Secretos en un desván - Eugenia Casanova - E-Book

Secretos en un desván E-Book

Eugenia Casanova

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Beschreibung

¿Alguien piensa que de verdad conoce a su familia? Es la pregunta que Beatriz se plantea cuando a la muerte de su padre, a través de unas fotografías y un extracto bancario que la hace viajar hasta Soria, descubre que él llevó una vida paralela que su familia ignoraba. Un accidente y el confinamiento la obligan a convivir en Soria con César y, a pesar de la reticencia de ella, entre ambos surge una fuerte atracción, emociones nuevas y sentimientos inesperados. Mientras tanto, Elena, madre de Beatriz, se enfrenta a sus recuerdos y a los propios secretos ocultos que condicionaron su vida conyugal, a dolorosas deslealtades y a una terrible e inesperada traición. Madre e hija nos narran su historia en primera persona y nos introducen, cada una, en un mundo que la otra ignora. - Un viaje al pasado para conocer y aceptar el presente. - La revelación de secretos desafía las percepciones y lleva a una profunda exploración de la identidad familiar. - La trama explora cómo el pasado puede influir en las elecciones y relaciones actuales. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Victoria Eugenia García Casáñez

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Secretos en un desván, n.º 377 - enero 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411805995

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

BEATRIZ

 

 

 

 

 

¿Alguien piensa que de verdad conoce a su familia? Yo sí lo pensaba hasta que falleció mi padre. Mi tío Gonzalo, ilustre notario del Colegio de Madrid, nos atendió personalmente cuando fuimos a su oficina para recoger la copia del testamento. Legaba a mi madre su parte del apartamento de El Campello y un seguro de vida cuya póliza se encontraba en una caja de seguridad, que ambas ignorábamos que tenía, en el Banco Central. El saldo de su cuenta corriente nos lo dejaba a partes iguales a sus tres hijos, así como la mitad que le correspondía del piso que había sido la vivienda familiar. Mi tío nos dio la clave de la caja del banco, que mi padre le pidió que custodiase, y con el alma llena de incógnitas abandonamos la notaría. La temperatura de aquel martes de primeros de marzo acabó por congelar el poco calor que quedaba en nuestros cuerpos. Confieso que nuestra curiosidad era grande y, con los documentos que nos facilitó la notaría, nos faltó tiempo para ir al banco y averiguar el contenido de aquella caja que tanto nos intrigaba. Lo normal habría sido que la póliza del seguro de vida la tuviera en casa, en su despacho con el resto de los papeles. Él era muy organizado. También sería lógico que mi madre supiera de la existencia de ese documento. Aquello no me cuadraba. Me pareció exagerado guardarla en una caja de seguridad, salvo que esta contuviera algo más que desconociéramos. ¿Qué tendría mi padre de tanto valor como para protegerlo de aquel modo? ¿Acciones? ¿Habría estado invirtiendo en oro? Muchas veces le oí decir que era el único valor seguro, pero si lo había hecho mi madre lo desconocía. No le habría resultado difícil mantenerla en la ignorancia puesto que tenían economías separadas, aunque en casa hemos vivido de manera desahogada. Además del salario del ministerio, mi padre escribía artículos para algunas revistas de historia, y mi madre daba clases en su academia de inglés. También estaba lo de la farmacia que él y mi tío habían heredado de mi abuelo. La tenían arrendada y les reportaba unos buenos ingresos, pero tal vez mi padre escuchó los consejos de mi madre y se decantó por las inversiones.

Mi tío había hablado con el director del banco, condiscípulo suyo, que ya había dado las órdenes pertinentes para agilizar todos los trámites. En cuanto nos identificamos, el empleado, amable y discreto, nos acompañó al sótano, sacó la caja, la depositó sobre una mesa rectangular junto a la que había dos sillas de brazos y se marchó. Nos parecía estar en una película. Esperábamos encontrar algo de valor económico importante. Sin embargo, además de la póliza del seguro de vida por un importe muy sustancioso, solo contenía una fotografía de una mujer bellísima, desconocida para nosotras, con una dedicatoria: «Qué triste habernos conocido tan tarde. Qué escasas nuestras noches de pasión. ¡Qué lenta la agonía de la vida en París sin ti, mi único y verdadero amor!». Yo pensaba que mi madre se alegraría porque el importe del seguro le garantizaba una vida cómoda, pero su cara se transformó, con los ojos desorbitados y la boca medio abierta por el estupor. Cuando reaccionó estampó la fotografía con rabia. Acababa de descubrir que mi padre le había sido infiel. No se nos había pasado por la cabeza la idea de que aquello que ocultaba tan bien protegido fuera la prueba de una traición conyugal. El resto del contenido se completaba con otra fotografía, en este caso de una pareja muy joven, fechada en 1935, una placa de identificación de soldados en la guerra civil y una vieja cédula de identidad de la misma época, rota por uno de sus pliegues, a nombre de Julio Romero Detorre.

—¿Y este quién es? —pregunté—. ¿Te suena de algo?

—Es el padre biológico del tuyo. Desapareció en la batalla del Ebro y no se supo de él durante muchos años.

Como mi madre no parecía dispuesta a seguir hablando, deduje que en algún momento apareció, o que habría muerto con posterioridad y con la comunicación del fallecimiento enviaron aquel documento a su familia. Ella, aturdida, negó saber nada más. Había también una llave de la puerta de una vivienda. Ni acciones, ni oro, ni nada de lo que nosotras esperábamos encontrar, pero era evidente que aquello debía tener mucha importancia para mi padre, tanto como para custodiarlo de aquel modo.

Lo metí todo en mi bolso, avisamos al empleado que nos atendió y tras los trámites de rigor abandonamos el banco.

Capítulo 2

 

ELENA

 

 

 

 

 

—No pienso pisar de nuevo este lugar —dije a mi hija de forma desabrida cuando salimos a la calle.

—Pues hazte el ánimo porque tendrás que volver. Hemos de arreglar lo de la cuenta corriente cuando lleguen David y Clara —contestó Bea.

—Eso lo haréis sin mí. Te recuerdo que los herederos de ese dinero sois vosotros —señalé, y después añadí malhumorada—: No sé cómo se las arreglan tus hermanos que nunca están cuando hacen falta.

—Mamá, no seas injusta. No les ha dado tiempo a venir —les disculpó mi hija—. Todo ha sido muy repentino. Hace unos días papá estaba bien. La causa del fallecimiento fue una embolia pulmonar fulminante. Nadie lo esperaba.

No repliqué. Bea tenía razón, pero yo seguía muy cabreada.

Antes de llegar a casa, entramos en el bar que había en mi calle con intención de tomar algo. Tras recibir el pésame del dueño y de los parroquianos allí presentes, todos vecinos del barrio conocidos de mi marido, pedimos medio menú y un café. Después subimos al ático en el que mis hijos habían crecido, y apenas cerrar la puerta, rompí a llorar con toda la rabia reprimida desde que vi la fotografía de esa mujer. Nunca antes salió de mi boca semejante desfile de improperios. Estaban dirigidos a Julio por su infidelidad.

—Mamá, por favor, contrólate un poco —me reconvino mi hija, asustada—. Si a papá no le hubiésemos incinerado, estaría revolviéndose en su tumba.

Bea tenía razón e intenté recuperar la compostura. Un poco más tranquila, después de tomarme una infusión con dos bolsitas de tila, y para responder a alguna de las preguntas de mi hija, le conté que en noviembre de 1980 su padre y la abuela Rosario hicieron un viaje a París. Yo no pude ir con ellos, porque mi hija Clara acababa de nacer. Julio y yo nos conocimos en la academia de las oposiciones. Yo tenía veintidós años y había estudiado Secretariado e Inglés. Él treinta y dos y la carrera de Historia. Tras varios intentos de conseguir plaza fija en la enseñanza, Julio decidió opositar a ministerios. Yo, cansada de trabajar en un hotel, pensé que siendo funcionaria tendría las tardes y los fines de semana libres, y también decidí presentarme. A pesar de la diferencia de edad nos sentimos atraídos enseguida. Después de un par de meses de acercamientos y pequeños escarceos nos hicimos novios. Tras más de un año de estudiar muchísimo sacamos plaza, yo en Educación y Ciencia, y él en Hacienda y Función Pública. Me quedé embarazada y nos casamos en 1975, pero tuve un aborto. Mi hijo David nació un par de años después. Le conté a Bea que su padre se encargaba de recibir y revisar las solicitudes de los excombatientes del bando republicano que, por decisión del Gobierno, en base a una ley que se aprobó a principios de la democracia, iban a percibir una pensión como veteranos de guerra. Cuál no sería su sorpresa cuando tuvo en sus manos la petición de Julio Romero Detorre, nacido en Seseña, provincia de Toledo, el 28 de diciembre de 1920. Había muy pocas posibilidades de que en un pueblo que por entonces era tan pequeño nacieran el mismo día dos niños que llevasen el mismo nombre y los mismos apellidos. Sin salir de su asombro llamó a su madre. Le pidió que se sentara porque tenía que darle una noticia que sin duda le iba a impresionar.

—Mi padre está vivo —dijo—. Vive en París. Debió de exiliarse y no regresó.

—Saca dos billetes de avión para el sábado. Tú y yo nos vamos a Francia —decidió ella con determinación.

No es que después de tantos años aquel hombre le importara, pero la dejó plantada sin ninguna explicación y tenía que darle su merecido.

Bea se quedó a dormir conmigo. No me apetecía estar sola, pero a las tantas de la noche no me había acostado todavía. Mil recuerdos acudían a mi cabeza. Desconsolada, no podía dejar de llorar.

—Por favor, mamá. Debes tranquilizarte. No le des más vueltas a la cabeza y vamos a dormir un poco —intentó animarme Bea—. Verás cómo mañana, más tranquilas, podemos encajar todo esto mejor. Ahora las dos estamos muy cansadas.

—Es que no me lo puedo creer —insistía yo—. Por más vueltas que le doy… Él no volvió nunca a París —luego, dubitativa, añadí—: A no ser…

—A no ser ¿qué?

—No sé, hija. Ya no tengo claro ni lo que pienso —confesé aturdida.

—Mamá, quizás hemos dado como cierto algo que no lo es. Si esa mujer vivía en París y él aquí es difícil que tuvieran un lío.

—¿Te parece que la dedicatoria deja alguna duda?

—Pero no pone nombre. Tal vez no fuera dirigida a él —argumentó mi hija.

—¿A quién si no?

—Mira, lo que sea ya forma parte del pasado y nada se puede arreglar. Vamos a dormir, por favor —suplicó—. Yo estoy muerta.

—¡No digas eso ni en broma! —exclamé alterada—. Y menos hoy.

—¡Por Dios, mamá! Es solo una expresión. He querido decir que estoy agotada.

—Acuéstate tú si quieres. Yo no tengo sueño —dije obstinada.

Tardé bastante en tranquilizarme. Al fin decidí acostarme porque Bea no me quería dejar sola y la vi muy cansada.

Capítulo 3

 

BEATRIZ

 

 

 

 

 

No me parecía bien dejar a mi madre sola en ese estado y me quedé con ella. Cuando por fin consintió en retirarse y se durmió, entré en la alcoba que había sido mía hasta que me casé. Estaba todo igual: el cabezal de mimbre en forma de cola de pavo real, la mesilla a juego, el armario empotrado, cuya capacidad siempre me parecía escasa, y el escritorio en el que estudiaba, pegado a la ventana. En la pared había dos baldas con libros y unas perchas en las que todavía quedaba alguno de los collares que heredé de mi hermana y que me ponía cuando iba a la universidad. Sobre la mesilla estaba mi radio CD y junto a ella, en una torre de plástico, la música que no me llevé al casarme. Me metí en la cama esperando disfrutar de unas horas de sueño, pero no tardé en oír una llave en la cerradura, la puerta que se abrió y se cerró, el sonido de las ruedas de una maleta y la voz de mi hermana Clara, que preguntó abriendo un poco la puerta del dormitorio de mi madre, sin elevar la voz:

—Mamá, ¿estás dormida?

Solo respondió el silencio. Volví a oír sus pasos y pensé «que no venga, que no venga». Pero vino, entró en mi cuarto y no se conformó con preguntar con discreción si estaba dormida. Se sentó en mi cama y me zarandeó sin muchos miramientos.

—Despierta, Beatriz. Despierta.

—Para despertar primero hay que estar dormida —contesté malhumorada.

—Hija. Vaya un recibimiento —se lamentó.

—Podías haber llegado dentro de unas horas. Necesito dormir.

—No hay quién os entienda —dijo mi hermana—. Si no estoy os quejáis, y si vengo también. Anda, sigue durmiendo. No te molesto más.

Me di la vuelta con intención de rendirme al sueño, pero ya me había espabilado. Clara trasteó en la cocina y pronto el aroma a café se extendió por toda la casa. Me levanté y fui con ella. Me disculpé, la abracé, hacía mucho que no nos veíamos, y mientras tomábamos una taza, la puse en antecedentes del testamento y estuvimos examinando el contenido de la caja. Lo de la cédula estaba claro. Las dos concluimos que los de la foto antigua debían ser nuestra abuela paterna y el progenitor de nuestro padre. Por entonces ya serían novios. En aquella época empezaban los noviazgos muy jóvenes, por lo que solían ser muy largos. La foto de la mujer y la llave eran una incógnita para las dos.

—¿No te gustaría saber más? —preguntó mi hermana.

—Claro que sí. Siento mucha curiosidad, y mamá también. La pobre está destrozada, y convencida de que papá le fue infiel.

—Es una mujer muy guapa —añadió de nuevo mirando la fotografía e ignorando mi comentario—. Y sus ojos reflejan vehemencia y pasión. Mamá jamás miró así a papá. Al menos que yo recuerde. No me extraña que él le pusiera los cuernos —concluyó con toda naturalidad.

—¡Clara! —exclamé escandalizada.

—¿Qué? Es verdad, ¿no? En la mayoría de los matrimonios hay infidelidades. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

—¿Por qué siempre has de hurgar donde más duele? —repuse irritada.

—¿Aún estás con esas? Vamos, Bea, ya han pasado tres años. Te libraste de alguien que ya no te quería. Date por afortunada. Estarías mucho peor si todavía permanecieseis juntos. Deberías empezar a rehacer tu vida ya.

—Qué manía tenéis todos con que debo rehacer mi vida. Yo estoy muy bien. Tengo un trabajo cómodo que me gusta. No pienso volverme a enamorar y menos a casarme. El matrimonio es como la varicela, la pasas una vez y quedas inmunizado para siempre.

—¡Chica, qué filósofa! Pero rehacer tu vida no ha de ser necesariamente buscarte otro hombre, sino encontrarte contigo y decidir lo que deseas hacer tú. Qué es lo que de verdad quieres. Abrirte al mundo. Cuando te recompongas y dejes de tener miedo, decides si quieres o no otros hombres en tu vida. Digo hombres, no tienen por qué ser maridos.

—Para ti es fácil. Tú nunca has tenido problemas para decidir.

—Los problemas para decidir, como tú dices, se simplifican cuando asumes el riesgo de que las cosas no salgan como quieres. Eso es algo de lo que nunca tendrás garantías.

—¡Uf! Me voy a mi casa —decidí—. Ayer tuve que aguantar a tu madre llorando todo el día, y lo único que me faltaba eras tú dándome la vara. Quiero dormir.

No eran las siete cuando salí a la calle, de noche todavía, pero a pesar del frío ya se veía a los más madrugadores: unos vestidos para correr, otros de camino al trabajo. Las cafeterías recién abiertas empezaban a oler a café, y de alguna furgoneta parada en la puerta emanaba el estimulante aroma del pan recién hecho, todavía caliente. Decidí ir andando hasta mi casa, en realidad apenas un estudio que pude comprar con buena parte del importe de la venta de la vivienda conyugal. Tardé más de media hora en llegar. El paseo me sentó bien, me despejó y me hizo entrar en calor. Sin embargo, seguía muy irritada. Necesitaba dormir. Clara me había puesto de los nervios. Me di un baño caliente para relajarme y me acosté, pero no pude pegar ojo. Me tumbé en el sofá, encendí la televisión y poco después caí en un sueño profundo del que desperté a media tarde. El timbre de la puerta me espabiló con su insistencia.

—¡No hay quién entienda a tu madre! —fue el saludo irritado de mi hermana mientras entraba en mi casa.

—¿Qué ha pasado? —pregunté por no quedarme callada. Sabía que terminarían discutiendo, pero no esperaba que fuera tan pronto—. ¿Cómo está mamá?

—Atacada perdida y echando pestes de papá.

—Pero eso es normal —opiné—. La pobre está muy dolida.

—A ver, que esté dolida me parece lógico. Lo que no me lo parece es que me haya prohibido cualquier comentario con respecto a la fotografía de esa mujer, con David, contigo, o con nadie, fuera o dentro de la familia. También hacer ningún tipo de averiguaciones.

—Total, ya no tiene remedio —comenté.

—Es posible, pero cuando se lo propuse me pareció que su reacción no fue de dejarlo pasar, sino de temor.

—¿Temor? No creo. No sé a qué, después de tanto tiempo.

—Pues lo primero que se me ha ocurrido es la posibilidad de que papá no fuera el único que tenía secretos. En nuestra casa nunca se ha hablado de nada. Todo era perfecto. ¿Qué sabemos de papá y mamá, aparte de las fechas de nacimiento, del aniversario de boda, de dónde trabajaban y de que tienen un piso en El Campello?

—Que han sido felices y que estaban muy unidos —contesté—. Iban juntos a todas partes.

—Bueno, no siempre. ¿Recuerdas haberlos visto besarse salvo en fechas de fiestas familiares? ¿Besarse porque sí? ¿Una mirada de complicidad o una palmada en el culo en los últimos… no sé, muchos años? ¿O una discusión más allá del correcto «no estoy de acuerdo, vamos a dejarlo estar»?

—Pues…

—Nunca. Eran la pareja más ortodoxa, la más estable, la más correcta… y la que menos interés se demostraba en casa. De cara a la galería los cónyuges perfectos. Un matrimonio de comedia norteamericana antigua. Ya se encargaba mamá de eso.

—Creo que estás exagerando, Clara. Las manifestaciones de cariño van siendo más reposadas con el paso del tiempo. Ellos confiaban plenamente el uno en el otro, por eso no hacía falta que se estuviesen preguntando siempre ¿dónde has estado?, ¿a quién has visto?…

—O ¿por qué has llegado tan tarde? —concluyó ella.

—Esas cosas se las dirían en la intimidad —sugerí—. Seguro que querrían evitarnos un mal rato al oírles discutir.

—Es una posibilidad. Tal vez yo esté equivocada —e insistió—. ¿Tú no sientes curiosidad?

—Claro. Me parece inconcebible que papá tuviera un lío. Apenas salía de casa.

—Salvo cuando viajaba.

—Pero entonces iba a congresos o a dar conferencias —objeté.

—Al menos, eso nos decía, ¿no? —Como siempre, fue ella quien dijo la última palabra porque, desconcertada, no supe qué añadir. Después me preguntó—: ¿Tienes planes?

—Trabajar un rato y ver una película. Mi vida social es casi nula.

—Vale. Queda con tío Gonzalo. Papá y él estaban muy unidos. Quizá sepa algo. Y pregunta a tía Telma, es la mejor amiga de mamá desde que eran pequeñas, si a alguien le ha confiado algo es a ella —aseguró, y cambiando de tema con la facilidad que la caracterizaba preguntó—: ¿Tienes algo de comer? Estoy muerta de hambre.

—Hamburguesas y espinacas congeladas.

—¡Uf! No me apetece el menú. Vamos, te invito a cenar.

Cuando salí vestida y arreglada, había llamado mi hermano David para que fuésemos a recogerlo al aeropuerto a las trece horas del día siguiente.

 

 

Desde bien pequeña me he sentido atraída por los aviones. Me gustaba imaginar quiénes viajaban en ellos y qué aventuras les esperaban. Deseaba poder volar en todos aquellos fantásticos y brillantes pájaros metálicos. Sin embargo, no me gustan los aeropuertos. Es decir, detesto ir a recoger a alguien. No soporto las colas, ni tener que dejar el coche en un aparcamiento que siempre queda demasiado lejos de la terminal. Por eso me puse en contacto con un vecino taxista que a las once y media del día siguiente nos llevó a Clara y a mí al aeropuerto de Barajas, y nos trajo de regreso a Madrid cuando recogimos a nuestro hermano.

Hacía años que David no venía a España, aunque permanecíamos en contacto por el grupo de Skype, en el que a mi madre le costó participar, porque durante mucho tiempo se sintió dolida y tardó en perdonar que mi hermano hubiera decidido casarse en Hawái, con una nativa y según el rito de aquellas islas. Hacía de eso seis años, durante los cuales había sido padre de dos niñas preciosas que solo conocíamos por fotografía y a través de la pantalla del ordenador. La única que estuvo en la boda fue Clara, que, por entonces, se encontraba en Acapulco. Mi padre estaba en Huelva, en unos yacimientos tartésicos, una cultura anterior a Cristo que le apasionaba. En esas vacaciones había conseguido participar en un seminario sobre Tartessos y Argantonio, su rey más conocido, y nada era más importante para él, que llevaba años esperando una oportunidad como aquella. Mi madre se puso enferma y no quise dejarla sola.

Cuando por fin vimos aparecer a David, intentamos acercarnos a él lo antes posible, pero no contamos con que todos los allí congregados sentíamos la misma impaciencia, de modo que nos resultó difícil. Al fin nos pudimos abrazar los tres, emocionados. Durante el viaje de regreso les puse al día de cuanto había sucedido desde que mi padre sufrió la embolia. Así, casi sin darnos cuenta, llegamos al que había sido el domicilio familiar. No avisamos a mamá para darle una sorpresa y no la encontramos en casa. La llamé al móvil y me dijo que estaba comiendo con tía Telma y con Germán, su marido, y que se alegrarían mucho si fuésemos a su casa a tomar café. Los tres pasamos y dimos una excusa. Lo cierto era que a ninguno nos caía bien Germán. Nos parecía empalagoso y arrogante. Comimos en el bar de la esquina. Después David y Clara quedaron con algunos amigos a quienes hacía años que no veían, esas fantásticas amistades que sobreviven al tiempo y a la distancia. Yo había quedado con mi tío Gonzalo. Puse en el bolso las fotos y la llave, y a la hora en punto estaba sentada en el bar de enfrente de su notaría. Desde mi mesa le vi salir y cruzar la calle. Admiré, como otras veces, la genética que tenían tanto él como mi padre. Debía de venirles de la rama materna, y yo intuía que la había heredado mi hermano. A sus setenta y dos años, mi tío seguía ganando en atractivo con el tiempo. Era alto, delgado y no tenía un ápice de la tripa habitual a esas edades, claro que desde bien joven iba a un gimnasio y corría una hora todos los días. Desde hacía unos años también jugaba al golf, que, según él, le ayudaba a reforzar la capacidad de concentración. Vestía ropa cara, clásica pero sport, y seguía manteniendo una abundante mata de pelo gris. Estaba divorciado, sin hijos. Con frecuencia, alguna moscona bastante más joven revoloteaba a su alrededor. La amante de turno, supongo. Mi madre y él se evitaban cortésmente y delante de ella solo le nombrábamos como notario de mi padre.

—Hola, Peque —mi tío siempre me llamaba así—. ¿Cómo estás, cariño? ¿Has podido descansar? —me preguntó mientras me daba un fuerte abrazo y me besaba en las mejillas.

—Estoy bien. Mejor que días atrás. —No pude evitar emocionarme—. Y he descansado.

—¿Han llegado tus hermanos? —se interesó.

—Sí, ya están los dos aquí. Clara llegó anteanoche y David esta mañana.

—¿Y todo bien? —preguntó, escéptico.

—Mamá y Clara a gritos, como siempre. A David no le ha visto todavía.

—Espero que tengan un rato para mí. Me apetece saber qué es de sus vidas. Podemos quedar los cuatro para comer. Yo invito —propuso, y sonriéndome añadió—: Pero vamos a lo que nos interesa, ¿por qué estoy aquí?

—¿Sabes algo de esto? —pregunté poniendo sobre la mesa las fotos y la llave.

—Esta es mi madre cuando era una cría —dijo tomando la instantánea más vieja y sonriendo con ternura—. Y él es su novio de entonces, el padre de tu padre. Esta foto la tenía ella guardada y no nos la enseñó hasta el regreso del viaje que hicieron los dos a París.

—¿Puedo saber qué te contó de aquel viaje?

—Lo que a todos: que el hombre no era el de la foto, ni quien decía ser.

—¿Sabes si mi padre volvió a viajar a París?

—Hum… No —contestó mirando hacia la barra.

—Me estás mintiendo —dije mosqueada.

—Vale. Está bien —reconoció—. ¿Qué quieres saber?

—Todo lo que tenga que ver con el contenido de la caja de seguridad del banco. Menos lo del seguro de vida.

Me pareció notar cierto nerviosismo cuando tomó la foto de la mujer para observarla con más atención. Después hizo lo mismo con la llave.

—Nunca había visto nada de esto. Lo único que sé es que tu padre hizo un segundo viaje a París, en esta ocasión solo. Quería saber por qué y desde cuándo aquel individuo usaba esa identidad. En el primer viaje, la abuela estuvo muy cortante, no quiso saber nada ni dio tiempo a que tu padre se informara.

—¿Y lo averiguó? —pregunté con curiosidad.

—Me contó que el hombre en cuestión también fue reclutado en el año treinta y ocho, con diecisiete años todavía. Era de Bogarra, un pueblo muy pequeño de Albacete en el que vivía con su madre y tres hermanas mayores. Podía haber alegado que era hijo de viuda, pero él quería salir del pueblo y ver mundo. Aquel horizonte le parecía muy pequeño. Además, se sentía oprimido por su madre y sus hermanas. Ya en el frente urdió un plan para no regresar a su casa. Su idea era cambiar la placa de identificación y la cédula con el compañero más cercano que cayera en la batalla. Liborio Fernández Mínguez caería oficialmente muerto, esa sería la noticia que recibiría su madre, y él con otra documentación saldría de España lo antes que pudiera. Lo curioso es que le salió bien. Le dijo a tu padre que a él le daba igual quién se proclamara vencedor, que nadie le preguntó si quería ir a la guerra ni con qué bando, y que ganase quién ganase, a él solo le esperaba en este país hambre y miseria. El que cayó a su lado fue el novio de mi madre. Más tarde lo destinaron al Batallón Alpino. Cuando la victoria de los nacionales ya era manifiesta, atravesó los Pirineos con otros compañeros y pasó a Francia. Estuvo en un campo de refugiados en condiciones infrahumanas. Más tarde, fue conducido a París con un grupo de voluntarios para trabajar en una fábrica. Colaboró con la resistencia y finalizada la guerra decidió quedarse allí. Se casó con una española también exiliada, tuvo una hija y puso un pequeño negocio. Un buen día, oyó la noticia de que el Gobierno español iba a dar una paga a los excombatientes del bando republicano y decidió reclamar lo que consideraba suyo.

—¿Y ella? —pregunté—. ¿Y la llave?

—No sé nada de eso —afirmó con un gesto de ignorancia.

Yo intuí que mentía, pero supe que no conseguiría nada más. Pagó la consumición. Quedamos en que nos llamaría para comer juntos. Me dio un beso, se despidió y volvió a entrar en la notaría. Telefoneé a mi madre, que me dijo que estaban todos en su casa, y me reuní con ellos. Ella parecía haber aparcado su dolor. Tía Telma también se encontraba allí, deseosa de ver a sus sobrinos. Mamá y David habían discutido otra vez por el tema de la boda y por lo triste que era no conocer a sus propias nietas. Pero en cuanto mi hermano le dijo dos piropos y le hizo un par de carantoñas, el enfado se disipó como por ensalmo. Viéndonos a todos juntos, hasta yo habría creído que de verdad éramos la familia perfecta. Mi madre acababa de cumplir setenta y un años, los mismos que tía Telma, que era un par de meses mayor. Ambas parecían una copia de Jane Fonda: las dos muy delgadas, peinado impecable, maquilladas con mucha discreción y vestidas a la última. Tenían un entrenador personal con quien hacían ejercicio en días alternos en la casa de la tía, y un chalet en una lujosa urbanización construida por la promotora de Germán, en cuyo sótano había instalados un gimnasio y una sauna. Los martes y los jueves hacían yoga e iban a una masajista.

Muchas veces he pensado que cada uno de los hijos teníamos nuestro propio rol en la familia. Mi hermano era el primogénito Y una lumbrera, astrofísico de profesión. Estuvo trabajando un par de años en el Centro Espacial de Canarias, en Maspalomas. Solicitó traslado a los Estados Unidos, con tan buena suerte que consiguió un puesto en los observatorios de Mauna Kea, en Hawái. No eran de los más modernos, pero la ubicación era fantástica. Tenía cuarenta y tres años, estaba siempre bronceado y, como buen aficionado al surf, se mantenía delgado y muy ágil. Mi hermana Clara era la rebelde, la contestataria, la que, según mamá, nos iba a matar a disgustos. Ellas dos chocaban por todo, lo que a una le parecía bien, a la otra le desagradaba. Quizá por eso se marchó de casa al cumplir la mayoría de edad. Mi madre quería una hija más convencional, y mi hermana que nadie le dijese lo que tenía que hacer, ni dónde ni con quién. Aunque en su círculo de amistades presumiese de tener una hija tan independiente, en casa se lamentaba con frecuencia. Achacaba el cambio tan radical que se había operado en ella a sus dudosas compañías. «De pequeña», decía, «era una niña encantadora y muy cariñosa». Sin embargo, ahora Clara no tenía, a su parecer, nada de lo que poder enorgullecerse, ni título universitario, ni vida estable. A sus cuarenta años seguía yendo de acá para allá, como si fuera una hippy, a pesar de que ese movimiento había pasado a la historia. Y luego estaba yo. Cuando nací mi madre ya rondaba los cuarenta y dos, y no contaba con tener más hijos. David tenía trece años y Clara diez. Mis hermanos se marcharon cuando yo era todavía pequeña. Recuerdo que a los dos les gustaba hacerme rabiar. Me decían que yo era adoptada y la niña mimada de la familia. Sin embargo, se enfadaban cuando tía Telma decía a mi madre que debía considerarse afortunada porque yo iba a ser el báculo de su vejez. Entonces yo no sabía qué significaba eso. Siendo ya adultos, hemos tenido una buena relación, aunque siempre me he sentido como si fuera hija única.

Cuando tía Telma se marchó, empecé a contarles lo que había hablado con tío Gonzalo, pero mi madre se retiró alegando una jaqueca.

—O sea —concluyó mi hermana cuando terminé de hablar—, que seguimos igual que estábamos.

—Qué más da quién sea la mujer de la foto, y si ha tenido o no que ver con nuestro padre —opinó mi hermano—. Si hubo algo entre ellos debió de ser hace muchos años. Él ahora está muerto. Debemos dejarle descansar en paz.

—Vale. Vamos a dejar ese tema, pero ¿y la llave? Papá debe de tener una casa en algún sitio, y eso es algo material que sí que tiene que ver con los herederos, o sea con nosotros —intervine.

—A mí me inspira más curiosidad la llave que la fotografía, aunque quizás estén relacionadas. Tal vez sea la que abra la puerta de una vivienda que papá compró para esa mujer —apuntó mi hermano.

—No creo —añadió Clara—. La llave es más antigua que la foto.

—Chicas, yo tengo jet lag. Han sido muchas horas de avión y necesito descansar. Hoy no vamos a solucionar nada. Me voy a la cama.

—Tienes razón, David —coincidí—. Descansa. Mañana hemos de ir al banco. Llamadme cuando estéis listos. Yo también me marcho a casa.

—Espera —dijo mi hermana—. Prefiero dormir en tu piso. Si me dejas, claro. No tengo ganas de empezar el día discutiendo.

—Si no te importa dormir en el sofá…

—¿Bromeas? Es una chaise longue, un lujo —afirmó cogiendo el bolso.

Pedimos una pizza y nos pusimos cómodas. Me resultaba extraño estar con mi hermana, las dos en pijama, en mi casa. De hecho, ya ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que estuvimos juntas así.

—Se me hace raro estar aquí contigo —dije.

—A mí también, pero me gusta. Tienes un nidito muy acogedor.

—¿Te gusta estar en mi casa o estar conmigo?

—Por favor, Bea, no empieces tú también a rizar el rizo. Me gusta estar contigo en tu casa, punto. Me siento mejor aquí que en la de mamá.

—¿Por qué os lleváis tan mal? ¿Pasó algo? Se lo he preguntado muchas veces, pero nunca me ha dado una contestación concreta.

—Tal vez porque no la hay. Me fui porque me ahogaba en casa, porque me había convertido en la enemiga de todos, o todos se volvieron enemigos míos. No sé.

—Pero así, sin acabar los estudios y con lo puesto. Dando semejante disgusto —le reproché.

—Veo que mamá te ha informado bien —dijo con cierta ironía—. Mira, llega un momento en que hay que abandonar el nido, por las buenas o por las malas. David y tú lo hicisteis por las buenas: él con su flamante título de astrofísico y tú con tu velo de novia, como Dios y las buenas costumbres mandan. Yo lo hice con una mochila y armando un escándalo, como era de esperar en una cabra loca.

Cuando Clara terminó de hablar me pareció ver una profunda tristeza en sus ojos.

—No nos hemos conocido bien. Ni siquiera tengo muchos recuerdos contigo. Entonces nuestra diferencia de edad nos hacía vivir en mundos distintos, pero yo siempre te he admirado —confesé con sinceridad—. Y papá era tu defensor a ultranza. Solo cuando hablaban de ti mamá perdía los papeles, pero enseguida cortaba la conversación, indicándole a papá, con una mirada, mi presencia y cambiando de tema, casi siempre para hablar del maravilloso futuro que me esperaba y de que yo sería su quitapenas. Mamá lloraba cada vez que le preguntaba por ti. Al fin dejé de hacerlo para no verla sufrir.

—Sufrir se le daba bien —dijo displicente.

—Lo poco que supe de ti fue por papá. Él me dijo que estabas bien y que viajabas haciendo fotografías.

—Así es. No me fui con lo puesto, ¿sabes? Papá me ayudó. Él sabía dónde estaba y cuando me veía muy apurada me enviaba dinero. Eso fue al principio. Luego aprendí a valerme sola. Estuve en Londres, donde hice un par de amigos y trabajé en una panadería. Luego en Edimburgo me empleé en una hamburguesería. Allí conocí a Astrid. Era bastante mayor que yo. Ella viajaba por todo el mundo haciendo rutas determinadas y sacando fotografías que luego enviaba a su hermano Lars. Los dos habían heredado de su padre una editorial especializada en guías de viaje. Pensé que aquel trabajo debía de ser maravilloso. Pedí ayuda a papá. Con lo que él me envió y lo que yo iba ahorrando, compré mi primera cámara. El mayor gasto era el alojamiento, y eso no me salía caro porque el dueño de la hamburguesería tenía unas habitaciones que alquilaba a estudiantes donde podíamos dormir los trabajadores sin pagar un euro, aunque eso nos suponía hacer horas extras que no cobrábamos. Astrid me recomendó una cámara de gama media, sencilla pero suficiente para iniciarme en la fotografía. Como escribir no se me daba mal, empecé a hacer cosas pequeñas que a mi amiga le parecieron interesantes y las envió a la editorial. Juntas viajamos durante un par de años. Luego ella regresó a Suecia para hacerse cargo de la empresa, mientras su hermano se recuperaba de un accidente de tráfico. Seguí yo sola, aprendiendo y mejorando. Mis artículos estaban cada vez más solicitados. Resultó que tenía talento para lo que hacía. Viajar se convirtió en mi trabajo y en mi pasión. Además, cobrando un buen sueldo.

—¡Qué suerte! —exclamé—. Yo he visitado Londres, París y Berlín, pero para estudiar. Apenas pude hacer turismo. Estuve siempre en residencias para estudiantes, con unos horarios muy estrictos.

—¿Pero te gusta tu trabajo? Es muy importante trabajar en lo que deseas.

—Sí. Me encantan los libros. Traducirlos me hace vivir doblemente al meterme en vidas que me apasionan —contesté.

—Pero esas son vidas de otros. ¿Y la tuya?

—La mía… ¿Sabes lo que es sentirse como una muñeca encerrada en su caja?

—Sé lo que es sentirse como una muñeca rota abandonada en un rincón —contestó mi hermana con un deje de amargura.

El ambiente se había vuelto muy denso. No me atreví a preguntar. El sonido del timbre y la voz del repartidor de la pizzería en el fono rompieron el incómodo silencio.

 

 

Cuando salimos del banco, la cuenta de papá estaba cancelada y cada uno de nosotros recibiría en unos días una transferencia, después de descontar las comisiones. No es que fuese una fortuna, pero a todos nos vino bien. Comimos en un italiano y durante el café revisamos el extracto con los movimientos de los últimos meses: su parte correspondiente de los gastos de la casa, cuotas de algunas asociaciones culturales, ayudas a un par de ONG, viajes y pagos con tarjeta. Todo parecía normal excepto una transferencia mensual de doscientos euros a otra cuenta bancaria en concepto de alquiler.

—¿Tú sabías algo de esto? —preguntó mi hermana.

—Nada en absoluto. Estoy tan sorprendida como vosotros. ¿Un alquiler de qué? ¡Dios! ¡Quién nos iba a decir que papá guardaba tantos secretos! —exclamé—. Desde que se jubiló y terminó el máster, parecía vivir solo para sus seminarios y sus conferencias.

—Ya. Desde que se jubiló. ¿Y hasta entonces? —cuestionó David.

—A mí no me miréis —repuse—. Vosotros ya estabais con él años antes de que yo naciera.

—No sé qué motivo tendría para ocultarlo —opinó Clara—. Seguro que el tío Gonzalo lo sabe. Él revisaría el contrato de alquiler antes de que papá firmara.

Para más sorpresa, nuestro tío se extrañó tanto como nosotros. Nos dijo que no sabía nada, pero que intentaría averiguar de qué se trataba. Dos días después nos invitó a comer en el Sobrino de Botín, el restaurante más antiguo de Madrid. La comida no desmereció la fama del establecimiento. Cuando sirvieron el café, mi tío nos comunicó que no existía ningún contrato de alquiler en el que una de las partes fuera nuestro padre.

—Tendréis que buscar entre sus papeles o revisar su correo electrónico, seguro que algo encontraréis. Lo único que pude averiguar en el banco es la entidad, y que la oficina que corresponde a ese número está en Soria.

—Siento curiosidad. Estoy intrigada. Sospecho que papá llevaba una doble vida —dijo Clara—. Es posible que ese alquiler sea de un nidito de amor y nuestra llave abra esa puerta.

—Me cuesta creer que papá no haya comentado nada —intervino mi hermano—. Por lo menos a ti, Bea.

—Claro. Lo normal es que un padre confiese a sus hijos que tiene una amante —dijo Clara con ironía.

—Me refiero a que tenía un refugio en Soria —aclaró mi hermano.

—Lo que es extraño es que no me pusiera en antecedentes a mí —añadió molesto mi tío—. No de la amante, claro, aunque hubo una época en que nos lo contábamos todo, sino de lo del alquiler. Me siento como un idiota. Él siempre dejaba en mis manos todas las gestiones documentales, y de esto jamás me comentó nada. La verdad, me duele esta desconfianza.

—Te comprendo y lo siento de verdad —dijo mi hermana poniendo una mano sobre la de nuestro tío. Luego recuperó el sentido práctico—: Entonces, el primer paso es registrar el despacho de papá.