Sólo para mí - Susan Mallery - E-Book
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Susan Mallery

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Beschreibung

Tres hermanas solteras caen en las redes del amor, una tras otra… Tal vez la escasez de hombres en su pueblo ocupara titulares, pero para ella no era algo nuevo. Dakota Hendrix tenía mayores problemas con los que lidiar, como supervisar el reality show que se estaba grabando en Fool's Gold. Encontrar solteros que valieran la pena era una tarea bastante complicada, pero Dakota se llevó una agradable sorpresa cuando se topó con un sexy desconocido. Finn Andersson haría lo que fuera para que sus dos hermanos no participaran en aquel programa de televisión. Incluso pedir ayuda a aquella atractiva rubia de ojos oscuros. Aunque Dakota y Finn se sentían mutuamente atraídos, ambos sabían cómo podía desmoronarse una familia, por eso no se atrevían a tener algo más que una aventura. Después de todo, encontrar el amor nunca era tan sencillo como parecía en la pantalla.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Susan Macias Redmond. Todos los derechos reservados.

SÓLO PARA MÍ, Nº 3 - febrero 2012

Título original: Only Mine

Publicada originalmente por HQN.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-486-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Para Marilyn, mi hermana del alma.

Eres dulce, generosa y divertida, como Dakota. Este libro está dedicado a ti.

Capítulo 1

—¿Qué hace falta para que cooperes? ¿Dinero? ¿Amenazas? Cualquiera de las dos me vale.

Dakota Hendrix alzó la vista de su ordenador portátil y se encontró con un hombre muy alto y de mirada seria frente a ella.

—¿Cómo dice?

—Ya me has oído. ¿Que qué hace falta?

Ya le habían advertido de que habría muchos locos por ahí sueltos, pero no se lo había creído. Al parecer, se había equivocado.

—Tiene mucho carácter para ser alguien que lleva una simple camisa de franela —dijo ella levantándose para poder mirar a los ojos a ese tipo. Si no hubiera estado tan furioso, le habría parecido bastante guapo, con ese cabello oscuro y esos penetrantes ojos azules.

Él bajó la mirada y volvió a alzarla hacia ella.

—¿Qué tiene que ver mi camisa en esto?

—Es de cuadros.

—¿Y?

—Cuesta sentirte intimidada por un hombre que lleva cuadros. Sólo es eso. Y la franela es un tejido que resulta simpático, aunque un poco rústico para la mayoría de la gente. Ahora bien, si fuera todo vestido de negro con una cazadora de cuero, estaría más nerviosa.

La expresión de él se tensó, como lo hizo el músculo de su mandíbula. Su mirada se agudizó y ella tuvo la sensación de que si ese hombre fuera un poco menos civilizado, le tiraría algo.

—¿Un mal día? —preguntó Dakota con tono alegre.

—Algo parecido —respondió él apretando los dientes.

—¿Quiere hablar de ello?

—Creo que es así como he empezado esta conversación.

—No. La ha empezado amenazándome —sonrió—. Aun a riesgo de elevar su índice de cabreo del ocho al diez, le diré que a veces ser más agradables es más efectivo. Por lo menos a mí me pasa —extendió una mano—. Hola. Soy Dakota Hendrix.

Parecía que ese hombre prefiriera arrancarle la cabeza antes que ser educado, pero después de respirar profundamente dos veces, le estrechó la mano y murmuró:

—Finn Andersson.

—Encantada de conocerle, señor Andersson.

—Finn.

—Finn —repitió ella, mostrándose un poco más animada que de costumbre, aunque sólo para molestar un poco a ese hombre—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Quiero sacar a mis hermanos del programa.

—Por consiguiente, las amenazas.

—¿Por consiguiente? ¿Quién utiliza esa expresión?

—Es una expresión perfectamente buena y normal.

—No de donde yo vengo.

Ella miró las desgastadas botas que llevaba y volvió a centrarse en su camisa.

—Casi me da miedo preguntar dónde es eso.

—South Salmon, Alaska.

—Pues estás muy lejos de casa.

—Peor, estoy en California.

—¡Ey! He nacido aquí y te agradecería que fueras más educado.

Él se rascó la nariz.

—Bien. Como quieras. Tú ganas. ¿Puedes ayudarme con mis hermanos o no?

—Depende. ¿Cuál es el problema?

Ella le indicó que tomara asiento y él vaciló un segundo antes de sentar su largo cuerpo.

—Están aquí —dijo finalmente, como si eso lo explicara todo.

—¿Aquí en lugar de en South Salmon?

—Aquí en lugar de estar terminando su último semestre en la facultad. Son gemelos. Van a la Universidad de Alaska.

—Pero si están en el programa, entonces son mayores de dieciocho —respondió ella con voz suave, sintiendo el dolor de ese hombre, pero sabiendo que había poco que pudiera hacer.

—¿Eso significa que no tengo autoridad legal? —preguntó él con resignación y amargura—. ¡Como si no lo supiera! —se inclinó hacia delante y la miró fijamente—. Necesito tu ayuda. Como he dicho, les queda un semestre para graduarse y se han marchado para venir aquí.

Dakota había crecido en Fool’s Gold y había elegido regresar después de terminar sus estudios, así que no entendía por qué alguien no querría vivir en un pueblo. Sin embargo, suponía que Finn estaba mucho más preocupado por el futuro de sus hermanos que por dónde se ubicaran.

Él se levantó.

—Pero, ¿qué hago hablando contigo? Eres una de ésas de Hollywood. Seguro que estás contenta de que lo hayan dejado todo para estar en tu estúpido programa.

Ella también se levantó y sacudió la cabeza.

—En primer lugar, no es «mi» estúpido programa. Yo estoy con el pueblo, no con el equipo de producción. En segundo lugar, si me das un momento para pensar en lugar de enfadarte, puede que se me ocurra algo para ayudarte. Si eres así con tus hermanos, no me sorprende que hayan querido recorrer miles de kilómetros para alejarse de ti.

Dado lo poco que sabía sobre Finn, se esperaba que le gritara y se largara. Por el contrario, la sorprendió sonriendo.

La curva de sus labios y el brillo de sus dientes no eran algo especialmente único, pero le produjo un cosquilleo en el estómago de todos modos. Sintió como si se le hubiera escapado todo el aire de los pulmones y no pudiera respirar. Unos segundos después, logró reponerse y se dijo que había sido un problema momentáneo de su radar emocional. Nada más que una anomalía.

—Eso dijeron —admitió él volviendo a su asiento con un suspiro—. Que se habían esperado que yéndose a la universidad podrían irse mucho más lejos, pero no fue así —la sonrisa se desvaneció—. ¡Maldita sea! Esto es muy duro.

Ella se sentó y apoyó las manos en la mesa.

—¿Qué dicen tus padres de todo esto?

—Yo soy los padres.

—Ah —exclamó ella, desconociendo qué tragedia podría haber provocado esa situación. Diría que Finn tenía unos treinta años, treinta y dos tal vez—. ¿Cuánto tiempo hace…?

—Ocho años.

—¿Has estado criando a tus hermanos desde que tenían…? ¿Cuántos? ¿Doce?

—Tenían trece, pero sí.

—Felicidades. Has hecho un buen trabajo.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Porque han entrado en la universidad, han logrado llegar hasta su semestre final y ahora son lo suficientemente fuertes emocionalmente como para enfrentarse a ti.

—Deja que adivine. Eres una de esas personas que dicen que la lluvia es «sol líquido». Si hubiera hecho bien mi trabajo con mis hermanos, aún estarían en la universidad en lugar de aquí para participar en un estúpido reality show.

Él sacudió la cabeza.

—No sé qué he hecho mal. Lo único que quería era que terminaran el curso. Tres meses más. Sólo tenían que seguir en la facultad tres meses más. Pero, ¿podían hacerlo? No. Hasta me enviaron un e-mail diciéndome dónde estaban, como si fuera a alegrarme por ellos.

Ella levantó las carpetas que tenía sobre la mesa.

—¿Cómo se llaman?

—Sasha y Stephen —su expresión se animó levemente—. ¿Puedes hacer algo?

—No lo sé. Como te he dicho, estoy aquí en representación del pueblo. Los productores nos presentaron la idea del reality show. Créeme, Fool’s Gold no estaba buscando esta clase de publicidad. Queríamos negarnos, pero nos preocupaba que siguieran adelante y lo hicieran de todas formas. De este modo, estamos involucrados y esperamos poder tener algo de control en lo que suceda.

Lo miró y le sonrió.

—O por lo menos nos hacemos ilusiones con que tenemos el control.

—Confía en mí. No será tan bueno como os lo han pintado.

—Ya estoy dándome cuenta. Todos los posibles concursantes se han sometido a unos exámenes exhaustivos y se han comprobado los antecedentes penales de todos. Insistimos en eso.

—¿Intentando evitar a los locos?

—Sí, y a los criminales. Los reality shows ejercen mucha presión sobre los concursantes.

—¿Cómo conoció la televisión al pueblo si vosotros no acudisteis a ellos?

—Fue cuestión de pura mala suerte. Hace un año una estudiante de posgrado que estaba escribiendo su tesis sobre densidad de población descubrió que padecíamos una escasez crónica de hombres. Los cómos y los porqués se convirtieron en un capítulo de su proyecto. En un esfuerzo de despertar atención hacia su trabajo, vendió su tesis a distintas productoras y ahí nos conocieron.

Él frunció el ceño.

—Creo que recuerdo haber oído algo. ¿No llegaron autobuses cargados de tipos que venían de todas partes?

—Por desgracia, sí. La mayoría de los artículos hicieron que pareciéramos unas solteronas desesperadas, lo cual no es cierto en absoluto. Unas semanas después, Hollywood apareció en forma de reality show.

Hojeó el montón de solicitudes de los que habían logrado pasar a la selección final y cuando vio la fotografía de Sasha Andersson, se estremeció.

—¿Gemelos idénticos?

—Sí, ¿por qué?

Ella sacó la solicitud de Sasha y se la entregó.

—Es adorable —la imagen mostraba una versión más joven y sonriente de Finn—. Si tiene una personalidad más llamativa que la de un zapato, seguro que estará en el programa. ¿A quién no le puede gustar? Además, si hay dos iguales… —soltó la carpeta—. Si tú fueras el productor, ¿no querrías tenerlos en tu programa?

Finn soltó el papel. La mujer, Dakota, tenía razón. Sus hermanos eran encantadores, divertidos y lo suficientemente jóvenes como para creerse inmortales. Irresistibles para alguien que quisiera subir las audiencias.

—No pienso dejar que arruinen sus vidas.

—Serán diez semanas de grabación y, después de eso, la facultad seguirá ahí —dijo ella con tono delicado y compasivo.

—¿Y crees que querrán volver después de todo esto?

—No lo sé. ¿Se lo has preguntado?

—No —hasta la fecha sólo les había dado órdenes y sermones, los cuales sus hermanos habían ignorado.

—¿Te han dicho por qué querían participar en este programa?

—No específicamente —admitió, aunque tenía alguna que otra teoría. Querían alejarse de Alaska y de él. Además, Sasha llevaba mucho tiempo soñando con la fama.

—¿Han hecho antes algo así? ¿Marcharse en contra de tus deseos, dejar los estudios?

—No. Eso es lo que no entiendo. Están a punto de terminar. ¿Por qué no han podido aguantar un semestre más? —eso habría sido lo más responsable.

Hasta el momento, Sasha y Stephen no le habían dado muchos problemas, sólo los típicos de su edad: conducir demasiado deprisa y unas cuantas fiestas con muchas chicas. Le había preocupado que pudieran dejar a una chica embarazada, pero hasta el momento eso no había pasado. Tal vez sus miles de sermones sobre emplear métodos anticonceptivos habían surtido efecto. Por eso, que quisieran dejar los estudios para entrar en un programa de televisión lo había dejado anonadado. Siempre se había imaginado que, por lo menos, terminarían la facultad.

—Parecen unos chicos geniales —dijo Dakota—. A lo mejor deberías confiar en ellos.

—Tal vez debería atarlos y meterlos en un avión con destino a Alaska.

—No te gustaría estar en la cárcel.

—Para eso primero tendrían que atraparme —volvió a levantarse—. Gracias por tu tiempo.

—Siento no poder ayudarte.

—Yo también.

Ella se levantó y bordeó la mesa para quedar frente a él.

—Como suele decirse: «si quieres algo, déjalo libre».

Él la miró fijamente a los ojos; unos ojos oscuros que contrastaban con su ondulado cabello rubio. Esbozó una sonrisa.

—Y si vuelve, ¿es porque así tenía que ser? No, gracias. Yo soy más del «si no vuelve, ve a cazarlo y dispáralo».

—¿Debería advertir a tus hermanos?

—Ya están advertidos.

—A veces tienes que dejar que la gente se equivoque.

—Esto es demasiado importante. Es su futuro.

—Y la palabra clave es: «su»; no es tu futuro. Lo que sea que pueda pasar aquí no es irrecuperable.

—Eso no lo sabes.

Dakota parecía querer seguir discutiendo el tema. Era cierto que lo que decía tenía sentido, pero de ningún modo podría hacerle cambiar de opinión. Pasara lo que pasara, sacaría a sus hermanos de Fool’s Gold y los metería de nuevo en la facultad, que era donde tenían que estar.

—Gracias por tu tiempo —repitió.

—De nada. Espero que los tres podáis llegar a un acuerdo. Y… por favor, recuerda que tenemos un servicio de policía muy eficiente aquí en el pueblo. A la jefa Barns no le cae bien la gente que quebranta la ley.

—Gracias por la advertencia.

Finn salió del pequeño tráiler. El rodaje o la grabación, o como fuera que lo llamaban, empezaría en dos días, lo cual le daba menos de cuarenta y ocho horas para trazar un plan, bien para convencer a sus hermanos de que volvieran a Alaska, o bien para obligarlos físicamente a hacer lo que él quería.

—Te lo debo —dijo Marsha Tilson mientras almorzaba.

Dakota agarró una patata frita.

—Sí. Soy una profesional altamente cualificada.

—¿Y Geoff no lo valora? —le preguntó Marsha, la alcaldesa, una mujer que pasaba de los sesenta años y que tenía unos chispeantes ojos azules.

—No. Aunque tengo un doctorado y debería obligarlo a llamarme «doctora».

—Por lo que sé de Geoff, no creo que eso fuera a servir de algo.

Dakota mordió la patata. Odiaba admitirlo, pero la alcaldesa Marsha tenía razón. Geoff era el productor del reality show que había invadido la ciudad, Amor verdadero o Fool’s Gold. Después de seleccionar a veinte personas y emparejarlas al azar, éstas celebrarían unas románticas citas que serían gradabas, editadas y después emitidas por televisión con una semana de retraso. El país votaría para eliminar a la pareja que tuviera menos probabilidades de establecer una relación.

Al final, la última pareja que quedara recibiría doscientos cincuenta mil dólares y una boda gratis, si de verdad estaban enamorados.

Por lo que Dakota sabía, a Geoff lo único que le importaba era conseguir buenas audiencias, y el hecho de que el pueblo no quisiera que rodaran allí el programa no le había molestado lo más mínimo. Al final, la alcaldesa había cooperado con la condición de que alguno de sus empleados estuviera presente en todo momento para velar por los intereses de los buenos ciudadanos de Fool’s Gold.

Para Dakota todo eso tenía sentido, aunque aún no sabía por qué le habían dado ese trabajo a ella. No era especialista en relaciones públicas, ni siquiera funcionaria del Ayuntamiento. Era una psicóloga especializada en desarrollo infantil. Por desgracia, su jefe había ofrecido sus servicios e incluso había accedido a pagarle su sueldo mientras trabajaba con la productora. Ahora, por todo ello, Dakota seguía sin dirigirle la palabra.

Habría rechazado el trabajo de no ser porque la alcaldesa Marsha se lo había suplicado. Dakota había crecido allí y sabía que, cuando la alcaldesa necesitaba un favor, los buenos ciudadanos accedían. Hasta que había aparecido la productora, Dakota habría jurado que con mucho gusto haría lo que fuera por su pueblo y, de todos modos, como le había dicho a Finn hacía unas horas, sólo serían diez semanas. Podría sobrevivir a casi todo durante ese tiempo.

—¿Se han elegido ya a los concursantes? —preguntó Marsha.

—Sí, pero van a mantenerlo en secreto hasta el gran anuncio.

—¿Alguien de quién tengamos que preocuparnos?

—No lo creo. He mirado los archivos y todo el mundo parece bastante normal —pensó en Finn—. Aunque sí que tenemos a un familiar que no está nada contento —le explicó lo de los gemelos de veintiún años—. Si en persona son la mitad de guapos de lo que son en las fotos, estarán en el programa.

—¿Crees que su hermano dará problemas?

—No. Si los chicos todavía fueran menores, me preocuparía, pero lo único que puede hacer es preocuparse y amenazarlos.

Marsha asintió como si comprendiera a ese hombre. Dakota sabía que la única hija de la alcaldesa había sido una rebelde que se había quedado embarazada y se había escapado de casa. No podía ser fácil criar a un hijo o, en el caso de Finn, a dos hermanos. Aunque ella no sabía nada sobre ser madre.

—Podemos ayudar —dijo Marsha—. Busca a los chicos y avísame si los eligen para el programa. No tiene por qué gustarnos que Geoff nos haya traído todo este jaleo, pero podemos asegurarnos de que lo mantenemos controlado.

—Seguro que el hermano de los gemelos te lo agradece —murmuró Dakota.

—Estás haciendo lo correcto —le dijo Marsha—. Ten el programa vigilado.

—No me has dado mucha elección. La alcaldesa sonrió.

—Ése es el secreto de mi éxito. Arrincono a alguien y le obligo a acceder a hacer lo que yo quiera.

—Pues se te da muy bien —Dakota le dio un trago a su refresco light—. Lo peor es que me gustan estos programas de televisión… O me gustaban hasta que conocí a Geoff. Ojalá hiciera algo ilegal para que la jefa Barns pudiera detenerlo.

—La esperanza es lo último que se pierde —suspiró Marsha—. Has renunciado a mucho, Dakota, y quiero darte las gracias por hacerte cargo del programa y cuidar del pueblo.

—Yo no he hecho todo eso. Simplemente estoy presente y me aseguro de que no cometen ninguna locura.

—Me siento mejor sabiendo que estás cerca.

Y eso era positivo, pensó Dakota mientras miraba a la mujer. Años de experiencia. Marsha era el alcalde que más tiempo llevaba en su cargo de todo el estado. Más de treinta años. Pensó en todo el dinero que se había ahorrado el pueblo en membretes: ¡nunca tenían que cambiarlos!

Mientras que se alejaba mucho del trabajo de los sueños de Dakota, trabajar para Geoff tenía el potencial de ser interesante. No sabía nada sobre hacer un programa de televisión y se dijo que aprovecharía la oportunidad de aprender algo sobre ese negocio. Por lo menos, era una distracción y eso era algo que últimamente necesitaba… Lo que fuera para evitar sentirse tan… rota.

Se recordó que no debía adentrarse en ese terreno. No todo tenía solución y cuanto antes lo aceptara, mejor. Aún podía disfrutar de una buena vida y la aceptación sería el primer paso para seguir adelante. Era una profesional cualificada, después de todo. Una psicóloga que comprendía cómo funcionaba la mente humana.

—¡Esto va a ser genial! —dijo Sasha Andersson apoyado contra el destartalado cabecero mientras hojeaba el ejemplar de Variety que había comprado en la librería de Logan. Algún día estaría ganando miles, millones de dólares, y se suscribiría y haría que se lo enviaran a su teléfono, como hacían las estrellas de verdad. Hasta entonces, compraba un ejemplar cada ciertos días para no gastar mucho.

Stephen, su hermano gemelo, estaba tumbado en la otra cama del pequeño hotel. Una desgastada revista Coche y Conductor estaba abierta sobre el suelo. Stephen tenía la cabeza y los brazos colgando fuera de la cama y hojeaba un artículo que probablemente habría leído cincuenta veces.

—¿Me has oído? —le preguntó Sasha impaciente.

Stephen alzó la mirada y su oscuro cabello le cayó sobre los ojos.

—¿Qué?

—El programa. Va a ser genial.

Stephen se encogió de hombros.

—Eso, contando con que nos elijan.

Sasha tiró el periódico a los pies de la cama y sonrió.

—¡Ey! Somos nosotros. ¿Cómo podrían resistirse?

—He oído que hay unos quinientos aspirantes.

—Han reducido esa cifra a sesenta y vamos a llegar a la final. ¡Venga! Somos gemelos y eso le encanta al público. Deberíamos fingir que no nos llevamos bien, pelearnos y esas cosas. Así tendremos más minutos de cámara.

Stephen se movió en la cama y se tumbó boca arriba.

—Yo no quiero más minutos de cámara.

Lo cual era cierto e irritante a la vez, pensó Sasha. A Stephen no le interesaba ese negocio.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? Stephen respiró hondo.

–No me apetece volver a casa.

Y eso era algo en lo que coincidían. Su casa era un diminuto pueblo de ochenta personas. South Salmon, Alaska. En verano, los invadían turistas que querían ver la «verdadera» Alaska y durante casi cinco meses, cada momento que se estaba despierto se pasaba trabajando a unas horas imposibles. En invierno, había oscuridad, nieve y un aplastante aburrimiento.

Los otros residentes de South Salmon decían amar sus vidas, pero a pesar de ser descendientes directos de inmigrantes rusos, suecos e irlandeses que se habían establecido en Alaska hacía casi cien años, Sasha y Stephen querían estar en cualquier parte menos allí. Cosa que su hermano mayor, Finn, jamás había comprendido.

–Ésta es mi oportunidad –dijo Sasha con firmeza–. Y voy a hacer todo lo que haga falta para que se fijen en mí.

Sin ni siquiera cerrar los ojos, pudo verse siendo entrevistado en un programa de televisión hablando del éxito de taquilla que protagonizaba. En su mente, había recorrido un millón de alfombras rojas, había acudido a fiestas de Hollywood, se le habían presentado mujeres desnudas en su habitación del hotel suplicándole que se acostara con ellas… Y él, pensó con una sonrisa, había accedido con mucho gusto. Porque así era él.

Durante los últimos ocho años, había querido salir en la tele y en películas, pero la industria no había llegado a South Salmon y Finn siempre le había dicho que cuando creciera olvidaría esos sueños.

Cuando, por fin, había llegado a ser lo suficientemente mayor como para hacer lo que quería sin el permiso de su hermano, Sasha había visto su oportunidad en el anuncio del casting para Amor verdadero o Fool’s Gold. La única sorpresa había sido que Stephen había querido ir con él a la entrevista.

–Cuando llegue a Hollywood, voy a comprarme una casa en las colinas. O en la playa.

–En Malibú –dijo Stephen tumbándose boca arriba–. Chicas en bikinis.

–Eso es. Malibú. Y me reuniré con productores, iré a fiestas y ganaré millones de dólares –miró a su hermano–. ¿Qué vas a hacer tú?

Stephen se quedó callado un momento antes de responder:

–No lo sé. No ir a Hollywood.

–Te gustaría.

Stephen sacudió la cabeza.

–No. Yo quiero algo distinto. Algo…

No completó la frase, aunque tampoco hacía falta. Sasha ya lo sabía. Tal vez su gemelo y él no compartieran el mismo sueño, pero lo sabían todo el uno del otro. Stephen quería encontrar su sitio, fuera lo que fuera que eso significaba.

–Es culpa de Finn que no estés emocionado por esto –refunfuñó Sasha.

Stephen lo miró y sonrió.

–¿Te refieres a que insiste demasiado en que terminemos la facultad y tengamos una buena vida? ¡Qué estúpido!

Sasha se rió.

–Sí. ¿A qué viene que nos exija que tengamos éxito en los estudios? –dejó de reírse–. A menos que no se trate de nosotros, sino de él. Quiere poder decir que ha hecho un buen trabajo.

Sasha sabía que era más que eso, pero no estaba dispuesto a admitirlo. Al menos, no en voz alta.

–No te preocupes por él –dijo Stephen agarrando la revista–. Está a miles de kilómetros.

–Es verdad –respondió Sasha–. ¿Por qué dejar que nos arruine este buen momento? Vamos a salir en la tele.

–Finn nunca verá el programa.

Y era cierto. Finn no hacía nada divertido. Ya no. Antes había sido un salvaje, un rebelde; antes de…

Antes de que sus padres murieran. Así era cómo los chicos Andersson medían el tiempo. Todo lo que sucedía era o antes o después de la muerte de sus padres. Pero su hermano había cambiado después del accidente hasta tal punto que ahora Finn no podría reconocer un momento divertido ni aunque lo tuviera delante de las narices.

–Que Finn sepa dónde estamos no significa que vaya a venir a buscarnos –dijo Sasha–. Sabe cuándo lo han vencido.

Alguien llamó a la puerta.

Sasha se levantó y, cuando abrió, Finn estaba allí, tan furioso como aquella vez que ellos habían atrapado una mofeta y la habían metido en su cuarto.

–Hola, chicos –dijo entrando–. Vamos a hablar.

Capítulo 2

Finn se dijo que gritando no conseguiría nada. Sus hermanos eran técnicamente adultos, aunque lo cierto era que, por mucho que fueran mayores de edad, eran unos idiotas.

Entró en la diminuta habitación de motel compuesta por dos camas, una cómoda, una televisión destartalada y la puerta que daba a un baño igual de pequeño.

–Es bonita –dijo mirando a su alrededor–. Me gusta lo que habéis hecho con este sitio.

Sasha volteó los ojos y se dejó caer en la cama.

–¿Qué estás haciendo aquí?

–He venido a buscaros.

Los gemelos intercambiaron miradas de sorpresa.

Finn sacudió la cabeza.

–¿De verdad creíais que mandarme un e-mail diciéndome que habéis dejado los estudios para venir aquí es suficiente? ¿Creíais que yo diría: «No pasa nada, divertíos. ¡Qué más da si abandonáis la facultad en el último semestre!»?

–Te dijimos que estábamos bien –le recordó Sasha.

–Sí, lo hicisteis y os lo agradezco.

Al no haber demasiados moteles en Fool’s Gold, localizar a los gemelos había sido relativamente sencillo. Finn sabía que andarían cortos de dinero y eso había eliminado los mejores sitios. El gerente del motel los había reconocido inmediatamente y no le había importado darle a Finn su número de habitación.

Stephen lo miraba con cautela, pero no dijo nada. Siempre había sido el más callado de los gemelos. A pesar de que eran casi exactamente iguales, tenían personalidades muy distintas. Sasha era extrovertido, impulsivo y distraído. Stephen era más callado y, por lo general, pensaba antes de actuar. Finn podía entender que Sasha quisiera irse a California, ¿pero Stephen?

«Cálmate», se recordó. Conversar con ellos le llevaría más lejos que ponerse a gritar. Sin embargo, cuando abrió la boca, se vio gritando desde la primera palabra.

–¿En qué demonios estabais pensando? –dijo cerrando la puerta de un golpe y plantando las manos sobre sus caderas–. Os faltaba un semestre para terminar. ¡Sólo uno! Podríais haber terminado las clases y haberos graduado para después obtener una licenciatura, algo que nadie podría haberos arrebatado. Pero, ¿pensasteis en eso? ¡Claro que no! En lugar de eso, os largasteis, os marchasteis antes de terminar. ¿Y para qué? ¿Para participar en un ridículo programa?

Los gemelos se miraron.

–El programa no es ridículo. No, para nosotros.

–¿Porque sois profesionales? ¿Sabéis lo que estáis haciendo? –los miró a los dos–. Quiero encerraros en esta maldita habitación hasta que os deis cuenta de lo estúpidos que estáis siendo.

Stephen asintió lentamente.

–Por eso no te dijimos nada hasta después de llegar aquí, Finn. No queríamos hacerte daño ni asustarte, pero estás atándonos demasiado.

Ésas fueron unas palabras que Finn no quería oír.

–¿Por qué no podíais terminar la facultad? Eso era lo único que quería. Hacer que terminarais vuestros estudios.

–¿Habría terminado todo ahí? –le preguntó Sasha–. Eso ya lo has dicho antes. Que lo único que teníamos que hacer era terminar el instituto y que entonces nos dejarías tranquilos. Pero no lo hiciste. Ahí estabas, presionándonos para que fuéramos a la universidad, controlando nuestras notas y nuestras clases.

Finn sintió su ira aumentar.

–¿Y qué tiene eso de malo? ¿Es malo que quiera que tengáis una buena vida?

–Quieres que tengamos tu vida –dijo Sasha mirándolo–. Te agradecemos todo lo que has hecho, nos importas, pero ya no podemos hacer lo que tú quieras.

–Tenéis veintiún años. Sois unos críos.

–No es verdad –dijo Stephen–, pero tú no dejas de decirlo.

–Tal vez mi actitud tenga algo que ver con vuestros actos.

–O tal vez se trate de ti –le contestó Stephen–. Nunca has confiado en nosotros. Nunca nos has dado una oportunidad de demostrar lo que podíamos hacer solos.

Finn quería soltar un puñetazo contra una pared.

–Quizá porque sabía que haríais algo así. ¿En qué estabais pensando?

–Tenemos que tomar nuestras propias decisiones –dijo Stephen testarudamente.

–No, cuando son así de malas.

Finn notaba cómo se le escapaba el control de la conversación, y la sensación fue a peor cuando los gemelos intercambiaron una mirada, la misma mirada que decía que se estaban comunicando en silencio, de un modo que él jamás entendería.

–No puedes hacernos volver –dijo Stephen en voz baja–. Nos quedamos. Vamos a salir en el programa.

–¿Y después qué? –preguntó Finn.

–Yo me iré a Hollywood para trabajar en la televisión y en el cine –dijo Sasha.

Eso no era nuevo. Sasha llevaba años soñando con la fama.

–¿Y tú? –le preguntó a Stephen–. ¿Quieres ser modelo publicitario?

–No.

–Pues entonces, vuelve a casa.

–No vamos a volver a casa –le contestó Stephen, sonando extrañamente decidido y maduro–. Déjalo ya, Finn. Hemos hecho todo lo que querías y ya estamos preparados para continuar solos.

Pero no era así y eso mataba a Finn. Eran demasiado jóvenes. Si no estaba cerca, ¿cómo podría mantenerlos a salvo? Haría lo que fuera para protegerlos. Por un momento se le pasó por la cabeza emplear la fuerza física para que lo obedecieran, pero ¿qué? No podría mantenerlos atados todo el viaje de vuelta. La idea de secuestrarlos no era nada agradable, y sospechaba que lo acusarían de delito mayor en cuanto cruzara la frontera del estado.

Además, llevarlos de vuelta a Alaska no serviría de nada si no querían quedarse allí ni terminar los estudios.

–¿No podéis hacerlo en junio? ¿Después de graduaros?

Los gemelos sacudieron la cabeza.

–No queremos hacerte daño –le dijo Stephen–. De verdad que te agradecemos lo que has hecho, pero ya es hora de que nos dejes movernos solos. Estaremos bien.

¡Sí, claro! No eran más que unos niños jugando a ser adultos. Creían que lo sabían todo. Creían que el mundo era justo y que la vida era fácil. Y él, lo único que quería era protegerlos de sí mismos. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?

Tenía que haber otro modo, pensó al salir de la habitación del motel dando un portazo. Tenía que encontrar a alguien con quien pudiera razonar o, por lo menos, a quien pudiera amenazar.

–Geoff Spielberg, no hay parentesco –dijo el desaliñado hombre de pelo largo cuando Finn se acercó–. ¿Vienes de parte del pueblo, verdad? Es por la energía de más. La luz es como las exmujeres. Te secan hasta que les dejas. Necesitamos más potencia.

Finn miró al delgado hombre que tenía delante. Geoff apenas llegaría a los treinta, llevaba una camiseta que debería haber tirado dos años atrás y unos vaqueros totalmente deshilachados. No se ajustaba exactamente a la imagen que tenía de un ejecutivo de televisión.

Estaban en mitad de la plaza del pueblo, rodeados por cuerdas y cables. Se habían colgado los focos en los árboles y sobre plataformas y había unas pequeñas caravanas alineadas en la calle. Los camiones cargaban suficientes baños portátiles como para una feria estatal y había mesas y sillas junto a una gran carpa con un bufé.

–¿Eres el productor del programa?

–Sí. ¿Qué tiene que ver eso con la corriente? ¿Pueden devolvérmela hoy? La necesito hoy.

–No vengo en representación del pueblo.

Geoff gruñó.

–Pues lárgate y deja de molestarme.

Sin levantar la mirada de su teléfono móvil de última generación, el productor se dirigió hacia una de las caravanas aparcadas en la calle.

Finn lo siguió.

–Quiero hablar sobre mis hermanos. Intentan entrar en el programa.

–Ya hemos cerrado el casting. Todo se anunciará mañana. Seguro que tus hermanos son geniales y, si no salen en este programa, saldrán en otro –sonó aburrido, como si esas palabras las hubiera dicho miles de veces.

–No quiero que salgan en el programa –dijo Finn. Geoff alzó la vista del teléfono.

–¿Qué? Todo el mundo quiere salir en la tele.

–Yo, no. Y ellos, no.

–Entonces, ¿por qué han participado en las audiciones?

–Quieren estar en el programa, pero yo no quiero.

La expresión de Geoff volvió a mostrar desinterés.

–¿Son mayores de dieciocho?

–Sí.

–Entonces no es mi problema. Lo siento –hizo ademán de abrir la puerta de la caravana, pero Finn le bloqueó el paso.

–No quiero que salgan en el programa –repitió.

Geoff suspiró.

–¿Cómo se llaman?

Finn se lo dijo.

Geoff ojeó los archivos que llevaba en el teléfono y sacudió la cabeza.

–¿Estarás de broma, verdad? ¿Los gemelos? Van a entrar. Sólo serían mejor para nuestra audiencia si fueran chicas con las tetas grandes. A los telespectadores les van a encantar.

La noticia fue decepcionante, pero no le supuso ninguna sorpresa.

–Dime qué puedo hacer para hacerte cambiar de opinión. Te pagaré.

Geoff se rió.

–No es suficiente. Mira, lamento que no estés contento, pero lo superarás. Además, podrían hacerse famosos. ¿No sería divertido?

–Tendrían que volver a estudiar.

El teléfono volvió a captar la atención de Geoff.

–¡Ajá! –murmuró mientras leía un email–. Sí… eh… puedes concertar una cita con mi secretaria.

–O podría convencerte aquí mismo. ¿Te gusta pasear, Geoff? ¿Quieres poder seguir haciéndolo?

Geoff apenas lo miró.

–Seguro que podrías darme una buena paliza, pero mis abogados son mucho más duros que tus músculos. No te gustará la cárcel.

–Y a ti no te gustará la cama de un hospital. Geoff lo miró.

–¿Lo dices en serio?

–¿A ti qué te parece? Estamos hablando de mis hermanos y no pienso dejar que estropeen sus vidas por el programa.

A Finn no le gustaba amenazar a nadie, pero lo más importante era asegurarse de que Stephen y Sasha terminaban sus estudios. Haría lo que tenía que hacer y, si eso implicaba aplastar físicamente a Geoff, lo haría.

Geoff se metió el teléfono en el bolsillo.

–Mira, entiendo tu postura, pero tienes que entender la mía. Ya están dentro del programa. Tengo casi cuarenta personas trabajando para mí aquí, y un contrato con cada uno de ellos. Tengo una responsabilidad para con ellos y para con mi jefe. Aquí hay mucho dinero en juego.

–No me importa el dinero.

–A ti no, hombre de la montaña –gruñó Geoff–. Son adultos, pueden hacer lo que quieran. No puedes evitar que lo hagan. Supongamos que los echo del programa, ¿después qué? ¿Van a Los Ángeles? Por lo menos, mientras estén aquí, sabrás dónde están y qué están haciendo, ¿no?

A Finn no le gustó la lógica de su argumento, pero la agradeció.

–Puede que sí.

Geoff asintió varias veces.

–Es mejor que estén aquí donde puedes tenerlos vigilados.

–No vivo aquí.

–¿Dónde vives?

–En Alaska.

Geoff arrugó la nariz, como si acabara de oler excremento de perro.

–¿Pescas o algo así?

–Piloto aviones.

Inmediatamente, al rezongón productor se le iluminó la cara.

–¿Aviones que llevan gente? ¿Aviones de verdad?

–Sí.

–¡Genial! Necesito un piloto. Estamos planeando un viaje a Las Vegas y empleamos vuelos comerciales para abaratar costes, pero hay otros lugares, tal vez Tahoe y San Francisco. Si alquilara un avión, ¿podrías pilotarlo?

–Puede.

–Eso te daría una razón para seguir aquí y vigilar a tus chicos.

–Hermanos.

–Bueno, qué más da. Serás personal de producción –Geoff se llevó una mano al pecho–. Tengo familia. Sé lo que es preocuparse por alguien.

Finn dudaba que a Geoff le preocupara algo o alguien más que él.

–¿Estaría allí mientras grabáis?

–Siempre que no causes problemas. También tenemos a una chica del pueblo trabajando con nosotros –se encogió de hombros–. Denny, Darlene. Lo que sea.

–Dakota –dijo Finn secamente.

–Eso. Puedes ir con ella. Está aquí para asegurarse de que no le hacemos daño a su preciado pueblo –volteó los ojos–. Te juro que lo próximo que haga se grabará en una zona salvaje y silvestre. Los osos no van por ahí con exigencias, ¿sabes? Es mucho más sencillo que todo esto. Bueno, ¿qué me dices?

Lo que Finn quería decir era «no». No quería quedarse allí mientras filmaban su programa, quería que sus hermanos volvieran a clase y quería regresar a South Salmon para recuperar su vida, pero algo se interponía en su camino: el hecho de que sus hermanos no volverían a casa hasta que todo eso terminara. Podía elegir entre acceder o alejarse y, si se alejaba, ¿cómo podía asegurarse de que Geoff y todos los demás no engañarían a sus hermanos?

–Me quedaré. Volaré a donde quieras.

–Bien. Habla con esa tal Dakota. Ella se ocupará de ti.

Finn se preguntó qué pensaría la chica por el hecho de tener que trabajar con él.

–De todos modos, puede que a los gemelos se les expulse del programa pronto –dijo Geoff abriendo la puerta de la caravana.

–No tendré tanta suerte.

Dakota se dirigía a casa de su madre. La mañana aún era fría, con un brillante cielo azul y las montañas al este. La primavera había llegado justo a su tiempo, todos los árboles estaban cargados de hojas y narcisos, y azafranes y tulipanes flanqueaban casi todos los caminos. Aunque aún no eran las diez, había mucha gente por la calle, tanto residentes como turistas. Fool’s Gold era la clase de lugar donde era más fácil ir caminando ahí donde quisieras. Las aceras eran anchas y siempre se respetaba a los peatones.

Se giró hacia la calle en la que había crecido. Sus padres habían comprado esa casa poco después de casarse y en ella habían crecido sus seis hijos. Dakota había compartido habitación con sus dos hermanas incluso después de que sus hermanos mayores se mudaran de casa y quedaran habitaciones libres.

Habían cambiado las ventanas y el tejado hacía unos años. La pintura era color crema en lugar de verde y los árboles estaban más altos, pero aparte de eso, poco más había cambiado. Aun con sus seis hijos independizados, Denise seguía teniendo la casa.

Su madre le había dicho que pasaría gran parte de la semana trabajando en el jardín y, cómo no, al abrir el portón encontró a Denise Hendrix arrodillada sobre una alfombrilla amarilla excavando enérgicamente. Había restos de plantas esparcidas por el césped junto a las camas de flores. La mujer llevaba vaqueros, una chaqueta de capucha sobre una camiseta rosa y un gran sombrero de paja.

–Hola, mamá.

Denise alzó la mirada y sonrió.

–Hola, cariño. ¿Habíamos quedado?

–No. Pasaba por aquí.

–¡Ah, bien! –su madre se levantó y se estiró–. No lo entiendo. El otoño pasado limpié el jardín. ¿Por qué tengo que limpiarlo otra vez en primavera? ¿Qué hacen mis plantas durante todo el invierno? ¿Cómo se puede estropear todo tan deprisa?

Dakota abrazó a su madre y le dio un beso en la mejilla.

–Estás hablando con la persona equivocada. No se me da bien la jardinería.

–A ninguno se os da bien. Está claro que he fracasado como madre –dijo suspirando con actitud teatrera.

Denise se había casado con Ralph Hendrix siendo muy joven; el suyo había sido un amor a primera vista, seguido por una rápida boda. Había tenido tres hijos en cinco años seguidos por las trillizas. Dakota recordaba una casa abarrotada y repleta de risas. Siempre habían estado muy unidos, y aún más tras la muerte de su padre hacía ya casi once años.

El inesperado fallecimiento de Ralph había hundido a Denise, pero no había podido acabar con ella. Había salido adelante, sobre todo por el bien de sus hijos, y había seguido con su vida. Era guapa, una mujer llena de vida que no aparentaba ni cincuenta años.

Entraron en la cocina por la puerta de atrás. La habían remodelado hacía años y siempre había sido el centro de su hogar. Denise era una mujer de lo más tradicional.

–A lo mejor deberías contratar un jardinero –le dijo Dakota mientras sacaba dos vasos del armario.

Su madre sacó una jarra de té helado de la nevera y Dakota echó hielos en los vasos antes de abrir el tarro de las galletas. El olor a galletas de chocolate recién hechas la embriagó. Se sentaron en la mesa de la cocina.

–Jamás me fiaría de un jardinero –dijo Denise sentada frente a su hija–. Debería arrancarlo todo y cubrirlo de cemento. Sería lo más sencillo.

–A ti nunca te ha gustado lo sencillo. Te encantan las flores.

–No siempre –sirvió el té–. ¿Cómo va el programa?

–Mañana anunciarán los participantes.

Los oscuros ojos de su madre se iluminaron de diversión.

–¿Estarás en la lista?

–Lo dudo. No tendría nada que ver con esto si la alcaldesa no me hubiera suplicado que colaborara.

–Todos tenemos una responsabilidad civil.

–Lo sé. Por eso estoy haciendo lo correcto. ¿No podrías habernos educado para que no nos importaran los demás? Me habría ido mejor así.

–Son diez semanas, Dakota. Sobrevivirás.

–Tal vez, pero no me gustará.

Su madre frunció los labios.

–Ah, ahí está esa madurez que siempre me hace sentir orgullosa.

Estaba bien bromear, pensó Dakota, porque las cosas estaban a punto de ponerse muy serias.

Había pospuesto esa conversación durante varios meses, pero sabía que había llegado el momento de aclararlo. No lo había hecho por mantener un secreto, sino por no preocupar a su madre, que ya había sufrido bastante.

Sin embargo, tenía que hacerlo. Había llegado el momento.

Tomó una galleta, pero no la probó.

–Mamá, tengo que decirte algo.

La expresión de Denise no cambió, pero Dakota notó cómo se tensó.

–¿Qué?

–Ni estoy enferma ni me estoy muriendo ni me van a arrestar.

Dakota respiró hondo. Se fijó en las pepitas de chocolate y en los bordes desiguales de las galletas porque era más sencillo que mirar a la persona que más quería en el mundo.

–¿Recuerdas que en Navidad te hablé de adoptar?

Su madre suspiró.

–Sí, y aunque me parece maravilloso, es un poco prematuro. ¿Cómo sabes que no vas a encontrar a un hombre fabuloso y casarte y tener hijos a la antigua?

Era algo sobre lo que habían hablado docenas de veces y, a pesar de la opinión de su madre, Dakota había seguido adelante con los trámites y la agencia con la que había contactado ya estaba estudiando su caso.

–Ya sabes que la menstruación siempre me ha resultado muy dolorosa –al contrario de lo que les sucedía a sus hermanas.

–Sí, y fuimos al médico varias veces para tratarlo.

Su médico siempre le había dicho que todo iba bien, pero se había equivocado.

–El otoño pasado la cosa empeoró. Fui a mi ginecóloga y me hizo unas pruebas –finalmente alzó la mirada y miró a su madre–. Tengo el síndrome de ovarios poliquísticos y endometriosis pélvica.

–¿Qué? Sé lo que es la endometriosis, pero ¿y lo otro? –parecía muy preocupada.

Dakota sonrió.

–No te pongas así. No es para asustarse ni nada contagioso. Es un desequilibrio hormonal. Estoy mejorando bajando de peso y haciendo ejercicio. Además, tomo unas cuantas hormonas. Todo esto puede hacer que me resulte difícil quedarme embarazada.

Denise frunció el ceño.

–De acuerdo –dijo lentamente–. ¿Y la endometriosis pélvica? ¿Qué significa eso? ¿Quistes?

–Algo así. La doctora Galloway se ha sorprendido de que tenga las dos cosas, pero puede pasar. Lo ha solucionado para que no tenga más dolores.

Su madre se inclinó hacia ella.

–¿Qué estás diciendo? ¿Te han operado? ¿Has estado en el hospital?

–No. Fue un tratamiento ambulatorio. No pasó nada.

–¿Por qué no me lo dijiste?

–Porque no era importante.

Dakota tragó saliva. Había tenido la precaución de que nadie se enterara al no querer escuchar muestras de compasión, palabras que no hicieran más que empeorar las cosas.

Pero habían pasado semanas, meses, y ese viejo cliché sobre que el tiempo lo curaba todo era casi verdad. No estaba curada del todo, pero ya podía decir la verdad en alto… después de haber estado practicando en su pequeña casa alquilada durante varios días.

Se forzó a mirar a su madre a los ojos.

–El tema de los ovarios poliquísticos está bajo control. Voy a tener una vida larga y sana. Pero tener esos dos problemas a la vez hace que vaya a ser muy poco probable que me quede embarazada a la antigua, como tú dices. La doctora Galloway dice que la probabilidad es de un uno por ciento.

A Denise le temblaba la boca y las lágrimas se acumularon en sus ojos.

–No –susurró–. No, cielo, no.

Dakota casi se esperaba una recriminación, algún «¿por qué no me lo has dicho antes?». Pero, por el contrario, su madre se levantó y la abrazó como si no fuera a soltarla nunca.

La calidez de ese familiar abrazo llegó hasta lo más hondo de Dakota, hasta lugares que desconocía que tuviera.

–Lo siento –le dijo su madre besándole la mejilla–. ¿Has dicho que te enteraste el otoño pasado?

Dakota asintió.

–Tus hermanas me dijeron que te notaban inquieta, preocupada por algo. Creímos que era por un hombre, pero era esto, ¿verdad?

Dakota volvió a asentir. Se había ido directa al trabajo después de descubrir lo que le pasaba y se había echado a llorar delante de su jefe. Aunque no le había contado la razón, no se había mostrado exactamente sutil.

–No me sorprende que te lo hayas guardado. Siempre has sido de las que piensan mucho las cosas antes de hablarlas.

Volvieron a sentarse a la mesa.

–Ojalá pudiera solucionar esto –admitió Denise–. Ojalá hubiera hecho más cuando empezaste a tener estos problemas de adolescente. ¡Me siento tan culpable!

–No lo hagas. Es una de esas cosas que pasan.

Denise respiró hondo y Dakota pudo ver determinación en los ojos de su madre.

–Estás sana y fuerte y lo superarás. Como has dicho, se pueden hacer cosas. Cuando te cases, tu marido y tú podréis decidir qué hacer –se detuvo–. Por eso vas a adoptar. Quieres estar segura de que tendrás hijos.

–Sí. Cuando me enteré de todo esto, sentí como si estuviera rota por dentro.

–No estás rota.

–Mi cabeza lo sabe, pero mi corazón no está tan seguro de ello. ¿Y si no me caso nunca?

–Te casarás.

–Mamá, tengo veintiocho años y nunca he estado enamorada. ¿No te parece extraño?

–Has estado ocupada. Tenías un doctorado antes de cumplir los veinticinco. Te supuso un esfuerzo tremendo.

–Lo sé, pero… –siempre había querido tener un hombre en su vida, pero no había logrado encontrarlo. Ahora ya ni siquiera buscaba a un don Perfecto, se conformaba con un tipo que fuera razonablemente decente y que no saliera corriendo y gritando en mitad de la noche al verla–. No quiero esperar más. Puedo ser madre soltera perfectamente. Y no estaré sola… no aquí, en este pueblo, con mi familia.

–No, no estarías sola, pero tener hijos hará que te resulte complicado encontrar un buen hombre.

–Si conozco a alguien que no nos acepte ni a mí ni a mi hijo adoptado, entonces ese hombre no es el adecuado.

–He criado a unos hijos maravillosos.

Dakota se rió.

Denise se inclinó hacia ella y añadió:

–Pues vamos allá con la adopción. ¿Ya has empezado a mirar? ¿Necesitas ayuda?

Dakota se vio invadida por numerosas emociones y, de todas ellas, la más poderosa fue la gratitud. Pasara lo que pasara, siempre podría contar con su madre.

–No podía pasar por esto sin ti. Adoptar siendo madre soltera no es fácil. He contactado con una agencia que trabaja exclusivamente con niños de Kazajistán.

–Ni siquiera sé dónde está ese lugar.

–Kazajistán es el noveno país más grande del mundo y el país más grande completamente rodeado de tierra –se encogió de hombros–. He investigado un poco.

–Ya lo veo.

–Rusia está al norte, China al sureste. He rellanado el papeleo y estoy preparada para esperar.

Su madre se quedó boquiabierta.

–¡Vas a tener un hijo!

–No. A finales de enero, después de terminar con el papeleo y de que me investigaran, me llamaron y me dijeron que tenían un niño para mí. Pero al día siguiente me llamaron para decirme que había sido un error y que se iría con otra familia. Con una pareja.