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Secretos, misterios y nuevas oportunidades para amar. Valentín Arcas, famoso escritor de novela negra en crisis, es invitado por su médico y mejor amigo a pasar una temporada en una casa pegada al Pirineo Aragonés, donde pueda recuperarse física y emocionalmente. Años atrás, en esa misma casa se cometió un crimen y Valentín, llevado por la curiosidad, comienza a hacer preguntas para conocer los detalles. La presencia de un famoso escritor en el pueblo no pasa desapercibida, y pronto varios vecinos deciden crear una comisión para ayudarle en sus investigaciones y convertir aquel suceso en una novela. Poco imaginan que, además de los recuerdos, saldrán a la luz secretos muy bien guardados. Una historia de intriga en la que no faltan asesinatos, confesiones, romance, reconciliaciones y un toque de humor. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 307
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Victoria Eugenia García Casáñez
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un cambio imprevisto, n.º 289 - febrero 2021
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1375-298-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Al Taller de Confección en Casa.
Nadie es tan malo como aparenta, ni tan bueno como se comenta.
Refranero español
La casa de la Sarra y todos los personajes y hechos que se narran son ficticios y responden a la imaginación de la autora. Cualquier parecido con acontecimientos y personas reales es mera coincidencia.
Valentín se sentó frente al ordenador. Abrió el Word, pulsó las mayúsculas; empezaría con el título, siempre lo había hecho así. Bueno, no siempre, no en los dos últimos aciagos años de incapacidad total. Dos libros en los tres años anteriores; estaría bien si no hubieran sido un fracaso, otro más en una vida que se había ensañado en él como si fuese el único habitante del planeta, al menos así le parecía, no recordaba cuándo empezó todo aquello, ni en qué momento la propia existencia le cerró la puerta, y ni siquiera era capaz de averiguar en qué lado se había quedado, dentro no, aquello no era vida, fuera tampoco porque aún respiraba y tenía conciencia de su no vida. Alejó los pensamientos negativos y se centró en aquí y ahora como le recomendó el terapeuta antes de dejar de acudir a su consulta, de nada valía quedarse enganchado en el pasado. Pulsó de nuevo las mayúsculas y escribió el título: La daga sangrienta. Lo leyó y lo desestimó. «¿Vas a escribir una novela de misterio o un folletín por entregas?», se preguntó. Borró aquello y pensó: «¿Sangrienta, sangrante o ensangrentada? ¿Cómo es posible, pedazo de inútil, que no seas capaz de distinguir entre esos tres adjetivos?». Buscó en el diccionario de la RAE que le regaló Marina cuando empezó a escribir, y decidió que el que necesitaba era ensangrentada. Pero La daga ensangrentada continuaba chirriándole. Decidió queSangre en la daga sonaba mejor, y al punto volvió a cambiar de opinión; este le sugería El puente de los suspiros y un carnaval en la Venecia del siglo XVIII; buen marco para un asesinato, sin duda, pero él buscaba algo más actual. Tenía la mesa llena de recortes de periódicos y artículos bajados de Internet sobre el creciente aumento de la violencia de género y en cuántos casos se había utilizado armas blancas. En España pocas casas disponían de armas de fuego, pero en ningún hogar faltaba un buen cuchillo de cocina. No obstante, él quería un escenario un poco más selecto, y visualizaba una mansión de principios del siglo veinte, cuyo dueño tendría una importante colección de armas blancas que habría comenzado años atrás, cuando compró en Roma un pugio, al que siguieron espadas, sables y dagas de todas las épocas y culturas. Una de estas aparecería clavada en la espalda de una hermosa mujer, desconocida para todos los de la casa, cuyo cadáver encontraron sobre la alfombra del suntuoso salón de estilo modernista. Desistió de encontrar un título para la novela. El argumento le resultaba bastante manido, pero comenzó a escribir, en otras ocasiones la chispa había surgido después, aunque eso conllevara tener que rehacer lo que ya estaba escrito. Nada. Cada palabra vacía se encadenaba a otra hueca. Aquello parecía una exhibición de notas mudas, ciegas y sordas que jamás compondrían una sinfonía por muy patética que resultase, él no tenía el genio de Tchaikovsky. «Vamos tú puedes», se animó con falsa positividad. «Está todo como al principio: un té, un paquete de cigarrillos rubios, otro de chicles, agua, Santana como música de fondo y el ordenador», intentó convencerse. Juzgó que el ordenador era el elemento discordante y sacó de su funda la vieja Lettera 35, la máquina en la que escribió sus primeros éxitos veinte años atrás intentando que el ritual le devolviese no solo la escena, sino también la inspiración de los primeros tiempos. «La cinta está seca», continuó con su monólogo interior, «mañana compraré una»; y al instante se reprendió: «Sí, hombre, sí, tú sigue procrastinando». Y sonrió. «Tiene gracia la palabreja, es fea de cojones y además difícil de pronunciar. Y pensar en eso te sirve de excusa para dejarlo, de nuevo, para mañana. Ese mañana que no sabes cuándo va a llegar. Mejor deja de pensar tonterías y ve a comprar la cinta, luego la cambias y empiezas a teclear. Haz caso de Picasso, hombre, ya sabes: que la inspiración te encuentre trabajando».
Se tomó el té que ya estaba frío, se puso la chaqueta y salió a la calle. El ir y venir de personas y vehículos le enervó, todo eran prisas, ruido de motores, música electrónica o de reguetón a todo volumen que se escapaba por la ventanilla abierta de algún coche. Gente estresada que pasaba junto a otra gente estresada sin verse, con los ojos fijos en la pantalla del móvil, o en los escaparates, sin más contacto que algún tropezón seguido, en el mejor de los casos, de un «Perdón» y, en el peor, de un agresivo «¿Por qué no miras por dónde vas?». La ciudad se le estaba quedando grande. «Me estoy haciendo viejo», concluyó. Estaba muy decaído y por un momento albergó la idea de acercarse a casa de Martín, que siempre tenía alguna papelina, con medio gramo o incluso menos sería suficiente. Inspiró lo más profundo que pudo. No. Hasta ahí no. Se lo había prometido a sí mismo. Él no era un adicto, claro que estuvo tonteando con la coca, pero de eso hacía mucho tiempo, y solo en algunas fiestas, con algunos amigos, ya se sabe. Pero le puso fin cuando comprobó que cada vez le apetecía más y que se sentía sucio, muy sucio. Esa misma tarde se había gastado en coca el dinero con el que tenía que comprar zapatos para sus hijos. Tras la juerga, ya de madrugada bajo la ducha, mientras intentaba quitarse el olor a alcohol, a sudor agrio, a sexo y la sensación de sordidez, con una buena limpieza nasal y corporal tomó la decisión de dejarlo. Claro que entonces lo tenía todo: inspiración, fama y dinero; el mundo editorial a sus pies y un montón de amigos que le regalaban el oído. Sus pensamientos se interrumpieron al entrar en la papelería.
—Buenas tardes, don Valentín —saludó el dependiente y admirador—. ¿En qué puedo servirle?
—¿Tienes una de estas, o ya no las fabrican? —contestó el escritor poniendo sobre el mostrador la cinta de la máquina de escribir.
—Cada vez se venden menos, la verdad, pero todavía traemos alguna. Siempre hay algún… —El muchacho iba a decir «viejo», pero rectificó a tiempo— romántico que prefiere el clap-clap de la máquina de escribir. ¿En qué lío se va a meter Odón Castro esta vez?
—Si te lo digo vas a saber tanto como yo. Ya lo leerás.
—Eso espero.
Se despidió y volvió a su casa. Odón Castro era su personaje estrella, una combinación de Hércules Poirot, del inspector Maigret y de Pepe Carvalho; el superinspector inteligente, intuitivo, observador, el que oye lo que nadie más oye y parece que ve a través de las paredes, y homenaje a los personajes con cuyos libros se inició él mismo en su adolescencia, un tiempo ya muy lejano. Se preparó otro té, cambió la cinta de la máquina y descubrió que no le quedaban folios. Dio un resoplido, no tenía ganas de volver a salir. «Definitivamente, empezaré mañana», decidió. Pidió una pizza y buscó en Internet El sueño eterno, una película en la que Humphrey Bogart encarnaba a Philip Marlowe, para él, actor y personaje en combinación perfecta. Luego, desvelado, estuvo haciendo solitarios en el ordenador, que apagó ya de madrugada cuando le escocían los ojos, pero sin asomo de sueño todavía; sacó uno de los somníferos que le había recetado Javi, su médico y mejor amigo. Una hora más tarde, cansado de dar vueltas en la cama, se tomó dos más y poco después entró en un sueño pesado.
—¡Despierta, Valen, despierta! ¡Vamos, Valen, arriba!
A duras penas consiguió abrir los ojos lo suficiente para comprobar que no estaba soñando y que era Javi quien se esforzaba en despertarle.
—¿Qué pasa? —consiguió articular con voz pastosa cerrando de nuevo los ojos, que no conseguía mantener abiertos.
—Celeste, tu asistenta, me ha llamado. Ya es mediodía y como no te despertabas temía que te hubiese sucedido algo.
—¿Que me hubiese muerto? ¡Qué bien! —contestó abrazándose a la almohada.
—¡Vamos! ¡A la ducha! —Javi retiró las sábanas, ayudó a su amigo a ponerse en pie y le acompañó hasta el baño—. No puedes seguir así, Valen.
—¿Se te ocurre algo mejor? Admito sugerencias.
—Te estás destrozando.
—¿Yoo? —ironizó Valentín mientras esperaba que saliera el agua caliente—. Claro, estoy así porque me da la gana, ¿verdad? Por si no te has dado cuenta, mi vida es una mierda.
—Pues cámbiala.
—Dijo el sano al enfermo. —Valentín se espabiló y sintiéndose atacado se encaró a su amigo—: ¿Se puede saber cómo? No estoy así porque quiero, ¿sabes? Parece que todos os habéis confabulado para presionarme, sobre todo mi editor: «Hace casi dos años que no nos traes nada; estás faltando al contrato» —dijo impostando la voz—. Le he hecho ganar millones y parece que no tiene bastante. Ha de exprimirme, estrujarme y exigirme otra gran novela, pero que sea un éxito seguro y que se vendan miles de ejemplares, no como las dos últimas, una que esté a la altura del protagonista. Le importa más Odón Castro que yo. Olga se ha marchado y lo único que me ha dejado es una cantidad indecente de deudas, un pleito por el chalet de la playa y una denuncia por maltrato. Tengo una hija de diecinueve años que no quiere saber nada de mí…
—Si dejas de autocompadecerte y asumes la responsabilidad que tienes en todo eso, quizá haya alguna esperanza —le interrumpió su amigo—. Métete en la ducha.
—A veces te odio, Javi —siguió protestando mientras el agua caía sobre él—. Tú eres don Perfecto, todo te ha salido bien —concluyó saliendo de la ducha y comenzando a secarse—. Tienes siempre la consulta llena, vives como un rey, no tienes exesposa porque nunca te has casado, ni hijos que te amarguen la vida. Y tus amantes te han sido fieles.
—Y jamás he sido famoso, ni he despilfarrado una fortuna en juergas, ni me he liado con mujeres con más tetas que cerebro, ni me he acostado con la novia de mi hijo. Pero de todo eso hablaremos en otra ocasión.
—Y ahora, ¿qué me vas a recetar?
—Que te vayas.
—¿A la mierda?
—¡Joder, Valen, cómo estás hoy! Si fuera tu padre te pegaría un guantazo. Te estoy proponiendo un viaje —contestó Javi.
—Con el Imserso, claro, porque a mi edad…
—Venga, otra de autocompasión —dijo el médico resignado—. Tienes cincuenta años, Valen, pero tu madurez en este momento no llega ni a los diecisiete. Puede que hayas empezado con la andropausia; si, puede que estés un poco pitopausico y que eso influya, pero como no pongas de tu parte no tardarás en caer en una depresión más profunda de la que no podrás salir. No me gustaría verte así —concluyó preocupado.
—¿Y crees que un viaje lo arreglaría todo? ¿Y a dónde? No tengo ganas de ver a nadie, ni de que me pregunten qué les está preparando Odón Castro. Como si fuera él quien escribe.
—Yo pensaba en mi casa del pirineo aragonés, la que compré hace dos años.
—¿Allí? ¿Solo? —se alarmó Valentín—. ¡No aguantaría ni dos días!
—Solo no —insistió Javi—, rodeado de gente sencilla, la mayoría no sabrá ni quién eres. Allí podrás relajarte, hay un spa increíble. Dejar de exigirte como si fueras tu editor y de sentirte obligado a parecer un escritor famoso. Tranquilidad, naturaleza y gente sencilla. Esa es mi receta. Estoy convencido de que allá te sosegarás, y cuando lo hagas encontrarás el tema o la inspiración que necesites.
—No sé —respondió Valentín reticente.
—Mañana es viernes. Podemos salir temprano. Yo pensaba pasar allí este fin de semana. Un par de días juntos para que conozcas la zona y el lunes…
—Me quedo solo —interrumpió el escritor.
—No, te quedas contigo.
—Y con una caja de somníferos, por favor.
—Mejor no, Valen.
—Solo por si lo necesito para dormir, Javi. Te lo juro.
—Vale, pero solo uno si lo necesitas para dormir. Confío en ti
A las siete de la mañana, puntual como un reloj, Javi llegó a la puerta de la casa de su amigo que salía en aquel momento con una maleta grande, una bolsa de viaje y la máquina de escribir en su funda.
—No necesitas llevarte tanta cosa, no vas a un paraje deshabitado —dijo el médico a modo de saludo.
—Tú has decidido que me marche, pero yo decido qué me llevo —se rebeló el escritor que todavía se preguntaba qué hacía él allí cuando lo que deseaba era quedarse en su casa, meterse en la cama y dormir, dormir, dormir.
Valentín se acomodó en el asiento del copiloto y se ajustó el cinturón. Sacó el móvil y lo desbloqueó.
—Deberías olvidarte del móvil y desconectarlo —sugirió Javi.
—¿Tú lo has hecho? –retó el escritor.
—Sí, claro. Cuando viajo me desconecto del todo.
—¿Hasta de la clínica?
—Sobre todo de la clínica. Puede funcionar muy bien sin mí.
—¡Estás loco! Voy a enviarle un mensaje a Nerea.
—Tu hija sabe que te vas. Se lo dije yo. Cené con ellos anoche.
—¿Viste a Marina?
—Claro.
Valentín abrió la boca como si quisiera preguntar algo más, pero no dijo nada, y un silencio pesado se instaló entre los dos amigos.
—¿No vas a preguntarme por tu hijo?
—Sí, ¿cómo está?
—Pregúntame: ¿cómo está mi hijo Héctor?
—¡Por Dios, Javi! Será mejor que pares. Me vuelvo a casa. —Javier hizo caso omiso a las palabras de su amigo que, pasado un rato, preguntó—: ¿Cómo está mi hijo Héctor?
—Bien, tu hijo Héctor está bien. Tiene otra novia.
—¿Y Marina?
—También muy bien.
—¿Me guarda rencor?
—No, ya no. Es una gran mujer.
—No me porté muy bien —reconoció Valentín.
—Te portaste como un cabrón —sentenció su amigo.
Ya estaban en la A2, tenían por delante más de cuatro horas de viaje, y eso contando con que el conductor, que sería Javi durante todo el trayecto, solo hiciese dos o tres paradas. Valen no se ofreció a conducir, estaba tomando antidepresivos y su compañero de viaje no se lo habría permitido, el doctor Javier López Aguirre no jugaba con esas cosas.
Javi había sido siempre un chico serio y formal. Valen y él se conocieron en el colegio, cuando tenían seis años, y desde entonces eran amigos. En la universidad, el resto de la pandilla bromeaba diciéndoles que llevaban tantos años juntos que hasta se parecían, como alguno de esos matrimonios que llevan casados toda la vida. Tal vez tuvieran algún gesto similar, pero ni en el carácter ni en el físico tenían nada en común aparte de la edad. Javier no era ni alto ni bajo; su uno setenta de estatura no pasaba de la media, y además, desde niño había ido un poco sobrado de peso a pesar de las dietas y del gimnasio. De joven anduvo un poco acomplejado, pero lo superó y ahora estaba bien con sus kilos. A sus cincuenta años se sentía en su plenitud. El pelo se le había llenado de canas, pero eso no le afectaba. Estudió Medicina, se especializó en Traumatología Deportiva y era un cirujano afamado, tenía su propia clínica de Cirugía y Rehabilitación y había tratado a un buen número de deportistas de élite. Solía ser ponente habitual en congresos sobre Traumatología y Ortopedia y se le consideraba una autoridad en la materia. No se había casado, aunque había tenido un par de novias y algunas relaciones esporádicas. Su amistad se mantuvo a lo largo de los años. Javi se convirtió en el apoyo de Marina cuando, cansada de las infidelidades de su marido, tomó la decisión de dejarle. Fue con Valen con quien tuvo una buena bronca, pero este, borracho de éxito, pasó de su amigo y se lanzó a una vorágine de desatinos; el último, acostarse con Olga, la novia de su hijo. Marina asumió que su marido no sentaría la cabeza, le pidió el divorcio y él se lo concedió. Poco después empezó el declive de Valentín, que fue a buscarle como amigo, porque ya no le quedaba ninguno más. Y aunque a Javi le habría gustado darle una patada, su lealtad y sus sentimientos arraigados se lo impidieron. Le acogió y se volcó en ayudarle.
Valentín Arcas Diosdado, Valen para los amigos, era la antítesis del médico; alto, guapo, y con toda la labia que le faltaba a su amigo para comerse el mundo. Estudió Económicas y empezó a trabajar en un banco, se casó con Marina, que era su novia desde el instituto. Ella había estudiado Filología y daba clase de Literatura en un centro privado. Formaban un matrimonio feliz y todo les parecía maravilloso. Cuatro años después decidieron tener un hijo. Eran jóvenes, estaban sanos, vivían con holgura y nació su hijo Héctor. La vida seguía siendo perfecta, no podían pedir más. Al menos eso pensaba él hasta que el trabajo en el banco se le fue haciendo insoportable: primero la rutina, luego la competitividad, después la injusticia; empezó a pensar que era cierto eso de que un banco daba un paraguas cuando hacía sol y lo quitaba cuando llovía. Por lo que fuese, además del estrés, Valentín empezó a sufrir ataques de ansiedad y estuvo un mes de baja. Durante ese tiempo cuidaba de Héctor, arreglaba la casa y empezó a escribir, cositas cortas, pequeños relatos, descubrió que aquello era su pasión y recuperó la ilusión que había perdido. Las ideas fluían de su cabeza a borbotones y se sintió un hombre nuevo: había encontrado su propósito, ese algo para lo que él vino al mundo. Se incorporó al trabajo y cuando tenía un minuto escribía, cuando regresaba a casa escribía, y cuando Marina se acostaba, él se quedaba escribiendo hasta bien entrada la madrugada. El género negro era lo suyo. Basándose en la historia de uno de los clientes, disfrazándola un poco y añadiendo un asesinato y un inspector al que llamó Odón Castro, escribió una novela que envió a un concurso y con la que obtuvo el primer premio: cierta cantidad en metálico, un contrato con la editorial y la publicación de la obra que pronto se convirtió en un best seller con sucesivas ediciones.
Marina nunca le había visto tan ilusionado, por eso fue ella quien le animó cuando él manifestó su deseo de dejar el trabajo para convertirse en un buen escritor. Ella siguió trabajando, manteniendo la casa y ocupándose del niño y de las tareas del hogar, porque escribir llenaba todo el día y parte de la noche de su marido. Cuando el pequeño tenía dos años, Marina se quedó embarazada de nuevo y meses después dio a luz a su hija Nerea. La vida no podía ser más generosa, pensaba Valentín; se dedicaba a lo que de verdad le gustaba, tenía una mujer maravillosa y dos hijos a los que adoraba.
Escribir lleva su tiempo y no fue hasta dos años después que Valentín publicó su segundo libro, que también fue un éxito. Empezó a pensar que tenía que ampliar horizontes y colocar a Odón Castro próximo al escenario del crimen en otras ciudades, tanto españolas como extranjeras, y así comenzó a viajar para documentarse. Marina se quedaba en casa con los niños y con el trabajo.
Llevaban hora y media de viaje cuando hicieron una parada en un área de servicio para desayunar. Apenas cruzaron una palabra durante el desayuno, el médico concentrado en su tostada con jamón, el escritor buscando en su móvil correos electrónicos o WhatsApps inexistentes. Después, machacándose con la idea de que nadie se acordaba de él y para desviar un pinchazo de soledad, empezó a examinar a quienes estaban en aquel establecimiento. Observar a la gente le gustaba, pensaba que los humanos eran una fauna variopinta con ejemplares realmente curiosos, que en más de una ocasión le habían servido de inspiración para algunos de sus personajes.
—¿Nos vamos? —Javi le sacó de su abstracción.
La mañana era fresca, aunque ya estaban casi en el mes de junio. Emprendieron viaje de nuevo.
—He traído algo de abrigo —dijo Valen—. ¿Crees que lo necesitaré?
—Si lo has traído, seguro que no.
—¡Qué gracioso! Lo que quiero es saber si donde me llevas hace frío.
—En invierno mucho, está pegado a los Pirineos, pero no más que en Burgos o en Molina de Aragón. En esta época no hace la temperatura de Córdoba o de Badajoz, pero no hace frío.
—Total, que me has dejado como estaba.
—Tranquilízate. No te vas a morir de frío ni de calor. Vamos a un lugar precioso y el pueblo te sorprenderá, tiene cultura, historia, turismo y muchas leyendas. Está en tierra de brujas, ¿sabes? A lo mejor encuentras allí la inspiración perdida. No tiene que ver con el género que escribes, pero muy cerca está San Pedro de Siresa, una iglesia carolingia que es uno de los enclaves donde, según la leyenda, se encontraba el Santo Grial. Créeme, esa zona es increíble, puedes llegar hasta Francia andando o quedarte a disfrutar en el lujoso balneario que hay en el pueblo.
—¿Cómo dices que se llama?
—Sallent de Gállego.
Valentín había emprendido el viaje con actitud negativa, pero a medida que el paisaje se volvía más agreste y veía más de cerca la mole inmensa de los Pirineos fue relajándose y fijando su atención en cuanto le rodeaba. Él era urbano hasta la médula y prefería elegir destinos como Roma o París, ciudades grandes, populosas en las que pudiera encontrar una amplia oferta de actividades lúdicas y culturales, y sobre todo gente por todas partes. La ciudad más pequeña que había visitado era Ibiza, con Marina, poco después de casarse. A ella le gustaron las calas y las puestas de sol, y a él la gente, un extenso y heterogéneo muestrario de la fauna social.
—¿No crees que todo esto es una pasada? —Javi le sacó de sus recuerdos.
—Debo reconocer que estoy sorprendido, pero me temo que aquí me voy a sentir como un pez fuera del agua. Ya sabes que soy muy poco rural.
—No empieces con tus prejuicios. Date la oportunidad de conocer otras cosas y de cambiar el asfalto por la hierba.
Cruzaron el puente medieval que separaba el pueblo en dos barrios. El río Aguas Limpias hacía honor a su nombre. El escritor se sorprendió al descubrir que aquel no era el pueblo perdido y atrasado que imaginaba, y que había también mucha gente; estaban en una zona turística importante, apenas a doce kilómetros de la estación de esquí de Aramont-Formigal. Todos los días se organizaban marchas por distintas rutas para grupos de amantes de las montañas que deseaban coronar picos como el de Anayet, Monte Pacino o los Picos del Infierno.
El conductor detuvo el coche y entraron a comer en uno de los restaurantes de la calle principal. Después se dirigieron a la casa, a unos dos kilómetros del pueblo lindando ya con el parque de La Sarra. Javi comentó que, un poco más a la derecha, muy cerca de allí estaba El Salt, lugar por el que se despeña el río en una preciosa cascada que propuso visitar esa misma tarde; el médico hablaba con el entusiasmo propio de un enamorado de aquellos pagos. La casa estaba limpia y arreglada; una señora del pueblo se encargaba de mantenerla y de que siempre estuviese en perfectas condiciones.
Construida en piedra como era habitual en las casas antiguas de la zona, pero restaurada y adaptada a las necesidades actuales, tenía dos plantas: en la primera una amplia pieza central que hacía de salón-comedor con una buena chimenea y tres puertas por las que se accedía a un baño completo, a una cocina con despensa y leñera y al garaje en el que había bicicletas, herramientas y otros utensilios, y la escalera que subía a la planta de arriba, ocupada por tres dormitorios y otro baño completo. Javi se instaló en el dormitorio principal, colocó en el armario el poco equipaje que llevaba y se echó a descansar un rato, pero antes de meterse en la cama conectó el teléfono, sonrió y envió un mensaje a Marina: Hemos llegado bien. El lunes te llamo. Un abrazo. Valentín se acomodó en otro cuarto también muy amplio, tenía cama de matrimonio, un guardarropa y una cómoda antiguos, que debían de estar en la casa cuando Javi la compró. Mesillas de noche con su lamparilla a cada lado de la cama, un perchero también antiguo y pegado a la ventana un escritorio con un flexo. Se sentó en la silla que había encajada en el hueco de aquel mueble y comprobó que las vistas desde allí eran fantásticas. Debía rendirse a la evidencia de que en aquel lugar no faltaba nada y aceptar de una vez que haber ido hasta allí era una buena idea. Guardó la ropa, puso el ordenador y la máquina de escribir sobre el buró, en los cajones un paquete de folios y una carpeta con papel de copias. En el cajón de la mesilla el cargador del móvil, unos auriculares y pañuelos de papel, y sobre ella dos libros: La insoportable levedad del ser, que no había empezado a leer, pero se sentía identificado con el título, y El sueño de Ren, de Verónica Torres, una joven escritora que pisaba fuerte en su propio terreno. Descansaron un poco y a las cinco entraron en el garaje donde Javi le dio a elegir entre las tres bicicletas. Valentín prefería el coche, pero su amigo fue inflexible: caminar o bicicleta.
—Hace años que no monto en bici, si me rompo una pierna, te tocará hacer horas extras.
—No seas agorero y empieza a pedalear.
Poco después, ambos descendían la cuesta hasta Sallent con intención de llegar a Lanuza. El fin de semana pasó muy rápido, además de Lanuza y El Salt llegaron hasta los pies de la Peña Foradada y estuvieron en el paso del Portalet; pero sobre todo tuvieron oportunidad de recuperar aquellos momentos ya lejanos de cuando eran chicos, cuando Marina todavía no había entrado en sus vidas, cuando eran solo los dos y pasaban las horas hablando o callando, pero juntos.
El domingo por la mañana estuvieron en el spa y antes de comer visitaron en su comercio a Nieves, la señora que se encargaba de la casa, para decirle que Valen se quedaba por un tiempo y que contaba con su ayuda. Al regreso, Javi cambió la bicicleta por el coche y se despidió de su amigo.
—Cuídate mucho. Si te hace falta algo llama a Nieves, y cuenta conmigo para lo que necesites.
—Claro. Adiós. Ten cuidado por la carretera —contestó Valentín con un nudo el en el estómago que le producía la marcha de su camarada, o mejor el temor a quedarse solo en aquel lugar.
Javier puso el coche en marcha y recorrió unos metros, después hizo marcha atrás hasta colocarse de nuevo ante su amigo.
—¡Ah! Valen, olvidaba decirte que en esta casa se cometió un asesinato. Quizás eso te sirva de inspiración. —Y puso el coche en marcha de nuevo.
—Espera, espera. Dime algo más.
—Averígualo tú —contestó el médico antes de acelerar.
El escritor se quedó solo, desconcertado e inquieto. Entró en la casa con cierta aprensión, pero con una pequeña esperanza, quizás su amigo tuviera razón y la inspiración le esperaba en aquella casa. Un asesinato allí, en medio de tanta calma y belleza, parecía imposible; claro que los crímenes no entendían de paisajes, y los rurales no tenían nada que envidiar a los cometidos en las grandes urbes. Hablaría con Nieves, seguro que ella podría darle alguna información; en un pueblo tan pequeño algo así no pasaría desapercibido. Lo primero que necesitaba saber era cuándo, quién y por qué. Salió a caminar un rato. Se sentía demasiado solo en la casa. Al regreso sintió hambre, pero apenas había nada en el frigorífico y se tuvo que conformar con unos biscotes y un té. Tendría que avituallarse, no era cuestión de ir todos los días al pueblo a comer y a cenar. Puso la televisión y, poco después, inquieto y nervioso, sacó la caja de somníferos. «Uno solo, Javi, te lo prometo», pensó. Empezó a leer y al rato cerró el libro y se quedó dormido.
Se despertó desorientado y sin saber qué día era, pero no tardó en ubicarse y su primer pensamiento fue cómo sabrían en aquel lugar que no era domingo. Echó de menos el tráfico trepidante de la ciudad en día laborable y calificó aquel silencio de ensordecedor. Necesitaba salir de allí. Fue al garaje, pero al ver la bicicleta cambió de opinión y decidió ir caminando; tenía el trasero dolorido y agujetas de tanto pedalear los días anteriores. El paseo le tonificó. Desayunó en un bar y dio una vuelta por el pueblo, sería conveniente conocer el lugar si, en algún momento, había de ser el escenario de una novela. Primero recorrió la barriada vieja donde se encontraban los edificios más antiguos, de los siglos dieciséis y diecisiete, según decía el folleto que había recogido en la Oficina de Turismo. Después, cruzando el puente, visitó el barrio del Paco, de más desarrollo urbano. Llamó por teléfono a Nieves. No le pareció prudente entrar en el tema del asesinato enseguida, y le preguntó dónde podía hacer una buena compra. Tal como es usual en la gente de los pueblos pequeños, la mujer se ofreció a acompañarle al establecimiento en el que ella se abastecía. Le presentó a los dueños y se ofreció a llevarle a él y a los víveres, así aprovecharía para dar una pasada a la casa. Nieves era tan parlanchina que Valentín no encontró ocasión de preguntar por el tema que le interesaba, así que decidió dejarla charlar, que al fin y al cabo era una forma de establecer una relación de confianza. La mujer le habló del pueblo, del turismo, de su negocio y de cuánto se alegró cuando don Javier le dijo que quien iba a ocupar la casa era su escritor favorito, y que sería un honor para ella que le firmase un par de libros. Cuando se marchó, le dejó preparado un caldo y una tortilla de patatas, y habían quedado en que iría a la casa una vez por semana, entonces tendría tiempo para hablar con ella. Decidió buscar en Internet el crimen de Sallent de Gállego, pero apenas iniciada la búsqueda la pantalla del ordenador se oscureció porque le quedaba poca batería y cuando buscó el cargador comprobó que se lo había dejado en su casa. El ordenador se apagó y la frustración le llevó a la rabia. ¿Qué hacía él allí, en un paraje perdido, rodeado de silencio y de nada? Y Solo. Total y absolutamente solo. Con su piel sola sobre una masa muscular sola cubriendo unos huesos solos. Con la soledad extrema que permanece como única compañía cuando uno lo pierde todo: mujer, hijos, amigos, talento, creencias, esperanza, incluso a sí mismo. Cuando uno se convierte en el único superviviente después de una catástrofe que lo destruye todo y solo quedan escombros. Miles y miles de toneladas de escombros y uno ha perdido hasta la identidad, y solo quiere cerrar los ojos y dejar de existir porque él también es un escombro, y no se explica cómo sigue respirando, cómo sigue sintiendo, y está tan perdido, tan asustado, que solo quiere ser como el resto de los escombros, pedazos insensibles, inertes, sin conciencia de que ya solo son pedazos, de que ya no existe nada del edificio al que había pertenecido. Solo escombros. Al menos en Madrid, donde estuvo su mundo, quedaba el único consuelo de que algo le resultara conocido o familiar. Escombros también. Pero acogedores, cómodos, narcóticos. Entonces descubrió que aún tenía algo: rabia virulenta y amarga, contra el mundo, contra la vida, contra él mismo y sobre todo contra Javi, que era el culpable de que estuviera perdido en un paisaje desconocido, en un mundo extraño que no era el suyo, al que no pertenecía, en el que no era más que un alien. Pero no estaba dispuesto a continuar allí. Intentó serenarse, reprimirse, relajar la garganta que iba a estallarle y las mandíbulas rígidas, tan apretadas como si estuviesen soldadas, después desbloqueó el teléfono y le llamó.
—Hola, Valen —contestó alegre su amigo—. ¿Cómo estás?
—¡Tienes que venir a por mí! ¿Me oyes? ¡Tienes que venir a por mí! —suplicó más que ordenó su angustia.
—Vaya, ¿tan pronto? ¿Qué te sucede? —respondió su amigo con calma.
—No tengo batería en el ordenador y he olvidado el cargador —fue lo único que su rabia dijo. Solo eso. Nada más. Lo único que Javi escuchó.
—Valen, ese es un problema de chico de quince años —dijo el médico divertido.
—Para ti es muy sencillo. Tú estás en Madrid y lo tienes todo; pero yo estoy aquí solo y no tengo nada, y estoy muy cabreado.
—Pues cálmate y no dramatices. No voy a ir a recogerte por semejante tontería. Si quieres Internet cómprate un cargador u otro ordenador.
—¿Dónde? —La indiferencia que su amigo mostraba ante su drama aumentó su frustración.
—No estás en el culo del mundo, Valen, estás en plena civilización y tienes cerca ciudades importantes.
—¿Y cómo quieres que vaya? ¿En bicicleta? —¿Y Javi decía que era su amigo? Pues menos mal que no era su enemigo. Su cólera aumentó con la sensación de impotencia.
—Búscate la vida. Cuando se te pase la rabieta verás las cosas mejor; y déjame en paz, estoy acompañado.
Javier cortó la comunicación, y Valentín más irritado todavía, tuvo intención de estampar el móvil. Pero en un segundo de lucidez refrenó el impulso pensando que se arriesgaba a romperlo y eso sí que sería catastrófico. Entonces recordó que en el teléfono tenía Internet y se sintió como el náufrago que llega a la orilla. La información no era muy amplia, pero suficiente para saber que, en octubre de dos mil, una niña de catorce años había matado a su padre con un hacha, para evitar que siguiera apaleando a su madre. No era gran cosa, pero no estaba mal como punto de partida. Se puso un tazón de caldo y un pedazo de tortilla, echó una cabezada en el sofá y después subió a la bicicleta y pedaleó hasta el pueblo. El ejercicio le ayudó a relajarse.
Nieves estaba en el bazar que regentaba junto con su marido, atendiendo a unos clientes. Valentín quería hablar con ella, y mientras esperaba tomó un periódico, un mapa de la zona, varios paquetes de cigarrillos, chicles y un libro de leyendas del lugar. Se acercó a pagar en un momento que la tienda se quedó vacía.
—Este libro debe de ser interesante —dijo poniendo sobre el mostrador cuanto llevaba. Y luego, como dicho al azar, para tantear el terreno, continuó—: supongo que aquí vendrá bien explicado lo del asesinato.
—¡