Secuestrada por un jeque - Noches de seducción - La novia secreta del jeque - Susan Mallery - E-Book

Secuestrada por un jeque - Noches de seducción - La novia secreta del jeque E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

Ómnibus Julia 457 Secuestrada por un jeque No iba a perdonarle su engaño. Deslumbrada por el apasionado príncipe Khalil Khan, Dora Nelson disfrutaba del cuento de hadas que era su nueva vida como princesa de El Bahar. Sin embargo, cuando descubrió que el amor y el afecto de Khalil eran una farsa, se negó a acatar su voluntad. Khalil la había traicionado; y aunque ella no podía perdonarle, tampoco podía dejar de amarlo. Por encima de todo, Dora quería un hogar feliz y un esposo que la amara. Ahora, cada vez que su carácter fuerte chocaba con la arrogancia del príncipe, saltaban chispas. Y si Dora y Khalil no encontraban un punto de encuentro, su ardiente matrimonio los consumiría a ambos. Noches de seducción ¿Sería su esposa de conveniencia aquella seductora princesa? Heidi McKinley se estremeció de placer cuando el rey en persona se empeñó en que se casara con uno de sus hijos y le diera herederos. A fin de cuentas, el príncipe Jamal era pecaminiosamente sexy y un amante legendario; un experto en erotismo, sin duda alguna. ¿Qué podía ver Jamal en la seria Heidi? ¡Mucho! Porque Jamal estaba secretamente encaprichado de la inocente y dulce mujer. Pero entonces, ¿por qué se vestía Heidi con sedas e interpretaba el papel de la seductora Honey Martin para ganarse su corazón? ¿Y cómo podría elegir Jamal entre su audaz y descarada amante y su vergonzosa y tímida mujer? La novia secreta del jeque ¿Lograría el amor de aquel orgulloso príncipe? Liana Archer se quedó atónita cuando el increíblemente atractivo Malik Khan, príncipe heredero del exótico reino de El Bahar, la raptó y la llevó a su palacio. ¿Qué podría querer un príncipe del desierto de una simple profesora que no era ninguna belleza extraordinaria? Anonadada y absolutamente embriagada de deseo, Liana se convirtió rápidamente en la esposa de Malik. Pero, ¿se atrevería a confiar su corazón a un hombre que le podía dar todo salvo el amor?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 457 - junio 2023

© 2000 Susan Mallery, Inc. Secuestrada por un jeque Título original: The Sheik’s Kidnapped Bride

© 2000 Susan Mallery, Inc. Noches de seducción Título original: The Sheik’s Arranged Marriage

© 2000 Susan Mallery, Inc. La novia secreta del jeque Título original: The Sheik’s Secret Bride Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1141-757-0

Capítulo 1

Era una novia.

El príncipe Khalil Khan la miró y pensó que debía de ser un espejismo. Estaba acostumbrado al fenómeno porque lo había sufrido en carne propia cuando había cometido la estupidez de perderse en el vasto desierto de El Bahar. El resplandor provocado por el calor, las imágenes difusas y el dolor de cabeza eran signos que reconocía perfectamente.

Sin embargo, ninguno de esos signos estaba presente en aquel momento. Era enero, no mediados de julio, y en las cunetas de la pista se acumulaban montones de nieve sucia. Por supuesto, no hacía calor; tampoco le dolía la cabeza y, en cuanto a la imagen, ni era vaga ni desaparecía al mirarla.

Pero había un detalle que resultaba aún más relevante. El príncipe Khalil Khan no estaba en el desierto de El Bahar, sino en un aeródromo de Kansas, en Estados Unidos.

Si aquello no era un espejismo, la mujer de cabello oscuro y traje de novia que caminaba hacia él, tenía que ser real.

—Habré cometido algún pecado mortal en una vida anterior —murmuró el príncipe—. O tal vez en ésta.

La mujer se detuvo ante él. Sus ojos, de un tono de marrón indescriptible, estaban enrojecidos por las lágrimas.

Khalil tuvo que refrenarse para no suspirar y maldecir en voz alta. No soportaba la debilidad en las mujeres.

—Discúlpeme —dijo ella con voz quebrada—. Le parecerá extraño, pero me han abandonado en este lugar y necesito que me lleve.

El príncipe le dedicó una mirada que su abuela, Fátima, siempre definía como imperiosa. Sin embargo, Khalil no estaba de acuerdo; a él le parecía una mirada como todas las demás.

—Ni siquiera sabe a donde voy.

La mujer tragó saliva.

—Es cierto, pero cualquier sitio me vale. Tengo que llegar a alguna ciudad. Me han abandonado a mi suerte; no tengo ni equipaje ni ropa —afirmó, entrelazando las manos.

Khalil estuvo a punto de preguntar cómo había terminado en el aeródromo de Salina en pleno invierno y vestida de novia. No tenía abrigo; y si lo tenía, no lo llevaba puesto. Pensó que tal vez era una loca.

En ese instante, una de las puertas de la terminal se abrió y apareció una rubia escultural con una taza de café en la mano. Su falda corta enseñaba unas piernas largas y perfectas; su top, muy ajustado, apretaba unos senos enormes que oscilaban cada vez que daba un paso.

Cuando la rubia vio a Khalil, lo saludó con la mano y sonrió.

—Traigo café —dijo, como si el príncipe no se hubiera dado cuenta.

Khalil se preguntó nuevamente qué capricho del destino lo había llevado a aquel lugar. Lo que en principio iba a ser un viaje de negocios de tres semanas de duración, se había convertido en un infierno.

En primer lugar, su secretario, un joven agradable y eficaz, había tenido que volver a El Bahar porque su madre había enfermado; en segundo, los hoteles donde se iba a alojar habían perdido sus reservas y lo habían condenado a dormir en una habitación normal y corriente; en tercero, su reactor se había averiado y, en cuarto y último lugar, había alquilado un avión que no tenía combustible suficiente para volar desde Los Ángeles a Nueva York y no le quedó más remedio que hacer escala en el aeródromo de Salina.

Para empeorarlo todo, la inteligencia de su secretaria temporal era inversamente proporcional al tamaño de sus pechos; y ahora, se encontraba con una novia perdida que necesitaba que la sacara de allí.

La primera semana de su viaje de negocios había resultado un despropósito. Cualquiera sabía lo que le podría ocurrir en las dos restantes.

—Nos dirigimos a Nueva York y tenemos asientos libres —le dijo a la novia—. Puede venir con nosotros si lo desea, pero a condición de que se mantenga en silencio. Si oigo un solo gimoteo, por pequeño que sea, la tiraré del avión en pleno vuelo.

El príncipe dio media vuelta y se alejó hacia el reactor.

Dora Nelson miró al desconocido. No se podía afirmar que fuera precisamente educado, pero ni ella estaba en posición de protestar ni tenía derecho a criticar el comportamiento de los demás en aquella tarde brillante y soleada; a fin de cuentas, se acababa de convertir en la reina de las estúpidas.

Sólo había cometido dos estupideces verdaderamente graves en cuatro o cinco años; pero por desgracia, las había cometido con unas pocas semanas de diferencia. Su primer error fue creer que Gerald la quería de verdad; su segundo error, haberse negado a que la llevara a casa en su avión.

Sin embargo, Dora nunca habría imaginado que sería capaz de despegar y dejarla en tierra sin equipaje, sin bolso, sin dinero y sin nada con lo que abrigarse. Y teniendo en cuenta que Gerald era su jefe además de su ex prometido, suponía que también se habría quedado sin empleo.

Se recordó que al menos había conseguido que la llevaran y se levantó las faldas del vestido de novia para caminar hacia el reactor. Cuando llegara a Nueva York, llamaría por teléfono a su banco y les pediría que le enviaran dinero, con lo que resolvería uno de sus problemas; pero no tenía documentos, así que no le darían billete para ningún vuelo comercial. Después, sólo quedaría el pequeño detalle de cancelar la boda, prevista para cuatro semanas más tarde.

Mientras subía al avión, se le bajó una de las mangas. Por si su situación no fuera suficientemente humillante, estaba condenada a llevar un vestido que le quedaba demasiado pequeño. La modista se lo había enviado aquella misma mañana con la promesa de que le quedaría perfecto, y Dora se emocionó tanto que no se pudo resistir a la tentación de ponérselo. Pero la modista se había equivocado al tomarle las medidas.

Entró en el aparato y se fijó en que los sillones, de cuero, estaban dispuestos frente a frente, a diferencia de los aviones de línea. La rubia increíblemente bella en quien se había fijado unos minutos antes, alzó la mirada y frunció el ceño.

—¿Quién es usted? —le preguntó.

Dora intentó encontrar una respuesta adecuada. Como no se le ocurrió ninguna, contestó simplemente:

—Nadie.

Siguió andando y se acomodó al final del pasillo. El hombre alto, moreno y maravillosamente atractivo que había acudido en su rescate, se sentó frente a ella. Dora se inclinó hacia delante y le dio una palmadita en el hombro.

—Perdone... sé que me ha pedido que guarde silencio y que me arriesgo a que me eche del avión, pero ¿podría tomar un café?

El hombre la miró.

—¿Sabría llegar a la cocina? —preguntó.

Dora estuvo a punto de bromear sobre la dificultad de encontrar la cocina en un avión tan pequeño, pero los ojos del desconocido, de un marrón tan oscuro que parecía negro, no tenían el menor rastro de humor.

—Sí —dijo al final.

—Entonces, le agradecería que me traiga otro a mí. ¿Sabe preparar café? Me gusta bien cargado —afirmó.

—Puedo prepararlo como prefiera.

—Se lo pediría a mi ayudante, pero sospecho que los detalles de un proceso tan complejo como hacer café están más allá de sus habilidades.

Dora lo miró y se preguntó si estaba ironizando. Preparar café era tan sencillo que hasta un niño podía hacerlo; pero al mirar a la rubia de ojos azules y maquillaje perfecto, pensó que seguramente era la excepción a la regla.

Se levantó y se dirigió a la pequeña cocina del avión. Tres minutos después, el café ya se estaba haciendo.

Se sentó de nuevo, se puso el cinturón de seguridad y cerró los ojos, pensando que su vida se había convertido en un desastre y que debía encontrar la forma de recobrar el control.

Respiró hondo y suspiró lentamente. El piloto anunció en ese momento que estaban a punto de despegar, pero Dora ni siquiera se molestó en mirar por la ventanilla. Los aviones privados no le impresionaban en absoluto; por su trabajo, estaba acostumbrada a viajar en ellos.

Cuando llegaron a diez mil pies de altura, se levantó y sirvió dos tazas de café. El hombre aceptó la suya y le dio las gracias de forma distraída, como si Dora fuera tan irrelevante como un mueble. En otras circunstancias, a ella le habría parecido una desconsideración. Pero aquel día no le importaba nada; sólo quería desaparecer, olvidar lo sucedido.

Una vez más, se maldijo por haber enviado las invitaciones a la boda y por haberse encaprichado de un cretino como Gerald. Al fin y al cabo, siempre había sospechado que era un canalla, que la estaba utilizando para protegerse.

Se giró hacia la ventanilla y contempló el cielo, aunque sin prestarle ninguna atención; estaba pensando, planeando, deseando que todo aquello quedara definitivamente atrás.

Cuarenta minutos después, una discusión acalorada interrumpió sus pensamientos.

—Te he dicho que ordenaras esos datos —decía el hombre con evidente frustración—. Y no lo estás haciendo bien.

—No te enfades conmigo, Khalil —se defendió la rubia—. Lo estoy intentando...

—Intentarlo no es suficiente. Necesito el informe antes de que aterricemos —declaró él—. Pero no importa, olvídalo. En cuanto lleguemos a Nueva York, quiero que bajes de este avión y que desaparezcas de mi vista.

Khalil le quitó el ordenador portátil a la rubia. Dora sonrió y pensó que debía estar agradecida; al menos no le había ordenado que saltara del avión.

Entonces, él se giró de nuevo y comprendió que Dora había escuchado la conversación.

—Supongo que pensará que he sido innecesariamente cruel —dijo.

Dora se encogió de hombros.

—Si la ha contratado como secretaria y es incapaz de hacer su trabajo, no me parece cruel —puntualizó ella.

—Me prometieron que me enviarían a una secretaria competente, pero eso es lo que he recibido a cambio —ironizó, señalando a la mujer.

La rubia se dio cuenta de que Dora la miraba. La saludó con la mano y dijo:

—Me llamo Bambi. ¿Sabes que él es un príncipe?

Él puso cara de desesperación. Dora pensó que Bambi era tan guapa como tonta y decidió echar una mano a Khalil.

—¿Qué programa está usando? —le preguntó.

Khalil la miró con desconfianza, pero respondió de todas formas. Dora se levantó, se sentó a su lado e hizo ademán de alcanzar el ordenador, pero Khalil no se lo dio.

—Confíe en mí. Si no le gusta mi trabajo, puede echarme de su avión.

Él sonrió y le dio el ordenador portátil. Dora lo miró y pensó que era increíblemente atractivo. De piel morena, ojos oscuros, nariz recta, mandíbula fuerte y pómulos altos, resultaba tan imponente como una estatua clásica. Hasta la pequeña cicatriz que tenía en la mejilla izquierda le quedaba bien. Y por si fuera poco, llevaba un traje de aspecto muy caro que realzaba sus hombros anchos y sus caderas estrechas.

Era un hombre magnífico, pero Dora no se hizo ninguna ilusión al respecto. Los hombres como Khalil no se interesaban por mujeres como ella; además de no ser especialmente guapa, ya había cumplido los treinta y tenía unos cuantos kilos de más y un cuerpo con forma de pera. De hecho, Gerald era el único hombre que se había fijado en ella hasta ese momento. Y la había abandonado esa misma mañana.

—¿Dónde están los documentos que necesita ordenar?

Khalil le enseñó la carpeta en cuestión y abrió varias hojas de cálculo.

—Necesito comparar todos los datos —explicó—. Se nos ha presentado la posibilidad de adquirir dos empresas distintas y tenemos que elegir una. Quiero tener sus análisis de gastos e ingresos por separado.

Dora miró la pantalla del ordenador y asintió. Era un trabajo tan fácil que lo podría haber hecho con los ojos cerrados.

—¿Quiere que incluya las ventas dentro de los beneficios? ¿O prefiere que se las ponga en un documento aparte?

Khalil arqueó una ceja, sorprendido, y contestó a su pregunta.

Dos horas después, Dora imprimió el resultado y se lo dio.

—Como ve, he sacado dos copias. Y por supuesto, también tiene los datos en el disco duro.

Bambi estaba leyendo una revista de modas; acababa de perder su empleo, pero no parecía importarle. Dora la miró y sintió envidia; habría dado cualquier cosa por tomarse la vida con esa indiferencia.

El piloto les informó entonces de que la torre de control les había dado permiso para aterrizar. Dora volvió a su asiento, se puso el cinturón y estuvo a punto de suspirar al ver la hora; allí eran las siete de la tarde, lo cual significaba que en Los Ángeles eran las cuatro y que ya no podía hablar con su banco.

Se mordió el labio inferior y se maldijo para sus adentros por haber sido tan irresponsable. Si lo hubiera pensado antes, podría haber llamado desde el avión. Pero no estaba pensando con claridad y ahora no tenía más remedio que pasar toda la noche en un banco del aeropuerto. Un final perfecto para un día espantoso.

Cuando aterrizaron, tardó un buen rato en levantarse del asiento. La perspectiva de salir del aparato con un vestido de novia, no le hacía ninguna gracia.

Al final, sacó fuerzas de flaqueza y salió.

Khalil y Bambi estaban en la pista, junto a la escalerilla.

—He dicho que estás despedida —afirmó él.

Bambi sonrió.

—Lo sé, pero quiero darte las gracias de todas formas. Trabajar contigo ha sido muy difícil. No sólo porque tus negocios sean complicados, sino porque me costaba contenerme...

—¿Contenerte?

Bambi apretó su cuerpo contra el príncipe.

—Sí. Te deseo.

Dora no se pudo resistir a la tentación de contemplar la escena. Por lo visto, no era la única persona cuya vida parecía sacada de un culebrón.

—Lo lamento, porque yo no tengo ningún interés en ti, ni personal ni de ningún otro tipo —dijo Khalil—. Estás despedida. Desaparece de mi vista.

Bambi apretó los labios.

—No lo dices en serio. Eres rico y yo soy una preciosidad. Estamos hechos el uno para el otro —afirmó.

Khalil se puso tenso, como si se sintiera insultado por el comentario.

—Permíteme que te recuerde que estás hablando con el príncipe Khalil Khan de El Bahar. Cuando doy una orden, me obedecen.

Dora se quedó boquiabierta. Hasta ese momento, había pensado que lo de príncipe no iba en serio, que sólo era una forma de hablar. Pero Khalil era un príncipe de los de verdad.

Rápidamente, intentó recordar lo que sabía de su país. El Bahar era un reino situado en la Península Arábiga; estaba gobernado por un rey que tenía tres hijos y se mantenía neutral en cuestiones de política internacional.

—Pero si yo he sido miss... —protestó la rubia.

Dora miró el cuerpo de Bambi y pensó que hablaba en serio al afirmar que estaban hechos el uno para el otro. Bambi era sencillamente impresionante y haría una pareja perfecta con Khalil, un hombre poderoso y de evidente buen gusto.

Justo entonces, Khalil miró a Dora y dijo:

—Aún no sé cómo se llama.

—Porque no me lo ha preguntado. Me llamo Dora Nelson.

Ella le ofreció la mano y él se la estrechó. Dora sintió una descarga de placer y de calor tan inesperada que tuvo que refrenarse para no retroceder. En cambio, Khalil permaneció impertérrito.

—Encantado de conocerla.

—Igualmente. Y gracias por traerme. Nunca habría imaginado que sería un príncipe de verdad... pero en fin, será mejor que me marche.

—No, no, espere un momento, por favor. Quiero hablar con usted. Voy a quedarme dos semanas más en su país y necesito una secretaria temporal. Me preguntaba si querría trabajar conmigo hasta que me marche.

—¡Qué ridiculez! —intervino Bambi—. Yo soy preciosa y ella es vulgar. De hecho, no es más que una...

Dora esperó el insulto de la rubia, pero no llegó. Khalil le había hecho una seña a dos hombres que se encontraban junto a la puerta de la terminal. Los dos hombres se acercaron, agarraron a Bambi por los brazos y se la llevaron de allí.

—¡Suéltenme! —protestó Bambi mientras se la llevaban—. ¡No me puedes hacer esto, Khalil! ¡Sé que me deseas! ¡Khalil! Eres tan rico y yo soy tan...

—Qué espanto de mujer —dijo el príncipe, girándose nuevamente hacia Dora—. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, le estaba pidiendo que trabaje para mí. El sueldo sería bastante generoso; cinco mil dólares por semana.

Dora parpadeó.

—¿Cinco mil dólares?

—Sí, eso he dicho.

Dora no se lo podía creer. Era más de lo que habría ganado en un mes de trabajo en Los Ángeles. Miró a su alrededor, perpleja, y pensó que aquello era un milagro, un regalo caído del cielo. Pero asintió.

—Está bien, acepto. Pero con la condición de que me dé un adelanto para que pueda comprarme ropa.

Khalil sacó la cartera y le dio varios billetes de cien.

—Tome, esto es para usted; considérelo una bonificación extraordinaria —dijo él, sonriendo—. En cuanto a la ropa, llamaremos desde el coche y se la enviarán al hotel.

Dora se ruborizó; pero su rubor no se debía a la suerte de haber encontrado un empleo que solucionaba temporalmente sus problemas, sino al impacto de la sonrisa de Khalil. De repente, había dejado de ser un hombre terriblemente atractivo y se había convertido en uno absolutamente irresistible.

Una limusina negra se detuvo unos segundos después junto al avión. Los dos hombres que se habían llevado a la rubia, volvieron sobre sus pasos. Al parecer, eran los guardaespaldas de Khalil.

Durante su carrera como secretaria de dirección, Dora había viajado varias veces en limusina; pero nunca en compañía de un príncipe. Entró en el vehículo y se sentó; el príncipe se acomodó a su lado y uno de sus guardaespaldas se situó enfrente, mientras el segundo se sentaba junto al chófer.

Cuando arrancaron, Dora tuvo que hacer un esfuerzo por contener la risa. Aquella mañana se había despertado en su piso de Los Ángeles, convencida de que se iba a casar con Gerald a finales de mes; luego había perdido el equipaje, a su prometido e incluso su dignidad, y ahora estaba en Nueva York, en una limusina y en compañía de un príncipe de El Bahar. La vida podía dar muchas vueltas.

Khalil levantó el brazo central del asiento y sacó un teléfono móvil y una tarjeta de crédito, que le dio a continuación.

—Llame al hotel y pídales que le recomienden una boutique que le pueda llevar su ropa esta misma noche. Después, llame a la boutique, encargue lo que le parezca oportuno y diga que envíen la factura a mi suite del hotel.

Khalil le dio una segunda tarjeta, un carné que lo identificaba como Khalil Khan, príncipe de El Bahar y ministro de Desarrollo.

Dora miró al guardaespaldas que estaba frente a ellos; era evidente que había escuchado la conversación, pero miraba por la ventanilla como si el asunto no fuera con él y no hubiera oído nada en absoluto. En cuanto al propio Khalil, se comportaba como si el guardaespaldas no estuviera presente.

Dora tragó saliva y se dispuso a llamar. Estaba a punto de encargar ropa y lencería femenina extraordinariamente cara delante de cuatro hombres desconocidos.

Sin duda alguna, su suerte había cambiado.

Capítulo 2

El vestíbulo del hotel era tan alto que ocupaba el equivalente a tres plantas. Dora intentó no quedarse embobada al ver los muebles, las alfombras y las lámparas de araña que decoraban el lugar, sumamente elegante.

Nunca había estado en un sitio como ése, y la sensación la desconcertaba tanto como las miradas de curiosidad que recibía, porque todavía llevaba el vestido de novia.

Antes de que llegaran al mostrador de recepción, se les acercó un hombre alto y bien vestido que hizo una reverencia ante Khalil, se presentó como el gerente del hotel y los llevó a un ascensor.

Dora sonrió para sus adentros. Obviamente, los ricos no tenían que pasar por recepción. Incluso era posible que les permitieran llevarse los albornoces de los cuartos de baño.

El ascensor se abrió poco después y Dora se llevó otra sorpresa. No habían salido a un típico pasillo de hotel, lleno de habitaciones, sino a un vestíbulo que sólo tenía tres puertas; si correspondían a otras tantas suites, debían de ser enormes.

El gerente abrió la puerta de la izquierda. Khalil se detuvo, miró a Dora y la invitó a entrar en primer lugar. Dora entró, intentando sobreponerse a la inseguridad que le producía el vestido, cuya manga se había vuelto a caer y enseñaba la cinta del sujetador y un buen pedazo de piel desnuda.

De hecho, estaba tan nerviosa con su propia apariencia que tardó un momento en darse cuenta de las dimensiones del salón principal. Era enorme, tan grande como una cancha de baloncesto, con ventanales que ofrecían una vista maravillosa de Central Park y de los rascacielos de Nueva York.

Dora se fijó especialmente en los cuadros que decoraban las paredes, en la escultura de bronce de un caballo, que casi parecía vivo, y en el piano de cola que estaba junto a una esquina. A izquierda y derecha, se abrían sendos pasillos; el gerente señaló el de la izquierda.

—El comedor es la sala siguiente y la cocina está detrás. Si necesitan de los servicios de nuestro chef, les ruego que nos lo indique. Los despachos se encuentran al fondo; hemos instalado los equipos que nos pidió, además de la conexión telefónica.

El gerente se giró hacia la derecha y prosiguió con la explicación.

—Hay cuatro habitaciones, incluida la suite principal. Les hemos preparado una cena ligera y hemos dejado las prendas de la boutique en uno de los dormitorios.

Khalil asintió.

—Gracias, Jacques. Puede marcharse cuando quiera. El gerente le dedicó otra reverencia.

—Nos alegramos de tenerlo como cliente, príncipe Khalil. Todos los empleados del hotel estamos a su servicio.

—Muy bien. Buenas noches.

Dora seguía sin poder creer que estuviera en aquel lugar y escuchando aquella conversación. Tuvo que apretar los labios con fuerza para no quedarse boquiabierta. Jamás habría imaginado que existían suites tan elegantes como la de aquel hotel, ni mucho menos que llegaría a pasar una noche en una de ellas.

Aún cabía la posibilidad de que el príncipe quisiera que se alojara en una habitación normal, pero a Dora no le inquietaba; la más normal de las habitaciones del hotel debía de ser absolutamente fabulosa.

El gerente ya había salido de la suite cuando Khalil hizo una seña a sus guardaespaldas para que se marcharan.

—Detesto llevar guardaespaldas a todas partes —le explicó—, pero mi padre insiste en que mis hermanos y yo viajemos con protección cuando vamos al extranjero.

—Parece una precaución razonable —observó ella.

—Supongo que sí. Se quedarán en la suite y me acompañarán cuando salga, pero no se preocupe; son discretos y no se interpondrán en su camino.

—Es de agradecer —dijo ella, aunque los guardaespaldas no le preocupaban nada.

—Como ya ha oído, han dejado la ropa de la boutique en su dormitorio, donde supongo que también le habrán servido la cena... Empezaremos a trabajar a las ocho de la mañana. Ya sabe que los despachos están al fondo.

—Allí estaré. Y si me pierdo por el camino, llamaré por teléfono a una de las criadas para que me acompañe —ironizó.

—Estoy seguro de que sabrá encontrarlo sola. Khalil le dedicó una sonrisa tan clara que ella tuvo que carraspear para poder decir algo inteligible.

—Haré lo que pueda, pero... ¿con qué tratamiento debo dirigirme a usted? ¿Su Alteza? ¿Príncipe Khalil? —preguntó.

—Llámeme simplemente Khalil. Y si no le importa, prefiero que nos tuteemos.

Dora miró al príncipe y, durante unos segundos, deseó haber nacido tan bella y tan arrebatadora como Bambi para que Khalil la encontrara atractiva. Pero en lugar de ser generosa con su cuerpo, la naturaleza lo había sido con su cerebro. Y en cualquier caso, prefería la inteligencia a la belleza.

—Gracias, Khalil —dijo, algo incómoda al tutearlo—. Has sido muy generoso conmigo. Te estoy enormemente agradecida.

Khalil movió una mano como restándole importancia.

—No es para tanto. Mi acto de generosidad ha terminado por darme suerte a mí. No habría sobrevivido ni un día más a la presencia de esa mujer... Buenas noches, Dora.

Dora se alejó por el pasillo que llevaba a los dormitorios.

No tardó en encontrar el suyo. Las dos primeras habitaciones estaban cerradas y la tercera daba a la suite principal, que tenía una cama gigantesca, un pequeño salón con chimenea y un cuarto de baño de fantasía. Obviamente, la suya era la cuarta.

El dormitorio estaba decorado en tonos azules. Encima de la cama se acumulaban media docena de bolsas de la boutique y sobre la mesa del fondo le esperaba la cena.

Dora dudó un momento, pero estaba hambrienta porque no había comido nada desde primera hora de la mañana, cuando había desayunado en su piso de Los Ángeles.

Se sentó y dio buena cuenta de una ensalada y de un pollo con verduras y arroz al azafrán. También había tarta de chocolate, pero decidió dejar el postre para después.

Alcanzó su copa de vino, se levantó y se sentó en la cama. Justo entonces, se vio en el espejo del tocador y estuvo a punto de gemir.

Estaba hecha un desastre. Su maquillaje había desaparecido, su cabello corto y oscuro parecía aplastado y el vestido de novia se hinchaba a su alrededor de una manera indiscutiblemente lamentable.

—Mi vida es un horror —dijo en voz alta.

Doce horas antes, había sido una mujer feliz que planeaba su boda y que se disponía a viajar a Boston con su prometido y jefe; pero ahora estaba sola en Nueva York, a merced de un desconocido.

Ciertamente, el desconocido en cuestión era un príncipe que además la había rescatado de una situación muy embarazosa. Sin embargo, sabía que Khalil sólo era una solución temporal; cuando terminaran las dos semanas, volvería a su vida anterior y, con toda seguridad, tendría que enfrentarse a Gerald.

La perspectiva de volver a ver a su ex prometido le resultó tan desagradable que se la quitó de la cabeza y decidió echar un vistazo a la ropa de la boutique.

Vació todas las bolsas sobre la cama y contempló el conjunto de prendas y objetos maravillosamente bellos y caros que tenía ante ella. Había zapatos, sostenes, camisones, vestidos, faldas y blusas, además de una bolsa con un juego completo de maquillaje y cepillos y de otra con todo lo necesario para el cuarto de baño.

Se levantó, se quitó el vestido de novia y lo arrojó a una esquina. Después, tomó un vestido de seda azul y se lo puso. Tenía un sutil estampado de flores en uno de los hombros y en parte del canesú, que derivaba la vista hacia la parte superior de la prenda y le hacía parecer más alta y delgada.

Observó el resto de la ropa y vio que todas las blusas eran de colores alegres y todas las faldas algo más serias. Al principio le extrañó que el encargado de la boutique hubiera acertado tanto con sus gustos y necesidades, pero era evidente que había estudiado las posibilidades de su talla y que le había enviado prendas que mejoraban su figura.

Dora se encogió de hombros y se miró otra vez en el espejo.

No había estado tan guapa en toda su vida. El encargado de la boutique había creado una ilusión de belleza sin llegar a verla en persona. Pero cuando vio el precio en la manga del vestido, se quedó atónita.

Mil doscientos dólares.

Mil doscientos dólares por un vestido que sólo iba a llevar en el trabajo.

Se giró hacia la cama, miró el resto de las prendas y comprendió que debían de valer una fortuna. Después, lo guardó todo en el armario, se lavó y se puso un camisón de algodón que seguramente habría costado más que su vestido de novia.

En cuanto se metió en la cama, le dio por pensar en lo sucedido durante las últimas horas. Y fue un error, porque, naturalmente, también pensó en Gerald.

Ahora, su ex prometido le parecía un canalla, una rata, una serpiente. Se dijo que estaba mejor sin él, que prefería seguir sola a llevar una vida basada en una mentira; pero a pesar de todo, se preguntó si la culpa sería de Gerald o, más bien, suya. A fin de cuentas, era el único hombre que se había interesado por ella.

Dora dejó de dar vueltas al asunto cuando oyó risas al otro lado de la puerta. Alzó la cabeza y comprendió que el príncipe Khalil Khan de El Bahar se había buscado compañía femenina para pasar la noche.

Supuso que sería tan bella como Bambi y sonrió al recordar su encuentro en el aeródromo. Khalil la había sacado de un apuro y le había ofrecido un trabajo extraordinariamente bien pagado. De repente, ardía en deseos de conocerlo mejor. Quería saber si era tan bueno como parecía o tan miserable como Gerald.

Sabía que pensar en Khalil era poco apropiado, porque se arriesgaba a hacerse ilusiones y a poner en peligro su trabajo temporal; pero la alternativa era pensar en la vida que la esperaba en Los Ángeles y en la humillación de hablar con los invitados a la boda para explicarles que ya no se iba a casar.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque se contuvo a tiempo.

Lo suyo con Gerald había terminado. Habría dado cualquier cosa por tener su afecto, por conseguir su amor. Pero Gerald la había engañado y no merecía que derramara una sola lágrima por él.

—Sí, lo comprendo, señor Boulier. La lista de vinos del restaurante es impresionante, pero el príncipe prefiere tomar vinos de su bodega particular. Los han enviado desde El Bahar, por avión... El príncipe estará encantado de pagar lo que estimen oportuno a cambio de disfrutar de sus propios vinos, pero si le parece una situación humillante para ustedes, buscaremos otro establecimiento.

El señor Boulier respondió de inmediato, pero Dora no le oyó porque en ese momento llegó el fax que había estado esperando.

—Discúlpeme, señor Boulier. No he oído lo que decía.

—He dicho que nos hacemos cargo de las preferencias del príncipe y que estaremos encantados de servirlo.

Dora sonrió.

—Le haré saber que se ha mostrado muy comprensivo. Al final, serán treinta y cinco invitados en total —le informó.

—Bueno, si van a alquilar todo el restaurante, debo decir que tenemos espacio de sobra para más comensales. Podríamos dar servicio a setenta y cinco personas...

—Lo comprendo, pero el príncipe prefiere un ambiente más relajado. Aunque pagaremos por setenta y cinco invitados, sólo necesitamos servicio para la cantidad que ya le he dicho. ¿Le supone algún problema?

—No, por supuesto que no —contestó el señor Boulier al otro lado de la línea—. No se preocupe, nos encargaremos de prepararlo.

—Gracias por su ayuda. Nos veremos mañana por la noche.

Dora cortó la comunicación, pero el teléfono volvió a sonar varias veces más y tuvo que atender todas las llamadas. Al cabo de un rato, activó el contestador automático y se levantó. Antes de salir del despacho, alcanzó el fax, su libreta de notas y tres carpetas.

El despacho de Khalil se encontraba junto al suyo. El príncipe mantenía la puerta abierta y le había dicho que lo interrumpiera sin dudarlo si tenía alguna pregunta que hacer o alguna información que darle. Llevaban cinco días trabajando juntos y se llevaban notablemente bien; Dora le presentaba un informe todas las mañanas y repetía la operación por las tardes.

Caminó hacia él y se sentó delante de la mesa. Khalil asintió.

—Espera un momento, Dora...

—Descuida.

Dora contempló el paisaje que se veía por la ventana. Era una mañana de enero, despejada y fría, y la ciudad estaba preciosa. Durante los días pasados había descubierto que Nueva York era un lugar apasionante; le gustaba tanto que estaba dispuesta a quedarse unos días de vacaciones cuando terminara su trabajo con Khalil.

El príncipe escribió algo en el ordenador. Como de costumbre, llevaba un traje muy elegante que enfatizaba su energía casi animal y la belleza de su cuerpo.

Dora alzó la vista para sentirse menos perturbada por su atractivo y se fijó en su cabello oscuro, que siempre llevaba peinado hacia atrás, y en su perfil imperioso, lleno de rectas y bordes afilados.

Khalil era de trato tan agradable que Dora tendía a olvidar que se encontraba en presencia de un príncipe, pero lo recordaba enseguida porque siempre mantenía las distancias con ella y porque no la animaba a ningún tipo de familiaridades.

Segundos después, Khalil apartó la vista del ordenador.

—¿Qué tal la mañana? —preguntó él.

Dora ya lo conocía lo suficiente como para saber que era una pregunta retórica, pura cortesía que no esperaba respuesta.

—Bien. Aquí tienes los datos sobre los nuevos chips para ordenadores.

Dora esperó mientras Khalil escudriñaba el documento. Sus ojos eran tan penetrantes que a veces tenía la sensación de que podía adivinar sus pensamientos y ver su alma. Sin embargo, sabía que era una idea absurda; Khalil no le prestaba atención; para él, ella era una especie de instrumento eficaz, un robot disfrazado de mujer.

Dora se alisó la falda y sonrió al sentir el contacto del algodón. Su vestuario nuevo no dejaba de maravillarla. Aquel día se había puesto una falda de color marrón oscuro y un jersey de color rojizo. Estaba tan encantada con su nueva imagen que el viernes anterior había salido por Nueva York y se había comprado unas botas parecidas a las de montar. Por primera vez en su vida, se sentía bella.

Khalil dejó el fax a un lado.

—¿Hay algo más?

Dora le informó que tenía una cita con los ingenieros a los que había contratado para mejorar el suministro de agua en su país. Khalil miró la pantalla de su ordenador, tecleó algo y observó sus compromisos para el día siguiente.

—Excelente. El Bahar es un país desértico y estamos especialmente preocupados por el suministro de agua para la población y para la agricultura. Sé que más tarde o más temprano conseguiremos domar el desierto... aunque dudo que a ella le agrade.

—¿A ella? —preguntó Dora—. ¿Hablas del desierto en femenino?

—Por supuesto. Al fin y al cabo es tan imprevisible como las mujeres.

Dora se preguntó si Khalil habría tenido mala suerte con sus compañeras de sexo; sobre todo, porque el príncipe no había estado con ninguna mujer desde la noche en que llegaron al hotel. Incluso cabía la posibilidad de que estuviera casado, pero la idea le pareció tan extrañamente perturbadora que decidió cambiar de conversación.

—He confirmado la cena de mañana por la noche. El vino llegará a tiempo.

—¿Han protestado al saber que quiero que sirvan mis propios vinos?

Dora sonrió.

—El señor Boulier ha rezongado un poco, sí, pero al final ha entrado en razón.

—Y seguro que tú has tenido algo que ver en eso... En fin, tengo otro problema que quería comentarte. Me han llegado tres invitaciones a actos benéficos, pero sólo puedo asistir a uno. ¿Cuál me recomiendas?

Khalil le dio tres sobres. Dora leyó las invitaciones y se encogió de hombros.

—No sé, la decisión es tuya —respondió—. Personalmente, asistiría al acto en beneficio de la investigación del sida, pero supongo que en el de la gente sin hogar habrá más mujeres jóvenes y bellas.

Dora esperaba que Khalil respondiera a su afirmación con algún comentario irónico, pero ni siquiera sonrió. Empezaba a pensar que carecía de sentido del humor.

Sin embargo, estaba tan encantada con él que le podía perdonar ese defecto. Solo llevaba cinco días con él y ya se había convertido en una pieza importante del equipo del príncipe en los Estados Unidos. No se limitaba a llevarle café y encargarse del trabajo administrativo; Khalil contaba con ella hasta el punto de que la noche anterior la había llevado a cenar con dos senadores que querían hablar sobre los avances de El Bahar en materia de agricultura. Cuando terminaron de cenar, el príncipe se quedó charlando con Dora y le pidió su opinión sobre el encuentro.

Un golpe en la puerta la devolvió a la realidad. Era uno de los camareros del hotel, que empujaba un carrito lleno de comida.

—Déjelo en el comedor, por favor —dijo ella.

Dora recogió las carpetas que había llevado y Khalil alcanzó unas cuantas más. Después, se dirigieron al comedor porque habían desarrollado el hábito de comer juntos.

—Acepta la invitación a lo del sida y rechaza las otras —dijo él.

—Como quieras —declaró ella.

La elección de Khalil le sorprendió un poco, pero ya se había acostumbrado a que la sorprendiera. Cuando el primer día le propuso que comieran juntos, se puso muy nerviosa, sin embargo, él sólo quería ahorrar tiempo. Como tenían que comer y hablar del trabajo, podían hacerlo a la vez.

Dora se sentó. Khalil la imitó a continuación y se puso a hablar sobre una fiesta que se iba a organizar en la embajada.

Dos horas después, la mesa estaba limpia y ella tenía trabajo de sobra para mantenerla ocupada hasta bien entrada la noche. El exceso de trabajo no le molestaba en absoluto; además, tenía la ventaja de que le impedía pensar en cuestiones más problemáticas, como su vida. Pero aquel día era diferente.

Cuando ya habían terminado de hablar, carraspeó y dijo:

—Khalil, esta tarde tengo que tomarme un descanso. Creo que bastará con una hora... Debo hacer unas llamadas a Los Ángeles y no tengo ninguna tarjeta de la compañía telefónica. ¿Te importa que deduzca el precio de las llamadas de...?

El príncipe la interrumpió.

—Sabes que no es ningún problema. Pero, ¿seguro que se trata de eso? ¿Todavía no has conseguido recuperar tus tarjetas y tus documentos?

—He recuperado algunos. Ya he recibido un par de tarjetas de crédito y una amiga del trabajo me ha enviado el pasaporte, de modo que podré tomar un avión cuando llegue el momento —respondió—. Pero es hora de que afronte ciertos aspectos de mi vida privada.

Hasta ese momento, a Khalil no se le había ocurrido que su secretaria temporal tuviera una vida privada. Era tan buena en el trabajo que le costaba imaginarla como persona.

Frunció el ceño y recordó las circunstancias de su encuentro en el aeródromo. Dora llevaba un vestido de novia que ni siquiera le quedaba bien y no tenía ningún equipaje.

—Supongo que tendrá algo que ver con lo de que estuvieras sola en el aeródromo de Salina —comentó el príncipe.

Dora se ruborizó levemente y cruzó los brazos.

—Sí, bueno... claro que sí.

Khalil estaba a punto de decir que eso era cosa suya y que no tenía que compartirlo con él cuando cayó en la cuenta de que quería conocer los detalles.

—¿Qué pasó? —preguntó—. ¿Tienes algún tipo de problema?

Dora suspiró.

—Sí, pero no es grave. En resumen, viajaba a Boston en compañía de mi jefe, que también era mi prometido... Me habían enviado el vestido de novia por la mañana y me lo quise probar por si tenían que arreglarlo, así que me levanté del asiento del avión y me fui a la parte de atrás —le explicó—. Cuando volví, me llevé la sorpresa de que Gerald, mi jefe, le estaba metiendo mano a Glenda.

—Vaya, lo siento mucho —dijo él, notando su dolor.

—Supongo que ha sido una suerte. Si no hubiera descubierto cómo es, me habría casado con él y tendría un problema mayor.

Khalil no supo qué decir, de modo que optó por preguntar lo más fácil:

—¿Y quién es Glenda?

—Una de las ejecutivas con las que trabajaba en HTS. Es una empresa familiar; a su dueño, el señor Greene, le disgusta que sus empleados anden tonteando por ahí... así que contrata a personas de vida más o menos estable. De hecho, Glenda está casada.

Khalil lamentó que Dora se hubiera visto en una situación tan desagradable. Era una mujer inteligente, muy trabajadora y con sentido del humor, aunque también se mostraba más independiente y más rebelde que las mujeres de El Bahar, a las que estaba acostumbrado. Le molestó que su jefe anterior la hubiera tratado tan mal.

—Como te puedes imaginar, discutimos —continuó ella—. Yo estaba enfadada y me sentía humillada... Glenda se limitó a quedarse sentada como si fuera una muñequita, sonriendo. Cuando el avión aterrizó en Salina, me bajé a toda prisa. Necesitaba un poco de aire y no me paré a pensar en las consecuencias.

—No fue muy propio de ti —murmuró.

—¿Tú crees? Gerald me ordenó que volviera con él, pero me negué en redondo y le pidió al piloto que despegara. De repente, me encontré en mitad de la pista sin equipaje, sin dinero, sin nada. Jamás habría imaginado que despegaría sin mí, pero tampoco habría imaginado que me traicionaría con Glenda. Es evidente que no lo conocía bien.

Al pensar en Gerald, Khalil se acordó de las leyes antiguas de El Bahar, que permitían que un príncipe azotara a cualquier hombre que hubiera cometido una ofensa.

—Ahora tengo que cancelar la boda. Y para empeorarlo todo, el día anterior cometí el error de enviar trescientas invitaciones.

—Bueno, piensa en lo que has dicho antes. Es una suerte que lo descubrieras a tiempo —comentó él.

Dora sonrió con debilidad.

—Sí, es cierto.

—¿Has hablado con él?

—¿Con Gerald? No, ni tengo intención, aunque me preocupa lo que le haya dicho al señor Greene para explicar mi repentina desaparición —contestó—. Me alegra que hayamos roto. Me dijo que yo le importaba y me mintió. No podría haber mantenido una relación con él. Es mejor que terminemos así.

Dora decía la verdad, aunque Khalil dudaba de que se sintiera tan segura como aparentaba. Necesitaba tiempo para recuperarse y para recobrar el control de su vida.

Hasta entonces, no podía hacerle mejor favor que mantenerla ocupada con el trabajo. Y afortunadamente, tenían trabajo de sobra.

Capítulo 3

El reloj de pared empezó a sonar. Dora contó las campanadas y se sorprendió al descubrir que ya eran las doce de la noche. Tenía la impresión de que sólo habían trascurrido unos minutos desde que Khalil y ella se sentaron a charlar, pero habían pasado tres horas enteras.

Pensó que debía levantarse y retirarse a su habitación. Sin embargo, quería escuchar el final de la historia de Khalil. Y por encima de todo, deseaba seguir con él, a su lado, fingiendo que era algo más que su jefe.

—Mi abuela se enfadó con Malik por desobedecerla, así que vendió su caballo en venganza. Cuando Malik se enteró de lo que había hecho, era demasiado tarde. Ya habían castrado al pobre animal, y Malik se puso tan furioso que habló con nuestro padre y exigió que azotaran a Fátima por su insolencia.

—Y cometió un error, por supuesto —dijo Dora, imaginando lo que le pasó a Malik, que entonces sólo tenía doce años.

—Por supuesto. Nuestro padre lo castigó a él. Durante tres semanas, no pudo salir de su habitación salvo para estudiar, y encima tuvo que disculparse ante la abuela por haberle quitado su yegua sin permiso.

Khalil dejó su brandy en la mesa y se recostó en el respaldo del sofá.

—Recuerdo que hablé con él durante su castigo. Me dijo que cuando fuera rey, decretaría una ley que obligaría a las abuelas a responder de sus actos ante sus nietos, sobre todo si los nietos eran príncipes. Fátima se enteró y reaccionó con frialdad, le recordó que antes tenía que llegar al trono y que, con la cantidad de errores que estaba cometiendo, era improbable que lo consiguiera.

Dora se rió.

—Deja que lo adivine... Ahora, Malik y su abuela se llevan como uña y carne.

—Claro que sí. Todos la adoramos. Nuestra madre murió cuando éramos muy pequeños y fue Fátima quien nos crió. Es una mujer extraordinaria.

—¿Y Malik va a ser rey?

—Cuando nuestro padre fallezca —respondió—. Malik es un buen líder, aunque algo dominante y dictatorial.

—Debe de ser marca de la familia —murmuró.

Khalil la miró y arqueó las cejas.

—Sé que no te refieres a mí —dijo.

—No, desde luego que no —afirmó ella con humor.

—Te lo parece porque eres una mujer occidental. Estás acostumbrada a salirte con la tuya en todos los aspectos de tu vida. Si hubieras recibido una educación adecuada, no tendrías esa imagen de mí.

Dora volvió a reír.

—¿Una educación adecuada? No sé lo que quieres decir con eso, pero en cualquier caso, no tengo mala imagen de ti. Al contrario... me agrada trabajar contigo. El tiempo se pasa volando —declaró—. Cuando te marches, lo voy a sentir mucho.

Dora pronunció la última frase sin pensar y se preguntó si había cometido un error. Llevaba doce días con él y había empezado a conocerlo. Khalil era indiscutiblemente dominante y algo dictatorial, pero también justo. A veces la trataba como si ella fuera un robot o un ordenador, pero no le importaba porque, a diferencia de Gerald, lo hacía sin maldad alguna, sin intención de herirla.

Khalil nunca la despreciaba, nunca la criticaba por su aspecto ni la rebajaba en ningún sentido. Cuando le pedía su opinión, se la pedía en serio y escuchaba con atención; y si el asunto se refería a algún aspecto del mundo occidental, seguía su consejo.

Además, el príncipe era un hombre guapo, rico y encantador que le habría gustado a cualquier mujer. Dora procuraba recordar que sólo era su secretaria, pero a veces lo olvidaba y se dejaba llevar por el brillo de sus ojos o por lo bien que le quedaba un traje.

—Has sido una secretaria muy eficaz. En alguna ocasión me han dicho que exijo demasiado a mis empleados, pero tú no te has quejado ni una sola vez. Te lo agradezco mucho. Y agradezco sinceramente tu esfuerzo.

Dora se ruborizó ante el cumplido.

—Sólo me lo agradeces porque gracias a mi aparición, te quitaste de encima a Bambi —dijo ella, sonriendo.

Khalil no le devolvió la sonrisa.

—Creo que al final habría estrangulado a esa mujer y habría causado un conflicto diplomático internacional.

El príncipe se giró hacia ella y la miró.

Era muy tarde y estaban solos, pero a Dora no le preocupaba que Khalil intentara algo impropio. En primer lugar, no se parecía nada a Gerald y no haría nada por aprovecharse de la situación; en segundo, era un hombre enormemente atractivo y fabulosamente rico para el que una mujer como ella era poco más que un mueble.

Dora confiaba en él.

—¿Qué harás cuando me marche? —preguntó Khalil—. Espero que no vuelvas con ese hombre, con Gerald...

Dora carraspeó.

—No, por nada del mundo.

Ella sabía que Khalil estaba a punto de volver a su país, pero en el fondo de su corazón, albergaba la esperanza de que la llevara con él. Deseaba conocer a su padre, a sus hermanos y a su abuela, Fátima. Ardía en deseos de ver El Bahar y el palacio real, de los que el príncipe le había hablado tantas veces.

—Mañana hablaré con algunos de mis contactos. Conozco a muchos ejecutivos en los Estados Unidos —le informó él—. Mereces mucho más de lo que tienes, Dora... y me gustaría echarte una mano.

—Gracias.

La amabilidad de Khalil despertó algo profundo en el interior de Dora. Pero sabía que no debía cometer el error de idealizarlo, que era un hombre de carne y hueso y, sobre todo, que ella era una mujer de carne y hueso a punto de encapricharse de su jefe.

Se levantó del sofá y dijo:

—Buenas noches, Khalil. ¿A qué hora empezamos mañana?

—Alrededor de las ocho. Buenas noches, Dora.

Dora sonrió y salió de la habitación, intentando no encontrar nada extraño en la forma suave y ronca con la que Khalil había pronunciado su nombre.

Mientras avanzaba por el pasillo para dirigirse a su dormitorio, cayó en la cuenta de que no tenía sueño y decidió revisar la lista de las cosas que debía hacer para cancelar la boda. Diez minutos después, la impresora sacó una copia.

Dora ya había cancelado las invitaciones, la comida, la ceremonia, el servicio de la floristería y hasta el contrato de los músicos que iban a tocar. Quedaba el asunto del vestido, que seguía guardado en el armario, pero decidió que lo vendería a alguna tienda de ropa de segunda mano en cuanto se marchara del hotel. No quería verlo otra vez en toda su vida.

Dejó la lista a un lado, se metió en la cama y empezó a pensar.

Había trabajado con Gerald durante un año antes de empezar a sentirse atraída por él. Y sabía que sus circunstancias personales habían sido determinantes en aquella atracción: Dora tenía pocos amigos y una vida social inexistente; además, los hombres no se interesaban por ella porque se sentían amenazados por su inteligencia o, simplemente, porque la encontraban poco atractiva. Pero también tenía treinta años y pocas o ninguna esperanza de encontrar a alguien que la quisiera, de modo que se había aferrado a Gerald como a un clavo ardiendo.

Una noche, su jefe y ella se había quedado trabajando hasta tarde. Pidieron comida china y una botella de vino, y antes de que Dora se diera cuenta, él la estaba besando y ella respondía a su afecto con igual pasión.

En aquel momento, se convenció de que los sentimientos de Gerald eran tan sinceros como profundos; pero ahora, al recordarlo, tuvo que admitir que siempre había sabido la verdad y que se había negado a asumirla porque por fin, después de treinta años de celibato, estaba en brazos de un hombre.

Por desgracia, el señor Greene apareció entonces y los descubrió in fraganti. Greene se oponía frontalmente a las relaciones amorosas entre sus empleados y ya había despedido a un par de ejecutivos por eso, de modo que Gerald tuvo que mentir y decir que estaban comprometidos y que se iban a casar.

Desde ese instante, Dora vivió una especie de sueño. Gerald quiso convencerla de que su amor era real y ella se engañó porque quería creerlo. Por primera vez, salía con alguien. Pero Gerald nunca le dijo que la amara; de hecho, ni siquiera llegaron a hacer el amor.

Cuando al final se encontró sola en el aeródromo de Salina, en Kansas, Dora comprendió la magnitud de su equivocación. Gerald se había inventado lo de la boda para que no los despidieran. Nunca había estado enamorado de ella. Escapar de él era lo mejor que le podía pasar.

Pero volvía a estar sola.

Intentó contener las lágrimas y se dijo que la soledad no era una condena, que su vida podía ser maravillosa en cualquier caso. Era una mujer inteligente y trabajadora, perfectamente capaz de salir adelante.

Se incorporó en la cama, alcanzó la libreta y empezó a escribir otra lista. En cuanto encontrara un trabajo, se pondría a estudiar cocina, decoración, jardinería, idiomas o cualquier otra cosa, hasta encontrar algo que le resultara apasionante. Incluso viajaría por todo el mundo y leería todos los libros que no había tenido ocasión de leer.

Cerró los ojos un momento y se prometió que aprendería a ser feliz.

Había sufrido una experiencia humillante, pero la había superado y ahora tenía una segunda oportunidad. Además, nunca había sido una mujer débil. Haría lo que fuera necesario por reconstruir su vida.

Quince minutos después de que Dora se marchara a la cama, Khalil intentaba concentrarse en el informe que tenía entre las manos; pero las explicaciones técnicas del asfaltado de carreteras no conseguían captar su atención.

A pesar de la hora, las calles seguían llenas de coches y el ruido del tráfico se oía en la habitación. Llevaba casi tres semanas en Estados Unidos y estaba a punto de regresar a El Bahar.

Khalil echaba de menos su país. Echaba de menos la capital, el palacio y a su familia. Le gustaba viajar por el mundo, pero más tarde o más temprano, siempre sentía la necesidad de volver a su hogar.

Volvió a mirar el documento. Un segundo después, llamaron a la puerta.

El príncipe frunció el ceño, dejó el informe y miró la hora. No esperaba visita, así que pensó que Dora habría llamado al servicio de habitaciones para pedir algo.

Pero cuando abrió la puerta, no se encontró ante una camarera uniformada con un carrito, sino ante una joven pequeña, de cabello oscuro y cara de ángel.

—Hola, Khalil.

Su voz era poco más que un ronroneo. Entró en la habitación, contoneando las caderas y dejando un rastro de perfume a su paso. Tenía manos pequeñas, uñas largas, labios generosos y la gracia de un felino en un cuerpo absolutamente perfecto. Llevaba diamantes en las orejas, en el cuello y en las muñecas. Era la mujer más bella que Khalil había visto en toda su vida; pero aun así, le disgustó.

Se apartó para evitar que lo rozara. Ella se dio cuenta y sonrió.

—¿Quieres volver a jugar a ese juego? —preguntó mientras cruzaba la sala—. ¿Quieres que yo sea la cazadora y tú la presa asustada? Porque si lo quieres, estoy más que dispuesta. Me encanta ese juego.

La mujer lo arrinconó contra una columna. Lo miró con deseo y le puso las manos en el pecho.

—Bésame, Khalil. Bésame y hazme el amor.

Khalil se alejó y caminó hasta la ventana.

—Sal de aquí —le ordenó, intentando no perder la paciencia.

Ella cerró la puerta de la suite y se rió con suavidad.

—¿Crees que estás enfadado conmigo? Te equivocas, querido mío; soy yo quien está enfadada contigo. Llevas dos semanas en Nueva York y ni siquiera te has dignado a llamarme por teléfono. Qué decepción, Khalil...

—No tenemos nada que decirnos, Amber. No te he llamado porque no quiero pasar ni un segundo en tu compañía.

Ella hizo un gesto de desdén con la mano izquierda. El enorme diamante de su anillo brilló como un cristal de bisutería, pero el príncipe sabía que no era ningún cristal. A fin de cuentas, lo había pagado él.

—Pues tendrás que cambiar de actitud, cariño —dijo ella—. ¿Debo recordarte que estamos comprometidos?

Khalil se giró y contempló la ciudad desde la ventana. Amber tenía razón; por mucho que le disgustara, se habían comprometido.

—No quiero casarme contigo, Amber. Nunca te he querido.

—Pero eres príncipe y te casarás conmigo por el bien de tu país, sin tomar tus sentimientos personales en consideración. Es tu deber, Khalil. Es tu destino.

Él la miró, lleno de frustración y de ira. Amber se apoyó en el sofá y sonrió, enseñando una dentadura absolutamente blanca.

Khalil habría dado cualquier cosa por encontrar una salida a su problema, pero no podía hacer nada. Cuando estaba en El Bahar, Amber se comportaba como una mujer intachable y digna del mayor de los respetos. Él era el único que sabía la verdad; el único que sabía que, cuando se marchaba al extranjero, se transformaba por completo y se convertía en una devoradora de hombres, siempre con sed de otra conquista.

—Serás mío —susurró ella—. Te casarás conmigo, te acostarás conmigo y serás mi esposo.

—Jamás.

Amber se rió.

—¿Vas a romper el compromiso? Lo dudo mucho... Al fin y al cabo, tendrías que justificarlo. ¿Y qué podrías decir?

—La verdad.

Amber volvió a reír.

—Ah, eso... ¿Vas a hablar con mi padre, el primer ministro de El Bahar, y le vas a presentar pruebas de mi comportamiento? ¿Eres capaz de decirle que su hija favorita, el amor de su vida, es una seductora? No, no lo creo.

Ella se detuvo un momento antes de continuar.

—Sería verdaderamente triste, Khalil. El gran estadista, el gran líder, el defensor del pueblo... humillado por una niña caprichosa.

Khalil apretó los dientes. Amber estaba en lo cierto; si le decía a su padre la verdad, lo destrozaría. Además, la tradición de El Bahar determinaba que los padres eran responsables de los pecados de sus hijos, así que Aleser no tendría más remedio que presentar su dimisión como primer ministro y El Bahar perdería a un gran hombre.

Estaba entre la espada y la pared. O mantenía silencio o pondría en peligro el futuro de El Bahar.

—Tengo mucho dinero, Amber —le recordó.

—Yo también, Khalil. Pero hay algo que no tengo... un título. Y quiero ser princesa.

—¿Sólo princesa? Tal vez prefieras ser reina...

Amber se quedó pensativa.

—Sí, reconozco que he considerado esa posibilidad, pero me temo que no es posible. Aunque tal vez no lo sepas, ya he estado con tu hermano. Khalil se quedó helado. No podía creer que Amber se hubiera acostado con Malik.

—Fue después de que perdiera a su esposa —continuó ella—. Estaba muy triste y no dejaba de beber... y yo estaba muy sola. Una noche, se me ocurrió que podíamos ayudarnos mutuamente. Y debo decir que Malik estuvo impresionante... Espero que seas tan buen amante como él, Khalil. Si quieres, podemos probarlo ahora mismo.

Khalil no dijo nada. Estaba demasiado disgustado.

—¿Por qué esperar? Nos casaremos pronto y no tardaré en darte hijos, tus hijos. Entonces, no me podrás negar nada.

El príncipe sintió un frío intenso. No quería casarse con aquella bruja. Debía encontrar el modo de quitársela de encima.

—Márchate. Esta noche no quiero estar con ninguna prostituta.

Amber lo miró con humor.

—Ten cuidado con lo que dices, Khalil. Puedo ser una adversaria formidable.

—Yo también, Amber. Crees que puedes hacer o decir lo que te parezca porque estoy atrapado, pero te equivocas. Firmaría un pacto con el diablo antes que casarme contigo.

—Lo sé, pero ¿serías capaz de dañar los intereses de tu país? Verás, Khalil... el diablo no tiene nada que ver en este asunto. Tú eres tu único enemigo, tu peor enemigo. Adoras a los ciudadanos de El Bahar y estás dispuesto a hacer cualquier cosa por su bien, incluso casarte conmigo. Como ves, no tengo nada que temer.

Amber le lanzó una mirada de desprecio y se marchó entre risas. Khalil apretó los puños, derrotado, y deseó estar lejos de allí.

Empezó a caminar de un lado a otro, preguntándose por las posibles soluciones. Ni siquiera podía decírselo al rey y esperar que lo mantuviera en secreto; su padre era un gran amigo del padre de Amber y se sentiría obligado a contárselo.

Una hora después, sonó el teléfono. Khalil cruzó la sala, levantó el auricular y oyó la voz de Dora.

—¿Dígame?

El príncipe estaba a punto de colgar cuando oyó otra voz, de hombre.

—Hola, Dora, soy Gerald. ¿Dónde diablos te has metido?