Solo se lo diría a un extraño - Varios autores - E-Book

Solo se lo diría a un extraño E-Book

Varios autores

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Beschreibung

  Un taller de escritura virtual, a inicios de una cuarentena obligatoria, reúne a desconocidos en una sala de Zoom. Motivados por las consignas de escritura, comienzan a develarse, en textos cortos, historias y relatos que fluctúan entre la ficción y la realidad. Temas como el poder, la infidelidad, la maternidad, el suicidio y los secretos de familia se repiten en los diferentes autores, manifestándose en distintos estilos y tonos. Es así como "Solo se lo diría a un extraño" reúne los mejores textos escritos en aquel taller de cuarentena donde un grupo de desconocidos decidió desvestirse con palabras.

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Solo se lo diría a un extraño

© Ediciones Pichoncito 2020

Medianoche es un sello editorial

de Ediciones Pichoncito S.A.C.

Fundadores:

Adriana Roca y Nicolás Rodríguez Galer

Edición general:

Chiara Roggero

Autores:

© Marcos Armstrong

© Eva Bracamonte

© Fiorenza Bragagnini

© Carolina Cano

© Alfonso Casabonne

© Giselle Ceballos

© Diego Galindo

© Ernesto Gálmez

© Omar Goyenechea

© Darice Gubbins

© Mark Hoffmann

© Carmen María Irazola

© Michelle Llona

© Iago Masías

© Pepe Montes de Peralta

© Milagros Palma

© Claudia Pareja

© Christina Poppele-Braedt

© Felipe Ossio

© Marisol Quiroga

© Alvaro Raffo

© Jaime Raygada

© Marco Rivera

© Chiara Roggero

© Lucho Vargas

© Natalia Vidal

Diseño de portada:

Raquel Tudela

Dirección creativa y dirección gráfica:

Raquel Tudela

Diseño y diagramación:

Sandra Florián

Fotografías:

© Maricé Castañeda

Corrección de textos:

Jorge Cornejo

Editado por:

Ediciones Pichoncito S. A. C.

Jr. Santa Rosa 359,

Barranco 15063,

Lima, Perú

WWW.PICHONCITO.PE

Primera edición digital, enero 2021

Digitalizado por:

Book And Play Studio

bap-studio.com

ISBN: 978-612-48383-2-3

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: N° 2021-01006

A los inquietos.

Prólogo

Cada vez que inauguro un nuevo taller de escritura, hago lo mismo: parcho mi “falta de”, mi “inexperiencia en”, la ausencia del cartón pedagógico, pero, sobre todo, parcho la altanería de armar un taller (y cobrar por él) cuando apenas tengo un librito publicado y una novela que viene hongueándose en mis archivos de computadora.

Entonces, me pregunto si para este libro también tendría que hacer el disclaimer. Advertirle al lector que lo que está por leer no comprende valores de una literatura sofisticada ni académica. Prepararlo para encontrarse con historias frívolas, pequeñas, limeñas. Me lo pregunto y no tardo en responderme. Quizás porque esta vez no se trata de mí sino de ellos.

Dicté mi primer taller de escritura en el año 2014, en un pequeño estudio de Miraflores que hoy es solo un recuerdo. Busqué amigos a quienes les intuía un deseo, o al menos una curiosidad, por la escritura. Les envié un tímido mail con la propuesta: unirse a aquel primer taller, aunque yo no tenía la menor idea de cómo lo iba a estructurar. Tengo buenos amigos y, quizás por eso, la mayoría me dijo que sí. Desde entonces, y hasta que arrancó la pandemia, dicté talleres presenciales casi ininterrumpidamente. Siempre a grupos compuestos por hombres y mujeres, de profesiones distintas, con edades diferentes, casados, solteros, divorciados, famosos, políticos, gerentes generales o desempleados. Con el tiempo, dejaron de ser talleres exclusivos para amigos y comenzaron a llegar los extraños.

La primera gran revelación que obtuve dictando los talleres fue la necesidad que tenía la gente de contar sus cosas, y no precisamente aquellas que los hacían quedar bien. Entonces, mediante ejercicios y juegos, me dediqué a generar confianza entre los miembros de cada grupo para que se sintieran con la libertad (nunca con la obligación) de escribir sobre lo que les diera la gana, sin temor a ser juzgados. Eso, en una ciudad como Lima, donde todos tienen una opinión sobre todo, era bastante liberador. Para mi suerte, mis estrategias dieron buenos resultados y, en los encuentros, empezaron a desplegarse historias íntimas, dolorosas, prohibidas y, por supuesto, sumamente seductoras.

La escritura era sin duda nuestra herramienta, pero también la excusa para confesarnos, era la música de aquelstrip-tease colectivo y voluntario, la moneda que nos permitía escuchar y ser escuchados. No puedo negar que, en cada una de las consignas que dejaba, escondía una imperativa para que cada autor buscara su verdad, a pesar de que sabía que aquello podría incomodarlos. Y es que los textos honestos siempre me han resultado irresistibles.

Pero no era solamente por puro placer que hincaba a mis alumnos. Haber escrito toda mi vida me enseñó del poder íntimo y revolucionario que comprende el acto de llenar una hoja de papel con lo que nos jode y nos duele, con nuestras fantasías y frustraciones. Pero, con el tiempo y mi desfachatez en las redes sociales, aprendí que ese poder se multiplicaba con la presencia del otro. Cuando somos leídos o escuchados, reivindicamos a nuestros monstruos, y si eso ocurre de manera colectiva (como sucede en los talleres), entonces logramos que se hagan amiguitos de otros monstruos incluso más feos y temerosos que los nuestros.

Uno podría sospechar, entonces, que este libro estará plagado de catarsis personales y que la escritura, más que una herramienta, fue un pretexto terapéutico para sanar. Lamento informarles que de mis talleres nadie ha salido sano ni cuerdo.

Este libro no es más que la consecuencia de veintiséis encuentros entre extraños, que hoy abandonan ese apellido para compartir linaje en estas páginas. Nos encontró en el marco de un confinamiento obligatorio que, además de hallarnos aburridos y desubicados, nos descubrió un poco solos y perdidos. Pero, esta vez, con tiempo para mirarnos. Pero mirarnos de verdad y no de pasadita, como veníamos haciendo en esa vida de agendas abultadas y planes a largo plazo. La gran paradoja de estos talleres virtuales fue que la distancia espacial, lejos de separarnos, nos acercó de inmediato, abriendo rápidamente campo a la confianza. Supongo que la posibilidad de poder desaparecer con solo cerrar la laptop colaboraba con el atrevimiento.

¿Por qué tendríamos que ponerle el parche, entonces, a un libro que reúne los textos de una amistad nacida a través de una pantalla, cuyo vínculo principal fueron las palabras y la verdad? Por ninguna razón, me respondo. Lamento entonces decepcionar a los amantes del disclaimer, porque no voy a hacer uno. No tenemos nada qué explicar o, en todo caso, todo lo que tengamos que explicar lo encontrarás en las siguientes páginas.

Solo se lo diría a un extraño es el espejo de aquellos que se animan. Es un homenaje a todas esas personas que tienen una idea y la llevan a cabo. Es un sacudón para los que siguen esperando una señal mística que los empuje a saltar. Es un puñete en la quijada para los aguafiestas. Es una muestra de que los hombres y las mujeres no somos tan distintos, pero tampoco iguales. Es un tributo a los nuevos amigos y una reivindicación de los extraños. Es un compendio de relatos sin fecha de nacimiento ni velas de cumpleaños. Sin lentejuelas, sin push-up, sin botox, sin nada que nos disfrace. Es la reunión de veintiséis personas geniales que simplemente se vieron en la urgencia de narrarse y que, al hacerlo, descubrieron que mostrarse vulnerables era un acto de valentía.

Chiara Roggero

¿Cómo se lee este libro?

Lo primero que tienes que saber es que todos los relatos que leerás en este libro salieron de las consignas dadas en el taller. Por eso, podrás encontrar (si eres pillo) textos que de alguna manera se relacionan entre sí, con temáticas parecidas, pero siempre abordadas desde un punto de vista distinto. Porque si algo ha caracterizado a nuestros talleres es la mezcla de sus integrantes. Perro, pericote, gato, vaca, dinosaurio y mosquito de madrugada.

El género con el que hemos venido trabajando ha sido el de la autoficción. Eso quiere decir que nuestros textos se han basado en nuestras propias experiencias de vida, pero con esa cómoda licencia de agregarles una dosis de ficción o, en otros casos, de prescindir de ella, pero secretamente.

Lo segundo, y quizás lo más importante que debas saber, es que, aunque cada texto corresponde a un autor, hemos decidido guardar celosamente sus identidades. Es decir, leerás un texto y no sabrás de quién es. Podrás suponerlo, pero hay que tener mucho cuidado: el más tímido resultó ser el más coqueto; y el de la moto y casaca de cuero, un osito de peluche. Así que cada adivinanza será una moneda al aire.

No revelar los nombres de los autores supone dos cosas:

Uno:

Cada uno de los veintiséis escritores ha decidido voluntariamente liberarse del ego de firmar sus relatos. Esto no significa que hubiera estado mal poner un nombre y un apellido a aquello que uno escribe con tanta pasión. Pero, en este caso, despojarse de las palmas ha permitido que otros (en los que me incluyo) puedan liberarse y publicar aquello que quizás nunca se hubieran animado a publicar. Las máscaras siempre han sido geniales.

Dos:

El anonimato hace que, a fin de cuentas, este libro sea de todos y el texto del otro se sienta como propio. Porque así ha sido este proceso: todos hemos metido mano en el trabajo del otro y todos hemos dejado que nos manoseen títulos y párrafos, los adjetivos y los temidos finales. Entonces, sí, cuando estés leyendo un texto, ten en cuenta que hay un autor o una autora detrás, pero que detrás de ellos estuvimos todos. Extraños pero conocidos.

¿Cómo se lee este libro?

Como tú prefieras. De atrás para adelante, arrancando por el medio, buscando un título que llame tu atención o, si quieres, o si te atreves, dejándoselo al azar. Porque el azar ha cumplido un rol muy importante en nuestros encuentros. Por eso, todos los que formamos parte del taller creemos en la magia. Entonces, este libro, más que un libro de relatos, es un libro de magia. ¿No me crees? Haz la prueba y abre el libro aleatoriamente. No tengo dudas de que te encontrarás con un texto que, de alguna u otra manera, se conectará contigo y con tu historia. Y es que, al final, no somos tan distintos como creemos.

¿Qué es verdad y qué es mentira?

Eso tendrás que decidirlo tú, y aferrarte a esa verdad, porque existe una alta probabilidad de que sea mentira.

Y viceversa.

Autobiografías

Uno

A los 15 años, en una conversación con mi mejor amiga, llegamos a la conclusión de que existían en mí un Bruce Wayne y un Batman. Un lado responsable, racional, que había sido socializado. Y el otro, uno imbécil, hasta el punto del autosabotaje.

Batman se moría por Antonio, el marihuanero. Bruce sabía que Antonio era un bueno para nada. El consenso, entonces, era que yo saliera con Antonio, pero sin que nadie lo supiera. Bruce mantenía así su imagen corporativa, o, en esa época, de alumna estrella, mientras Batman disfrutaba de las noches en Barranco, Ciudad Gótica.

Es el equilibrio que encontré entre lo que debo querer para mí y lo que sé que quiero pero no tengo claro cómo termina.

Hoy, Bruce vive en unpenthouse, invierte en la bolsa y tiene una relación de largo plazo y una ahijada. Batman, forzado al celibato y al cumplimiento de las reglas de la cuarentena, se trepa por las paredes. Excepto cuando escribe. Cuando cuenta cosas que avergüenzan a Bruce, y, por extensión, también a mí. Es su venganza. Es su forma de avisarnos que existe y que debe salir pronto.

La verdad, sería más sencillo vivir sin Batman. Adoptar a Bruce, vivir en ternos Brioni y zapatos italianos. Ser apropiada, culta, respetable. Nunca más dejar que Batman se estrelle contra las paredes, cuando sé que Bruce es quien termina escupiendo los dientes rotos.

Pero no me sale. Habita en mí la necesidad de saberme profundamente libre, dueña de mi mundo. Batman sabe, y yo también, que todo se puede ir a la mierda mañana, y por eso quiero lo que quiero ávidamente.

Dos

En Cusco, no tenía cama. Mi casa era unsleeping bag. En las noches, ayudaba en la barra de Mamáfrica por alguna propina que asegurara la comida del día siguiente. El presupuesto diario era un sol; con eso compraba una palta y tres panes. Para no sentir hambre, dormía durante el día. El agua la tomaba del caño comunal, en la calle Siete Culebras.

Patear el tablero a los 19 años, dejar de estudiar Derecho en la Católica y mandar a la mierda a mis papás para salir de la cueva de Platón fue como parir lava.

Me crecieron la barba y el pelo más de lo que hubiera imaginado que podrían crecer, y comencé a correr. Mis mejores amigos eran los lustrabotas de la plaza. Ellos me dieron cama en sus casas. Al principio, me daba un poco de asco dormir en esas sábanas, felizmente tenía misleeping.

Desde entonces, mis camas nunca han sido las mismas y su valor ha ido transformándose.

En Sepahua, por ejemplo, mi cama fue una estera encima de la tierra. Seis meses viviendo con esos yaminahuas en la selva me enseñaron que la cama es cualquier lugar donde recargas tus sueños y energía. Esas esteras fueron partícipes de los vómitos de todos los viernes de ayahuasca y chirisanango.

En el dorm universitario de Seúl, mi cama fue el espacio del miedo, de la oscuridad y soledad. De la nostalgia secuaz que atestiguó mi cambio de piel. Ahí conocí el pánico y aprendí a controlarlo.

Llegadas las arrugas y la vida imparable de viajes y hoteles por trabajo, perdí el rumbo de mis camas hasta que, en Macondo, un bar de mala muerte en Tailandia, un italiano me dijo:

—Tu cama es tu casa y tu casa es donde lavas tu calzoncillo.

Después mi cama fue el cubil al que entraba escapando de afuera. Ese espacio acogedor que invitaba a ser tomado, como la casa tomada de Cortázar. Llena de pies, brazos y sobre todo codos y rodillas pueriles. Era como si en vez de dos, tuviera mil hijos desperdigados en esa king size que terminaban dejándome siempre al borde de la cornisa.

Ahora, mi cama es un altar. Cómplice de sueños y placeres. Tendida a la perfección cada mañana por mí, antes de salir a correr. Inmensa, para sostener todas las fantasías y todos los fetiches, pero al mismo tiempo tierna, para contener las tardes de películas con mis hijos.

Estar encima de ella no es difícil, cualquiera puede estarlo. Lo imposible es estar dentro, porque el abrazo de sus sábanas es el abrazo de mis historias en todas mis camas.

Tres

A confesión de parte, relevo de pruebas:

Generales de ley:

Seudónimo: Óscar Gabriel Lustau Flores, DNI 08213836, domiciliado en la calle Guanahaní 155, San Isidro, de estado civil casado y nacido el 8 de noviembre de 1968 en la ciudad de Austin, Texas, EE. UU.

Historial médico:

Demasiadas fracturas y endodoncias, dos hernias y un fallido infarto de miocardio.

Antecedentes penales:

No registra antecedentes penales a la fecha de emisión del presente certificado.

Declaración:

Sr. Comisario, me presento ante usted y me declaro:

Abogado de profesión, caricaturista de vocación y, de ocupación, constructor.

Arquitecto y decorador sin estudios ni título, pero en ejercicio constante.

Alguien que trató toda una vida de perder sobrepeso y ahora no puede encontrarlo.

Padre biológico desde los 22 años y emocional desde hace poco.

De ancestro judío y casado con palestina, vivo en conflicto permanente conmigo mismo.

Analizado por la misma psicóloga desde hace 30 años.

Optimista hasta la irresponsabilidad. Iluso, entusiasta e hiperactivo.

Sin ninguna conciencia de mi edad y limitaciones físicas o intelectuales, me planteo retos que difícilmente puedo lograr.

Buen pobre, pero mejor rico.

Fiel por miedo, y con miedo a ser fiel.

Sometido como hijo a mis padres y como padre a mis hijos.

No creyente en la extensión de la vida, pero sí en vivirla mientras uno esté vivo.

Finalmente, esperando la muerte para así darle sentido a todo lo vivido.

Cuatro

Dicen que Dios solo da a las personas lo que pueden manejar. Bueno, yo me cago en Dios, Alá, Yahveh y la puta que los parió.

Yo no quería ser madre de una hija con discapacidad. La gente se refiere a ella como especial, algunos incluso la llaman retrasada. Qué definición de mierda; o, como dirían los más nobles de mis amigos, qué definición tan políticamente incorrecta. Aunque, ¿sabes qué? Yo también soy políticamente incorrecta. ¿No lo parezco? Pues permíteme explicarte.

Soy inadecuada porque he imaginado muchísimas veces (más de las que quisiera) cómo hubiera sido mi vida sin ella. Soy censurable por seguir sin aceptarla tal cual es. Pásenme el libro de reclamaciones: solicito cambio de modelo por uno sin mutación genética. Soy egoísta porque todos los días sueño con regresar a mi vida de ejecutiva exitosa, con agenda rebosante, directorios en el Club Empresarial, almuerzos en La Carreta y una independencia incuestionada. Soy envidiosa porque, cuando me cruzo a una mamá que lleva de la mano a su hija, impecable, con el tutú de ballet rosado y el moño alto y prolijo, quisiera ser ella. Soy la culpable de que mi hijo mayor tuviera que decirme, a sus escasos diez años y ahogado en desesperación:

—¿Qué puedo hacer para que seas feliz?

Soy incongruente porque, a pesar de transitar por todas estas emociones inmorales, dedico todo mi tiempo a que la vida de mi hija sea lo más normal posible. Y quizás nada de lo que haga sea suficiente. Tal vez no aprenda nunca a leer o escribir, a amarrarse los pasadores, a sumar o a restar. Pero nunca tendrá una sola duda de lo mucho que es amada, tan amada que logra que todos los días me olvide de mis ganas de salir corriendo.

Cinco

Soy un carpintero sin herramientas, un abogado sin expedientes. Soy amante de los proyectos sin terminar, de las ideas que nunca abandonaron la libreta. Soy un caminante curioso. Soy los silencios de mi papá y la verborrea de mi mamá. Soy la casa de Benavides y todos los perros que en ella habitaron. Soy Mefisto, el rottweiler de mi tío Henry. Soy Pecoso, el cocker spaniel, y también soy el día en que se escapó. Soy todos los parques de La Aurora. Soy la calle Simón Salguero. Soy una infancia telemaníaca, con un televisor de señal abierta. Soy Panamericana y Frecuencia Latina, que va para arriba. Soy El Chavo del 8 y Gokú. Soy Kevin Arnold y Winnie Cooper. Soy La historia sin fin, el sensei Miyagi y la patada de la grulla. Soy mi abuela, meine Omi, que, preocupada, desenchufaba la tele y me daba un libro. Soy esos libros, las novelas de Astrid Lindgren y los cuentos de los Hermanos Grimm. Soy Hansel, pero no soy Gretel. Soy los veranos eternos con mis primos en la casita de Punta Hermosa. Soy Pedro, Sonia y todos los helados que me fiaron. Soy la señora María y sus sánguches de pollo deshilachado con una hilacha más que la competencia. Soy esa mayonesa que a algunos mandaba al baño. Soy esas madrugadas en las que yo no pescaba nada y mi viejo llenaba un cesto con tramboyos y pintadillas. Soy algunos amigos que considero hermanos y algunos profesores que considero maestros. Soy lo que recuerdo y lo que he preferido olvidar. Soy todo eso, pero también soy el camino que me queda por andar, las chicas que me falta conocer, los triunfos que quiero saborear y las derrotas que tendré que aceptar.

Seis

Mamita, Luigi no quiere ir a ver a la bebita. Dice Kike que no es de nuestra familia porque está muy gordita. Yo sí quiero ir. Tiene muchos pelos, ¿no? Seguro se va a poner más bonita. En algún día. Ponle Silvia, como mí.

*****

Mamá, soy Kike. La Silvia no hace sus tareas y cuenta muchas mentiras. Ayer le dijo a la profe del Carmelitas que ella no tenía papá. Hoy casi le saco la mugre alLuigi porque me dijo “gringo”, pero me aguanté para que me preste sus chipunes. Amo mucho a tu bebita. Es mi hermana preferida.

*****

Maa, no quiero ir a la clínica con la tía Celia. Voy a jugar fulbito ajuera. Quiero meter un golazo para la bebita. Psst... Kike dice que no la quiere. Pero tú no le creas, ¿ya? Todos estamos bien. Mejor no le doy bola a Silvia porque quiere que te diga que llora como cebolla y que le reza a la Virgen nosequé para que no la cambies. Pero yo no noto nada. Maa, porfa, ríete mucho, mucho, para que tu leche no se poingacomo limón. Gregoria dice que, si no, no le va a gustar a la bebita.

Un día después de mi nacimiento, mi mamá desplegaba tres cartitas mal dobladas, salpicadas de manchas, llenas de corazoncitos extraviados y escritas con letras borrachas que me daban la bienvenida.

Sus tres diablillos (disfrazados de Reyes Magos) le hacían llegar, uno por uno, su ofrenda de palabritas, sin saber que esas cartas caracterizarían por siempre mi historia familiar y personal.

El 7 de marzo, llegué cuarta a la línea de atención de mi madre. Primera al orgulloso estreno de mi padre. Primerísima a los miedos y escrutinio de mis tres medio hermanos.

Con los años, casi nada cambiaría entre nosotros.

Crecimos juntos y mal revueltos, en un caserón donde residían personajes de Macondo, Todas las sangres y la Saga de los Nibelungos. Éramos quince, entre abuelos omitidos, padres distraídos, hijos enredados, tías postizas, primos prestados, nanas, cocineras, jardineros, fantasmas muertos en vida y espíritus renegados.

Ese primer 25 por ciento de mi vida contrapuesta, anónima y libre de supervisión me enseñó las ventajas del sigilo y las medias tintas, a medir mis fuerzas y a templarme. Pero también me instigó a explorar el mundo en búsqueda de mi individualidad.

El 75 por ciento restante me ha llevado a absorber, casi aburrida, todas esas culturas y países en los que he vivido. Y a reconocer el hogar de mi infancia como la más aguda maestra. No aguanto ni llorones ni verdades absolutas. No busco el balance, veo en el cambio la fuente de vida. Desprecio la indiferencia y el miedo a lo nuevo. Y sé que donde hay conflictos, hay energía.

Siete

Juan me contó que existían asociaciones anónimas para adictos a las relaciones. Sin entender bien a qué se refería, no tuve dudas de que yo cumpliría con todos los requisitos para ocupar una de las sillas, acomodadas en círculo, en alguna cancha de básquet venida a menos.

El sexo me fascina, me permite deshacerme de la banda presidencial y cumplir el rol del subordinado. Pero el sexo nunca será tan sexy como las relaciones; esas que incluyen despedidas desgarradoras, peleas a los gritos, cartas de amor, rupturas para siempre que jamás son para siempre.

Conmigo nunca nada termina.

Colecciono hombres que tuve que dejar ir pero nunca abandoné del todo. Son mi archipiélago de endorfina, mi hamaca para un ego insaciable que, lejos de engordar con la lista de asociados, se adelgaza y pide más.

Pero no se confundan: mi corazón es noble y mi contrato, justo. A mis chicos los cuido y los quiero; me preocupo por sus mujeres, sus hijos, sus trabajos. En ocasiones, los busco. Les devuelvo un poco de vida mientras les lamo las heridas que solo me dejan ver a mí.

Para el día en que vaya a una de esas reuniones para adictos a las relaciones, ya tengo planeado mi debut. Empezaré confesando mi mayor fantasía erótica, esa que nunca le he dicho a nadie. Quiero morirme de pronto, para que mis chicos se junten en una sala fría de velatorio y, como masones, se reconozcan. Quiero que se emborrachen y me lloren juntos: Juan y el resto de mis apóstoles.

Ocho

Cortar las raíces de un niño y extraerlo del Perú, teniendo cuidado en retirar su colegio y sus veranos en Santa María. Inmediatamente después, llevarlo a una isla caribeña y dejarlo remojar durante tres años en un colegio mixto de monjas. Batir vigorosamente hasta eliminar los grumos del shock cultural. Sazonar con repartición de periódicos, armado de aviones a escala y juegos bajo el sol y la lluvia. Espolvorear con infelicidad parental.

Alcanzado el termino medio, llevarlo a Venezuela por aproximadamente ocho años a fuego alto. Aderezar su colegio con valores jesuitas e hidratar constantemente mientras se añade agua turquesa de playas y vegetación de montañas, sin tapar, hasta que se evapore del todo. Dejar fluir su adolescencia con grandes amigos, drogas, música de los ochenta y ron con Coca Cola. Sellar con una ruptura de corazón. Revolver todo hasta obtener una masa homogénea.

Sin engrasar el molde, regresarlo al Perú. Colocar la masa en una olla de presión durante cinco años de estudios de Economía hasta el quinto superior de cocción. Humedecer a gusto y rociar los fines de semana con arena del desierto en moto y salpicar con un chorrito de chicas vainilla. Mezclar lentamente.

Con la base y el relleno a punto, ya debe apreciarse su completa transformación. Es momento de ahumarlo con trabajos en bancos y un MBA fuera. Finalizar la reducción casándolo, reproduciéndolo y pasándolo por una trituradora corporativa y empresarial hasta que suelte todo su jugo y esencia.

Dejar reposar para que alcance el color deseado y la textura correcta. Servir con un aderezo de orgullo, miedo y felicidad.

Comerlo lentamente con una pizca de sal.

* Advertencia: algunos ingredientes se sirven semicrudos y pueden causar reacciones tóxicas en determinadas personas.

Nueve

En el cole siempre me consideré un buen tipo. Estaba equivocado. Fui abusivo. No de los que te pegaban o te robaban la lonchera, sino de los que te hacían sentir mal conociendo tus debilidades. Soy el huevonazo que le decía bruta a la amiga que había jalado con cero cinco y le robaba su examen para leer las respuestas y humillarla frente a todos.

Ahora soy egoísta, cínico, ingrato. Me sobrevaloro y no soy honesto conmigo mismo. Dejo todo para último momento y hago el mínimo esfuerzo para terminar una tarea. Me comprometo y no cumplo. Me embarco, pero me bajo sin avisar. Soy exhibicionista y soberbio. Cuando corría olas, lo que más me emocionaba era saber que había gente en la orilla mirándome. Soy machito para tirarme del cerro y romperme los huesos, pero soy un cobarde en el momento de tomar las riendas de mi vida y enfrentar las decisiones importantes.

Me gustan las drogas y el alcohol, tanto por el placer inmediato como por la escapada efímera que me regalan.

Le huyo al conflicto. Tengo la cualidad de intuir lo que las personas necesitan escuchar y he sabido aprovecharlo para caer bien, jugar el juego y avanzar en el mundo corporativo. Siempre flotando, como la caca.

Hace poco, me di cuenta de algo: si mi vida fuera una película, yo sería uno de los malos.

Diez

Soy como un porfiado: no me puedo caer. Además, nadie me va a sostener. Me inclino de un lado a otro, buscando contención, pasando por mi centro, sintiendo siempre el golpe, hasta estacionarme y entenderlo otra vez. He aprendido a convivir con el hecho de tener que hacerme cargo de mí misma.

He crecido en una familia impulsiva, inestable, dramática, pero principalmente plagada de artistas. Cargo una mochila con muchos duelos. Pérdidas y ausencias que me generan dolor y un vacío que me habita.

Los libros para mí han sido un tibio refugio. También escribirme cartas, en las que huía y me abrazaba. Soy la que sostiene y la que se encarga. En mi familia no encuentro soporte, pero sí en mis buenos amigos, los que nunca se van, los solitarios. Me ha costado años darme cuenta y aceptar que compartíamos tanto. Cada uno en su casa vacía, con sus cajones vacíos, con sus familias ausentes.

Descubrí mi necesidad de analizarlo todo, de llegar a la médula, a la verdad, a la justicia de las cosas. Detesto la mentira porque he vivido en ella: mi papá tenía dos familias. Nadie hablaba del tema. La mentira nos alejó y, como decía mi viejo, el cáncer nos volvió a unir. Todavía puedo escucharlo agradeciéndole a la enfermedad. Aprendí a perdonar sin juzgar. En poco tiempo, logramos ser una familia disfuncional que partía del amor. Duró poco, y ese recuerdo es mi gran tesoro.

El cáncer nos enseñó a estar unidos. La muerte me enseñó que uno se puede reír de todo.

Por eso me río de mí, de mis propias desgracias, de la espinaca que siempre se aferra terca a mis caninos, de las gotas de sudor en mi bozo cada vez que me pongo nerviosa, de que me dejen plantada en un avión con el anillo de compromiso olvidado en mi dedo. Me río siempre.

Soy la que sostiene y la que se encarga. Soy como un porfiado: no me puedo caer.

Once

Mientras caminamos por el barrio, otra noche más, tomo tu mano y, como siempre, la siento pequeña en la mía. No tiene las uñas pintadas ni lleva anillos. No es una mano ostentosa. Encaja perfectamente en la mía. Tocarla se parece a esa sensación de acercarse desde el frío a una chimenea ardiente.

Conversamos de nuestros hijos, de los viajes que hicimos o que haremos, jamás de política, casi nunca de trabajo.

Te digo que te quiero, siempre lo hago. Me miras de costado a través de tus rulos y me sonríes. Eso me hace feliz: hacerte feliz. Si pudiese, te haría el amor ahí mismo, escondidos detrás de un carro o un tacho de basura. Pero esas locuras ya las cambiamos por una plácida rutina.

Seguimos caminando en silencio y se me viene la imagen de nuestra hija atravesando esa terrible enfermedad que, si no hubiera sido por tu fuerza, me habría despedazado. Pienso también en nuestra vida en Madrid y los celos que tuviste con Francine, mi compañera belga. En la cartera que he prometido regalarte. En las veces que me la pego demasiado y despierto en un campo de batalla.

Pienso también en mis mentiras, las que me has descubierto y las que aún conservo. Pienso en las tuyas, esas que nunca te he descubierto. ¿Será porque, de los dos, la astuta eres tú?

Doce

Mientras ella tomaba el tercer vaso de vodka, yo iba por el primer vaso de leche. Me convertí en el hombre de la casa cuando todavía no sabía amarrarme bien las zapatillas. Pasaba horas junto a mi mamá en el sillón de terciopelo verde de aquella sala llena de cuadros abstractos y ceniceros de cristal repletos de cenizas rancias.

Me contaba historias de su fallida niñez y de su adorado matrimonio que terminó en divorcio. Yo la escuchaba, mientras jugaba con los botones de mi camisa de cuadros que con tanto esmero me ponía. Elton John, Fleet-wood Mac y Eric Clapton acompañaban nuestras sesiones. Gracias a las penas de mi madre, aprendí a escuchar buena música.

A veces, pasaba días sin salir de su cueva.

Mejor así, pensaba, para no encontrarme con el monstruo etílico que se apoderaba de ella.

Diligentemente, le llevaba vasos con agua, cerraba las cortinas y me aseguraba de que estuviera bien tapada. Me refugiaba en mi cuarto de quince metros cuadrados, atiborrado de muñecos de superhéroes, y guardaba silencio para no despertarla. Mi oído se entrenó para percibir hasta el más mínimo sollozo. Dejaba todo de golpe y acudía a contenerla en mis brazos que apenas la rodeaban.

Los domingos me devolvían a mi mamá. Esperaba oír su llamado como quien espera ser finalista de un concurso, solo que en este competíamos únicamente el monstruo y yo. Corría a su lado y nos acurrucábamos para ver películas y comer pizza en su cama.

Fui un niño feliz.

Trece

—¿Vas a comer arroz con pollo el resto de tu vida? —me preguntó Kiko, calato en el sauna del club, con su chela en la mano.

Sudado hasta los dedos y a 45 grados centígrados, la pregunta me dejó helado. Me casaría en dos meses, y mi romanticismo y ganas de evolucionar no me habían dejado anticipar eso.

Igual me casé, y la pregunta quedó en el olvido de lo cotidiano y los hijos.

Pasó la pasión de los primeros años y, como un fantasma, volvió aquella escena del sauna: impertinente, desafiante, incómoda. Lo peor de todo: sin salida.

¿Iba a tocar a alguien más? Sintiéndome sano, querido, con buena chamba, exitoso y, sobre todo, con una relación de pareja sólida, ¿me quedaría en un estado conservador y de confort?, ¿o debía arriesgar, explorar?

Busqué consejo en amigos. Estaban todos igual o peor que yo: separados, divorciados. Hice terapia y le conté al diván sobre mi autosuficiencia y mis valores, y él, con esa voz que tienen los divanes, respondió:

—Háblalo con tu esposa.

Me costó años atreverme. Hasta que, una tarde helada, y luego de evaluar la opción menos dañina, le propuse a mi mujer hacer un trío con alguna flaca.

—Tú escoges —le dije.

Me dijo que sí.

No tardé ni medio segundo en imaginarme entre las dos en una cama, cumpliendo todas mis fantasías.

—OK, pero después lo hacemos con algún pata. Tú escoges —me imitó.

La payasada se me acabó de golpe. Hoy soy especialista en ponerle culantro al arroz con pollo.

Catorce

Crecí en una familia cómoda pero disfuncional. Mamá en su cuarto, papá en su mundo. Hermano mayor con distrofia muscular. Nos trataron por igual, pero era evidente que yo era más veloz, más fuerte y mucho más travieso. Sus armas eran el carácter, la palabra y una aguda inteligencia. Siempre fui competitivo. Hasta cuando no debía. Incluso contra él.

Su muerte llegó de golpe, cuando yo entraba a la pubertad y él salía de la adolescencia. La comodidad a la que estábamos acostumbrados murió con él. Ellos se quedaron con su pena y yo, con muchas preguntas sin respuesta. Ante esa soledad, no me quedó otra que tomar las riendas de mi vida. Me dediqué a mostrarme invencible. Ligero de equipaje. Competir contra los vivos era más fácil.

Con los años, empecé a disfrutar de mi vulnerabilidad. Sigo siendo competitivo, pero aprendí a perder, aunque duela. Me casé, tuve un hijo, me separé, me volví a juntar, y llegó mi hija. Aprendo más de ellos que ellos de mí, aunque les haga creer lo contrario. Hay hábitos que nunca mueren.

Me enamoré de las palabras, de las historias y de la gente que sabe contarlas. De los silencios, de la brevedad, de lo simple. De las curiosidades, de reírse de uno mismo, de perderle el miedo al ridículo. De revelarse frente a todo, de las sutilezas y de usar el humor como combustible.

Y esto me llevó hace poco a inscribirme en un taller virtual de escritura con personas a las que conocía poco y nada. Con sus palabras, historias, risas y silencios, ellas enriquecieron mi vida en cada encuentro, como una orquesta de ventanas llenas de violines, oboes y trombones, donde yo, con mi pequeño triángulo, colaboro con mi música.

Quince

Ella es un rompecabezas de infinitas piezas únicas. Casi siempre encajan, pero a menudo se pierden y dejan huecos en su composición. No es fácil armarla, pero lo difícil tiene su encanto. Las derrotas, mudanzas, traiciones, victorias, ilusiones y nacimientos son los bordes que la sostienen y permiten espacio para su continua construcción.

Ella se define por lo que no es, así descubre lo que es. Es exigente consigo misma, pero procura no serlo con los demás. Desconfiada por experiencia, pero no por voluntad propia. Ansiosa, aunque ligera para reír.

Sencilla para solucionar y compleja para analizar. Tiene humor negro, pero no discrimina. Es estadounidense de nacimiento, pero peruana para manejar y comer. Ella es curiosa para chismear, e intenta no juzgar al chismoso. Se siente joven al festejar, pero vieja para madrugar.

Profesional apasionada, pero arrastra una gran culpa por el tiempo que le consume el trabajo. Decidida a tener dos hijos, aunque se sigue cuestionando lanzarse por un tercero.

Es fiel a ellos, pero infiel a ella. Es femenina a pesar de no tener trompas de Falopio, pero masculina para negociar y decidir. Reservada por tímida y no por pudor. Impaciente con su madre, pero dócil con su padre. Cobarde para posar, aunque valiente para mirar.

Insegura ante lo desconocido, pero segura para lanzarse a ello. Nunca encajó y tampoco desencajó. Puede sonreír por la mañana, pero llorar de noche. Puede ser todo lo que dice este texto, y todo lo contrario.

Dieciséis

Crecí escuchando que era el solcito de la familia, la alegría de la casa, la rubia, la divertida. Siempre positiva. Yo no veía el vaso medio lleno, ¡lo veía rebalsado! Conmigo no había medias tintas, era la defensora del pueblo, la que siempre estaba sin importar qué hora fuera, la de la risa fácil, la confiada, la enamorada del amor.

Cuando era niña, decía que de grande quería ser mamá y tener 36 hijos. Vengo de una familia apapachadora. Mis padres están juntos desde los trece años, y de eso ya han pasado más de cincuenta.

Pero ¿qué pasa cuando ese sol se convierte en noche? ¿Cuando la risa es menos fácil que el llanto? ¿Cómo se empieza de nuevo?

Durante mucho tiempo estuve buscando esa respuesta. Fue difícil, porque me convertí en mi peor enemiga. No soportaba verme al espejo, me volví experta en ocultar mi dolor. Yo era un tren a toda máquina, no necesitaba de nada ni de nadie, sola podía con todo. Cansaba mi cuerpo al punto de que solo cayera agotado y no pudiera sentir, pensar. Nada. Eso me llevó a un paseo de tres meses en UCI.

Me tomó un tiempo entender que también era la chica insegura, triste y rota. Pero eso no significaba que hubiera dejado de ser también la mujer entusiasta, fuerte y decidida que disfrutaba la vida. Solo era cuestión de confiar en mí.

Diecisiete

John. John. John. Todo un ser y medio siglo de experiencias en un monosílabo. Cuando terceros hablan de mí, basta con decir mi nombre, quizá junto a algún calificativo, para transmitir toda la descripción de quién soy. O de quién perciben que soy.

¿Quién soy? Yo lo sé perfectamente, pero es difícil sintetizarlo, y la amplitud de mi autoestima me pide mucho más que 250 palabras. He sido siempre el pata bueno, el que hace lo correcto, el que vivió afuera, el que habla siete idiomas, el que decide bien, el exitoso, el que se casó con la chica perfecta, el que toca en discotecas de Asia, el que tiene hijos primeros de la clase y patas de la puta madre.

Pero soy géminis, y a veces intuyo que tengo un lado no tan bacán. Sí, sí, soy lindo y todo eso, pero, en lo que realmente importa, ¿soy bueno? ¿Estuve lo suficiente con el Negro antes de que partiera? ¿O lo postergué un poco mucho, anticipando