Lecciones de vértigo - Pedro Badrán - E-Book

Lecciones de vértigo E-Book

Pedro Badrán

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Beschreibung

De pronto, un día, el barrio donde vive el protagonista levanta vuelo. Pero en otro lugar de la ciudad la realidad se hunde. La primera novela de Pedro Badrán le da más que una vuelta de tuerca al realismo mágico, concentrándose en los perfiles alucinados de la Bogotá de los ´90. El autor de otras grandes obras, como "El día de la mudanza" y "La pasión de Policarpa", nos trae aquí una especie de meditación literaria galopante sobre los contrastes sociales y sus concreciones en el espacio urbano. No es casualidad que el personaje principal de la novela, aparte de la capital colombiana en sí, sea un joven que está a punto de recibirse de arquitecto.-

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Pedro Badrán

Lecciones de vértigo

 

Saga

Lecciones de vertigo

 

Copyright © 1994, 2022 Pedro Badrán and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726998139

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A la querida memoria

de Julio Padauí Meola

En la mañana los niños que iban a la escuela pregonaron con un surtido de voces agitadas que el barrio donde vivíamos había sido levantado por los aires y flotaba suspendido en una neblina espesa y azul que impedía divisar cualquier posible horizonte.

Desde la ventana de mi apartamento observé el grupo de vecinos que se dirigía a comprobar la noticia. Antes de unirme a ellos, acepté el frugal desayuno que Andrea me ofrecía. Nos habíamos casado dos meses antes –ella estaba embarazada- y desde entonces habitábamos el quinto y último piso de un edificio de ladrillos rojos, rematado en un estilo que la firma inmobiliaria había calificado como posmoderno. Era, pues, a juzgar por el catálogo de ventas, la única joya arquitectónica de un barrio de casas grandes e insípidas, decoradas con rejas y antejardines, donde el único lujo exhibido era el verde intenso de una hierba rigurosamente cortada.

El rumor de los niños y la inquietud de nuestros vecinos nos sorprendió pero no tanto como hubiésemos querido. En la ciudad pasaban cosas tan increíbles que esa otra parecía apenas llamativa, lejana de suscitarnos cualquier conmoción interior. Estaba seguro de que la gente se acostumbraría a ella, tal y como yo me había acostumbrado a la dieta semivegetariana que Andrea me había impuesto con mi relativo consentimiento.

Después de acabar el desayuno, decidí asomarme otra vez a la ventana. Luego de lanzarle una rápida ojeada a la vez a la calle, desvié mi mirada hacia el paisaje de los cerros, quizás el motivo definitivo por el cual Andrea había elegido aquella vivienda. A pesar de la espesa niebla que cubría la ciudad, algunos rayos de sol comenzaban a perforar tenuemente la capa gris que nos envolvía. Observé que el cerro estaba en el mismo sitio, con su inamovible actitud, y que por lo tanto el rumor difundido por los niños tenía que ser fruto de algún espejismo o –creo que también se puede decir así- de su prodigiosa imaginación.

Estaba a punto de salir cuando vi que Andrea se acercó a la ventana. No sé por qué pero en ese momento sentí que ella corría algún peligro. Le sugerí retirarse pero, muy serenamente, se limitó a contestarme con una sonrisa que disipó todos mis temores. A la salida del edificio me crucé con un grupo de mujeres que venían de vuelta, comentando el acontecimiento con alguna preocupación.

Todos los vecinos nos dirigimos entonces hasta los límites del barrio, por donde pasaba la amplia avenida que lo unía con el centro de la ciudad y que era una de las más congestionadas. A medida que nos acercábamos, escuchábamos el rugido de los autos y respirábamos, mezclado con la humedad de la mañana, el vapor de los gases. Esa sensación hizo pensar a algunos que, al cabo de unos cuantos metros, la niebla se disiparía y dejaría observar los contornos que todos conocíamos. Pero no fue así. Lo primero y tal vez lo último que pudimos ver fueron las espaldas de otros hombres y mujeres, detenidos todos al final de la calle, con la cabeza hacia abajo, intuyendo las nuevas profundidades que se abrían ante sus ojos. En medio de la confusión, resultaba peligroso llegar hasta lo que ya –con sobrada razón además- algunos llamaban el borde del abismo. Los tropiezos eran frecuentes y como la niebla impedía calcular las distancias cada uno medía sus pasos, temeroso de avanzar más de lo necesario.

Tardé algún tiempo en verificar que ciertamente la avenida se ubicaba debajo de nosotros y que, en efecto, el barrio estaba suspendido en los aires, como si hubiera sido arrancado de raíz. Algunos habitantes arrojaban piedras a las profundidades y escuchaban, al principio como si fuese un juego, el sonido de éstas al chocar contra el pavimento.

En esas horas tempranas la niebla circulaba como un humo denso y horizontal que sólo nos permitía descubrir pedazos de avenida y rápidos vehículos que en cuestión de segundos desaparecían ante nuestros ojos. Yo hubiera querido permanecer allí, esperando que con el avance del sol la niebla se disipara y así se aclarara nuestra visión, pero preferí reconocer los otros límites del barrio, como si esa tarea representase una pequeña aventura.

El recorrido me sirvió para descubrir cómo era el barrio donde desde hacía dos meses vivía. Desde los cerros a oriente lo atravesaban calles irregulares, algunas de las cuales desembocaban en la avenida que conducía al centro de la ciudad. Una de esas calles, la más larga, tenía dos calzadas separadas por un bulevar donde se levantaba una sucesión de sauces y urapanes, ligeramente descuidados.

Esta era la más amplia de todas y tal vez la más bulliciosa. Le llamaban la Avenida del Almirante y en uno de sus costados existía un amplio parque, con canchas de básquetbol y microfútbol. Precisamente, a esa hora, el lugar se había llenado de muchachos que liberados de la escuela, se habían reunido allí para armar sus juegos de pelota. En todo el centro se erigía una estatua de Cristóbal Colón, con un pergamino en la mano y un globo terráqueo cerca de su pie izquierdo. El pie derecho estaba ligeramente retrasado, lo que hacía pensar que el almirante se disponía a patear el mundo, como si cobrara un tiro libre. En frente del parque había un pequeño supermercado.

De sur a norte, existían calles más estrechas, interrumpidas, que no llevaban a ninguna parte y a las que era preciso abandonar por izquierda o por derecha. En general, había pocos árboles aunque en realidad no parecían necesarios. El cerro que se levantaba en el Occidente despedía, sobre todo en las tardes, fuertes vientos que venían cargados con olores de eucalipto. Como todos los barrios, él nuestro también tenía un trazado irregular. Visto desde una perspectiva aérea o desde abajo, debía representar un caprichoso hexágono de lados desiguales, trazado quizás por la mano de un niño.

El espectáculo que se desarrollaba en los otros costados del barrio era similar al que había visto minutos antes. Sólo que en esos puntos, el grupo de personas curiosas era menor y las madres advertían con más nerviosismo a sus hijos sobre el peligro que corrían. En realidad era poco lo que alcanzábamos a ver pero se podía adivinar que el barrio no había sido levantado de una manera limpia, académica, sino que, quizás en el envión, se habían adherido a él pedazos de subsuelo que conservaban las estructuras de todas las construcciones, incluso las de mi propio edificio que era el más alto de todo el sector. En esa exploración que me ocupó hasta el mediodía comprobé además otras dos cosas. La primera, que la niebla era más espesa e impenetrable en los bordes del abismo que en cualquier otro sitio: la segunda, que casi ningún habitante estaba maravillado. Incluso podría decirse que muchos esperaban los hechos con una tranquila resignación. Tal actitud, debo repetirlo, no me parecía extraña.

De regreso al apartamento. Andrea me confirmó esa impresión. Estaba tranquila, ajena a todo, protegida en uno de sus vestidos vaporosos. Tenía preparado el almuerzo y apenas me apoltroné en el sillón de la sala lo primero que hizo fue disponerlo sobre la mesa. Para ella, la comida era la suprema manifestación de su amor. Yo tenía un pensamiento, semejante, pues siempre he pensado que una casa debe girar alrededor de una cocina. Es una lástima que a la cocina siempre se le trate de esconder cuando a mi modo de ver debe ser lo más evidente posible.

Andrea me dijo que la radio había ignorado el suceso. Casi de inmediato me preguntó por la exploración que yo había hecho y, luego, desentendiéndose, se quedó en silencio, muy cerca de la ventana, con las manos entrelazadas sobre el vientre y mirando hacia los cerros.

En ese día, es apenas lógico decirlo, ningún habitante del barrio fue a trabajar. Por ese lado Andrea y yo no teníamos problemas. Nos dedicábamos a vivir de viejos trabajos. Ambos éramos arquitectos, aunque en realidad ninguno de los dos se hubiera graduado todavía. Esa semana era la última de unas cortas vacaciones autoconcedidas luego de cumplir un pequeño contrato que me había conseguido el padre de Andrea. El lunes siguiente comenzaría a elaborar el diseño de un club recreacional, proyecto que además me serviría para optar el diploma de grado. Tenía dos meses de plazo para entregarlo y esperaba que transcurrido ese tiempo las cosas, en el más estricto sentido literal, debían volver a su lugar.

El proyecto aleteaba sobre mi cabeza desde hacía mucho tiempo y se me había convertido en una obsesión. La oportunidad de plasmarlo era lo mejor que me sucedía en mucho tiempo. Mi intención era construir un edificio móvil cuya estructura se pudiera variar por un simple movimiento de piezas. La idea, por supuesto, no era novedosa pero hasta donde yo sabía sólo estaba reservada a ciertos arquitectos. Era la variación de un juego que había imaginado en mi niñez. Se trataba de un ajedrez jugado con varios tableros, paralelos o perpendiculares al tablero central, pero también poblados de guerreros y lugares donde el rey podía refugiarse. Esos lugares podían ser escaques en forma de promontorio, escaleras o cavernas, por donde las piezas trepaban, se escondían o bajaban. Cada tablero estaba comunicado entre sí por cavernas, túneles, escaleras. Cabía imaginar piezas que eran inofensivas si atacaban una contraria, refugiada detrás de un promontorio, así se conservara la línea de ataque. Era necesario inventar otras piezas que, semejantes al caballo, saltaran por encima de los promontorios, bajaran las escaleras, entraran en las cavernas y pudieran capturar al enemigo.

Dos años después hice una variación que consideré una genialidad. Los principios básicos seguían siendo los del ajedrez pero la diferencia estribaba en que cada jugador tenía piezas distintas. El primero conservaba ciertas piezas tradicionales. El segundo disponía de una serie de aparatos, escaleras, trampas, túneles y cavernas que podía mover en los tableros para impedir la fuga del rey. De eso se trataba, de una retirada. La misión de las piezas tradicionales no era atacar sino llevar al rey a un lugar seguro, previamente señalado en el tablero. El enemigo cortaría, desviaría e impediría la retirada del rey colocando escaleras, cavernas donde el rey podía extraviarse. Si el rey era llevado al foso –un abismo dentro del tablero, el cual podía fragmentarse de manera desigual- las piezas tradicionales perderían la partida. No debía existir posibilidad alguna de empate pero en este punto no sabía cómo forzar las reglas de juego para que alguno de los dos bandos alcanzara la victoria.

Creo que en alguna ocasión, durante mi adolescencia, bosquejé la figura de esas piezas pero nunca pude desarrollar el juego, por física pereza o porque quizás me convencí de que el ajedrez convencional era demasiado perfecto para intentar una variación. Sin embargo, seguía pensando en esas posibilidades así como un arquitecto siempre sueña con los edificios que sólo se han edificado en el pensamiento. Mucho antes de casarme, Andrea me había dicho que el lugar de mi juego existía, que no era casualidad que yo pensara tanto en él y que tarde o temprano –para bien o para mal- lo iba a encontrar.

Esa tarde, sin embargo, no hablamos del proyecto. Gastamos las horas en una deliciosa mezcla de lecturas y sesiones de música. Revisé los libros de Alvar Aalto y Adolf Loos que seguramente iban a serme útiles. Siempre me habían gustado estos dos arquitectos, sobre todo el último por su capacidad de improvisar sobre el propio terreno. Para distraerme un poco reproduje un dibujo de Escher. La tesis de Andrea era mucho más académica; arquitectura de papel y humanismo era el título que anunciaba una diatriba –bastante pasional por cierto- contra la arquitectura modernista. Por esos días estaba encantada leyendo a Edward T. Hall, aunque de vez en cuando, para no fatigarse, ojeaba una edición ilustrada de Los Viajes de Gulliver. A veces yo también me dedicaba a leer las ilustraciones. Es una lástima que los libros de hoy en día no tengan ilustraciones.

Yo estaba concentrado en mi lectura y creía que Andrea también, pero al cabo de un largo silencio ella me hizo reflexionar sobre una cosa que le había llamado la atención. El apartamento, el edificio y el barrio en general funcionaban sin grandes traumatismos. No había problemas con la electricidad ni con el fluido de agua, sólo con el teléfono, pero ese era un mal anterior, independiente de cualquier circunstancia. Comentamos ese hecho con algo de natural sorpresa, pero después nuestra conversación se volvió un poco más profesional. Tanto ella como yo nos alegramos por el hecho de que el agua no hubiera sido suspendida. Teníamos la costumbre de lavarnos las manos cada dos horas, aproximadamente. Este rasgo de ninguna manera puede ser juzgado como neurótico y se explica por la necesidad que tienen los arquitectos de mantener siempre limpias las manos para no ensuciar el papel donde trabajan

Las horas de la noche arrojaron más niebla sobre nuestras calles. En medio de una gran oscuridad, los vientos del cerro soplaron con desigual intensidad, Debían ser los mismos vientos de siempre, con la diferencia de que ahora lo sentíamos en un nivel más elevado. Las calles estaban desiertas y se percibía un ambiente de inquietud. Pero, en, realidad, es necesario recordarlo, nadie pensaba que pudiera ser un problema el hecho de que el barrio estuviera flotando por los aíres.

Las puertas se cerraron muy temprano. Tal vez la gente pensaba que nublando la mente con el sueño, las cosas volverían a su normalidad y que, a la mañana siguiente, despertaría de un mal sueño colectivo que comentaría, acaso con un poco de extrañeza y complicidad. Andrea y yo también lo pensamos así. No quisimos que el episodio alterara nuestras costumbres. La discusión teórica era una de nuestras rutinas nocturnas. El tema de esa noche ejercía una gran fascinación sobre nosotros. La discusión partía de un viejo adagio italiano que afirma que las palabras son como las piedras. Eso estaba claro. Pero ¿son las piedras como las palabras? La polémica era muy sugestiva e incluso –no bajo ese mismo aspecto- la habíamos debatido en la universidad.

Las piedras en algunos casos parecen más pesadas que las palabras, dado que, como lo ha dicho alguien, la inercia de las segundas es inexistente. Si una piedra es una palabra cabe pensar entonces que en una construcción hay frases, párrafos, puntos seguidos y puntos apartes. Y entonces cualquier arquitectura, como lo quieren algunos teóricos, produciría una lectura. Andrea y yo concluimos esa noche que a nivel metafórico tal posibilidad era interesante, llamativa. Pero que era muy discutible dentro de los hechos concretos, a menos que se aceptara que todo tiene una lectura. Un arquitecto, en realidad, sólo produce significantes; los significados los otorga la comunidad, los habitantes. A raíz de aquella conversación recordamos un par de cosas de nuestra universidad: los profesores que defendían el punto de vista de la piedra como sinónimo de palabra no tenían un solo edificio que mostrar. Por otra parte, casi siempre sus proyectos presentaban problemas técnicos.

Sin deseos de agotar el tema, nos acostamos en la amplia cama matrimonial que había sido el regalo de mi madre. Me fui sintiendo feliz mientras escuchaba, lejano, el sonido de la música que habíamos elegido en la radio. Andrea estaba a mi lado boca arriba, y cuando la sentí dormida toqué su vientre incipiente. Pensé que al igual que cada rasgo de su cuerpo su embarazo sería sereno, proporcionado, como si incluso pudiera lucirlo toda la vida. Yo no pude dormirme, La luz todavía estaba encendida y en la radio sonaba La catedral sumergida. Un poco después sentí algo así como un temblor. Fue un movimiento muy ligero, pendular, que parecía calculado para no ocasionar histerias. Andrea afortunadamente no lo notó. No quise levantarme y mirar por la ventana. Después todo cesó. Sin embargo esperé un nuevo desnivel. Creo que pasé una hora o dos con los ojos clavados en el techo, a la espera de una repetición. Luego, bajé el volumen de la música, apagué la luz y cerré los ojos abandonándome a lo inesperado.

Parece que fue en la madrugada cuando la niebla se convirtió en un velo gris y transparente que no desapareció por completo. El cielo participaba de esa condición pero lucía retazos de nubes blancas e inofensivas. Las oscilaciones de la noche anterior habían cesado y las cumbres de los cerros se revelaban en todo su esplendor, aunque ya no teníamos que levantar los ojos para contemplarlas.

A pesar de la niebla, en todas las calles existía un ambiente de feria. Andrea y yo fuimos despertados por la algarabía de los vecinos. Como si fuese una excursión, la gente se desplazaba al borde del abismo para contemplar la ciudad. Andrea y yo salimos juntos, sin desayunar, como si fuera domingo. Había algo de turistas en todos nosotros y por supuesto un poco de contenida tristeza. Antes de llegar hasta el límite imaginamos que la visión sería maravillosa, tal como lo comentaban los vecinos que venían de regreso.