Simplemente perfecto - Sólo para mí - Susan Mallery - E-Book
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Simplemente perfecto - Sólo para mí E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

Simplemente perfecto Cuando la mejor amiga de Pia O'Brian murió, esta esperaba heredar a su querido gato, pero, en lugar de eso, Crystal le dejó tres embriones congelados. Pia no creía que estuviera preparada para la maternidad. Sin embargo, dispuesta a cumplir el sueño de su amiga, decidió convertirse en madre soltera… y ese mismo día conoció a un hombre guapísimo y sexi. Raúl Moreno, un famoso exjugador de fútbol americano que se había criado en una casa de acogida, era ahora más rico de lo que podría haber imaginado nunca y dirigía un campamento para los niños necesitados de Fool's Gold. Aunque después de su última relación había decidido olvidarse de las mujeres, no podía sacarse de la cabeza a la dulce y sexi Pia… y le propuso un descabellado plan. Solo para mí Tal vez la escasez de hombres en su pueblo ocupara titulares, pero para ella no era algo nuevo. Dakota Hendrix tenía mayores problemas con los que lidiar, como supervisar el reality show que se estaba grabando en Fool's Gold. Encontrar solteros que valieran la pena era una tarea bastante complicada, pero Dakota se llevó una agradable sorpresa cuando se topó con un sexi desconocido. Finn Andersson haría lo que fuera para que sus dos hermanos no participaran en aquel programa de televisión. Incluso pedir ayuda a aquella atractiva rubia de ojos oscuros. Aunque Dakota y Finn se sentían mutuamente atraídos, ambos sabían cómo podía desmoronarse una familia, por eso no se atrevían a tener algo más que una aventura. Encontrar el amor no era tan sencillo como parecía en la pantalla.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 118 - diciembre 2018

© 2010 Susan Mallery, Inc.

Simplemente perfecto

Título original: Finding Perfect

© 2011 Susan Mallery, Inc.

Solo para mí

Título original: Only Mine

Publicadas originalmente por HQN™ Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-764-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Simplemente perfecto. Susan Mallery

Dedicatoria

1

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9

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Solo para mí. Susan Mallery

Dedicatoria

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Si te ha gustado este libro…

Simplemente perfecto. Susan Mallery

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A Jenel; igual que Pia, eres organizada, entregada y encantadora. Fool’s Gold estaría perdido sin ella y yo estaría perdida sin ti. Mil gracias por todo lo que haces.

1

 

 

 

 

 

–¿Cómo que me ha dejado los embriones? Se supone que yo me quedo con el gato –Pia O’Brian se detuvo lo suficiente como para llevarse la mano al pecho. El impacto de oír los detalles del testamento de Crystal había sido suficiente como para detener el más fuerte de los corazones y el de Pia estaba dañado por la pérdida de su amiga.

Se sintió aliviada al ver que su corazón aún latía, aunque la velocidad a la que bombeaba era de lo más desconcertante.

–Es el gato –repitió, hablando lo más claramente posible para que la bien vestida abogada que tenía sentada en frente la comprendiera–. Se llama Jake. No soy una persona a la que le gusten los animales, pero hemos hecho las paces. Creo que le caigo bien, aunque cuesta saberlo porque es muy reservado. Supongo que igual que la mayoría de los gatos.

Pia pensó en llevar al gato para que la abogada lo viera con sus propios ojos, pero no estaba segura de que eso fuera a servir de algo.

–Crystal jamás me dejaría a sus bebés –añadió con un susurro, principalmente porque era verdad. Ella no había tenido instinto maternal en toda su vida. Ocuparse del gato ya había sido un gran paso para ella.

–Señorita O’Brian –dijo la abogada con una breve sonrisa–, Crystal fue muy clara en su testamento. Ella y yo hablamos en varias ocasiones durante el avance de su enfermedad. Quería que usted se quedara con sus embriones. Solo usted.

–Pero yo… –Pia tragó saliva.

Embriones. En alguna parte de un laboratorio habría tubos de ensayo congelados u otros contenedores y dentro de ellos se encontrarían esos potenciales bebés que su amiga tanto había anhelado.

–Sé que es un impacto –dijo la abogada, una elegante mujer de unos cuarenta años ataviada con un traje de chaqueta–. Crystal dudaba si decirle o no lo que había hecho. Al parecer, decidió no decírselo antes de tiempo.

–Probablemente porque sabía que intentaría convencerla de lo contrario –murmuró Pia.

–Por ahora, no tiene que hacer nada. Las tarifas de conservación están pagadas durante los próximos tres años. Hay algunos documentos que rellenar, pero podemos ocuparnos de ello más adelante.

Pia asintió.

–Gracias –dijo y se levantó. Una breve mirada a su reloj le dijo que iba a tener que darse prisa o llegaría tarde a su cita de las diez y media en la oficina.

–Crystal la eligió por una razón –dijo la abogada mientras Pia caminaba hacia la puerta.

Pia le lanzó a la mujer una tensa sonrisa y fue hacia las escaleras. Unos segundos después, ya estaba fuera, respirando hondo y preguntándose cuándo dejaría de girar el mundo.

Eso no podía estar pasando, se dijo cuando echó a andar. No podía ser. ¿En qué había estado pensando Crystal? Había docenas de otras mujeres a las que podía haberles dejado los embriones. Cientos, probablemente. Mujeres a las que se les daban bien los niños, que sabían cocinar, reconfortarlos y tomarles la temperatura con el dorso de la mano.

Ella ni siquiera podía mantener viva una planta y se le daba fatal dar abrazos, tanto que su último novio se había quejado de que ella siempre era la que se separaba primero. Probablemente porque el hecho de que la abrazaran demasiado rato hacía que se sintiera atrapada, y esa no era exactamente una buena cualidad para una madre potencial.

Su estómago estaba cada vez más agitado. ¿En qué había estado pensando Crystal y por qué? ¿Por qué ella? Eso era lo que no podía entender. ¡Cómo había podido su amiga tomar una decisión así sin ni siquiera mencionárselo!

Fool’s Gold era la clase de lugar donde todo el mundo conocía a todo el mundo y era difícil guardar secretos, pero al parecer, Crystal había logrado romper con las convenciones y guardarse una gran cantidad de información.

Pia llegó a su oficina. La primera planta del edificio albergaba varios negocios de ventas al por menor: una tienda de tarjetas, una tienda de regalos y pastelería donde vendían los mejores dulces y Libros Morgan. Su oficina estaba arriba.

Al llegar al segundo piso, vio a un hombre alto de pie junto a la puerta de su despacho.

–Hola –dijo ella–. Siento llegar tarde.

El hombre se giró.

Había una ventana detrás de él, así que no pudo verle la cara, pero sabía las citas que tenía por la mañana y el nombre del hombre al que tenía que ver. Raúl Moreno era alto y tenía unos hombros enormes. A pesar del inusual frío día de septiembre, no se había molestado en ponerse una chaqueta. Por el contrario, llevaba únicamente una camiseta con el cuello en V y unos vaqueros oscuros.

«Menudo hombre», pensó sin darse cuenta. Y tenía sentido. Raúl Moreno era un exjugador de fútbol americano, había jugado con los Cowboys de Dallas. Después de diez años, se había retirado cuando estaba en lo más alto y había desaparecido de la vida pública. El año anterior, había aparecido en Fool’s Gold para participar en un torneo de golf benéfico. Por razones que no lograba entender, él se había quedado allí.

Según se acercaba, pudo ver esos grandes ojos oscuros y ese hermoso rostro. Tenía una cicatriz en la mejilla, probablemente por haber protegido a una anciana durante un asalto callejero. Tenía reputación de ser un tipo simpático y ella tenía la regla de no confiar jamás en la gente simpática.

–Señorita O’Brian –comenzó a decir él–. Gracias por recibirme.

Ella abrió la puerta del despacho y le indicó que entrara.

–Pia, por favor. Ya me van acechando mis años de «señorita O’Brian», pero aún no estoy preparada para que se dirijan a mí de ese modo.

Él era tan guapo que bien podía haberla distraído. Bajo otras circunstancias, probablemente habría sucedido, pero en ese momento estaba demasiado ocupada preguntándose si los tratamientos de quimio le habrían dañado el cerebro a Crystal. Su amiga siempre había parecido muy racional, pero estaba claro que eso no había sido más que una fachada.

Pia le indicó a Raúl que se sentara frente a su escritorio y colgó su chaqueta en el perchero.

Su despacho era pequeño, pero funcional. Tenía una habitación principal de buen tamaño con un calendario de los últimos tres años que cubría la mayor parte de una pared.

Pósteres de distintos festivales celebrados en Fool’s Gold ocupaban el resto de la pared. Tenía un almacén y un aseo en la parte trasera, varios armarios y un archivador compulsivamente organizado. Normalmente seguía la regla de ir a hacer visitas en lugar de recibirlas, pero en esa ocasión había resultado más práctico y había tenido más sentido que Raúl se pasara por su despacho.

Claro que eso había sido antes de descubrir que le habían legado tres posibles hijos congelados.

Fue hacia la pequeña nevera que tenía en una esquina y le dijo:

–Tengo refrescos light y agua, aunque tú no tienes pinta de hacer dietas.

Él enarcó una ceja.

–¿Estás preguntándomelo o diciéndomelo?

Ella sonrió.

–¿Me equivoco?

–El agua está bien.

–Lo sabía.

Sacó una botella y una lata de refresco y volvió al escritorio. Después de darle la botella, se sentó y miró el bloc amarillo que tenía delante. Había algo escrito en él; podía distinguir algunas letras, pero no palabras enteras y mucho menos frases.

Se suponía que tenían una reunión sobre algo. Eso estaba claro. Ella se ocupaba de los festivales celebrados en el pueblo. Había una docena de eventos que organizaba cada año, pero su mente no iba más allá. Cuando intentaba recordar por qué estaba ahí Raúl, se quedaba en blanco. Tenía la cabeza llena de otras cosas.

Bebés. Crystal le había dejado sus bebés. De acuerdo, embriones, pero la implicación estaba clara. Crystal quería que sus hijos nacieran y eso significaba que iban a tener que implantárselos a alguien y que ese alguien tendría que acabar dando a luz. Aunque eso ya le parecía lo suficientemente aterrador, también estaba el horror de tener que criarlos después.

Los niños no eran como gatos. Eso lo sabía muy bien. Necesitaban más que pienso, un cuenco de agua y una caja limpia para hacer pis. Mucho más.

–Oh, Dios, no puedo hacerlo –susurró.

Raúl frunció el ceño.

–No lo entiendo. ¿Quieres que aplacemos la reunión para otro día?

¿Reunión? Oh, claro. Él estaba allí por algo. Su campamento… quería que ella…

Volvió a quedarse en blanco y al instante sintió pánico.

Se levantó y comenzó a respirar hondo y aceleradamente.

–No puedo hacerlo. Es imposible. ¿En qué estaba pensando? No tenía que haberlo hecho.

–¿Pia?

Raúl se levantó y justo cuando ella se giró para decirle que lo mejor era aplazar la reunión, todo comenzó a darle vueltas y más vueltas y a oscurecerse.

Lo siguiente que supo fue que estaba en su silla, con la cabeza entre las rodillas y que algo estaba haciéndole presión en la nuca.

–Esto es muy incómodo.

–Sigue respirando.

–Es más fácil decirlo que hacerlo. Suéltame.

–Un par de veces más.

La presión de su nuca disminuyó. Lentamente, se puso recta y se extrañó ante lo que vio.

Raúl Moreno estaba de cuclillas a su lado, con su oscura mirada cargada de preocupación. Respiró hondo una vez más y se dio cuenta de que él olía realmente bien; a limpio, pero con un toque de algo más.

–¿Estás bien? –le preguntó él.

–¿Qué ha pasado?

–Has empezado a desmayarte.

Raúl la miró a los ojos y ella parpadeó y sacudió la cabeza.

–Yo no me desmayo. Nunca me desmayo. Yo… –recobró la memoria–. Oh, mierda –se cubrió la cara con las manos–. No estoy nada preparada para ser madre.

Raúl se movió con una velocidad que hacía honor a su condición física y que resultó casi cómica al mismo tiempo.

–¿Problemas con algún hombre? –preguntó con cautela y poniendo una distancia de seguridad.

–¿Qué? –ella bajó las manos–. No. No estoy embarazada. Para eso hace falta sexo… o no. La verdad es que no haría falta… No, esto no puede estar pasando.

–De acuerdo –él parecía nervioso–. ¿Debería llamar a un médico?

–No, pero puedes irte si quieres. Estoy bien.

–Pues no pareces estar bien.

Ahora fue ella la que enarcó las cejas.

–¿Estás criticando algo sobre mi aspecto?

Él sonrió.

–Jamás me atrevería a hacerlo.

–Pues ha sonado casi como una crítica.

–Sabes lo que quería decir.

Y lo sabía.

–Estoy bien. Me he llevado un fuerte impacto. Una amiga mía ha muerto hace poco; estaba casada con un militar y antes de que lo destinaran a Irak decidieron guardar unos embriones para fecundarlos in vitro para que ella pudiera tener hijos si le sucedía algo.

–Es triste, pero tiene sentido.

Ella asintió.

–Lo mataron hace un par de años. Fue muy duro para ella, pero al cabo de un tiempo decidió tener a los bebés porque así, al menos una parte de él viviría.

Pia se levantó y caminó hasta el otro lado del despacho; era como si moverse la ayudara. Respiró hondo un par de veces para asegurarse de que seguía consciente. ¿Desmayarse? Imposible. Y a pesar de ello, el mundo había empezado a desdibujarse.

Se forzó a volver al tema que estaban tratando.

–Fue al médico para hacerse un examen rutinario y le descubrieron un linfoma; un linfoma de los malos.

–¿Es que los hay buenos?

Ella se encogió de hombros.

–Hay un tipo que puede curarse, pero el suyo no era de esos. Y ha muerto. Yo cuidaba de su gato y me imaginaba que acabaría quedándomelo. Nos llevamos bien… bueno, más o menos. Cuesta decirlo tratándose de un gato.

–Son muy reservados.

Hubo algo en el modo en que habló que hizo que Pia lo mirara y le preguntara:

–¿Estás burlándote de mí?

–No.

Lo vio esbozar una media sonrisa.

–No me provoques o acabaré hablando de mis sentimientos.

–Lo que sea menos eso.

Pia volvió a su mesa y se sentó en su silla.

–No me ha dejado al gato. Me ha dejado a los embriones. No sé en qué estaba pensando. Bebés. ¡Podía habérselos dejado a cualquiera menos a mí! Y no es algo que pueda ignorar. La abogada me dio a entender que podía esperar un tiempo porque las tasas estaban pagadas durante tres años –lo miró–. Supongo que es por lo de la congelación. Tal vez debería ir a verlos.

–Son embriones, ¿qué hay que ver?

–No lo sé. Algo. ¿No pueden ponerlos en un microscopio? Tal vez si los viera, entendería algo –lo miraba como si él tuviera la respuesta–. ¿Por qué pensó que yo podía criar a sus hijos?

–Lo siento, Pia, pero no lo sé.

Parecía incómodo y tenía la mirada clavada en la puerta. De pronto, ella volvió a la realidad y se sintió avergonzada.

–Lo siento muchísimo –murmuró mientras se levantaba–. Dejaremos la reunión para otro momento, estaré mucho mejor la próxima vez. Deja que consulte mi agenda y te llamaré.

Él agarró el pomo de la puerta y se detuvo.

–¿Estás segura de que estarás bien?

No, no estaba segura. No estaba segura de nada. Pero ese no era el problema de Raúl.

Forzó una sonrisa.

–Estoy genial. En serio, márchate. Voy a llamar a un par de amigas y me desahogaré con ellas.

–De acuerdo –él vaciló–. ¿Tienes mi número?

–Ajá –no estaba segura de si lo tenía o no, pero estaba decidida a dejarlo marchar mientras aún le quedara un átomo de dignidad–. La próxima vez que me veas, seré absolutamente profesional. Lo juro.

–Gracias. Cuídate.

–Adiós.

Y se marchó.

Cuando la puerta se cerró, ella se dejó caer en la silla y, después de apoyar los brazos en la mesa, posó la cabeza sobre ellos e hizo todo lo que pudo por seguir respirando.

Crystal le había dejado sus embriones y solo había dos preguntas que importaban: ¿Por qué y qué demonios se suponía que tenía que hacer ahora?

 

 

Raúl llegó a la Escuela Elemental Ronan poco después de las dos. Aparcó en el aparcamiento que había junto al patio y no le extrañó que el suyo fuera el único Ferrari por allí. Le gustaban esa clase de juguetitos.

Antes de poder bajar del coche, su móvil sonó. Miró el reloj, aún tenía unos minutos antes de acudir a su cita, y vio el número reflejado en la pantalla. Sonrió mientras contestaba.

–Hola, entrenador.

–Hola –dijo Hawk, su antiguo entrenador del instituto–. Hace tiempo que Nicole no sabe nada de ti y llamo para averiguar por qué.

Raúl se rio.

–La semana pasada hablé con tu preciosa mujer, así que sé que no me llamas por eso.

–Me has pillado. Estoy vigilándote, asegurándome de que estás siguiendo adelante con tu vida.

Así era Hawk, pensó Raúl con frustración y aprecio a partes iguales.

–Has pasado por cosas malas –siguió diciendo el hombre–, pero no te regocijes en ello.

–No lo hago. Simplemente estoy ocupado.

–Le das demasiadas vueltas a las cosas. Te conozco. Búscate un objetivo, implícate personalmente en tu nuevo pueblo. Te distraerá. No puedes cambiar lo que ha pasado.

El buen humor de Raúl se disipó. Hawk tenía razón. El pasado no podía cambiarse. Los que se habían ido no volverían y eso era algo que no podía solucionarse ni con todo el dinero del mundo.

–No puedo olvidarlo –admitió.

–Tendrás que hacerlo. Tal vez no hoy, pero pronto. Puedes recuperarte, Raúl. Ábrete a la gente.

Parecía imposible, pero llevaba casi veinte años confiando en Hawk.

–Haré lo que pueda.

–Bien. Llama a Nicole.

–Lo haré.

Colgaron.

Raúl se quedó unos segundos sentados dentro del coche pensando en lo que Hawk le había dicho. Implicarse. Encontrar un objetivo. Lo que el otro hombre no sabía era lo mucho que él quería evitar todo eso. Implicarse era lo que había causado el problema en un principio. La vida era mucho más segura si la vivías desde la distancia.

Salió del coche y agarró la mochila que había llevado. Siempre que visitaba una escuela, llevaba unos cuantos balones oficiales de la Liga Nacional y tarjetas firmadas de los jugadores. Eso ponía muy contentos a los niños y por eso estaba allí. Para entretenerlos y motivarlos.

Se fijó en el edificio principal de la escuela. Era viejo, pero estaba bien conservado. Solía charlar con chavales de instituto, pero la directora y la maestra le habían insistido demasiado. Era nuevo en el pueblo y, ya que tenía pensado quedarse en Fool’s Gold de manera permanente, había decidido que cedería y cooperaría.

Entró en el edificio y lo primero en lo que se fijó fue en que, a diferencia de las escuelas de las grandes ciudades que solía visitar, en esa no había ni detector de metales ni guardias. Las puertas dobles estaban abiertas, los pasillos eran amplios y bien iluminados, las paredes libres de grafitis. Al igual que el resto de Fool’s Gold, la escuela era demasiado perfecta para ser verdad.

Siguió las indicaciones que lo conducían hasta el despacho principal y se vio en una gran zona abierta con un largo mostrador donde estaban los típicos boletines de anuncios con folletos para fomentar la lectura y programas extra escolares. Una mujer de cabello oscuro estaba sentada en un escritorio tecleando algo en un viejo ordenador.

–Buenos días –dijo él.

La mujer, que parecía estar cerca de los cuarenta, alzó la mirada. Se quedó boquiabierta, se levantó y sacudió las manos.

–Oh, vaya, estás aquí. ¡Estás aquí! No puedo creerlo –corrió hacia él–. Hola, soy Rachel. Mi padre es un superfan tuyo. Se va a morir cuando le diga que te he conocido.

–Espero que no –dijo Raúl con tono distendido mientras sacaba una tarjeta de la mochila y buscaba un bolígrafo.

–¿Qué?

–Que espero que no se muera.

Rachel se rio.

–No lo hará, pero se pondrá celoso. Había oído que vendrías y aquí estás. ¡Esto es tan emocionante! Raúl Moreno en nuestra escuela.

–¿Cómo se llama tu padre?

–Norm.

Firmó la tarjeta y se la dio.

–Puede que esto le ayude a llevar mejor la decepción.

Ella tomó la tarjeta con sumo respeto y se llevó una mano al pecho.

–Muchas gracias. Es maravilloso –miró el reloj y suspiró–. Supongo que ahora tengo que llevarte a la clase de la señorita Miller.

–Sí, creo que será mejor que vaya a hablar con los niños ya.

–Bien. Para eso estás aquí. Ha sido maravilloso conocerte.

–Lo mismo digo, Rachel.

Ella salió de detrás del mostrador y fueron al pasillo. Mientras caminaban, la mujer le hablaba sobre el colegio y el pueblo a la vez que lo miraba con una mezcla de aprecio y flirteo. Estaba acostumbrado a eso, iba con su profesión, y hacía tiempo que había aprendido a no tomarse tanta atención demasiado en serio.

La clase de la señorita Miller se encontraba al final del pasillo. Rachel le abrió la puerta.

–Buena suerte –le dijo.

–Gracias.

Entró solo en el aula.

Había alrededor de veinte niños, todos mirándolo con los ojos como platos, mientras su profesora, una atractiva mujer de unos cuarenta años, se sonrojaba.

–Oh, señor Moreno. No puedo darle las gracias lo suficiente por estar hoy con nosotros. Es muy emocionante.

Raúl sonrió.

–Siempre me alegra charlar con los niños –miró a toda la clase–. Buenos días.

Unos cuantos alumnos lo saludaron mientras que otros parecían demasiado impactados y emocionados como para hablar. Por lo menos los chicos. La mayoría de las niñas no parecían en absoluto impresionadas.

–Cuarto curso, ¿verdad?

Una niña con gafas sentada en la fila de delante respondió:

–Somos el grupo avanzado, estamos por encima de nuestro nivel en lectura.

–¡Oh, vaya! –exclamó él, dando un paso atrás de manera exagerada–. Así que sois los más listos. ¿Vais a hacerme alguna pregunta de Matemáticas?

La boca de la niña se curvó en una sonrisa.

–¿Te gustan las Matemáticas?

–Sí, claro –miró a toda la clase–. ¿A quién de aquí le gusta mucho el colegio de verdad?

Unos cuantos niños alzaron la mano.

–El colegio puede cambiaros la vida –dijo él apoyando una cadera en la mesa de la maestra–. Cuando crezcáis, vais a tener trabajo y así os ganaréis la vida. Hoy la mayoría de vuestras responsabilidades se centran en trabajar bien en el colegio. ¿Quién sabe por qué tenemos que aprender cosas como leer y Matemáticas?

Más manos se alzaron.

Su charla habitual giraba en torno a sentirse motivado, a encontrar un mentor y a hacer de sus vidas una vida mejor, pero eso le parecía demasiado para niños de nueve años. Así que tendría que hablar de lo importante que era que les gustara el colegio y que lo hicieran lo mejor posible.

La señorita Miller se acercó.

–¿Necesita algo? –le preguntó con un susurro–. ¿Le traigo algo?

–No, gracias, estoy bien.

Volvió a centrar su atención en los niños. La niña de la primera fila parecía más interesada en lo que sucedía al otro lado de la ventana. Resultaba extraño, pero le recordaba a Pia. Tal vez era por el pelo ondulado y castaño, o por su obvia falta de interés en él como persona. Pia tampoco se había inmutado; apenas se había fijado en él… aunque tampoco era de extrañar, dado el modo en que había comenzado la mañana para esa chica. Pero él sí que se había fijado en ella y le había parecido encantadora y divertida, incluso sin que lo hubiera intentado.

Centró su atención de nuevo en los alumnos, respiró hondo y frunció el ceño. Volvió a inspirar y olió algo extraño.

Si hubiera sido un instituto, habría dado por hecho que algún experimento había salido mal en el laboratorio de Ciencias o que se les estaban quemando las galletas en clase de labores domésticas. Pero en las escuelas elementales no disponían de esa clase de instalaciones.

Se giró hacia la señorita Miller.

–¿Huele eso?

Ella asintió con una mirada azul cargada de preocupación.

–Tal vez ha sucedido algo en la cafetería.

–¿Hay un incendio? –preguntó uno de los niños.

–Quedaos sentados todos –dijo con firmeza la señorita Miller mientras iba hacia la puerta.

La abrió lentamente y, al hacerlo, el olor a humo se hizo más intenso. Unos segundos después, saltaron las alarmas de incendios.

La mujer se giró hacia él.

–Es solo el segundo día de colegio. Aún no hemos practicado el simulacro. Creo que hay un incendio de verdad.

Los niños ya estaban de pie y parecían asustados, al borde del pánico.

–¿Sabéis hacia dónde tenemos que ir? ¿Conocéis la salida? –les preguntó él.

–Claro.

–Bien –se giró hacia los estudiantes–. ¿Quién está al mando aquí? –preguntó lo suficientemente alto como para que lo oyeran por encima de la sirena.

–¡La señorita Miller! –gritó alguien.

–Exactamente. Poneos en fila y seguid a la señorita Miller por el pasillo. Habrá muchos niños ahí fuera. Mantened la calma. Yo iré el último y me aseguraré de que todos salís del edificio.

La señorita Miller les indicó a sus alumnos que fueran hacia la puerta.

–Seguidme –les dijo–. Iremos deprisa. Todos de la mano. No os soltéis. Todo va bien. Manteneos juntos.

La señorita Miller salió por la puerta. Los niños comenzaron a seguirla y Raúl esperó para asegurarse de que ninguno se quedaba atrás. Un niño pareció dudar un poco antes de marcharse.

–No pasa nada –le dijo Raúl con un tono deliberadamente calmado. Fue a agarrar al niño de la mano, pero el pequeño se estremeció y se encogió, como si fuera a esperar que lo golpeara. El chico, pelirrojo y pecoso, se alejó antes de que Raúl pudiera decir nada.

Raúl salió al pasillo. El olor a humo era más intenso. Había varios niños llorando y unos cuantos en mitad del pasillo tapándose los oídos. Las sirenas sonaban sin cesar mientras los profesores les gritaban a sus alumnos que los siguieran hasta la calle.

–Vamos –dijo él tomando en brazos a la pequeña que tenía al lado–. Vamos.

–Estoy asustada –dijo la niña.

–Soy lo suficientemente grande como para protegerte.

Otro niño se agarró a su brazo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

–Suena demasiado fuerte.

–Pues vamos fuera, donde hay menos ruido.

Caminaba deprisa, instando a los niños a avanzar con él. Los profesores corrían de un lado a otro, contando niños, comprobando que no se dejaban a ninguno atrás.

Cuando Raúl y su grupo de niños llegaron a las puertas principales que conducían a la calle, los niños salieron corriendo. Dejó en el suelo a la niña, que corrió hacia su profesora. Podía ver el humo alzándose en el aire, una nube grisácea que cubría el brillante azul.

Los estudiantes se agolpaban a su alrededor. Se gritaron sus nombres. Los profesores colocaron a los grupos por cursos y después por clases. Raúl se giró y volvió a entrar en el edificio.

Ahora podía hacer algo más que oler humo. Podía verlo. El aire era espeso y cada vez más oscuro, haciendo que resultara difícil respirar. Fue aula por aula, abriendo puertas, comprobando debajo de las grandes mesas de los profesores, observándolo todo para asegurarse de que nadie se había quedado atrás.

Encontró a una diminuta niña en una esquina de la tercera clase en la que entró; tenía la cara llena de lágrimas. Estaba tosiendo y sollozando. La levantó, se giró y casi se chocó con una bombera.

–Yo la llevo –dijo la mujer mirándolo desde detrás de una máscara y agarrando a la niña–. Salga de aquí ahora mismo. El edificio tiene setenta años. A saber qué cóctel químico hay en el aire.

–Podría haber más niños.

–Lo sé, y cuanto más tiempo estemos aquí hablando, en más peligro estarán. Ahora, muévase.

Siguió a la bombera hasta salir del edificio. No fue hasta que estuvo fuera cuando se dio cuenta de que estaba tosiendo y ahogándose. Se agachó intentando tomar aire.

Cuando pudo volver a respirar, se puso derecho. La escena era un caos controlado. Había tres camiones de bomberos delante de la escuela. Los alumnos se apiñaban en el césped, bien retirados del edificio. El humo salía en todas las direcciones.

Unas cuantas personas gritaron y señalaron algo. Raúl se giró y vio llamaradas saliendo del tejado en un extremo del colegio.

Se giró para volver a entrar, pero una bombera lo agarró del brazo.

–Ni se le ocurra –le dijo–. Déjeselo a los profesionales.

Ella sacudió la cabeza.

–¿Ha entrado antes, verdad? Civiles. ¿Cree que llevamos máscaras porque son bonitas? ¡Médicos! –gritó la última palabra y lo señaló.

–Estoy bien –logró decir mientras sentía presión en el pecho.

–Deje que adivine. Es médico también. Coopere con esta agradable señorita o le diré que necesita que le pongan un enema.

2

 

 

 

 

 

No había nada como un desastre en la comunidad para sacar a una persona de un momento de autocompasión, pensó Pia mientras estaba en un extremo del parque de la Escuela Elemental Ronan y miraba hacia lo que había sido una hermosa vieja escuela. Ahora las llamas consumían el tejado y hacían que explotaran las ventanas. El olor a destrucción estaba por todas partes.

Había oído los camiones de bomberos desde su despacho y había visto el humo oscureciendo el cielo. Solo había tardado un segundo en darse cuenta de dónde estaba el fuego y que tenía mala pinta. Ahora, mientras estaba en el patio de juegos, sintió cómo se quedaba sin respiración cuando uno de los muros tembló antes de caer.

Siempre había oído a la gente hablar sobre el fuego como si estuviera vivo. Una criatura viviente con determinación y una naturaleza maligna. Hasta ese momento, nunca lo había creído, pero al ver el modo en que el fuego sistemáticamente destruía la escuela, pensó que podría haber algo de verdad en esa teoría.

–Esto está muy mal –susurró.

–Peor que mal.

Pia vio a la alcaldesa Marsha Tilson a su lado. La mujer, que ya pasaba de los sesenta, tenía una mano posada en el pecho y los ojos abiertos como platos.

–He hablado con la jefa de bomberos. Me ha asegurado que han revisado todas las clases y salas del edificio. No queda nadie dentro, pero el edificio… –se le entrecortó la voz–. Este fue mi colegio.

Pia rodeó a la mujer con un brazo.

–Lo sé. Es horrible ver esto.

Marsha controló sus emociones visiblemente.

–Vamos a tener que encontrar un lugar al que llevar a los niños. No pueden perder días de clase por esto, pero los demás colegios están llenos. Podríamos traer clases portátiles, debe de haber alguien a quien pueda llamar –miró a su alrededor–. ¿Dónde está Charity? Ella puede saber algo.

Pia se giró y vio a su amiga junto a una multitud de histéricos padres.

–¡Allí!

Marsha la vio y frunció el ceño.

–No inhalará humo, ¿verdad?

Pia comprendió su preocupación. Charity estaba embarazada de varios meses y era la nieta de la alcaldesa.

–Está al aire libre, no le pasará nada.

Marsha contempló tanta destrucción.

–¿Qué puede haber provocado esto?

–Lo descubriremos. Lo importante es que todos los niños y empleados están a salvo. El colegio podemos arreglarlo.

Marsha le apretó la mano.

–Eres muy racional. Ahora mismo es lo que necesito. Gracias, Pia.

–Lo superaremos juntos.

–Lo sé. Eso me hace sentir mejor. Voy a hablar con Charity.

Cuando la alcaldesa se marchó, Pia se quedó en el césped. Cada pocos segundos, una oleada de calor llegaba hasta ella junto con el olor a humo y a destrucción.

Justo esa mañana había pasado por delante del colegio y todo estaba bien. ¿Cómo podían haber cambiado las cosas tan rápido?

Antes de poder pensar en una respuesta, vio a unos padres llegando allí. Las madres y algunos padres corrieron hacia los niños, que seguían apiñados y protegidos por sus profesores. Hubo gritos de alivio y de terror. Abrazaron a sus hijos, buscaron posibles daños y les dieron las gracias a los profesores. El director del colegio estaba junto a los niños con un montón de papeles que, probablemente, serían las listas oficiales de alumnos, pensó Pia. Dadas las circunstancias, los padres tendrían que firmar antes de llevarse a sus hijos para así llevar la cuenta de todo.

Llegaron dos camiones de bomberos más y las alarmas contra incendios del colegio fueron silenciadas finalmente, pero el ruido seguía siendo ensordecedor. La gente gritaba, y los motores de los camiones rugían. Una voz por un megáfono advirtió a todo el mundo de que se mantuviera atrás, y después señaló la ubicación de los vehículos de emergencias médicas.

Pia miró en esa dirección y quedó sorprendida al ver a un hombre alto y familiar hablando con una de las mujeres de los servicios de emergencias. El pelo de Raúl estaba alborotado y su rostro manchado de hollín. Se detuvo para toser y, a pesar de todo, ese hombre seguía teniendo muy buen aspecto.

–Muy típico –murmuró mientras cruzaba el patio de juegos en dirección hacia él.

–Deja que adivine –dijo ella mientras se acercaba–. Has hecho algo muy heroico.

–Querrás decir estúpido –le dijo la doctora volteando los ojos–. Es cosa de hombres; no pueden evitarlo.

Pia se rio.

–Como si no lo supiera –se giró hacia Raúl–. Dime que no te has metido en un edificio en llamas para intentar salvar a un niño.

Él se puso derecho y respiró hondo.

–¿Por qué lo dices así? No es nada malo.

–Aquí hay profesionales que saben lo que están haciendo.

–Eso es lo que no dejan de decirme. ¿Qué ha pasado con darme las gracias por arriesgar mi vida?

–Lo más seguro habría sido que te hubieras desmayado por el humo y que con ello le hubieras dado más trabajo a los bomberos en lugar de menos –le dijo la doctora. Le quitó el pulsímetro de un dedo–. Estás bien. Si tienes algunos de los síntomas de los que hemos hablado, ve a Urgencias –miró a Pia–. ¿Va contigo?

Pia sacudió la cabeza.

–Chica lista –dijo el médico y después fue a atender a otro paciente.

–¡Ay! Este pueblo es muy duro.

–No te preocupes –le dijo Pia–. Estoy segura de que habrá muchas mujeres que querrán adularte y arrullarte mientras relatas tu acto de valentía.

–Pero tú no eres una de ellas.

–Hoy no.

–¿Cómo te encuentras?

Durante un segundo, ella no comprendió la pregunta. Después, volvió a la realidad. Era verdad, él había presenciado su pérdida de nervios ese mismo día.

–Quería llamarte –dijo ella a su lado mientras se alejaban de los paramédicos– para disculparme. Normalmente tengo mis crisis en privado.

–No pasa nada. Diría que lo comprendo, pero seguro que me arrancas la cabeza de un mordisco si lo hago. ¿Y si te digo que te compadezco?

–Te lo agradecería.

Ella vaciló, preguntándose si debía decir más o no. O si él preguntaría. Y no es que tuviera nada que decir. Seguía aferrándose a la realidad del legado de su amiga y no había decidido qué hacer. A pesar de la promesa de la abogada de que tenía por lo menos tres años antes de tener que decidir nada, Pia sentía la presión sobre ella.

Y no iba a discutir su dilema delante de Raúl. Él ya había sufrido bastante.

–¿Qué estabas haciendo aquí?

Él se había detenido y estaba mirando hacia el colegio, hacia los bomberos.

–¿Estás preocupado por los chicos? –preguntó Pia–. No lo estés. He asistido a muchas reuniones de planes de actuación en caso de emergencias. Son geniales si tienes problemas para dormir. Bueno, el caso es que hay un plan de actuación para cada colegio y una lista oficial. Cada día la oficina del distrito recibe por ordenador los listados de asistencia y una lista con los niños que han faltado el día en cuestión. Confía en mí. Se lleva un registro de cada alumno.

Él la miró, con sus oscuros ojos llenos de sorpresa.

–Todas son mujeres.

–La mayoría de los profesores lo son.

–Los bomberos. Todos son mujeres.

–¡Ah, eso! –se encogió de hombros–. Estamos en Fool’s Gold, ¿qué esperabas?

Él parecía tanto confundido como perdido, lo cual en un hombre alto y tan guapo resultaba de lo más atrayente… Eso, suponiendo que estuviera interesada en él… que no era el caso. Por si la cautela que solía tener con respecto a los hombres no fuera suficiente, Raúl era famoso y lo último que ella necesitaba era el dolor y el sufrimiento que solía acompañar a ese tipo de hombres. Eso, sin mencionar el hecho de que pronto podría quedarse embarazada de los embriones de otra pareja.

Una semana antes su vida había sido predecible y aburrida y ahora estaba al borde de convertirse en un titular de tabloide. El aburrimiento era mejor.

–Hay escasez de hombres –dijo Pia con paciencia–. Es normal que hayas notado que no hay muchos hombres en el pueblo. Creía que por eso te habías mudado aquí.

–Hay hombres.

–Sí, ¿dónde?

–El pueblo tiene niños –señaló a algunos alumnos que seguían esperando a que los recogieran–. Tienen padres.

–Es verdad; tenemos unas cuantas parejas de cría con fines experimentales.

Él dio un paso atrás.

Ella sonrió.

–Lo siento, era broma. Sí, hay hombres en el pueblo, pero estadísticamente no tenemos muchos. No los suficientes. Así que, si ves que eres excepcionalmente popular, no dejes que se te suba a la cabeza.

–Creo que me caías mejor cuando estabas teniendo una crisis emocional.

–No serías el primer hombre que prefiriera una mujer con una condición debilitada. Cuando estamos repletas de fuerza, suponemos una amenaza. Siendo tan grande y duro como eres, me había esperado algo más. La vida no es más que una decepción. Antes no has respondido a mi pregunta: ¿qué estabas haciendo aquí?

Él parecía distraído, como si le costara seguir la conversación.

–Hablando con la señorita Miller de la clase de cuarto. Hablo con los alumnos; normalmente es con chicos de instituto, pero no ha aceptado un «no» por respuesta.

–Seguro que lo que quería era pasarse la hora mirándote el trasero.

Raúl se quedó mirándola.

Ella se encogió de hombros.

–Está claro que te encuentras mejor.

–Es más bien una cuestión de estar al borde de la histeria –admitió.

Ella volvió a centrar su atención en el colegio. Estaba claro que acabaría en ruinas cuando todo eso hubiera terminado.

–¿Cómo de grande es tu casa? Pareces de esos que tienen una mansión. ¿Podrías albergar clases en el vestíbulo?

–Le tengo alquilada una casa de dos habitaciones a Josh Golden.

–Entonces eso es un «no». Van a tener que meter a los niños en otro sitio.

–¿Y qué pasa con los otros colegios del pueblo?

–Marsha ha dicho que estaban pensando en traer clases portátiles.

–¿Marsha?

–La alcaldesa Marsha Tilson. Mi jefa. ¿Conoces a Josh Golden?

Raúl asintió.

–Está casado con su nieta.

–Ah, ya.

Ahora parecía menos impresionado, lo cual probablemente lo hizo sentirse mejor. Con la cara llena de hollín se le veía bastante atractivo, aunque antes también lo había visto impresionantemente guapo. Era la clase de hombre que hacía que una mujer cometiera estupideces. Gracias a Dios que ella era inmune. Una vida de fracasos románticos podía curar a una mujer de la tontería.

–Deberías concertar otra cita –dijo ella–. Llamaré a tu oficina y lo arreglaré con tu secretaria.

–Ya estás otra vez, dando cosas por sentado. Yo no tengo secretaria.

–Ah… ¿Y quién te organiza la agenda y te hace sentir importante? –preguntó ella guiñándole un ojo.

Él la miró un segundo.

–¿Eres así con todo el mundo?

–¿Encantadora? –Pia se rio–. Es una norma que tengo; puedes preguntar por ahí.

–Puede que lo haga.

Raúl estaba bromeando, ella lo sabía. Aun así, sintió algo, una especie de cosquilleo en el vientre.

No, de ninguna manera, se recordó mientras se despedía con la mano y se dirigía a su coche. Y menos con un hombre como él. Los hombres guapos y de éxito tenían expectativas, ambiciones rubias. Ella lo sabía, leía la revista People.

La vida le había dado muchas lecciones importantes y la mayor de todas era que no tenía que depender de nadie para ser ella misma. Ella era fuerte, una mujer independiente. Los hombres eran opcionales y ahora mismo iba a decir que no.

 

 

Raúl pasó la siguiente hora en el colegio. Los bomberos tenían el fuego bajo control; la jefa le había dicho que algunos se quedarían allí durante, mínimo, las próximas veinticuatro horas para controlar puntos calientes. Las labores de limpieza comenzarían cuando la estructura restante se hubiera enfriado y se hubiera completado la investigación.

Era la clase de desastre sobre la que había leído en los periódicos y que había visto en las noticias un montón de veces a lo largo de los años. Pero ni el mejor de los artículos al respecto lo había preparado para la realidad del calor, de la destrucción y del olor. Pasarían meses, muchos años, antes de que ese lugar volviera a acercarse a la normalidad.

Ya se habían ido a casa todos los niños, al igual que la mayoría de los espectadores. Se dio la vuelta para dirigirse a su oficina. Su coche no corría peligro, pero estaba bloqueado por varios camiones de bomberos. Volvería más tarde y lo recogería. Mientras tanto, el centro del pueblo estaba tan solo a veinte minutos.

Raúl había crecido en Seattle, había ido a la facultad en Oklahoma y allí lo habían fichado los Cowboys de Dallas. Era un chico de gran ciudad que disfrutaba yendo a restaurantes, con la vida nocturna y con las posibilidades que esta le brindaba. Por lo menos eso había pensado hasta que en algún punto de su vida salir a todas horas había terminado aburriéndolo y había querido echar raíces y asentarse.

–No vayas por ahí –se dijo firmemente.

Revivir el pasado era una pérdida de tiempo; lo más importante era el futuro. Había elegido estar en Fool’s Gold y por el momento estaba disfrutando de la vida en un pueblo pequeño. Poder ir caminando a casi todas partes era una de las ventajas, como también lo era la ausencia de tráfico. Sus amigos le habían tomado el pelo diciéndole que no tendría mucha vida social, pero desde su divorcio, no había estado muy interesado en ello, de modo que por el momento todo marchaba bien.

Llegó a su oficina, situada en una calle flanqueada por árboles. Había un restaurante, el Fox and Hound, a la vuelta de la esquina, y un Starbucks muy cerca. Por el momento, con eso le bastaba.

Iba a sacar las llaves justo cuando vio que las luces ya estaban encendidas. Abrió la puerta y entró.

La oficina de casi trescientos metros cuadrados era más de lo que necesitaba, pero tenía planes de expandir el negocio. Su campamento de verano no era más que el comienzo. Cambiar el mundo requeriría mucho personal.

Dakota Hendrix, su única empleada, levantó la mirada del ordenador.

–¿Has estado en el incendio? ¿No habías dicho que ibas al colegio?

–Sí, he estado allí.

–¿Están todos bien?

Él asintió y le contó brevemente lo sucedido… excluyendo la parte en la que había vuelto a comprobar que todas las clases estaban vacías.

Dakota, una bella mujer con el cabello rubio a la altura de los hombros y unos ojos expresivos, escuchaba atentamente. Tenía un doctorado en desarrollo infantil y él había sido muy afortunado al encontrarla, y mucho más al poder contratarla.

Una de las razones por las que se había mudado a Fool’s Gold había sido el campamento abandonado en las montañas. Había podido conseguirlo prácticamente por nada. Había actualizado las instalaciones y ese pasado verano Zona para Chicos había abierto sus puertas.

El objetivo del campamento era ayudar a los niños de los centros de las ciudades a formar parte de la naturaleza. Los chicos de la zona acudían como campistas de día y los niños de la ciudad se quedaban allí durante dos semanas.

Los informes iniciales habían sido favorables. Raúl tenía idea de convertirlo en unas instalaciones que funcionaran durante todo el año, un desafío que Dakota había comprendido y que quería llevar a cabo. Además de organizar y dirigir Zona de Chicos, ella había comenzado a redactar un plan empresarial para los meses de invierno.

–He oído que el incendio ha sido terrible –dijo cuando terminó–. Que ha habido muchos daños. Marsha me ha llamado hace unos minutos –se detuvo–. Marsha es nuestra alcaldesa.

Él recordaba que Pia la había mencionado.

–¿Y por qué te ha llamado para contarte lo del incendio?

–Principalmente me ha llamado para preguntarme por el campamento –en esa ocasión la pausa fue más larga–. La ciudad quiere saber si pueden utilizar el campamento como escuela temporal. A Marsha, al presidente de nuestro consejo de educación y a la directora les gustaría verlo primero, pero creen que funcionaría. El único otro lugar lo suficientemente grande es el centro de convenciones, pero está reservado y la disposición no es muy apropiada. La acústica sería terrible, el ruido de una clase se colaría en la otra. Así que están muy interesados en el campamento –se detuvo una tercera vez, respiró hondo y se mostró esperanzada.

Raúl retiró una silla y se sentó enfrente de ella. Las palabras de Hawk sobre implicarse resonaron en su cabeza. Ese era el único modo de implicarse, pero desde una distancia de seguridad.

–No tenemos aulas –dijo pensando en voz alta–. Pero ya tenemos las camas almacenadas, así que las habitaciones podrían ser las clases. Serían pequeñas, pero funcionarían. Con el tipo adecuado de divisiones, el principal edificio podría albergar aproximadamente una docena de clases.

–Eso pensaba yo –dijo Dakota inclinándose hacia él–. También está la cocina, así que el almuerzo no sería un problema. El comedor principal podría hacer también las funciones de sala de reuniones. Nadie sabe cuánto se habrá salvado en cuestión de pupitres, pero están corriendo la voz y avisando a los demás distritos. Deberíamos tener cifras en los próximos días. Así que pueden utilizar el campamento. Me ocuparé de los detalles.

–Si estás dispuesto…

También tenía que tener en cuenta cuestiones legales, como responsabilidad a terceros, pero para eso tenía abogados.

–Lo estoy.

Dakota y él trataron problemas potenciales y les buscaron soluciones.

–Esto nos dará mucha información práctica sobre tener el campamento abierto todo el año –le dijo ella–. Comprobaremos cómo es el clima. En invierno nieva mucho. Veremos si podemos tener las carreteras abiertas y ese tipo de cosas.

Él se rio.

–¿Por qué sé que todos esos niños trasladados esperarán que no podamos tener las carreteras abiertas?

Ella sonrió.

–Los días de nieve son divertidos. ¿En Seattle teníais?

–Cada ciertos años –él se recostó en su silla.

–Me ocuparé de todo. Me ganaré el gran salario que me has dado.

–Ya te lo estás ganando.

–Me lo gané durante el verano; ahora no tanto. Pero esto es genial. El pueblo estará muy agradecido.

–¿Pondrán mi cara en los sellos?

Ella sonrió ampliamente.

–Lo de los sellos es un asunto federal, pero veré qué puedo hacer.

Raúl pensó en los niños que había conocido esa mañana. Sobre todo en el pequeño pelirrojo que se había encogido de miedo como si alguien fuera a pegarlo. No sabía el nombre del chico, así que preguntar por él supondría un problema. Pero una vez que volvieran a abrir el colegio, podría comprobar cómo se encontraba.

Recordó el comentario de Pia sobre trasladar la escuela a su casa… y lo que iba a suceder se le acercaba… Se trasladaría a su campamento.

–¿Quieres ir al campamento conmigo? –preguntó–. Deberíamos ir a ver los cambios que hay que hacer.

–Claro. Si hay algo más aparte de la limpieza básica, le diré a Ethan que nos acompañe.

Raúl asintió. Ethan era el hermano de Dakota y el contratista encargado de reformar el campamento.

Dakota se levantó y recogió su bolso.

–Podemos tener un par de cuadrillas de trabajo, para la limpieza general y para prepararlo todo. Pia tiene una lista de teléfonos que pondría celosa a la CIA. Dile lo que necesitas y puede conseguirte cien voluntarios en una hora.

–Impresionante.

Salieron, pero se detuvieron al instante.

–Mi coche está en la escuela –dijo Raúl.

Dakota se rio.

–Iremos en mi Jeep.

Él miró el destartalado vehículo.

–De acuerdo.

–Podrías mostrarte más animado.

–Es genial.

–Mentiroso –abrió la puerta del pasajero–. No todos podemos tener Ferraris en nuestros garajes

–¿Y tampoco coches fabricados en los últimos veinte años?

–Snob.

–Me gusta que mis coches sean jóvenes y bonitos.

–¿Igual que las mujeres?

Él entró.

–No exactamente.

Dakota subió a su lado.

–No te he visto salir con nadie, al menos por aquí.

–¿Me lo preguntas por alguna razón en particular? –no le parecía que Dakota estuviera interesada. Trabajaban bien juntos, pero no había química entre ellos. Además, él no buscaba una relación y, por alguna razón, pensaba que ella tampoco.

–Para tener algo que compartir cuando me siente con mis amigas a hablar sobre ti.

–¿Y eso sucede diariamente?

–Prácticamente –metió primera y sonrió–. Estás como un tren.

Él ignoró el comentario.

–Pia me ha dicho algo sobre una escasez de hombres. ¿Es verdad?

–Claro. No es una tragedia que las adolescentes se vean obligadas a llevar a sus hermanos al baile de graduación, pero es algo notable. No estamos seguros de cómo o cuándo empezó. Muchos hombres se marcharon durante la Segunda Guerra Mundial y no volvieron los suficientes. Algunos lo atribuyen a un rumor, pero se dice que la ubicación de este pueblo es una vieja aldea maya.

Atravesaron la zona centro y Dakota tomó la carretera que conducía a la montaña.

–¿Maya? No lo creo estando tan al norte –dijo él.

–Se supone que emigraron. Una tribu de mujeres y sus hijos. Una sociedad muy matriarcal.

–Te lo estás inventando.

–Compruébalo tú mismo. En el terremoto de 1906, parte de la montaña se abrió dejando ver una enorme cueva en la base de la montaña. Dentro había docenas de artefactos de oro macizo y eran mayas. Sin embargo, había demasiadas diferencias entre esos y los que encontraron más al sur como para confundir a los estudiosos.

–¿Dónde está la cueva ahora? –no había visto nada al respecto ni en sus visitas ni en sus investigaciones sobre el lugar.

–Se vino abajo durante el terremoto del 89, pero los objetos están por todo el mundo, incluyendo el museo del pueblo.

Eso tendría que ir a verlo.

–¿Qué tienen que ver los matriarcados maya con la escasez de hombres en el pueblo?

Ella se quedó mirándolo y después volvió a centrar la atención en la carretera.

–Hay una maldición.

–¿Te has dado un golpe en la cabeza esta mañana?

Ella se rio.

–Vale, hay un rumor que dice que es una maldición. No conozco los detalles.

–Qué casualidad.

–Es algo sobre los hombres y eso de que el mundo terminará en el 2012.

–Doctora Hendrix… me esperaba mucho más de ti.

–Lo siento, es todo lo que sé. Puedes preguntarle a Pia. Mencionó algo sobre celebrar un festival maya en el 2012.

–¿Para celebrar el fin del mundo?

–Esperemos que no.

Menuda locura. ¿Una maldición maya? ¿En las montañas de Sierra Nevada? ¡Y pensar que le había preocupado que la vida en un pequeño pueblo fuera a ser aburrida!

 

 

Pia ordenó con detenimiento la comida para el gato, los cuencos, los juguetes y una cama que Jake nunca había utilizado. Jo, la nueva propietaria del gato, había dicho que le había comprado una nueva caja. Después de asegurarse de que no había olvidado nada, Pia sacó el trasportín del armario y lo abrió.

Se imaginaba que tendría que correr detrás del felino y después enfrentarse a él para meterlo en el contenedor de plástico, pero el animal la sorprendió al mirarla y meterse dentro a continuación.

–¿Quieres irte, verdad? –le susurró mientras cerraba la puerta con el seguro.

El gato la miraba sin parpadear.

Era un gato con una especie de tono naranja achampanado y con un poquito de blanco en la barbilla. Suave, con una larga cola y grandes ojos verdes.

Lo miró.

–Quería que fueras feliz. Lo he intentado de verdad. Espero que lo sepas.

Jake cerró los ojos, como obedeciendo a su voluntad.

Ella agarró su bolso, las cosas de Jake y el trasportín. Bajó las escaleras con cuidado y metió las cosas en el coche.

El camino hasta la casa de Jo no les llevó más que unos minutos. Aparcó delante de la casa y antes de poder bajar, Jo ya había salido al porche delantero y había bajado las escaleras corriendo.

–Estoy lista –le gritó la otra mujer mientras Pia salía de su coche–. Es muy extraño. Hace mucho tiempo que no tengo un gato, pero estoy emocionadísima.

Jo abrió la puerta trasera del coche y sacó el trasportín.

–Hola, chico grande. Mírate. ¿Quién es mi gato precioso?

La melodiosa voz resultó casi tan sorprendente como las palabras. Para ser una mujer que se enorgullecía de regentar el bar del vecindario con una mezcla de reglas estrictas y una intimidación no tan sutil, la dulce forma de hablar de Jo resultaba desconcertante.

Pia recogió la bolsa y la siguió hasta dentro de la casa.

Jo se había mudado a Fool’s Gold unos tres años atrás y había comprado un bar en ruinas. Había transformado el negocio en un refugio para mujeres que ofrecía fantásticas bebidas, grandes televisores que emitían más programas y canales de compras que deportes, y muchos snacks que no te generaban sentimiento de culpabilidad. Los hombres eran bienvenidos, siempre que supieran cuál era su lugar.

Jo era alta, guapa, bien musculada y soltera. Pia diría que tenía treinta y tantos. Hasta el momento no la habían visto con ningún hombre, ni se sabía nada sobre alguno de su pasado. Los rumores oscilaban entre esos que decían que era una princesa de la mafia hasta una mujer huyendo de un novio maltratador. Lo único que Pia sabía con seguridad era que Jo tenía una pistola detrás de la barra y que parecía más que capaz de utilizarla.

Pia entró en la casa de Jo y cerró la puerta delantera. La casa era vieja, construida en los años veinte, con mucha madera y una enorme chimenea. Todas las puertas que salían del salón estaban cerradas y una sábana bloqueaba el acceso a las escaleras.

–Por ahora estoy dándole acceso limitado –le explicó Jo mientras cruzaba la puerta de la cocina–. La sábana no servirán para siempre, pero sí que lo mantendrá en esta planta durante unas cuantas horas.

Pia fue tras ella.

Jo dejó el transportador sobre el suelo de la cocina y abrió la puerta. Jake salió cautelosamente olfateando.

–La casa es grandísima –explicó Jo–. Eso podría asustarlo. Una vez que conozca el lugar, estará bien.

–Debía de encantarle mi apartamento –murmuró Pia pensando en lo pequeño que era.

–Seguro que sí. A los gatos les gustan las ventanas de las plantas de arriba; desde ahí pueden ver el mundo.

Pia dejó la bolsa sobre la encimera.

–Sabes mucho de gatos.

–Crecí con ellos –dijo Jo antes de agacharse y acariciar el lomo de Jack.

Pia medio se esperaba que el gato le arrancara un dedo a Jo con las garras. Pero en lugar de eso, Jake se detuvo para olfatearle los dedos y frotar su cabeza contra ellos.

Nunca le había hecho eso a ella, pensó mientras intentaba no sentirse ofendida. Al parecer, ser una persona de gatos ayudaba.

Jo colocó agua y pienso en una esquina de la cocina y Jake desapareció dentro del cuarto de la colada. Un minuto después, aproximadamente, se oyó el característico sonido de unas uñas removiendo la arena del cajón.

–Ha encontrado su cuarto de baño –dijo Jo alegremente–. Vamos. Vamos a sentarnos en el salón mientras lo explora todo. He estado trabajando en una nueva receta de martini de hierbabuena. Me gustaría que estuviera listo para Navidad. Puedes decirme lo que te parece.

Un martini era un plan excelente, pensó Pia mientras seguía a su amiga.

Se sentaron en un cómodo sofá delante de la enorme chimenea. Jo vertió un líquido de una jarra en un mezclador y lo sacudió antes de servir el líquido rosa resultante en dos vasos de martini.

–Sé sincera. ¿Es demasiado dulce?

Pia dio un sorbo. El líquido estaba frío como el hielo y sabía a hierbabuena. Era más refrescante que dulce, con un toque de algo que no podía identificar. ¿Miel? ¿Almendra?

–Peligrosamente bueno –admitió–. Y tengo que conducir.

–Puedes ir a casa caminando y venir a recoger el coche por la mañana –le dijo Jo–. ¿Estás bien?

–Estoy muy bien –dio otro sorbo–. Aunque me siento extraña, por dejar a Jake y todo eso.

–Lo siento –dijo Jo–. No pretendía robarte al gato.

–No lo has hecho. No es mi gato. Creía que nos llevábamos genial, pero has tenido más contacto con él en los últimos quince minutos que yo en el último mes. Creo que no le caigo bien.

–Los gatos pueden ser muy divertidos.

Y como para demostrar lo que estaba diciendo Jo, Jake saltó sobre el respaldo del sofá y se quedó mirando a Pia un momento antes de darle la espalda. Saltó elegantemente sobre el cojín del sofá, se posó sobre el regazo de Jo, se acurrucó y cerró los ojos. Después, comenzó a ronronear.

Pia se sintió menospreciada, y eso le dolió más de lo que se habría imaginado.

–Nunca ha ronroneado conmigo.

Jo había empezado a acariciar al gato y la mano se le quedó paralizada.

–¿Querías quedártelo?

–No. Diría que me odia, aunque tampoco creo que ni siquiera gastara demasiado energía en eso. Lo que pasa es que tampoco me imaginaba que yo desprendiera tantas vibraciones antigato.

–Nunca has criado animales.

–Supongo que será por eso.

Al parecer, Crystal había hecho la elección correcta al dejarle el gato a Jo. La única pregunta era por qué su amiga no le había dado el gato a Jo desde el principio. «No», se recordó. Esa no era la única pregunta.

Sintió un repentino escozor en los ojos y, antes de poder saber qué estaba pasando, las lágrimas la cegaron. Dejó la copa y miró a otro lado.

–¿Pia?

–No pasa nada.

–Estás llorando.

Pia intentaba mantener el control y se secó las mejillas.

–Lo siento. No era mi intención. Me siento confundida por dentro.

–Puedo devolverte a Jake. Lamento haberte molestado.

Pia apreció lo cariñosa y comprensiva que se mostró Jo.

–No es por el gato. Bueno, sí, en parte es porque está claro que piensa que soy una idiota. Es que…

Los embriones. Sabía que era por eso, por el hecho de que si no lograba gustarle al gato de Crystal, ¿qué esperanzas tenía con unos niños de verdad? Cada vez que pensaba en dar a luz a los hijos de su amiga, comenzaba a entrarle el pánico.

Era la persona equivocada. No tenía experiencia, ni habilidades maternales. Ni siquiera podía estrechar lazos con un gato.

Pero no estaba preparada para hablar de ello. No, hasta que hubiera decidido qué hacer.

–La echo de menos –dijo, principalmente porque era verdad–. Echo de menos a Crystal.

–Yo también –contestó Jo, acercándose a ella.

Se abrazaron.

Pia se echó a llorar y Jo le dio palmaditas en la espalda sin decirle nada… simplemente siendo una amiga. Mientras, Jake siguió donde estaba. Su cálido cuerpo y la vibración de su ronroneo le ofrecieron también consuelo, pero aunque empezaba a sentirse mejor, algo en su interior oyó la llamada de tres niños que aún no habían nacido.

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