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Deseo 1706 Supuestamente, Lucas había muerto once años atrás en el accidente que había dejado a Nadia en coma el día de su boda. Entonces, ¿quién era aquel hombre que había aparecido en la puerta de su ático, idéntico al que tanto había amado? ¿Y por qué su inmediato entusiasmo al encontrar a Lucas vivo, de repente se convirtió en zozobra al descubrir las razones por las que había desaparecido de su vida?
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Seitenzahl: 179
Veröffentlichungsjahr: 2023
Créditos
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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Planta 18
28036 Madrid
© 2008 Emilie Rose Cunningham
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sólo importas tú, Deseo 1706 - marzo 2023
Título original: Wed by Deception
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción.
Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411415927
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–«Y, por último, a mi hija Nadia…» –Richards, el abogado de la familia, hizo una pausa en la lectura del testamento de Everett Kincaid y buscó la mirada de la joven al otro lado de la mesa.
Nadia tragó saliva. Ella y su formidable, y ahora difunto, padre habían tenido siempre una relación de amor-odio, de modo que se temía lo peor. Las condiciones que el retorcido testamento imponía a sus hermanos iban a complicarles mucho la vida durante todo un año y temía descubrir cómo su «querido padre» había planeado volverla loca a ella.
Cuando Richards se dio cuenta de que estaba pendiente de él, volvió a concentrase en el documento:
–«Tu trabajo es admirable y tu dedicación a la línea de cruceros Kincaid sin tacha…».
Nadia se puso aún más tensa.
Aquello no sonaba bien. Cuando su padre empezaba con un cumplido siempre terminaba con un insulto. Le gustaba que te hicieras ilusiones para luego aplastarlas fríamente.
–«Pero tu trabajo y tus frívolas amistades son todo lo que tienes. Te has rodeado de gente que no piensa en el futuro, que depende del dinero de sus padres y jamás hace planes más allá de la próxima fiesta».
Nadia hizo una mueca ante la exactitud de tal afirmación. Su padre nunca había entendido que le gustaban sus amigos precisamente porque estaban demasiado ocupados pensando en sus propios asuntos como para interesarse por los suyos.
–«Tienes veintinueve años, Nadia. Es hora de que te hagas mayor, te responsabilices de tus actos y descubras lo que de verdad quieres de la vida. Con eso en mente, he decidido echarte del nido».
Nadia escuchó una campanita de alarma en su cerebro.
–¿Echarme del nido? ¿Se puede saber qué significa eso?
–«A partir de este momento» –siguió leyendo Richards–, «estás en excedencia de tu puesto como directora de servicios de los cruceros Kincaid. No podrás volver a las oficinas ni a la mansión Kincaid durante un año».
Nadia miró a sus hermanos, desconcertada. ¿No podía ir a su propia casa? ¿Y dónde iba a vivir? Con una simple firma, su padre le había quitado el trabajo, la casa, cualquier santuario que pudiera buscar en Miami… ¿y por qué?
–«Residirás en mi ático de Dallas durante 365 días consecutivos».
–¿Papá tiene… tenía un ático en Dallas?
Richards levantó una mano para pedir su atención:
–«No podrás buscar otro empleo remunerado ni dar fiestas en ese ático. Espero que te dediques a buscar otro tipo de gente. Y, para evitar que organices fiestas todas las noches con alguna pandilla de holgazanes, debes estar en el ático entre la medianoche y la seis de la madrugada cada día».
Nadia abrió la boca y volvió a cerrarla.
–¿A medianoche, como Cenicienta?
–«Si no cumples las condiciones de este testamento» –siguió Richards con tono monocorde–, «lo perderás todo. Y no sólo tú, también tus hermanos».
Sus hermanos. Nadia miró a Mitch, a su derecha y a Rand, sentado al final de la mesa del salón de los Kincaid.
–¿Os lo podéis creer? ¡Me está castigando durante un año en mi habitación como si fuera una niña pequeña! Esto es ridículo. No pienso hacerlo.
–No tienes más remedio –dijo Mitch tranquilamente. Ah, qué típico de Mitch mostrarse tan frío en medio de una crisis.
–No puedo dejar mi trabajo, mi casa, mis amigos…
–Sí puedes –Rand se echó hacia delante, poniendo las manos sobre la mesa. Como hermano mayor, siempre había sido al que Nadia acudía con sus problemas… hasta que se marchó de Miami cinco años antes, dejando la empresa y a la familia sin mirar atrás.
–Ya has oído a Richards, tienes que hacerlo. Si no, Mitch y yo lo perderemos todo. Pero no te preocupes, nosotros te ayudaremos.
–¿Cómo? Los dos tenéis que quedaros en Miami mientras a mí me exilia en Dallas.
–Dallas tampoco es el Ártico, mujer –Mitch apretó su hombro. Él había sido su apoyo desde que Rand se marchó, la persona con la que podía contar pasara lo que pasara–. Nosotros te enviaremos suministros.
–Pero esto es absurdo.
Richards se aclaró la garganta.
–Hay más.
¿Más? ¿Aún iba a ser peor? Nadia se clavó las uñas en las palmas de las manos.
–«Te he permitido demasiado. Al contrario que tus hermanos, tú nunca has intentando vivir en el mundo real fuera de la mansión Kincaid, ni siquiera cuando estudiabas en la universidad. Es hora de que aprendas a cuidar de ti misma, Nadia, porque tus hermanos no estarán siempre ahí para sacarte de apuros».
Ella se puso colorada. Sí, bueno, había tenido que pedirles ayuda un par de veces. ¿Y qué? Todo el mundo tenía problemas.
–«No tendrás criados, ni cocinera ni chófer a tu disposición».
Nadia notó que empezaba a darle vueltas la cabeza. Aparte de que probablemente se moriría de hambre, ella no tenía permiso de conducir antes del accidente y no había tenido razón alguna para sacárselo después. Nerviosa, se levantó de la silla y empezó a pasear por la habitación.
–«Aprenderás a conducir y aprenderás a sobrevivir con una pensión mensual de dos mil dólares…»
–¿Una pensión de dos mil dólares? –gritó. Ella se gastaba más en un solo vestido.
–«Como no tendrás que pagar alquiler, esa cantidad será más que suficiente para atender tus necesidades, pagar los recibos y todo lo demás. Depender de un presupuesto mensual te ayudará a entender mejor a los empleados y los clientes de la empresa Kincaid».
¿Su padre pensaba que no podría vivir con un presupuesto tan pequeño? Sí, bueno, nunca había tenido que controlar sus gastos, pero no podía ser tan difícil. Al fin y al cabo, ella tenía un título en Económicas y manejaba millones de dólares de la empresa a diario.
–Esto es una locura. ¿Mi padre había perdido la cabeza o qué? ¿Puede hacerme esto, Richards?
Las espesas cejas del abogado se levantaron como dos tejados picudos sobre las gafas.
–Uno puede hacer lo que le plazca con sus posesiones y tu padre no te pide que hagas nada ilegal o inmoral. ¿Debo repetir que si no respetas los términos del testamento tú y tus hermanos perderéis todas las posesiones de vuestro padre? La línea de cruceros Kincaid, la mansión, todas las propiedades a su nombre y todas sus acciones serán vendidas a la línea de Cruceros Mardi Grass, su mayor competidor, por un dólar. A vosotros os quedarán sólo vuestros fondos personales.
De los cuales ella tenía… cero. Debido a su obsesión por mantener el cuerpo y la mente ocupados hasta que caía en la cama rendida cada noche, Nadia vivía de mes a mes con el sueldo que le pagaban en la empresa, sin ahorrar un céntimo.
–No, no hace falta que lo repitas. Mi padre ha dejado bien claro que si alguno de nosotros no cumple sus condiciones lo perderemos todo. ¿Pero por qué a la línea de cruceros Mardi Grass precisamente? Mi padre odiaba a muerte a esa empresa. Y yo también. Sus tácticas de competencia desleal nos han costado una parte del mercado.
Richards se encogió de hombros.
–Everett nunca me contó el porqué.
Rand golpeó la mesa con los dedos.
–Nadia, aunque me gusta la idea de que papá se revuelva en su tumba al ver el logo de Mardi Grass pintado en sus barcos, tampoco yo quiero que ese canalla vuelva a ganarnos otra batalla.
Mitch asintió con la cabeza.
–Estoy de acuerdo. Tenemos que luchar. Hay demasiado en juego.
Nadia sabía muy bien que había millones en juego, no tenían que decírselo.
Entonces estudió a sus hermanos: Rand se había hecho una vida en otro sitio, pero Mitch vivía y respiraba para los cruceros Kincaid. Como ella, nunca había trabajo para otra compañía. La empresa Kincaid era su universo y ella no quería ser responsable de que la perdiera.
Podía ver por la resignación en sus caras que tanto Rand como Mitch esperaban que fuera ella quien no cumpliese las condiciones. Y eso le dolió. ¿Pero qué había hecho ella por sus hermanos? Rand y Mitch siempre estaban haciéndole favores sin esperar nada a cambio.
Sabía qué había tramado su padre; aquello era otra prueba. A Everett Kincaid se le daba bien poner a prueba a sus hijos, especialmente a ella porque le recordaba a su difunta esposa. Y siempre había creído que Nadia se rompería al final, como ella. ¿Por qué si no la habría obligado a soportar más de una década de terapia y ahora un año de confinamiento?
Pero le demostraría que estaba equivocado. Les demostraría a todos que estaba equivocado.
Sobreviviría aquel año en Dallas sin su trabajo, sin sus amigos y sin la seguridad de su familia. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sus hermanos habían estado a su lado cuando su vida tomó un rumbo peligroso once años antes y ahora debía hacer algo por ellos.
Su padre evidentemente esperaba que ella fuese el eslabón más débil, pero iba a llevarse una desilusión. O se la llevaría si estuviera vivo. No iba a fracasar. Le demostraría a todo el mundo que la única hija de Everett Kincaid era dura. Que no sólo había heredado la cabeza de su padre para los negocios sino también su obstinada personalidad.
Podía hacerlo.
No. Iba a hacerlo.
Sencillamente, tendría que encontrar alguna forma de evitar los recuerdos que no fuera trabajando o yendo de fiesta.
De modo que, con la cabeza bien alta y las rodillas temblorosas, Nadia miró al abogado.
–¿Cuándo tengo que marcharme?
Tan silencioso como una tumba. Después de ocho semanas jugando a las casitas, Nadia Kincaid sentía como si la hubieran enterrado viva en aquel lujoso ático.
Bonita cripta, pero una cripta al fin y al cabo.
Ni siquiera tenía vecinos con los que distraerse. Los del ático de al lado estaban ausentes desde que ella llegó a Dallas y el resto de los pisos ocupados en el rascacielos eran oficinas… que no parecían agradecer que los vecinos hicieran visitas extemporáneas. Ni siquiera cuando llevó una bandeja de galletas.
Nadia dobló el trapo del polvo, se puso las manos en las caderas y miró las estanterías llenas de libros y películas que Rand le había enviado. Se había prometido a sí misma que aguantaría un año en Dallas sin la ayuda de sus hermanos, pero tampoco quería morirse de asco. De modo que, al final, aceptó los regalos.
Con las películas y los libros pasaba el rato y, gracias a la televisión por satélite, había aprendido a cocinar. Y como cocinar era muy sucio, también había aprendido a limpiar. Incluso había logrado hacer la colada sin cargarse la ropa. En fin, había aprendido a hacer todas esas pequeñas cosas que alguien había hecho por ella desde que era pequeña. Y se sentía orgullosa de haber cometido sólo algún que otro pequeño error.
«Mira, papá, dos meses y aquí sigo. Seguro que no te lo esperabas».
Había visto y leído prácticamente todos los éxitos de los últimos cinco años, pero lo mejor era que había encontrado un supermercado que le llevaba las cosas a casa. Eso, había descubierto, era más barato que tomar un taxi para ir y venir de la tienda.
El único reto con el que aún no se había atrevido era conducir. Aún no estaba preparada para ponerse tras el volante de un coche.
Después del daño que había hecho desde el asiento del pasajero…
Ese recuerdo hizo que buscase una distracción inmediatamente, como hacía siempre que el pasado salía de su tumba.
Volviendo a tomar el trapo del polvo, lo pasó por la estantería y dirigió su furia contra su padre.
Everett Kincaid había vuelto a subestimarla obligándola a vivir encerrada en aquel ático para que «se encontrase a sí misma» mientras sus hermanos podían hacer casi todo lo que les diera la gana.
Bueno, Rand había tenido que volver a Miami para dirigir la línea de cruceros Kincaid después de cinco años de autoexilio y Mitch pronto sería el papá del hijo ilegítimo de su padre, pero Mitch no había tenido que dejar su trabajo en la empresa.
Mientras ella se dedicaba a ver cómo le crecían las uñas.
Sí, estaba furiosa con su padre por tratarla como si fuera una niña, pero la verdad era que le dolía saber que no volvería a discutir con él. No habría más peleas por el periódico durante el desayuno en la mansión Kincaid, ni más sermones, ni más discusiones porque él tomaba una decisión en el departamento sin contar con ella. Ya no tendría que levantar la mirada durante una velada social sabiendo que él estaba vigilándola.
Vigilándola y esperando que metiese la pata para sacarla del apuro.
Tres meses antes estaba furiosa por esa vigilancia y sí, debía admitir que en los últimos años había hecho alguna que otra barbaridad sólo para sacarlo de quicio. Y, sin embargo, ahora echaba de menos saber que alguien la quería de verdad. Sus hermanos la querían, pero ellos tenían sus vidas y que ella desapareciese durante un año no sería un gran problema para ninguno de los dos.
«Pero tú no deseas querer a nadie de verdad. Querer significa perder y perder significa sufrir».
«Y la autocompasión es patética. Cállate ya».
Pero estaba harta del trabajo doméstico. Su cerebro se estaba atrofiando. El testamento estipulaba que no podía buscar trabajo, pero necesitaba algo más que cocinar, limpiar el polvo y ver una película mientras esperaba oír algún ruido en el rellano.
El guardia de seguridad y Ella, la criada de los vecinos, debían pensar que estaba acosándolos porque corría para charlar un rato con ellos cada vez que sonaba la campanita del ascensor.
Nadia miró por la ventana, pero sólo podía ver su propio reflejo en el cristal tintado y no los tiestos con flores y tomates que le había enviado Mitch. Luego miró el reloj de la pared. ¿Las once? ¿Donde había ido el tiempo? Sin trabajo al que ir todos los días ni eventos sociales para ocupar sus noches, el tiempo parecía escapársele de las manos.
Lentamente, como una eternidad.
Debería encontrar una afición, algo con lo que entretenerse, pero eso tendría que esperar hasta la mañana siguiente. Y no pensaba llamar a nadie para pedir ayuda. Tenía que solucionar el problema ella misma.
¿Qué podía hacer para ocupar el tiempo antes de irse a dormir? Con las tres horas de diferencia, ya era demasiado tarde para llamar a sus hermanos y preguntarles cómo iban sus noviazgos.
Los dos se habían enamorado durante su lunático confinamiento y no estaban teniendo ningún problema para cumplir las condiciones impuestas para ellos en el testamento. Y su felicidad sólo servía para recordarle que ella no podía fallar. Su padre y sus hermanos esperaban que lo hiciera, pero iba a ser ella quien diese el golpe final.
Nadia respiró hondo, con más confianza de la que sentía en realidad, antes de buscar un DVD de gimnasia. Si hacía los ejercicios dos veces seguramente acabaría rendida y podría irse a la cama.
Intentando reunir algo de entusiasmo, se dirigía al reproductor de DVD cuando un ruido la interrumpió. ¿Un ruido en el rellano? Era demasiado tarde para la criada de los vecinos, que iba dos veces por semana, y como la seguridad en aquel edificio era mayor que en el Pentágono, resultaba difícil creer que fuese un ladrón.
¿Entonces qué era? ¿Gruñón, o sea Gary, el guardia de seguridad que trabajaba los lunes por la noche? Ella no le caía bien a Gary. No le caía bien a ninguno de los guardias de seguridad.
Pero aquélla no era la hora a la que Gruñón solía hacer su ronda, de modo que Nadia se dirigió a la puerta y puso el ojo en la mirilla.
De espaldas a ella, un tipo alto y rubio con un traje gris estaba metiendo la llave en la cerradura del otro ático. Llevaba un maletín de piel de avestruz en la mano izquierda y había dejado una bolsa de viaje de Louis Vuitton en el suelo.
¿Su vecino? ¡Aleluya! Alguien nuevo con quien hablar. Cuando abrió la puerta, el hombre se dio la vuelta, sorprendido…
No. No podía ser.
Nadia dio un paso atrás y su espalda chocó contra el picaporte de la puerta, pero apenas se dio cuenta. Su corazón latía a tal velocidad que empezaba a marearse.
No.
No podía ser Lucas.
Lucas estaba muerto.
Pero el hombre que había delante de ella era idéntico a su difunto marido.
–¿Nadia?
De repente, ella empezó a ver puntitos negros y sintió que su frente se cubría de un sudor frío. Abriendo la boca para llevar aire a sus pulmones, se agarró al quicio de la puerta.
–Nadia, ¿estás bien?
No podía moverse, no podía respirar, no podía parpadear. Transfigurada, miraba la aparición que había frente a ella…
–Baja la cabeza.
Una mano fuerte empujó suavemente su nuca, obligándola a poner la barbilla sobre el pecho. Pero se le doblaron las piernas y cayó de rodillas, la frente apoyada en la alfombra Aubusson.
«Lo has hecho. Por fin, has pedido la cabeza. Como esperaba tu padre».
«Cuando abras los ojos sólo verás a un extraño, no a tu difunto marido. O a lo mejor no hay nadie en el rellano».
Pero la mano firme, cálida y masculina le parecía tan real.
Y tan familiar.
Cuando el rellano dejó de dar vueltas, Nadia apartó esa mano y, agarrándose a la pared, se incorporó un poco.
Pero parpadear varias veces seguidas no cambió nada. El hombre que estaba arrodillado a su lado seguía pareciendo Lucas Stone. Su pelo rubio oscuro era más corto de lo que ella recordaba y su rostro más delgado y con algunas arruguitas alrededor de los ojos, pero ésos eran los ojos grises de Lucas. Ésa era su nariz, ligeramente torcida hacia la derecha, y ése su mentón cuadrado.
–Tú estás… muerto.
Las comisuras de unos labios que una vez había amado besar se inclinaron hacia abajo.
–Que yo sepa, no.
–Mi padre me dijo… no pude ir al funeral. Yo… él me dijo que habías muerto en el accidente.
Con el ceño arrugado, el doble de Lucas se puso en cuclillas.
–¿Kincaid te dijo que yo había muerto?
Nadia tragó saliva mientras asentía con la cabeza.
–Será bastardo –levantándose, Lucas le ofreció su mano.
Nadia vaciló, mirando esos largos dedos, en uno de los cuales llevaba una alianza de oro la última vez que se vieron; una alianza que seguía guardada en una caja, en su casa.
Tomar su mano sería como creer en esa ilusión, de modo que Nadia se levantó sin ayuda y miró alrededor por si veía a alguien con una camisa de fuerza. Pero lo único que vio fue el interior del ascensor.
–Esto no es real, no puede serlo. Mañana me despertaré y…
La rubia ilusión la siguió al interior de su apartamento.
Oh, no, no, no. Tenía que llamar a un psicólogo.
«Pero dejaste de ir a su consulta la semana pasada». «¿No te acuerdas?».
Ah, sí, qué gran error.
–De modo que tu padre te dijo que yo había muerto. ¿Qué más te contó?
Nadia intentó encontrar algo a qué agarrarse en medio de su delirio.
–Nada…
El doble de su marido se detuvo a un metro de ella y Nadia notó un aroma… ¿Kenneth Cole Black?
¿Las alucinaciones tenían olor?
Tentativamente, alargó una mano. Pero sus temblorosos dedos no se perdieron en el vacío… no, encontraron un torso firme bajo una camisa de color azul pálido. Nadia puso la mano en ese torso, al lado de la corbata azul y gris… y notó el latido de un corazón.
Real.
No esta muerto.
Lucas no estaba muerto.
Una ola de alegría la embargó, haciendo que su corazón, que ya latía a un ritmo loco, se volviera frenético. Estaba a punto de echarse en sus brazos cuando su euforia desapareció como una nube de azufre.
Un momento.
Nadia le dio un puñetazo en el hombro y el dolor que sintió en los nudillos no era cosa de su imaginación.
–Si no estás muerto, eso significa que me dejaste plantada.
–Tú querías que me fuera –replicó él.
–¿Estás loco? Me arriesgué a que mi padre me desheredase para casarme contigo. ¿Por qué iba a querer que te fueras?