resulta mucho más fácil si nos echas una mano.

Louise se levantó para coger unos pañuelos de papel. Después de dejar la cajita frente a Susanne, prosiguió:

—No logramos encontrar a Jesper Bjergholdt en H. C. Ørstedsvej. ¿Alguna vez has ido a verlo allí?

Susanne se sonó la nariz y miró a su alrededor en busca de una papelera. Louise le acercó una con el pie.

—Nunca he estado en su casa, pero me contó que tiene un piso allí.

—Muy bien —dijo Louise. Empezaba a intuir lo que se ocultaba tras esta historia.

—¿Lo conociste a través de internet?

Pasó un rato hasta que Susanne contestó. Sus palabras llegaron titubeantes y entrecortadas.

—No... Nos conocimos... por ahí... En un café.

—¿En qué café? ¿Cuándo? ¿Y cómo empezasteis a hablar?

Susanne la miró fijamente.

—No lo recuerdo, pero él se acercó a mi mesa.

Louise se quedó mirándola un buen rato. Se disculpó, se puso en pie y salió del despacho. Después de cerrar la puerta, fue a la única sala donde todavía había luz y le preguntó a Lars Jørgensen si le apetecía una taza de café.

Su compañero la miró atónito.

—Necesito una pausa. Voy un momento a la cocina para poner una cafetera.

Se dirigió a paso lento a la cocina que había detrás del comedor. Abrió una bolsa, midió el café, apretó el botoncito en el lateral de la cafetera, se apoyó en la pared y echó la cabeza atrás con los ojos cerrados. La máquina, mientras tanto, empezó a gruñir.

«Tranquilidad», pensó, e intentó desenredar los sentimientos que bloqueaban a Susanne desde dentro. Se preguntó cómo podría romper las defensas que la joven había levantado para protegerse de esa horrible experiencia.

A lo largo de los años, Louise había luchado para no interiorizar el dolor y los sentimientos de las víctimas. Situarse en medio de las tragedias la había hecho sufrir mucho, pero con el tiempo había aprendido a manejarlas. A veces, demasiado bien, pensaba ahora. Tenía sus ventajas reconocer los sentimientos que ahondaban en las personas con las que hablaba; sin embargo, en Susanne había algo que no conseguía penetrar.

—¿Qué pasa?

Lars Jørgensen había aparecido en el vano de la puerta y la miraba.

Louise abrió los ojos, todavía apoyada en la pared.

—Antes de seguir adelante con el interrogatorio, tal vez sería bueno que hablara un poco más con un psicólogo. Parece absolutamente bloqueada.

—¿Deberíamos esperar a que Jakobsen la pueda recibir, eso quieres decir? —preguntó Lars Jørgensen.

Jakobsen era el psicólogo del departamento A en el Rigshospitalet.

Louise se encogió de hombros.

—Tal vez sea lo mejor.

Sacó tres tazas sucias del lavaplatos y las lavó a mano. Sirvió una a Lars Jørgensen. Luego vertió el resto del café en un termo y volvió a su despacho.

Susanne seguía con la mirada clavada en el escritorio.

Louise dejó el termo y las tazas sobre la mesa.

—Creo que necesitas hablar un poco más con un psicólogo antes de seguir adelante —dijo, a sabiendas de que una visita a Jakobsen lo retrasaría todo.

Se sirvió una taza de café y acercó el termo a la otra taza. Preguntó, con ese gesto, si Susanne también quería.

—Gracias —dijo Susanne.

—Si lo prefieres, podemos dejar el resto para mañana —propuso Louise después de probar el café.

—No tengo ganas de volver a casa —soltó Susanne sin pensárselo dos veces—. Prefiero que hablemos ahora.

Por fin las palabras parecían fluir con cierta coherencia.

Louise se lo tomó como una buena señal.

—Fue en internet. No hay ningún motivo para ocultarlo —dijo Susanne—. Es el primero que he conocido así, el primero con quien he salido de esta manera.

La vergüenza se traslucía en sus palabras.

«Menuda manera de estrenarse», pensó Louise. Contempló a Susanne: el pelo oscuro y corto, todavía deformado por haber estado tumbada de lado, y las facciones algo rudas, maltrechas e hinchadas. «No parece una mujer de las que acostumbran a frecuentar bares», se dijo. Era una chica decente. Con todo, a Louise le extrañaba esa reticencia a confesar que había conocido a un hombre por internet. Tenía la certeza de que semejante encogimiento no venía solo del terrible desenlace; más bien, parecía que Susanne se sentía derrotada por haber conseguido a un eventual novio de aquella manera.

Un par de semanas atrás, una amiga de Louise, Camilla Lind, había dicho cuánto respetaba a las personas que tenían colgado su perfil en internet.

—Hay que ser realmente ingenioso para poner al perfil un nombre que todavía no esté cogido —le había dicho por teléfono, sinceramente impresionada. El redactor de la sección de tendencias del Morgenavisen le había pedido que escribiera una serie de artículos sobre citas a través de internet—. En conclusión, las personas que pululan por este universo no son tan estúpidas.

Camilla había narrado un puñado de historias de citas con final feliz. No era de extrañar, por lo tanto, que algunos se hubieran sentido inspirados.

«Es una manera actual y moderna de conocer a una pareja», había escrito de manera convincente. Louise no pudo dejar de sonreír al leer los artículos. «Las posturas y opiniones de cada uno quedan establecidas desde un principio y, con ello, las bases de una buena relación de pareja. Sucede todo lo contrario a quienes se conocen borrachos en los bares», afirmaba en otro de sus artículos.

Más tarde, no obstante, había reconocido ante Louise que jamás buscaría pareja en la red. Podía ver las ventajas, desde luego, pero no sería capaz de venderse a sí misma con un texto. Lo mismo habría sentido Susanne, seguramente, pensó Louise. No la consideraba una estúpida, sino una mujer insegura e inexperta que se había atrevido a adentrarse en el universo popular de los contactos por internet.

—Creo que, en cierto modo, es humillante conocer a un hombre de esta manera —dijo Susanne, y pidió un poco más de café—. y por eso no me gustaría que esto saliera a la luz. Pero Jesper parecía un tipo decente. Al principio pensé que era demasiado joven para mí.

Louise sacó su libreta y empezó a anotar.

—Nos hemos estado escribiendo prácticamente cada día —prosiguió Susanne.

—¿Anoche os visteis por primera vez?

—¡No, de ser así, nunca lo hubiera invitado a casa! Salimos dos veces antes, solo a tomar café —añadió.

—¿Cuántos años tiene?

—Treinta, aunque parece más joven.

—Eso quiere decir que le llevas dos años. No es tan insólito —dijo Louise.

—Él buscaba una pareja mayor.

—¿Ah, sí? ¿Había salido con muchas antes de conocerte a ti?

—No, era su primer intento, así que estuvimos de acuerdo en darle un sentido más profundo al hecho de que nos hubiéramos conocido.

Intentó sonreír un poco, pero Louise se daba cuenta de que le dolía.

—¿Sabes dónde trabaja o a qué se dedica?

—Algo con ordenadores, pero no recuerdo si me contó dónde.

—Muy bien —dijo Louise—, a lo mejor se te ocurre más adelante.

—Hablamos, sobre todo, de libros, de arte y... —titubeó ligeramente— de la vida. Resultaba agradable hablar con él o, mejor dicho, escribirnos. Al fin y al cabo, eso era lo que hacíamos. Sabía un montón de cosas; ha viajado mucho y me pareció muy interesante lo que me contaba.

Me juego lo que sea a que es el tipo de hombre que ha volado una vez en un chárter y ya se hace pasar por piloto, pensó Louise. Qué insólita y a veces aterrorizadora capacidad tenían ciertas personas para dibujar la vida que les hubiera gustado tener.

—¿Podrías intentar describirme su aspecto?

—Tiene el pelo oscuro, y también un poco la piel.

—¿Es extranjero?

—No.

«Pelo y tez oscuros», anotó Louise.

—¿Cómo de oscura? —intentó sonsacarle.

—Bueno, no sé, un poco oscura. Diría que un poco bronceada.

—¿Tiene algún rasgo característico que recuerdes, como, por ejemplo, un tatuaje o alguna cicatriz o marca especialmente visible?

Susanne cerró los ojos mientras pensaba. Negó con la cabeza.

—No lo creo, aunque no estoy segura. Un tatuaje, tal vez.

—¿Fue él o fuiste tú quien estableció el contacto cuando empezasteis a escribiros?

—Él —contestó rápidamente—. Escribió que yo le parecía la chica que soñaba conocer.

Louise se dio cuenta de que, al fin, empezaban a avanzar. Sonrió y dijo:

—Tranquila. Descríbemelo lo mejor que puedas. ¿De qué color son sus ojos?

—Azul oscuro, grises... —titubeó, antes de añadir que también podían ser castaños. En cualquier caso, oscuros. Eran grandes y profundos—. Fue una de las cosas que me atrajeron de él.

—¿Y aun así no recuerdas el color?

Volvió a negar con la cabeza.

—¿Altura, más o menos?

—Es algo más alto que yo, y yo mido un metro sesenta y cinco. Supongo que unos diez o veinte centímetros más que yo. Le llegaba al hombro.

Louise mostró con las manos cuánto eran treinta centímetros. Los midió desde su propio hombro para ilustrarlo.

Susanne asintió con la cabeza.

—Supongo que era algo así, sí.