Simulacros de amor - Pedro Badrán - E-Book

Simulacros de amor E-Book

Pedro Badrán

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Beschreibung

Cuentos sobre la capacidad de fingir: esa que conecta al amor con la literatura, esa que está en la raíz de toda ficción. La ironía comanda en casi todas las páginas de esta obra temprana y revulsiva de Pedro Badrán. A veces el libro se detiene en la inhabilidad para amar entre los ejecutivos. A veces pega la vuelta y se convierte en una celebración de la sensualidad. Por momentos cartografía las relaciones de poder. Y su atmósfera se nutre de una multitud de mundos imaginarios que escapan al control racional.-

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Pedro Badrán

Simulacros de amor

 

Saga

Simulacros de amor

 

Copyright © 1995, 2022 Pedro Badrán and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726998108

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A mis amigos de la terraza marina

BORRADORES DE UN CACHORRO SEDUCTOR

Que no soy yo como las bestias

abandonadas del campo

que toman los jardines como pastos

Ben Farach de Jaen

Desde la puerta, todavía sin poder creer que estaba allí, Francisco vio cómo Laura se adelantaba y dejaba el abrigo sobre el sofá. Entonces ella dijo siéntate y fue a encender una vela en la cocina. Un pequeño plato hizo las veces de candelero. Laura dejó caer la esperma y luego fijó la cera en el centro del plato. El apartamento se iluminó. Pero sólo por unos instantes porque Laura tomó la vela, entró al cuarto y ajustó la puerta tras de sí. Parado en medio de la sala, a oscuras, Francisco escuchó los movimientos de Laura en el baño.

 

– ¿Quieres secarte? – le preguntó ella.

No respondió. No sabía que responder. Además, para hacerlo habría tenido que gritar y tal vez su voz podía quebrársele. Afuera la lluvia caía y él quería mirarla a través de la ventana. Se levantó. El barrio seguía a oscuras. Eran casi las diez de la noche. A sus espaldas, Laura repitió la pregunta y entonces él se volvió para mirarla. Ella tenía una toalla blanca en la mano.

-No, no, creo que me voy –dijo. Pero en realidad hubiera querido decir que sí quería secarse porque tenía el pelo húmedo y las gotas humedecían su cuello y resbalaban por su espalda. Laura se le acercó y con suave eficacia le pasó la toalla por el cabello y el cuello. Nunca la había tenido tan cerca. Podía incluso sentir el leve roce de sus pezones.

-Espera un poco y te tomas un café-. En ese momento, Francisco recordó como ella pasaba muy cerca del grupo de muchachos de esquina que eran sus amigos Ellos lo molestaban, casi acoquinándole, pero Laura le sonreía desde lejos. Tal vez, pensaba, ella también quería que él se le acercase.

Un poco antes de entrar, habían corrido bajo la lluvia. La invitación a subir al apartamento fue idea de ella porque quizás él nunca se hubiera atrevido. La encontró cuando atravesaba la avenida y a Laura le dio miedo la oscuridad del barrio, sobre todo a esa hora tan avanzada, cuando…

-Me harías un gran favor si me acompañas…

El no lo dudó. No tenía nada que hacer y a los quince era tiempo de empezar a portarse como todo un caballero. Además, Laura merecía toda la cortesía del mundo. Era la única mujer en todo el barrio que vivía sola y sin embargo no tenía mala reputación. Usaba unas pequeñas gafas redondas y siempre estaba llena de libros. Todos sabían que era inteligente y que ya era profesora de una universidad. No debía pasar de los 24 años. Las mujeres decían que era una simple, descuidada incluso, porque nunca ponía un tris de maquillaje en su cara y andaba con muchas bufandas y vestidos de tela hindú. Pero para Francisco, Laura era sencillamente angelical. Cuando atravesaban la avenida y ella le tendía la mano para correr, sintió que la amaba, que la había amado silenciosamente durante los últimos dos meses…

Ahora él estaba allí, en su apartamento, donde nunca había pensado llegar. Y habían cortado la luz en el barrio. Sólo había lluvia, lluvia fuerte, relámpagos en todas partes, y adentro sólo estaban él y Laura… y una hermosa vela encendida que ya empezaba a derramar sus espermas.

¿-Cuántas de azúcar?

-Dos.

Laura apareció con el café. Antes de probarlo, Francisco examinó el jarro dibujado con corazones de colores.

Laura se había puesto su bata blanca de satín y estaba sentada sobre el sofá. Tenía las piernas levantadas, las rodillas debajo de la cara, pero se agarraba la bata, cruzando las manos por debajo de los muslos. Francisco se había situado no en frente, sino a su izquierda, en posición de alfil, de manera que para hablarse ambos tenían que girar levemente su cara. Desde su posición, Francisco podía ver los tobillos que la bata de Laura dejaba descubiertos.

-¿Quieres fumar?

Francisco aceptó. Los cigarrillos de su vida se podían contar con los dedos de una sola mano. En realidad, a él no le gustaba fumar. Pero tenía que hacerlo, sobre todo para permitir que Laura se lo encendiera y él la pudiera sentir cerca, muy cerca. Apenas aspiró el cigarrillo, las manos comenzaron a sudarle. No debía ponerse nervioso. Estaba calculando qué decir y pensaba que no podía ser ninguna estupidez. La lluvia golpeó muy fuerte el vidrio de la ventana y un relámpago iluminó fugazmente el rostro de Laura.

-Está lloviendo más duro- dijo y cuando acabó de decirlo ya se sentía un poco arrepentido.

-Va a hacer frío esta noche –dijo Laura y se frotó los hombros.

Francisco la miró. Sin duda aquello era una invitación. Pero también podía ser un comentario casual. Era mejor esperar un poco más y atacar en terreno más seguro.

-Y dormir sola cuando hace frío es lo peor que puede ocurrir.

Ahora no cabía duda. En cuanto acabaran el cigarrillo, él se sentaría a su lado en el sofá.

-Claro que ya estoy acostumbrada. Y creo que es mejor así.

Francisco se levantó. Fue hasta la ventana y con la firme intención de parecer interesante aspiró el cigarrillo y se quedó en silencio. Laura saboreó el café. La vela sólo le iluminaba la mitad de su rostro. Pero la sombra que oscurecía su otra mejilla…

-¿Tienes novia, Francisco?

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre.

-No, claro que no-. Pero por supuesto que él no tenía novia. Si la tuviera tal vez no estaría allí.

-Por qué claro que no.

Laura no parecía entenderlo.

-Creo que me gustan las mujeres mayores. Ahora quería que ella supiera que él no era un hombre común y corriente. Y que estaba allí, en su apartamento, para otras cosas, por si no se había dado cuenta.

Laura cambió de posición. Echó las piernas hacia atrás, la derecha debajo de la izquierda. Los talones casi rozaban su espalda. Sin el cigarrillo en su mano, Francisco la habría comparado con Gandhi, tal como aparecía en una película que acababa de ver. Apartó la vista de la ventana y se detuvo en la pequeña biblioteca. La luz de la vela permitía ver unos pocos títulos.

-Qué cantidad de libros.

De inmediato sintió que ese no era el tema de conversación que debía escoger. Ella seguramente había leído muchos más libros que él.

-No son tantos. En casa de mis padres, he dejado la mitad. ¿Te gusta leer?

-Mucho.

-¿Que te gusta?

Francisco sintió el ataque. Pero creyó reponerse porque ella en verdad parecía interesada.

-Richard Bach. ¿Leíste Ilusiones?

-No, no lo he leído.

Era mejor no preguntarle por Juan Salvador Gaviota. La ceniza del cigarrillo de Laura se había alargado y estaba a punto de caer en el cenicero. Francisco quiso derrumbarla, apagando su cigarrillo pero la ceniza se mantuvo intacta. Una vez que la ceniza cayera…

Y a ti, Laura, ¿qué te gusta leer?-. La frase le había salido con una grave modulación, segura, sin asomo de duda.

Laura lo miró largamente y le sonrió. Francisco no pudo soportarlo. Desvió la mirada hacia la ventana.

-En este momento me interesa la literatura erótica…. Me gusta mucho Henri Miller y una mujer que se llama Anais Nin. Ayer leí un cuento de ella que se llama Pájaros.

Pájaros. No cabía duda. Ella quería que él se quedara allí y la ayudara a pasar una noche tan fría. La vela crepitaba fuertemente y a veces la llama parecía alargarse y encenderse más. La ceniza del cigarrillo, en cambio, se había congelado en el cenicero.

-Debes leer a un poeta erótico que se llama Pietro Aretino. Me encanta…

-No he leído mucha literatura erótica.

Laura se levantó y a oscuras se inclinó sobre la biblioteca para buscar el libro. Más cerca de la vela, la bata se le aclaró un poco. Francisco la miró. Estaba arrodillada, de espaldas a él, como una niña a la se le puede dar una suave nalgada. Sintió que había algo de travesura en todo eso. Quiso que Laura permaneciera allí, a merced de sus ojos, pero ella se volvió sin encontrar el libro.

Todavía sentada en la alfombra, con la vista en el fuego, dijo para sí: “Aunque estaba pronta a entregarse, me abstuve de ella y no obedecí la tentación que me ofrecía Satán”.

-¿Qué dices?

-Es un poema árabe que me gusta mucho. Pero yo no lo recuerdo como es, sino como quisiera que fuese. Yo siempre digo: “quisiera ser como las bestias del campo que toman los jardines como pasto”. Así me gusta más.

Francisco se acercó a la ventana. El sofá tal vez no era el sitio indicado. De un lado estaba el cenicero con un cigarrillo de ceniza congelada, y de otro el jarro de café. Era mejor que ambos estuvieran de pie y que nada se interpusiera entre ellos. La vela crepitó con más fuerza pero la lluvia adquirió un ritmo suave y sostenido, ajeno a cualquier estridencia. Los relámpagos de luz todavía destellaban pero ni siquiera así Francisco podía ver todo el rostro de Laura.

Francisco se quedó en silencio largo rato. Laura se levantó. Francisco la sitió detrás de sí. El momento había llegado. Sólo tenía que volverse y mirarla a los ojos. Estaba decidido a hacerlo pero dudó un instante y Laura tuvo tiempo para preguntar:

-¿Te pasa algo?

- Me gusta ver llover.

Laura se adelantó y se acercó más a la ventana. Ahora él podía ver su espalda menuda. Y pasarle los brazos alrededor de la cintura. La rodearía fácilmente. Su talle era escaso, como el de una niña. Tal vez era eso lo que ella quería que él hiciera. Tal vez nunca la volvería a tener tan cerca. Sólo tenía que hacerlo…

-A mí también me gusta la lluvia. Pero cuando la miro desde aquí. No me gusta mojarme.

Y entonces Francisco, sin pensarlo, atropelladamente, dijo:

-A mí también me gustaría mojarme –pero no alcanzó a pronunciar “contigo”. Sintió que ella esperaba que él lo dijera. Ella se volvió, lo miró un instante –Francisco jamás lo olvidaría- y fue a sentarse en el sofá. En ese momento llegó la luz y todo el apartamento se iluminó.

-Dios mío, que tarde es –exclamó ella. Y apagó el cigarrillo que acababa de encender.

Francisco, todavía deslumbrado, vio el rostro encendido de la mujer que silenciosamente había amado y vio también el pequeño reloj que sacaba del abrigo. El tiempo había concluido.

-Será mejor que me vaya.

Esperaba que ella dijera no, quédate un poco más, fumemos otro cigarrillo. Pero ella sólo apagó la vela y se levantó. Se amarró un poco el suelto lazo de su bata.

-Mañana tengo que trabajar –dijo y abrió la puerta.

Francisco salió del apartamento pero se quedó detenido en el umbral. La puerta seguía entreabierta y ahora, detrás de ella, Laura había escondido medio cuerpo. Francisco sabía que o bien se iba de una vez o bien entraba para quedarse. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. La voz se le quebró cuando dijo:

-Volveré otro día… Y leeremos literatura erótica.