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Ómnibus Miniserie 60 Antiguos amantes Emilie Rose Todo vale en el amor… y en los negocios. Rand Kincaid nunca se había sentido presionado, hasta el día en que todo su futuro quedó pendiendo de un hilo. El testamento de su padre lo obligaba a readmitir como su asistente personal a Tara Anthony. De pronto, se vio en la tesitura de aceptar a la única mujer que lo había abandonado, o perder su imperio familiar. Pero, antes de aceptar, Tara le dejó claras sus condiciones: quería una segunda oportunidad y Rand debía estar en su casa… y en su cama. Rand todavía no era consciente de lo lejos que aquel acuerdo le iba a llevar. Herencia familiar Emilie Rose ¿Hasta dónde tendría que llegar? Las condiciones del testamento eran inflexibles: Mitch Kincaid tenía que conseguir la custodia del hijo ilegítimo de su difunto padre o perdería la fortuna familiar. Debería ser muy sencillo: un cheque con seis cifras y Carly Corbin, la tía del niño, desaparecería de su vida. Pero con Carly nada resultaba sencillo, incluyendo la atracción que sentía por ella. Cuando Carly se negó a darle la custodia de su sobrino, Mitch no tuvo más remedio que permitir que los dos se mudasen a la mansión Kincaid. Pero ninguno imaginaba que "jugar a las casitas" iba a convertirse en algo real. Sólo importas tú Emilie Rose Había jurado amarla y respetarla, pero su nuevo juramento era de venganza. Supuestamente, Lucas había muerto once años atrás en el accidente que había dejado a Nadia en coma el día de su boda. Entonces, ¿quién era aquel hombre que había aparecido en la puerta de su ático, idéntico al que tanto había amado? ¿Y por qué su inmediato entusiasmo al encontrar a Lucas vivo, de repente se convirtió en zozobra al descubrir las razones por las que había desaparecido de su vida?
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Seitenzahl: 533
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 60 - abril 2023
© 2008 Emilie Rose Cunningham
Antiguos amantes
Título original: Shattered by the CEO
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2008 Emilie Rose Cunningham
Herencia familiar
Título original: Bound by the Kincaid Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2008 Emilie Rose Cunningham
Solo importas tú
Título original: Wed by Deception
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1141-567-5
Créditos
Antiguos amantes
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Herencia familiar
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Solo importas tú
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–Serás el presidente de Kincaid Cruise Lines durante un año –dijo el abogado haciendo una pausa dramática para alzar los ojos del testamento de Everett Kincaid y mirar a Rand Kincaid, el hijo mayor del fallecido–. Tendrás que convencer a Tara Anthony para que regrese y sea tu asistente personal.
Las palabras del abogado hirieron a Rand como si le hubiesen disparado a bocajarro. Se recostó en el respaldo de la silla, incapaz de respirar.
–Dios mío, no…
El abogado no se inmutó. Haber trabajado tantos años con su padre debía de haberle dejado insensible a cualquier reacción.
–Si te niegas a hacerlo, no sólo perderás tu parte de la herencia de tu padre –continuó el abogado–, sino que tu hermana y tu hermano correrán la misma suerte. En realidad, si alguno de los tres no cumple las obligaciones estipuladas en el testamento, tengo órdenes de vender los negocios de Everett, sus propiedades y todo su dinero a Mardi Gras Cruising por un dólar.
«Maldito», pensó Rand frotándose las manos y levantándose de la silla. Tenía que haber imaginado que el viejo iba a encontrar la manera de hacerles a todos la vida imposible, incluso desde la tumba.
–Mardi Gras es el principal competidor de Kincaid, y su presidente ha sido siempre el enemigo más encarnizado de mi padre.
–Soy consciente de ello.
Como si fuera un animal enjaulado, Rand deambuló inquieto por el salón de la mansión Kincaid con los puños cerrados. Observó a su hermano y a su hermana y vio en sus rostros algo más que temor y pánico. Vio resignación y, en el caso de su hermano, frustración e ira contenida.
Estaban esperando a que saliera huyendo igual que había hecho cinco años antes. El que desde entonces se hubiera negado a hablar con ellos había conseguido que hubieran perdido su confianza en él. Sin embargo, si había cortado toda comunicación, había sido para no mezclarles en la guerra que había librado con su padre.
Rand luchó por librarse de la invisible camisa de fuerza que le aprisionaba. Se lo debía a Mitch y a Nadia.
–Cualquiera menos ella –dijo mirando de nuevo al abogado–. Cualquiera menos Tara Anthony.
Tres semanas después de que ella le hubiera declarado su amor y le hubiese pedido pasar el resto de su vida a su lado, Tara había huido en pos de fortunas más prometedoras al ver que él no era capaz de comprarle el anillo de compromiso que quería.
–Lo siento, Rand –dijo el abogado–. Everett insistió en que debía ser la señorita Anthony.
Aquello era típico del déspota de su padre. Siempre había sentido una envidia atroz por todo lo que él había conseguido, y había hecho todo lo posible por quitárselo para después tirarlo despreocupadamente, como un gato dejando el cuerpo sin vida de un ratón en su madriguera.
–¿Y si ella se niega? –preguntó Rand sospechando que ésa iba a ser la reacción de Tara.
–En ese caso, tendrás que hacer que cambie de opinión. No hay escapatoria.
Otro callejón sin salida. La frustración le carcomía por dentro como si fuera ácido.
–Impugnaré el testamento –anunció.
–Si alguno de los tres lo hace, lo perderéis todo –le advirtió el abogado sin pestañear.
Rand tenía ganas de golpear algo. Su padre se había encargado de dejarlo todo atado y bien atado antes de caer fulminado por un ataque al corazón tres días antes, en la cama de una de sus amantes. Debía de haber alguna escapatoria. Tenía que encontrarla.
Rand puso los puños sobre la mesa y miró al abogado.
–Richards, sabes tan bien como yo que mi padre debía de estar senil para redactar este testamento.
–No lo estaba, Rand –replicó su hermano, Mitch, antes de que el abogado pudiera decir nada–. Le conocía. Trabajaba con él todos los días. De no haber desaparecido, tú también lo sabrías –añadió sin ocultar su enfado.
–Puede que papá fuera un hombre insensible e inmoral, pero no estaba loco –dijo Nadia asintiendo para expresar su conformidad con las palabras de Mitch.
–¿Y tú por qué no protestas? –le preguntó Rand a Mitch señalándole con el dedo–. El puesto de presidente debería ser tuyo.
–Papá decidió que fueras tú –respondió conteniéndose.
–No tiene sentido –dijo Rand–. Tú siempre fuiste su favorito, su mano derecha. Yo, en cambio, era su saco de boxeo.
Nunca le había golpeado físicamente, pero sí había competido despiadadamente con él en los deportes, en los negocios y en lo relativo a las mujeres.
–Esta nueva filosofía de todos o ninguno me parece una estupidez –dijo Rand–. Sobre todo viniendo de alguien que pasó toda su vida alejándonos de él.
–Pues parece que, a la hora de morir, ha querido asegurarse de que estaremos unidos –apuntó Nadia.
–Durante este último año –carraspeó Richards–, Everett se dio cuenta de que había cometido algunos errores. Lo que pretende ahora es que le ayudéis a rectificar.
–¿Seguirá dirigiendo nuestras vidas desde el infierno? –preguntó Rand, sintiendo el peso del testamento de su padre como una losa sobre sus hombros.
«No sé a qué juego pretendes jugar ahora, viejo, pero te ganaré», pensó Rand.
Estaba dispuesto a vencer aunque eso significara volver a ver a Tara.
–Lo haré –anunció mirando fijamente a su hermano–. Volveré a KCL y le haré a Tara Anthony una oferta que no podrá rechazar.
El timbre de la puerta retumbó en el interior de la casa justo en el momento en que Tara se estaba quitando las sandalias.
Sujetándose a una columna para no perder el equilibrio, pensó en ignorarlo, aunque, quienquiera que fuera, debía de haberla visto entrar treinta segundos antes.
El timbre volvió a sonar.
Debía de tratarse de otro agente inmobiliario dispuesto a hacerle una oferta por su vieja casa para después demolerla y construir una lujosa mansión, tal y como había sucedido con la mayoría de sus antiguos vecinos. Aquella zona de Miami se había convertido en un barrio de moda en los últimos tiempos. Pero no podía acceder. Se lo había prometido a su madre.
Tara se echó el pelo hacia atrás. Después del horrible día que había tenido, lo último que necesitaba era discutir con un agente inmobiliario. El baño de agua caliente que había pensado darse y la cena en Ben & Jerry’s tendrían que esperar.
Dispuesta a despachar a quien estuviera al otro lado de la puerta lo antes posible, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta.
Había un hombre alto y ancho de hombros delante de ella, ocupando la entrada. Tara dio un paso atrás en estado de shock.
–Rand… –murmuró.
Una ligera brisa agitó el pelo color chocolate de Rand y sus ojos castaños la miraron de arriba abajo.
Miles de emociones se acumularon en su pecho como si fueran cataratas cayendo a toda velocidad. Vergüenza. Dolor. Ira. Al mismo tiempo, sintió un dulce calor en su interior. ¿Podía ser amor? ¿Era posible que todavía quedara algún rastro de aquel incómodo sentimiento?
«¿Estás segura de que todavía no estás prendada de este hombre, al que no has visto y con el que no has hablado en cinco años?».
–¿Puedo entrar?
Lo había pedido en un tono educado, correcto, todo lo contrario a como lo había hecho la última vez que le había visto, todo lo contrario a la frialdad y la crueldad que había usado entonces.
«No has perdido el tiempo, ¿verdad?», pensó Rand. «No pudiste atraparme y te fuiste detrás de otra víctima. Pero ahora tendrás que dar marcha atrás. El viejo quiere que vuelvas porque piensa que es lo que yo quiero. Pero ya te tuve, Tara, y acabé contigo».
El escalofrío que tuvo aquella noche en la casa de los Kincaid volvió de nuevo. Cruzó los brazos sobre el pecho intentando defenderse de los oscuros recuerdos que la asaltaban y miró al hombre que tenía delante de ella.
–¿Qué quieres, Rand?
La estaba mirando sin pestañear, sin moverse, sin hacer la más mínima arruga al elegante traje oscuro que llevaba puesto y que hacía juego con una camisa blanca y una corbata roja, como si no quisiera estar allí, como si estuviera experimentando la misma necesidad que ella de terminar cuanto antes.
–Quiero hablar contigo de la última voluntad de mi padre –respondió.
Everett Kincaid.
–He oído que ha muerto hace poco –dijo ella–. Lo siento mucho.
–Su testamento te implica directamente –replicó Rand, que no parecía apesadumbrado por la pérdida.
Everett siempre había sido amable con ella, pero ¿por qué su antiguo jefe habría de tenerla en cuenta antes de morir, tomando en consideración, además, la forma en que ella había salido de la vida de la familia Kincaid?
–¿Me ha dejado algo?
–No –respondió él muy serio–. Pero, a menos que accedas a sus peticiones, lo perderemos todo.
A Tara le sorprendió el tono dramático que estaba utilizando Rand. Nunca había sido un hombre al que le gustara andarse por las ramas. Siempre había sido directo, había dejado claro lo que quería y lo que no quería.
Tara se pasó la mano por el pelo y se preguntó si Rand se habría dado cuenta de que se lo había cortado, de que había perdido peso desde que habían estado juntos. ¿O acaso se había acostado desde entonces con tantas mujeres que sus rostros se mezclaban en su cabeza, confundiéndose unos con otros? ¿Había dejado ella algún recuerdo imborrable dentro de él?
Cinco años antes se había enamorado de él a pesar de su reputación. Pero eso le había sucedido con veinticuatro años, cuando no era más que una chiquilla llena de timidez e ingenuidad. Parecía haber pasado toda una vida desde entonces. Ver morir a su madre le había hecho crecer a toda velocidad.
Aunque tenía ganas de echar a patadas a Rand, le picaba la curiosidad.
–Adelante –dijo apartándose para dejarle entrar.
Al pasar junto a ella, le llegó su perfume, el aroma que siempre le había envuelto desde el día en que le había conocido, un olor que la había apuñalado por la espalda infligiéndole un dolor tan intenso como la traición de un amigo.
Pero tenía que ser sincera consigo misma. Desde el principio de la relación, Rand le había dicho que no estaba interesado en compromisos a largo plazo. Era ella la que había roto las normas enamorándose de él. ¿Cómo habría podido evitarlo, tratándose de un hombre atractivo, inteligente, atento, caballeroso y maravilloso en la cama? ¿Cómo habría podido impedirlo cuando había sido lo que siempre había soñado?
Nunca había dejado de preguntarse si habría podido hacerle cambiar de opinión manteniendo la boca cerrada, si el amor habría entrado poco a poco en él. Pero había hecho lo contrario. A los tres meses de estar juntos, después de hacer el amor, le había declarado su amor, le había confesado todos los sentimientos que tenía hacia él.
Sus palabras habían provocado la inmediata huida de Rand. Había salido de su apartamento como un rayo y había abandonado el país.
–No se parece en nada a tu antiguo apartamento –dijo él frunciendo el ceño.
Entonces, se acordaba. Contra su voluntad, le dio un vuelco el corazón dentro del pecho.
–Es la casa de mi madre y de mis abuelos –dijo ella observando los muebles de estilo tradicional.
–¿Está tu madre en casa? –preguntó él mirando hacia la cocina.
–Mi madre murió –respondió ella sintiendo una fría cuchilla partiéndola en dos y causándole un dolor que parecía no tener fin.
–¿Cuándo sucedió?
Tara le dio las gracias en secreto por reaccionar de una forma tan civilizada, pero no quería hablar de aquel tema con nadie. La herida era todavía demasiado dolorosa.
–Hace un año –respondió ella–. Pero eso no es lo que te ha traído aquí. ¿Podríamos ir al grano, por favor? Tengo planes para esta noche.
Planes para estar sola, como lo había estado desde la muerte de su madre, día tras día, soñando con compartir su soledad y su dolor con alguien, teniendo que rechazar a otros hombres por ser incapaz de estar con nadie que no fuera Rand. Nunca había vuelto a encontrar la intimidad y la magia que había vivido con Rand, como tampoco había encontrado consuelo durante cinco largos años. Los hombres que había conocido en ese tiempo le habían dejado un vacío todavía mayor.
–Everett ha exigido que vuelva a KCL como presidente… –empezó Rand.
–¿Volver? –le interrumpió ella–. ¿Dejaste Kincaid Cruise Lines? ¿Cuándo? ¿Por qué? Esa compañía era toda tu vida.
–Sí, la dejé –respondió él quitándole importancia–. Ahora mi padre ha dejado estipulado que quiere que vuelva, e insiste en que tú seas mi asistente personal durante un año.
La revelación de Rand hizo que Tara se olvidara de todas las preguntas a las que no había respondido.
–¿Yo? ¿Por qué? Y, sobre todo… ¿Por qué tendría que hacerlo?
–Si no lo haces, Mitch y Nadia perderán sus trabajos, sus casas… Lo perderán todo.
Tara sintió el peso de la culpabilidad. Durante tres años, Nadia había sido su mejor amiga, la mejor que nunca había tenido. Sin embargo, a raíz de la ruptura con Rand, las cosas se habían complicado, para terminar por quebrarse definitivamente a raíz de la propuesta de Everett. El dolor y la vergüenza le habían impedido volver a mirar a la cara a un Kincaid.
–No lo entiendo –dijo ella–. ¿Por qué querría Everett que regresara a mi antiguo puesto? ¿Por qué ahora?
–¿Quién sabe lo que se le pasó al viejo por su retorcida cabeza antes de morir? Nos tiene a todos saltando al son de su música. Debe de estar riéndose de lo lindo desde su tumba –dijo Rand con amargura y rabia.
¿Qué había sucedido entre Rand y su padre? Siempre habían sido muy competitivos, pero no recordaba que Rand le hubiera odiado nunca.
–¿No puedes hacer nada para oponerte al testamento? –le preguntó Tara.
–Tengo a un equipo de abogados leyéndolo palabra por palabra en busca de algo a lo que aferrarme, pero no va a ser fácil. Lo que te propongo es pagarte diez mil dólares al mes, más comisiones.
–Estás bromeando, ¿verdad?
–No.
La cifra era el doble de lo que había ganado en su último año en KCL y tres veces su salario actual.
Después de abandonar KCL, le había costado cuatro meses encontrar trabajo. No había sido fácil al carecer de referencias, algo que había preferido no pedir después de la forma en que había terminado todo, después del modo en que se había despedido, sin dar siquiera un aviso.
Cuando finalmente había encontrado trabajo, había cancelado todas sus cuentas, había dejado su apartamento y se había instalado en casa de su madre. Aunque su salario en su nuevo trabajo había sido muy inferior, lo había aceptado por la flexibilidad de horarios, algo que le había permitido gozar del tiempo necesario para cuidar de su madre y darle ánimos para superar la quimioterapia.
Sin embargo, todo había cambiado con la muerte de su madre. Había empezado a perder interés por el trabajo y su jefe, poco a poco, se había ido convirtiendo en un déspota cuya idea de horario flexible había empezado a ser tenerla trabajando a todas horas.
Había empezado a analizar sus posibilidades para cambiar de trabajo, pero trabajar de nuevo para Rand… Teniendo en cuenta cómo habían salido las cosas la primera vez, aceptar era una opción demasiado arriesgada. Aquel hombre ya le había roto el corazón una vez. Había que ser muy tonta para meterse de nuevo en la boca del lobo.
–Lo siento –dijo Tara–. No me interesa.
–Quince mil dólares al mes –dijo Rand mejorando su propuesta.
Tara le miró, casi ofendida por la escandalosa cifra que le estaba proponiendo. El trabajo de su madre como estilista no le había permitido llevar un tren de vida demasiado boyante, ni siquiera había podido contratar un seguro de vida. A su muerte, Tara, aparte de aquella casa, sólo había heredado deudas. Con el dinero que le estaba ofreciendo Rand podría pagar las facturas de la clínica que había tratado a su madre y que todavía estaban sin pagar, así como otras muchas deudas.
La tentación era muy grande. ¿Por qué tenía que ser Rand Kincaid quien le hiciera aquella oferta?
–No se trata del dinero, Rand –dijo ella.
Rand agitó las manos, que tenía dentro de los bolsillos de su chaqueta.
–Mira, ya sé que no quieres tener nada que ver conmigo –dijo él–. Pero, al menos, hazlo por Nadia y Mitch. No se merecen nada de esto. Pon tú el precio, Tara.
Tara le observó detenidamente. El sentido común le decía que debía rechazar la proposición. Sin embargo, una pequeña parte de su cabeza no hacía más que recordarle lo maravilloso que había sido el tiempo que habían pasado juntos. A su lado, se había sentido especial, importante, había vivido la mayor felicidad posible.
Durante cinco años, con todo lo que había pasado, no había sido capaz de reconciliarse con el pasado. El cáncer de su madre había dejado todo en un segundo plano, llenando toda su vida de una confusa mezcla de pesimismo y esperanza. Las necesidades de su madre le habían impedido pensar en sí misma, en sus decepciones, en su corazón roto y en los sueños que se habían partido por la mitad.
Tras luchar contra la enfermedad cuatro largos años, su madre se había hundido definitivamente. El dolor y la culpabilidad habían sido, desde entonces, sus únicos compañeros de viaje. El trabajo y las facturas, sus únicas ocupaciones.
Se había aferrado a lo que le había quedado como un náufrago a una tabla de salvación por miedo a que otra crisis le arrebatara lo poco que todavía tenía. La inercia nunca había sido una motivación que le hubiera gustado, pero había sido incapaz de afrontar el más mínimo cambio. No había otra forma de entender por qué había seguido trabajando en un lugar que odiaba, por qué había conservado las cosas de su madre, por qué no había movido la más mínima cosa de su sitio.
Tara miraba a Rand y se preguntaba si su presencia allí no sería la señal que había estado esperando para reaccionar. ¿Era una oportunidad para rehacer su vida?
Tara miró el retrato de su madre, que colgaba de la pared.
«Siempre hay que vivir sin arrepentirse de nada», le había dicho antes de morir. «Tara, prométeme que nunca lo harás. Prométemelo…».
Ver a su madre luchar con todas sus fuerzas contra el cáncer para sucumbir finalmente sin poder hacer nada, le había enseñado dos lecciones importantes. La primera era que uno nunca se debía culpar por las cosas que no había hecho en el pasado. La segunda, que había cosas por las que valía la pena luchar.
Ella había fallado en ambas.
No había tenido el coraje suficiente para darlo todo por su madre, para alargar su vida, para salvarle la vida.
Por otra parte, había dejado escapar a Rand. No había luchado por él, por una relación con él. Había dejado que el miedo de Rand al compromiso matara la oportunidad de tener un futuro juntos.
Rand la estaba mirando sin inmutarse, sin dejar entrever la más mínima emoción en su rostro, pero ella sabía que, por mucho que lo hubiera negado, había sentido algo por ella en el pasado, algo más que deseo. De no haber sido así, nunca la habría tratado como lo había hecho, nunca habría detectado en sus ojos el dolor y la desesperación la mañana en que se habían separado. De no haber sido así, Rand nunca se habría sentido traicionado por ella.
Y allí estaba de nuevo, delante de ella, como si la vida le estuviera dando una segunda oportunidad.
¿Estaba dispuesta a intentarlo?
Podía fallar, podía volver a sufrir de nuevo como lo había hecho, pero ¿acaso no valía la pena intentarlo con todas sus fuerzas una vez más?
El problema era, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo podía conseguir algo así con un hombre que le tenía fobia al compromiso? ¿A un hombre que ya había huido de ella en el pasado, cómo podía hacerle ver que era posible que dos personas tuvieran una relación plena y ser felices?
Tara se dio la vuelta, incapaz de pensar con serenidad bajo la intensa mirada de Rand y, al ver el reflejo de él en el espejo, advirtió que la estaba mirando de arriba abajo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al sentir el deseo de él. Rand se dio cuenta de inmediato de que ella le estaba mirando a través del espejo, y regresó de nuevo a su aspecto neutro e insensible.
Pero ella ya tenía lo que necesitaba. Empezaría por lo que siempre había funcionado entre los dos, el sexo. A partir de ahí, podría construir lo que quería, y no volvería a cometer el error de confesarle sus sentimientos demasiado pronto.
Tara se sonrojó ante la idea de volver a acostarse con Rand. Paradójicamente, lo que estaba pensando proponerle era lo mismo que Everett le había propuesto a ella en su momento.
¿Aceptaría Rand la oferta que ella había rechazado en el pasado?
–Volveré a KCL con dos condiciones –dijo ella dándose la vuelta para encararse a él.
–Las que quieras.
–En primer lugar, quiero una carta de recomendación tuya, por escrito y por anticipado –empezó Tara, que no quería volver a cometer el mismo error.
–Si te la doy, ¿qué te impedirá abandonar la empresa antes de un año? –preguntó él.
–Mi palabra.
–Hecho –dijo él, aunque dubitativo–. ¿Cuál es la segunda condición?
Tara se mordió el labio inferior, respiró profundamente y se armó de valor.
–Tú. Te deseo a ti. Te quiero en mi vida, en mi cama. Sólo para mí. Durante un año.
Rand retrocedió como si le hubieran golpeado en la cara.
–Eso no forma parte de la negociación –dijo él.
Tara intentó ocultar su inseguridad.
–En ese caso, no puedo ayudarte –afirmó ella.
–¿Qué quieres? ¿Intentas todavía que te regale un anillo? Te lo dije en su momento y te lo vuelvo a repetir, no me gustan los compromisos.
No, no le gustaban, y ella nunca conseguiría nada si no derribaba los muros que Rand había erigido a su alrededor. Durante el tiempo que habían pasado juntos, no había pasado una sola noche entera con ella, ni siquiera había conocido a su madre. Si deseaba conseguir lo que quería, tenía que encontrar la manera de introducirse en sus defensas y convertirse en parte de su vida. Pero debía andar con cuidado. Rand se revolvería en cuanto sospechara lo más mínimo.
–No te estoy pidiendo algo que dure toda la vida –dijo ella fingiendo una seguridad que no sentía–. Sólo doce meses. ¿Te crees tan irresistible que todas las mujeres quieren casarse contigo? Los dos sabemos que este trabajo va a ser duro, que vamos a tener que pasar muchas horas juntos. Yo no tengo demasiada vida social, por no hablar del sexo. ¿Qué daño puede hacernos? Entre nosotros, el sexo siempre funcionó.
Los ojos de Rand brillaron durante un instante fugaz.
No lo había olvidado.
Tara sintió esperanzas para seguir insistiendo.
–¿Cuándo empezamos?
¿Qué hombre en su sano juicio podía rechazar tener relaciones sexuales con una mujer tan atractiva como ella?
Tenía que ser él.
–No puedo darte lo que quieres –dijo él.
Tara se pasó la mano por el pelo, y Rand recordó con un estremecimiento el tacto de los cabellos de ella en su piel. No podía negarlo. Estaba más atractiva que nunca.
–¿Sexo? –preguntó ella.
–Amor –respondió él, aunque le costó pronunciar la palabra.
Su familia siempre había dicho que era una copia exacta de su padre. Había aprendido de la forma más dura posible a no permitirse el lujo de abandonarse a un sentimiento como ése.
Había visto cómo su padre había destruido a su madre hasta llevarla a quitarse la vida. Él mismo había hecho lo mismo al abandonar a su novia del instituto al terminar los estudios con la excusa de ser libre para poder experimentar en la universidad. Había sido un egoísta cruel. Serita se había tomado aquella misma noche un bote de somníferos. Afortunadamente, había tenido más suerte que su madre. Alguien la había encontrado y había llamado a urgencias antes de que fuera demasiado tarde.
–De modo que sigues pensando en lo que te dije aquella noche, ¿verdad? –le preguntó mirándole fijamente con sus ojos azul cobalto–. Me precipité. Si aceptas mi proposición, podré disculparme y explicarte que fue una equivocación, el calor del momento…
–¿El calor del momento? Me dijiste que me querías, que querías casarte conmigo y tener hijos. Creo recordar que hasta me dijiste los nombres que te gustaría ponerles.
Después de decir aquello, Rand se había levantado y se había ido para protegerla de amar a un Kincaid. Había temido por ella durante las tres semanas siguientes, hasta encontrarla saliendo de la habitación de su padre de madrugada.
Tara Anthony le había tomado por tonto y él se había quedado prendado de ella.
Nunca más volvería a suceder.
–Sí, lo siento, exageré demasiado –dijo ella–. Es que… bueno, eres muy bueno en la cama.
Tara le miró ocultando sus verdaderos sentimientos.
–Podríamos vivir aquí o en tu apartamento. Los dos están a la misma distancia de la oficina.
–No voy a jugar a vivir contigo –dijo él.
–Entonces, esta conversación ha terminado. Te acompaño a la salida.
Rand la tomó de la mano al pasar ella a su lado y sintió la furiosa electricidad que siempre había experimentado a su lado, desde el día que Tara había entrado a trabajar como secretaria de su padre. Había luchado contra sus impulsos durante siete largos meses, hasta que había cedido a la tentación. Le había costado un mes hacer que aceptara salir con él y otro más llevársela a la cama.
–Ya no tengo mi antiguo apartamento –dijo él–. Ahora vivo en California.
–No sabía que te habías mudado –dijo ella sorprendida.
–¿Cómo puede ser que no lo sepas? Mi huida debió de causar un terremoto. Mi padre debió de ponerse de los nervios al enterarse que había aceptado trabajar para West Coast, su principal competidor.
–No lo supe porque nunca volví a la oficina después… después de aquella noche.
–Querrás decir la mañana en que te descubrí saliendo de la habitación de mi padre.
–Sí –dijo ella bajando la mirada.
Aquel mismo día había mandado a su padre al diablo por intentar hacerle la vida imposible, por intentar destruirle. Aquéllas habían sido las últimas palabras que le había dicho a Everett Kincaid.
–¿Por qué te fuiste? –preguntó él–. ¿Mi padre se negó también a casarse contigo?
–Utilizando tus propias palabras, esa propuesta nunca estuvo sobre la mesa –dijo ella–. Ahora, deberías irte.
Rand no pensaba en otra cosa que no fuera irse de allí lo más rápidamente posible. Las condiciones de Tara eran absurdas. ¿Estaba dispuesto a aceptarlas?
Sin embargo, no tenía otra opción. Pensó en Nadia y en Mitch, y comprendió que no tenía otra salida. No podía volver a abandonar a sus hermanos.
–No tendrás nada de mí aparte del sexo –dijo él–. No te daré regalos, no te haré promesas y no me casaré contigo. Y, desde luego, no tendremos hijos.
Tara suspiró profundamente al ver que Rand había aceptado sus condiciones.
Él la miró mientras el deseo le consumía. Un deseo obsesivo de tocarla.
Cinco años atrás, Tara había estado a punto de hacerle renunciar a su promesa de no comprometerse con nadie.
No volvería a cometer el mismo error.
No podía confiar en ella, y él siempre sería el hijo de su padre, un hombre egoísta incapaz de ser leal, de ser fiel.
Un hombre que era capaz de romperle el corazón a una mujer sin pensarlo dos veces.
–Si vas a pagarme quince mil dólares al mes, no necesito nada más de ti –dijo ella con una sonrisa maliciosa.
–Necesito dos semanas para arreglar las cosas. Volveré el día dieciséis y el año empezará a contar.
Rand sólo deseaba no tener que lamentarlo.
–No me hagas perder el tiempo.
Al oír la voz de su hermano, Rand dejó su ordenador portátil sobre el escritorio de su padre y se dio la vuelta hacia la puerta.
Había esperado que su hermano estuviera satisfecho por su decisión, pero parecía dispuesto a buscar pelea en su primer día.
–¿Disculpa?
–No te instales aquí si no te vas a quedar todo el año. Si vamos a perder KCL, es mejor que sea lo antes posible, así será menos doloroso. Nadia va a tener que pasarse un año entero en Dallas sin hacer nada. No le hagas pasar por eso si tienes pensado abandonar.
El testamento de su padre exigía que Nadia alquilara un apartamento y estuviera un año desempleada. Podía volverse loca allí sola, sin nada con qué distraerse, sin nada que la ayudara a no pensar en el marido y en el hijo que había perdido.
Era una muestra más del sadismo del viejo.
–Mitch, he dejado un empleo que me gustaba y he puesto a la venta mi apartamento. No voy a echarme atrás. Voy a estar aquí hasta el final. Si perdemos KCL, no será por mi culpa, te lo aseguro.
–¿Por qué ahora? –preguntó Mitch escéptico.
–Porque esta vez me niego a que vuelva a salirse con la suya –respondió Rand.
Pero su hermano seguía sin estar convencido.
Rand se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó una pequeña navaja plegable. El filo brilló bajo los rayos del sol. Rand lo pasó por su dedo pulgar, haciéndose un corte.
–¿Se puede saber qué demonios estás haciendo? –preguntó Mitch.
–¿Quieres que lo firme con sangre?
–No digas tonterías, ya no somos niños. La sangre no demuestra nada. Esto es un negocio. Un negocio que mueve millones de dólares, por si lo has olvidado.
Quedaba claro que no iba a poder borrar cinco años de silencio recurriendo al viejo pacto que habían practicado de pequeños.
–No lo he olvidado.
Rand dejó la navaja sobre el escritorio y miró a su alrededor en busca de algo que le ayudara a contener la sangre que emanaba de la herida. Entonces, algo captó su atención.
Tara estaba en la puerta, con un vestido amarillo claro y el pelo recogido en un moño. Era un estilo clásico, pero en ella seguía resultando tremendamente atractivo.
–Iré a por el botiquín de primeros auxilios –dijo Tara mirando la navaja y después la herida del dedo de Rand.
Mitch se quedó mirándola hasta que se hubo ido.
–¿Fue ella la razón de que salieras huyendo?
–Estoy seguro de que papá te dio su propia versión de lo sucedido.
–No dijo nada, por eso te lo estoy preguntando.
Rand ocultó su sorpresa. A su padre siempre le había gustado alardear de sus victorias.
–Me fui porque su competencia conmigo llegó demasiado lejos –dijo.
–¿A qué te refieres?
Rand le clavó la mirada. Acostarse con una empleada de KCL había sido siempre algo prohibido. Él lo había sabido perfectamente, por eso no podía explicarse por qué no había sido capaz de resistirse a Tara.
–¿Qué quieres exactamente, Mitch? ¿Garantías? Te las daré. Te prometo que estaré aquí un año entero.
–¿Por qué habría de creerte? Hace cinco años te fuiste sin decir nada. Un día estabas aquí, y al siguiente desapareciste y no hubo manera de comunicarse contigo. Por el amor de Dios, ni siquiera sabíamos si estabas vivo o muerto. Incluso hubo rumores de que te habías fugado con Tara.
Al parecer, los que habían difundido esos rumores no se habían enterado de que Tara había estado viéndose con él y con su padre al mismo tiempo.
–Deberías hacer caso omiso a ese tipo de cosas –dijo él.
–Vamos, Rand… Tú y Tara desaparecisteis el mismo día.
Tara emitió un gemido ahogado desde la puerta, señal de que lo había oído. Miró a Rand en busca de algún gesto que confirmara las palabras de Mitch.
Aquello significaba que no había mentido. Tara no había sabido, en su momento, que había dejado KCL.
–Yo… Tengo el botiquín. ¿Me dejas ver la herida? –preguntó ella al ser incapaz de percibir nada en su rostro.
Entró en el despacho y dejó el botiquín sobre la mesa.
Rand maldijo para sí por haber sido tan ingenuo. ¿Cómo había podido llegar a pensar que podría regresar después de tanto tiempo y recuperar la relación con sus hermanos como si nada hubiera pasado? Él tenía más culpa que nadie. Había alimentado la distancia y el silencio durante demasiados años. Ahora sólo tenía lo que se merecía, resentimiento.
Rand extendió su mano hacia Tara y descubrió que, a pesar de todo, algunas cosas no habían cambiado. A pesar de saber que era una mentirosa, una mujer en la que no podía confiar, la sangre se agitaba en sus venas al sentir su piel contra la suya. Cuando ella se inclinó sobre él para curarle la herida, casi agradeció el olor a alcohol, ya que enmascaró por unos instantes su penetrante fragancia.
–¿Debo decirle al servicio que te prepare tu antigua habitación? –le preguntó Mitch.
El acuerdo al que había llegado con Tara podía disparar los cuchicheos. ¿Era ése el plan de Tara? ¿Pensaba utilizar los rumores para presionarle y conseguir de él un compromiso a largo plazo? Si era así, iba a llevarse una desilusión.
–Ya tengo un sitio donde quedarme –dijo Rand mirando a Tara y después a su hermano–. Además, tú ya estás acompañado.
La parte que le había tocado a Mitch en el testamento había sido hacer de padre de uno de los hijos que había tenido Everett en una de sus múltiples relaciones amorosas. Rand no había sabido de su existencia hasta la reunión con Richards, el abogado de su padre. El chico y su tutora se habían mudado a la mansión de los Kincaid. Rand todavía no le conocía, pero daba gracias porque el pequeño no tuviera que crecer bajo la sombra de Everett Kincaid.
Tara vendó con eficacia el dedo de Rand y guardó todo de nuevo en el botiquín sin decir nada sobre el acuerdo al que había llegado con Rand.
–El departamento de recursos humanos ha preseleccionado a un candidato para el puesto de director de nuevos servicios –comentó Tara–. ¿Quién de los dos va a mantener con él la entrevista final?
–Dile que vaya a la sala de conferencias –respondió Rand, y miró a Mitch–. Reúnete conmigo allí en cinco minutos. Tú sabes mejor que nadie cuáles eran las responsabilidades de Nadia y sabrás evaluar si es el candidato idóneo. Pero quiero estar presente. Sería interesante que el director de operaciones acudiera también.
–Ya no tenemos director de operaciones –apuntó Mitch–. Papá eliminó ese puesto cuando te fuiste.
Rand recapacitó brevemente sobre el comentario de su hermano, pero decidió dejarlo para otro momento.
–Entonces dirigiremos la reunión entre los dos –dijo Rand–. Como un equipo.
Mitch le miró unos segundos sin reaccionar, y Rand volvió a odiar a su padre por ponerle en aquella situación. Como segundo de abordo, Mitch debía haber sido el elegido para ocupar la máxima responsabilidad.
Finalmente, Mitch abandonó el despacho y Rand se quedó solo con Tara.
–Gracias –dijo él refiriéndose al vendaje.
–De nada –repuso ella–. Rand, ¿te fuiste por mí?
El tono de su voz le apuñaló por la espalda inesperadamente. Rand la miró a los ojos ocultando sus emociones.
–Sólo fuiste la gota que colmó el vaso –dijo él–. Mi padre y tú estabais hechos el uno para el otro.
–Pero yo…
–¿Qué? –preguntó él sin darle opción a formular la cuestión.
–Nada –contestó ella bajando la cabeza.
–Bien, porque me gustaría dar el pasado por cerrado, ¿entendido?
–Sí, señor –respondió ella obediente–. ¿Algo más?
Rand observó el que había sido siempre el despacho de su padre. Siempre había odiado aquel lugar, con su moderno diseño de cristal, sus suelos de mármol y sus ventanales con vistas a Biscayne Bay. Era más una demostración de poder que un lugar de trabajo.
–Quiero muebles nuevos –dijo Rand–. Éstos no valen para nada, no sirven para nada. Quiero una silla decente, una alfombra y un sofá confortable para que mis clientes puedan sentarse cómodamente. Dile al departamento de informática que quiero tener acceso a la red corporativa desde mi ordenador portátil. Puede que a mi padre no le gustaran los ordenadores, pero yo no puedo hacer nada sin ellos.
–Sí, señor –dijo Tara.
–Quiero copias de los comunicados de prensa de los últimos cinco años, un informe actualizado del estado financiero de la empresa y un organigrama donde estén reflejados cada uno de nuestros empleados y sus puestos. Por ahora, eso es todo.
Tara asintió, pero no se movió.
–¿Quieres algo más? –le preguntó él.
–¿Cuándo vas a mudarte? –preguntó ella.
–Esta misma noche –respondió a regañadientes, aunque sediento de poder obtener placer de ella–. Quiero mi propio dormitorio.
–Pero…
–He accedido a acostarme contigo, pero no quiero dormir a tu lado, ni abrazarte después de hacerlo ni fingir que somos una pareja feliz. Voy a vivir bajo el mismo techo que tú porque no me has dejado otra opción. Nunca lo olvides.
Tara palideció, pero asintió de nuevo y abandonó el despacho pensando que iba a ser imposible hacer cambiar de opinión a Rand.
Cuando Tara entró en la cafetería de KCL, se hizo el silencio. Todos se volvieron hacia ella y se encontró siendo el centro de atención.
Poco a poco, las conversaciones renacieron mientras ella miraba a su alrededor, reconociendo algunas caras conocidas entre todos los rostros nuevos que poblaban aquel lugar.
«Tú y Tara desaparecisteis el mismo día», recordó las palabras de Mitch.
Después de abandonarlo todo, había buscado deliberadamente un trabajo que no tuviera nada que ver con el mercado de las agencias de viajes. No había vuelto a leer la más mínima noticia relacionada con ello. Por eso no se había enterado de la huida de Rand ni de la muerte de Everett. Después de cinco años, Rand y ella habían regresado a KCL el mismo día. Las habladurías debían de estar recorriendo toda la compañía, sobre todo si alguien había sabido algo del acuerdo al que habían llegado.
Aquél era un aspecto que no había tenido en cuenta. ¿Había cometido un error al forzar las cosas?
Tara negó con la cabeza como si estuviera hablando consigo misma. Durante los meses que había pasado con él, Rand le había hecho sentir una mujer especial, aunque no hubiera sido capaz de comprometerse. Desde entonces, había pasado la vida sola. Y estaba empezando a cansarse. Quería volver a sentirse viva.
La única esperanza real que le quedaba era que aquellos viejos sentimientos todavía perduraran. La excitación que experimentaba cada vez que estaba cerca de él demostraba que, al menos por su parte, era así. Aquella mañana había sido la primera en mucho tiempo que se había despertado con entusiasmo, en lugar de con la amargura habitual.
Cruzó la cafetería y fue directamente al comedor. KCL siempre se había preocupado de que la dieta de sus empleados fuera de primera calidad. A pesar de lo que casi todos habían pensado siempre, Tara siempre había considerado a Everett Kincaid como un buen jefe. Le había dado el cariño y el afecto que nunca había recibido de su padre. Al enterarse de que a su madre le habían diagnosticado un cáncer, la única reacción que había tenido había sido acudir a él. Everett le había ofrecido una solución, permitirle que se encargara de todo a cambio de poder acostarse con ella.
Tara recordó lo solo que se había sentido Everett durante mucho tiempo y lo bien que trabajaban juntos. Elegirla a ella para ser su compañera había sido una elección lógica, y ella había necesitado su apoyo económico.
Sin embargo, al final, sus sentimientos hacia Rand le habían impedido aceptar su propuesta. Desde entonces, se había odiado por ello, por no haber sido capaz de anteponer las necesidades de su madre a las suyas.
En ese momento, se hizo otra vez el silencio en la cafetería. Tara se volvió hacia la puerta y vio a Rand. La gente los observaba expectante, como si estuviera asistiendo a un apasionante partido de tenis.
Rand la vio y avanzó hacia ella. Tara ya no tenía ganas de comer, pero disimuló sirviéndose una ensalada mientras sentía cómo Rand avanzaba hacia ella.
–Se han llevado el escritorio –dijo él acercándose a ella, más cerca de lo que recomendaba cualquier protocolo.
–Ordené que se llevaran todo mientras tú tenías las entrevistas –dijo ella apartándose un poco para acallar los murmullos generalizados–. A las dos de la tarde tendrás el nuevo mobiliario instalado. El departamento de informática ya ha realizado las configuraciones necesarias para que tengas acceso total a la red.
–Bien.
–¿Bien? –replicó ella dejando que sus emociones salieran sin censura alguna–. ¿Me he matado toda la mañana para que tuvieras cuanto antes todo lo que necesitabas y lo único que sabes decir es «bien»?
Según su madre, Tara siempre había tenido una tendencia acusada a evitar los problemas y las confrontaciones. Sin embargo, ya no era la misma chica ingenua de antes, la chica que tantas veces se había sentido intimidada al ser llevada a la suite de los ejecutivos en la planta superior. Lidiar con la enfermedad de su madre y con los médicos que la habían atendido le había hecho cambiar.
–Muchas gracias por ser tan eficiente –dijo Rand con una voz llena de sarcasmo.
Tara prefirió no decir nada.
Cuando llegaron a la caja registradora, Rand sacó su tarjeta.
–Carga todo aquí –dijo.
–No tienes por qué pagar mi comida –protestó ella.
–Pero lo estoy haciendo. Acéptalo.
La cajera tomó la tarjeta sin decir nada.
Rand siguió a Tara hasta una mesa vacía y se sentó a su lado, muy cerca de ella.
–¿Qué estás haciendo? –preguntó ella.
–Esto es lo que tú querías, ¿no? Que todos nos vieran juntos. ¿Te dolió en tu orgullo cuando te abandoné, Tara?
Le miró a los ojos e intentó encontrar en su rostro algún rastro del hombre del que se había enamorado, pero no encontró nada. ¿Era posible que hubiera cambiado tanto? No podía creerlo. El Rand que había conocido entonces nunca había estado bajo tanta presión como en ese momento. Acababa de perder a su padre, había tenido que cruzar todo el país y se había hecho cargo de una empresa enorme.
–Nadie supo nada sobre lo nuestro entonces, Rand, y nadie tiene por qué saberlo ahora.
–Mi padre sí lo sabía –replicó él–. Además, estoy seguro de que al departamento de recursos humanos le faltará tiempo para difundir a los cuatro vientos que estamos viviendo en el mismo sitio.
Tara no había pensado en eso tampoco.
–Tu padre siempre se las arreglaba para enterarse de todo –dijo ella.
–Porque tenía espías.
–Oh, por favor… Antes no eras tan melodramático. Everett no era tan malo. Cuando una persona hablaba, él escuchaba. Todo el mundo, excepto sus competidores, le quería.
–Eso es porque compraba el amor de todo el mundo.
–No es verdad. Le querían porque se preocupaba. KCL es un ejemplo. Se encargó de contratar a los mejores cocineros para que sus empleados pudieran comer bien. Hizo construir un complejo infantil para los hijos de los empleados, además de un gimnasio para hacer deporte. ¿Cuántos podrían haberse permitido ir de vacaciones en un crucero? Gracias a él, pudieron hacerlo.
Tara desenrolló la servilleta y se preparó para comer, a pesar de haber perdido el apetito.
–La forma de pensar de tu padre era una combinación entre trabajo duro, vida familiar y tiempo libre. Se ganaba la confianza de sus empleados, por eso a todo el mundo le gustaba trabajar para él.
–Veo que te tenía completamente engañada –dijo él–. Mi padre nunca hizo nada que le saliera verdaderamente del corazón. Siempre había un motivo para todo, un motivo y un precio. Para tu información, es mucho más barato contratar todos los servicios que has comentado y mantener alta la moral de la gente que tener planes de formación que sean capaces de elevar el conocimiento y la preparación de los empleados, por ejemplo.
–Te has convertido en un cínico.
–Cínico no, realista. He sido presidente de Wayfarer Cruise Lines durante cinco años, sé de lo que estoy hablando. Además, conocía a mi padre mucho mejor que tú.
Tara reflexionó unos instantes. Si Rand tenía razón, si Everett siempre tenía un motivo oculto para beneficiarse personalmente de todas sus acciones, debía reconsiderar la propuesta que le había hecho la mañana en que Rand la había visto salir de su dormitorio. Rand había afirmado que su padre había utilizado la ocasión para ganar otra batalla en su guerra personal contra él.
Pero no podía hacerlo, no podía aceptar aquella teoría. Eso significaría tener que aceptar que había juzgado mal al hombre con el que tanto tiempo había trabajado, un hombre al que había respetado y admirado. Su proposición le había extrañado, pero siempre había pensado que lo había hecho llevado por un sincero sentimiento de protección.
Sin embargo, una parte de ella quería creer a Rand. Porque, de esa manera, le sería más fácil aceptar la negativa que le había dado a Everett, el haberse negado a ser su amante por encima de las necesidades financieras de su madre.
–Aquí está tu habitación.
Rand entró en la habitación que le indicaba Tara y dejó sus maletas. Era un dormitorio espacioso con una cama grande. No estaba mal. Era mejor que la habitación de un hotel, aunque no podía compararse con su lujoso apartamento.
–Es la habitación más grande de la casa. Puedes decorarla a tu gusto, si quieres. Mi madre y yo vivimos demasiado tiempo solas en esta casa, todo es muy femenino.
No esperaba estar allí tanto tiempo como para preocuparse por ese asunto. Tenía la esperanza de que Tara se diera cuenta de que no iba a acceder a ninguna de sus peticiones.
–¿Y tu padre?
–Se fue cuando tenía siete años.
–Nunca me lo dijiste –dijo él sorprendido.
–No quería aburrirte con mis problemas. Además, nunca pareciste muy interesado en saber nada sobre mi familia.
La relación que había tenido con ella se había basado sobre todo en las relaciones sexuales. Por otro lado, siempre había tratado de no revelarle demasiada información, ya que trabajaba para su padre.
–¿Tus padres se divorciaron? –preguntó Rand.
–Es difícil divorciarse de un hombre que está ausente –respondió ella.
–¿Está muerto?
–No lo sé. Cuando digo que se fue, quiero decir que nunca más supe nada de él. Una mañana dejó el trabajo y nunca volvió a dar señales de vida. Mi madre y yo nos mudamos a esta casa con mis abuelos. Aquí es donde vivía mi madre la época en que conoció a mi padre.
Rand sintió una intensa empatía hacia ella, pero la reprimió. ¿Estaba Tara diciéndole la verdad, o sólo era una manera de conmoverle? Ya no sabía qué creer. Había confiado en ella durante mucho tiempo, y le había traicionado.
–Vinimos aquí porque mi madre quería que él pudiera encontrarnos si regresaba –dijo Tara.
–¿Pensó durante tantos años que él volvería?
–Si le hubiera pasado algo, o hubiera sufrido de amnesia, tal vez sí.
–¿Y tú lo creíste?
–No lo sé. Mi madre siempre me pidió que tuviera la casa limpia y preparada, por si acaso.
–¿Dónde está el baño? –preguntó él.
–Allí –contestó ella señalando con el dedo.
–¿Hay alguna conexión a Internet?
–Te puedes conectar de forma inalámbrica desde cualquier sitio de la casa. Durante los últimos años, mi madre no estaba bien. Necesitaba poder trabajar desde aquí para poder ocuparme de ella.
La conversación se estaba poniendo demasiado emotiva, y Rand decidió cambiar de tema.
–¿Dónde está tu habitación?
–Al otro lado de la casa.
–¿Me la enseñas?
Tara se dio la vuelta y empezó a caminar delante de él. Rand observó que estaba más delgada que cinco años antes. Le habían gustado mucho sus curvas voluptuosas, pero aquella delgadez también tenía su atractivo. En cualquier caso, no estaba dispuesto a morder el anzuelo. No quería desearla. Aquello era un trabajo, nada más.
Había tenido trabajos peores. No en vano, su padre se había encargado de que aprendiera el oficio desde abajo. Al contrario que el resto de sus hermanos, él había tenido que trabajar durante meses en un barco, durmiendo en un mísero camarote.
La habitación de Tara también era grande, y estaba ocupada por una cama con dosel.
Se detuvo en la entrada, delante de ella.
Tara le miró.
Aquélla era una situación como cualquier otra para empezar con aquella representación.
Rand la tomó de la cintura y la besó. El primer contacto con los labios de ella fue cálido y suave. Reconoció el antiguo olor de su cuerpo, su forma de rodearle con los brazos, el deseo que había compartido con ella.
Introdujo su lengua en la boca de ella, jugó en su interior unos segundos y se apartó considerando que era un buen comienzo.
Tara se quedó en sus brazos unos instantes.
¿Qué quería de él? Ella había afirmado que sólo se trataba de sexo, y él había accedido bajo esa premisa. Nada más y nada menos.
Rand se quitó la corbata y empezó a desabrocharse la camisa.
–¿Qué estás haciendo? –preguntó ella.
–Lo que tú quieres. ¿No estoy aquí para esto?
–Creo que deberíamos esperar.
–¿Hasta cuándo? ¿Hasta después de la cena?
–Hasta que… hasta que nos hayamos instalado un poco –dijo ella insegura.
–Tara, este trato ha sido idea tuya, no mía –dijo él acercándose a ella–. Estoy dispuesto a cumplir mi parte.
–Si hubiera querido mantener relaciones sexuales con un extraño, me habría dado una vuelta por la playa.
La idea de que Tara se acostara con otro le hacía hervir la sangre. Sin embargo, era obvio que debía de haber tenido muchas relaciones. Su padre entre ellas.
–Pero no somos extraños, ¿verdad?
–Iré a hacer la cena –dijo ella.
Pero él se puso delante, bloqueando la salida del dormitorio.
–¿Qué quieres que sea entonces? ¿Un gigoló? ¿Quieres que obedezca tus órdenes como si fuera un perro o algo así?
–Esperaba que el deseo fuera algo mutuo, como era antes –dijo ella cerrando los ojos brevemente, como si estuviera recordando.
–¿A cuándo te refieres? ¿A cuando te acostaste con mi padre?
–Ya te he dicho que yo nunca me acosté con él –respondió ofendida.
–Pareces olvidar que te vi saliendo de su habitación. Tenías el pelo revuelto, el maquillaje corrido y el cuello enrojecido.
–Cree lo que te dé la gana –suspiró ella.
Su vulnerabilidad estuvo a punto de hacerle dudar. Tara se llevó la mano a la cabeza para arreglarse el pelo. Estaba temblando.
–Rand, antes solíamos llevarnos bien –dijo ella–. ¿No te gustaría tener eso otra vez?
¿Le estaba pidiendo que volviera a comportarse como un estúpido?
Eso nunca.
Dada la relación que habían tenido y el historial de los Kincaid con las mujeres, dejarla había sido su única alternativa.
–No quiero volver a cometer los mismos errores –dijo él.
–Nunca he considerado que lo nuestro fuera un error.
¿A qué estaba jugando? Debía tenerla contenta para evitar el riesgo de que ella abandonara todo el trato y él y sus hermanos lo perdieran todo. No había empleado la palabra «amor» en ningún momento, pero parecía necesitar un mínimo de cariño antes de acostarse con él.
Si era seducción lo que quería, eso era lo que iba a tener.
Pero nada más.
No volvería a engañarle.
Tara no tuvo que darse la vuelta para saber que Rand estaba detrás de ella. Y muy cerca.
Se había metido tanto en la lectura que no le había oído llegar después de que hubiera regresado de hacer las entrevistas que había planeado para aquel martes por la mañana.
Le puso la mano sobre el hombro. A pesar de estar sentada en una silla, Tara podía sentir el calor del cuerpo de él traspasando el respaldo.
–¿Qué quieres? –preguntó ella respirando profundamente.
–Nada.
–Entonces, ¿por qué estás tan cerca?
–Estoy leyendo por encima de tu hombro –respondió mientras su aliento resbalaba por el cuello de Tara, haciendo que un ligero cosquilleo se despertara en su interior.
–Te mandaré el enlace donde están todos los documentos corporativos para que los puedas leer siempre que quieras –ironizó ella.
–Leer de esta manera es mucho más divertido –replicó dando la vuelta a su escritorio y sonriendo.
Aquella manera de sonreír le incomodaba. La había visto la noche anterior, después de que la hubiera besado. Era una sonrisa falsa, fría, calculada. De haber visto el menor rastro de pasión en el beso que le había dado, habría hecho el amor con él la noche anterior. Pero no había sido así, y no había querido dar ningún paso. Quería que Rand hiciera el amor con ella porque la deseara, no porque se sintiera obligado a hacerlo.
De no ser por los efímeros destellos de luz que de vez en cuando percibía en sus ojos castaños, destellos que incluso parecían iluminar sus cabellos oscuros, Tara habría llegado a pensar que, a Rand, la idea de hacer el amor con ella le repugnaba tanto como a ella hacerlo con su padre.
–Rand, si no tienes nada que hacer, podrías ir a tu despacho y escribir mi carta de recomendación –dijo ella.
–Ya está escrita.
–Quiero una copia.
Rand sonrió y entró en su despacho por la puerta que comunicaba ambos cuartos. Tara se recostó en la silla para liberar la tensión que sentía. Rand había cambiado. Cinco años antes, siempre había sido escrupulosamente profesional en el trabajo e intensamente atento con ella fuera de la oficina. Ahora, en cambio, estaba mezclándolo todo, y ella no sabía cómo tomárselo.
Comprobó la agenda. Rand tenía diez minutos libres antes de su siguiente entrevista. La marcha de Nadia de la empresa para cumplir su parte del testamento había obligado a Rand y a Mitch a encontrar un sustituto cuanto antes. Ninguno de los candidatos que habían conocido hasta la fecha les había convencido.
Tara intentó concentrarse de nuevo en su ordenador. Rand le había pedido que investigara en la información disponible para hacerse una idea objetiva de los hechos importantes que habían sucedido en KCL en aquellos cinco largos años. Tara había recurrido a los recortes de prensa archivados en la base de datos corporativa, pero lo que estaba encontrando no era lo que había esperado.
–¿Qué sucede? –le preguntó Rand entrando de nuevo.
–Tu marcha de la empresa hace cinco años, al igual que la mía, no se anunció en los boletines en todo el año siguiente. Es muy extraño. Cuando alguien abandona la compañía, siempre se hace una reseña comentando sus años de servicio y el trabajo que ha desarrollado. El único caso en que no se hace es cuando el empleado ha sido despedido. No me gustaría que los empleados llegaran a la conclusión de que fui despedida. Y a ti tampoco debería hacerte mucha ilusión. Es algo importante a tener en cuenta, si quieres ganarte su confianza.
–A mi padre nunca le gustó dar explicaciones ni poner excusas –dijo Rand poniendo una carta sobre la mesa y firmándola.
Tara la leyó rápidamente.
–La fecha es de dentro de un año –protestó.
–¿Crees que soy tonto? ¿Esperabas que te lo pusiera en bandeja para que te pudieras ir cuando te diera la gana? Si lo haces, perderemos todo.
–Te di mi palabra –respondió ella–. He firmado el contrato. ¿Qué más necesitas?
–Necesito proteger mis intereses. En este caso, tengo que preocuparme también de Mitch y Nadia –dijo sentándose sobre la mesa–. Quiero que organices una pequeña fiesta para todos los directivos para finales de semana. Tú serás mi acompañante.
–¿Crees que es buena idea aparecer juntos tan abiertamente?
–Necesito una acompañante, y tú eres la que has insistido en la exclusividad de nuestro acuerdo.
Así había sido. En ocasiones, también había hecho el mismo trabajo para su padre. ¿Había sido ésa la razón de que Everett hubiera llegado a la conclusión de que podría estar dispuesta a aceptar su proposición?
–¿Dónde quieres que sea? ¿En la mansión Kincaid?
–En cualquier sitio menos ahí –respondió él.
–Tu padre siempre…
–Yo no soy mi padre. No necesito pavonearme delante de la gente enseñándoles todas mis posesiones ni acudir del brazo de una mujer a la que doblo la edad para sentirme más hombre. Y nunca me dejaré llevar por una cara bonita o un sexo espectacular. Recuérdalo.
–¿Estás siendo deliberadamente ofensivo para que rompa el acuerdo? –preguntó ella.
Rand extendió la mano y le acarició la barbilla. A Tara se le aceleró el pulso.
–Tara, ¿por qué habría de hacer eso cuando, como tú misma has dicho, el sexo entre nosotros es tan bueno?
Estaba consiguiendo excitarla, pero ya no era la chica ingenua que había sido cinco años antes. ¿A qué estaba jugando? Primero se había negado en redondo a ser su amante. Después había aceptado a regañadientes. Y ahora estaba intentando seducirla. ¿Qué se proponía?
No había la más mínima pasión en sus ojos. A pesar de sus palabras, estaba frío, distante. Tenía el mismo gesto que la mañana en que había salido de su cama y la había abandonado para siempre.
No quería tener ninguna relación íntima con un hombre así.
–Esta noche vamos a salir a cenar –dijo él consultando el reloj–. Si quieres ponerme de buen humor, ponte algo sexy.
Y, sin decir nada más, salió de su despacho.
Tara se quedó mirando la puerta, furiosa.
¿Ponerle de buen humor?
Si eso era lo que quería, eso era lo que iba a tener. No descansaría hasta haber destruido en mil pedazos el muro de hielo que Rand había erigido a su alrededor y haber recuperado al hombre que le había hecho vivir los mejores momentos de su vida.