¿Solo una semana? - Trato de pasión - Viviendo un cuento - Olivia Gates - E-Book

¿Solo una semana? - Trato de pasión - Viviendo un cuento E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

¿Solo una semana? Anne Oliver Cuando Emma entró en el club de striptease de Jake para entregarle el traje de padrino para la boda de su hermana, él no fue capaz de resistir la tentación de tomarle un poco el pelo. Emma siempre había sido demasiado seria, necesitaba divertirse un poco y él iba a ser el hombre que se lo enseñara. Trato de pasión Maureen Child Sean King se había metido en un buen lío. A pesar del idílico paisaje y su exquisita novia de conveniencia, su matrimonio con Melinda Stanford debería ser solo un acuerdo por el que los dos se beneficiarían. Lo único que tenía que hacer era casarse con la nieta de Walter Stanford… y no tocar a su nueva y guapísima esposa. Viviendo un cuento Jennifer Lewis Nada le despertaba más el romanticismo a Annie Sullivan que la búsqueda de una reliquia perdida en la mansión de Sinclair Drummond, su jefe, de quien estaba secretamente enamorada. Mientras registraban el viejo desván, las pasiones contenidas se apoderaron de ambos y acabaron haciendo el amor desenfrenadamente. Sinclair no quería comprometerse con nadie. Pero cuando llevó a Annie a un baile de gala, la música y la magia del ambiente le hicieron pensar que todo era posible.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 419 - abril 2019

 

© 2012 Anne Oliver

¿Solo una semana?

Título original: The Morning After The Wedding Before

 

© 2011 Maureen Child

Trato de pasión

Título original: The Temporary Mrs. King

 

© 2012 Jennifer Lewis

Viviendo un cuento

Título original: The Cinderella Act

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012 y 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-939-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

¿Solo una semana?

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Trato de pasión

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Viviendo un cuento

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Emma Byrne se negó a ceder a los nervios que aleteaban en su caja torácica como avispas histéricas. Era una chica sofisticada de ciudad y no le daba miedo entrar en un club de striptease de tercera situado en King’s Cross, el famoso distrito de Sídney de clubes nocturnos. Sola.

Pero le había prometido a su hermana que le entregaría el traje de padrino a Jake Carmody, y lo haría. Podía hacerlo.

Eran las seis de la tarde de un apacible lunes de otoño y el Pink Mango ya estaba abierto. Subiéndose aún más las gafas de sol se cambió el bolso de mano y se echó la funda del traje al hombro y entró. La música vibraba por toda la sala, que olía a cerveza y a colonia barata. Respiró con una mueca de desagrado.

Titubeó cuando un millón de ojos parecieron mirarla. «Te lo estás imaginando», se dijo. «¿Quién te iba a mirar en un tugurio como este?». En especial con la gabardina roja que le llegaba hasta las rodillas y completamente abotonada, botas de caña hasta las rodillas y guantes. Al reflexionar en ello dedujo que quizá eran el motivo por el que recibía más que unas pocas miradas…

Sin prestar atención a los ojos curiosos, centró su atención en la decoración. El interior era incluso más cutre y chillón que el exterior. Predominaban el rosa caramelo, el dorado y el negro. Las sillas y los sillones estaban cubiertos de un fucsia de aspecto sucio con motivos animales. Una bola giratoria de discoteca proyectaba haces multicolores sobre las camareras en topless que recorrían la sala con sonrisas falsas como sus pechos.

Pero al menos ellas tenían pechos.

La mayoría de los clientes tempraneros se hallaba alrededor de un escenario oval elevado mirando con ojos lascivos a una solitaria bailarina cuya única vestimenta era un tanga dorado y que le hacía el amor a un poste de latón. En una nalga firme llevaba tatuada una cobra.

Emma no era capaz de apartar la vista. «Lo que le gusta a los hombres…». Ella jamás tendría esa voluptuosidad ni el valor para exhibirla.

Quizá ese era el motivo por el que Wayne había cortado con ella.

Desterró sus inseguridades, suspiró y le dio la espalda al espectáculo. En ese momento lo que menos necesitaba era recordar sus propias carencias físicas.

«No me importa que Ryan y tú os vayáis a casar el próximo fin de semana, me debes una gorda por hacer esto, hermanita».

«Tengo cita para la manicura», le había dicho Stella con la típica desesperación prenupcial en la voz. «Ryan está en Melbourne hasta mañana por una conferencia y tú no tienes nada especial programado para esta noche, ¿verdad?».

Stella sabía que desde su ruptura con Wayne no tenía vida social. Y aunque no hubiera estado libre, siendo dama de honor, ¿cómo iba a negarse a la petición de la novia? Pero un tugurio de striptease no había formado parte del trato.

Un hombre con una camisa abierta y una cadena de oro gorda sobre una obscena mata de vello gris en el pecho la observaba del otro lado de una mesa próxima. Sintió que unas gotas de sudor le caían por la espalda. Se estaba asando debajo de la gabardina.

Pero parecía la persona a la que dirigirse, así que se movió con rapidez. Se irguió y se obligó a mirarlo a los ojos, algo complicado cuando esos ojos estaban clavados en sus pechos.

Pero antes de que pudiera hablarle, el giró un dedo gordo y dijo:

–Si vienes por el trabajo, quítate esa gabardina y muéstranos qué tienes.

El vello de la nuca se le puso de punta.

–¿Disculpe? Yo no…

–Aquí no necesitarás un disfraz, encanto –miró la funda que llevaba al hombro–. Esta noche nos falta alguien, así que puedes empezar por las mesas. Cherry te lo indicará. ¡Eh, Cherry! –su voz ronca por el tabaco atravesó el aire espeso.

Emma usó un tono de voz más gélido.

–He venido a hablar con Jake Carmody. Así que dígame dónde puedo encontrarlo para terminar mi asunto con él y largarme de aquí.

Esos ojos pálidos la observaron más mientras una mujer se acercaba portando una bandeja. Lucía unos shorts dorados estilo años 80 y una blusa negra transparente. Debajo del maquillaje, vio que se la veía cansada y sintió simpatía. Sabía lo que era tener que trabajar en cualquier cosa por necesidad.

–La dama aquí quiere ver al jefe. ¿Sabes dónde está?

¿El jefe?

–Tiene que haber un error… –calló. Su secretaria le había dicho que podría encontrarlo en esa dirección, pero… ¿era el jefe de ese tugurio?

La mujer llamada Cherry se encogió de hombros con indiferencia.

–La última vez que lo vi, estaba en su despacho.

El hombre indicó con el dedo pulgar una escalera estrecha en el extremo de la sala.

–Arriba, primera puerta a la derecha.

–Gracias –con los labios apretados y consciente de algunas miradas que seguían su avance, cruzó el club.

¿El jefe?

A pesar del calor, experimentó un escalofrío. El estilo de vida que llevara no era asunto suyo, pero ni en un millón de años habría esperado que el hombre al que recordaba estuviera implicado en un tugurio un nivel por debajo de los clubes nocturnos de dudosa reputación. Estaba titulado en derecho mercantil.

Era evidente que esto le producía más beneficios.

Conocía a Jake desde el instituto. Era uno de los amigos de Ryan y los dos a menudo se habían presentado en su casa para charlar con su hermana más sociable y escuchar música. Ella o bien había estado en uno de sus trabajos después de la escuela o bien experimentando con su fabricación de jabón, pero en contadas ocasiones Stella la había convencido de unirse a ellos.

Era un imán para las chicas. Ecuánime, levemente peligroso y demasiado experimentado para alguien como ella. Quizá por eso siempre que había sido posible había intentado evitarlo.

Aunque eso no había impedido que se enamorara un poco de él. Movió la cabeza y pensó que sus ojos jóvenes habían estado nublados por la ingenuidad. Además, el amor no figuraba en su plan vital. Nunca más.

Lo oyó antes de llegar a la puerta. Esa voz familiar profunda y algo parsimoniosa que parecía fluir sobre los sentidos como caramelo líquido. Hablaba por teléfono.

La puerta se hallaba entreabierta y llamó. Oyó el ruido sordo que hizo al colgar con fuerza al tiempo que soltaba un epíteto corto y grosero antes de decir con impaciencia:

–Adelante.

No alzó la vista de inmediato, lo que le permitió acomodarse las gafas sobre la cabeza y estudiarlo.

Sentado ante un escritorio destartalado lleno de papeles, escribía algo. Llevaba una camisa azul con las mangas remangadas sobre unos antebrazos fibrosos y bronceados. A diferencia del resto del tugurio, la ropa era de primera calidad. Lo miró a la cara y el corazón le latió con un poco más de rapidez.

El pelo tupido y oscuro se levantaba aquí y allá, como si hubiera estado pasándose las manos por él. Sus dedos anhelaron bajárselo…

Santo cielo, estaba deseando a un hombre que no solo usaba a las mujeres, sino que las explotaba en una sala de mala muerte dedicada al striptease. Desear tocarlo la colocaba en un lugar tan bajo como él y tan mala como los pervertidos que había abajo. Pero a pesar de ello, siguió experimentando pequeños escalofríos.

–Hola, Jake –se sintió impresionada consigo misma por el saludo distante que logró ofrecer.

Él alzó la vista y el ceño fruncido se vio reemplazado por una expresión de aturdida sorpresa.

–Emma –dejó despacio el bolígrafo sobre la mesa, cerró la carpeta y se tomó su tiempo para ponerse de pie–. Cuánto tiempo sin verte.

–Sí –convino ella, soslayando esa visión masculina de unos gloriosos metro ochenta y cinco, con unos hombros anchos que llenaban por completo la camisa–. Bueno… todos tenemos vidas ocupadas.

–Sí, hoy en día es así, ¿verdad? A diferencia del instituto.

Rodeó la mesa con una sonrisa que era como una caricia lenta que le hacía cosas asombrosas a su cuerpo.

Retrocedió un paso. Necesitaba largarse y deprisa.

–Veo que estás ocupado –dijo con celeridad, mirándolo a los ojos negros como el café–. Yo…

–¿Has venido en busca de un trabajo?

Se quedó boquiabierta y sintió que se sonrojaba. El muy imbécil.

–Llamé a tu oficina… tu otra oficina, y tu secretaria me dijo que estabas aquí –hizo una mueca y arrojó el portatrajes sobre la mesa, haciendo que los papeles volaran por todas partes–. Tu traje para la boda. Si requiere algún retoque, el sastre ha dicho que necesitaría al menos tres días, razón por la que he venido a traértelo esta noche. Ryan se encuentra fuera del estado y Stella tenía una cita, así que yo…

–Emma. Bromeaba.

Vislumbró el brillo en sus ojos y retrocedió otro paso. ¿Por qué no iba a bromear? Ella no estaba a la altura de esas criaturas voluptuosas que había en la sala.

–Hoy no tengo tiempo para bromas. Ni para nada más. Bien… ya tienes el traje. Me marcho.

Bajo la dura luz fluorescente, Emma vio las ojeras y las líneas bajo los ojos, como si llevara semanas sin dormir. Se dijo que merecía esa tensión por hacer que se sintiera como una tonta. Como si su autoestima no sufriera suficiente después de que Wayne hubiera puesto fin a la relación…

–Así que a nosotros dos nos tocó Lo que el viento se llevó, ¿eh? Espero poder hacerle justicia a Rhett Butler –miró el portatrajes y luego le dedicó una sonrisa sexy–. Y tú serás mi Escarlata por ese día.

Se puso rígida, pero la sangre fluyó a más velocidad por sus venas.

–No seré tu nadie. Se me escapa por qué habrán elegido un tema de parejas famosas para la boda.

Él se encogió de hombros.

–Querían algo original y descabelladamente romántico… ¿por qué no? Bien pueden divertirse ese gran día. A partir de ahí todo será cuesta abajo –volvió a dedicarle esa sonrisa demoledora–. Gracias por traérmelo. ¿Puedo ofrecerte una copa antes de que te marches?

–No. Gracias.

 

 

Jake cruzó los brazos y se apoyó contra el escritorio, inhalando la fragancia fresca y desconocida que había entrado con ella. Era una visión renovadora para ojos cansados.

Alta y esbelta como una amapola de ojos azules. Incluso enfadada se la veía asombrosa, con esa mirada gélida de zafiro y el modo que tenía de fruncir los labios. Brillantes, carnosos…

Contuvo el impulso súbito y loco de acercarse y probarlos. Probablemente, no tendría que haber hecho la broma del trabajo allí. Pero no se había podido contener. En las contadas ocasiones en que la habían podido convencer de que se uniera a ellos, había estado tan condenadamente seria. Era evidente que eso no había cambiado.

Se frotó la mandíbula sin afeitar.

–De haber sabido que ibas a venir, lo habría arreglado para que dejaras el traje en mi otra oficina.

Ella le dedicó otra mirada gélida y, extrañamente, él sintió como si le hubiera dado un puñetazo.

–He de irme –anunció con rigidez.

–Te acompañaré abajo –se apartó de la mesa.

–No. Preferiría que no lo hicieras.

Conocía lo suficientemente bien ese tono como para saber que lo mejor era no llevarle la contraria. Cruzó los brazos.

–De acuerdo. Gracias por traerme el traje. Es algo que aprecio.

–Me alegra oír eso, porque ha sido una excepción.

–Te veré mañana en la cena.

–Siete y media –se acomodó el bolso–. No llegues tarde.

–Emma… –ella giró la cabeza y él volvió a pensar en un campo de amapolas un día de verano. Tendido entre ellas con Emma–. Me alegro de volver a verte.

No contestó, pero titubeó, mirándolo con esos ojos fabulosos. Luego Emma asintió una vez y giró hacia la puerta.

La observó irse, admirando cómo se movía, recta, sexy y con clase. Durante un momento se preguntó por qué no había intentado nada con ella en el pasado. La había visto mirarlo en más de una ocasión cuando había creído que él no la veía.

Dejó de sonreír y supo por qué. Emma Byrne desconocía el significado de lo que era divertirse, y desde luego no sabía cómo relajarse. Era como si llevara tatuado en la cara la palabra «seria».

Jake, por el contrario, no buscaba nada serio. No se comprometía. Disfrutaba con las mujeres… en sus términos. Con mujeres que conocían las reglas. Y cuando se terminaba, se terminaba, sin malentendidos ni mirar atrás. Pero no podía negar que esa Emma más hermosa, más madura y más femenina lo excitaba. Y mucho.

La puerta se cerró y escuchó sus pisadas desvanecerse. Volvió a pensar que debería haberla acompañado abajo. Pero tanto ella como su lenguaje corporal habían irradiado una negativa rotunda.

Desterrando los pensamientos lujuriosos, se bajó las mangas de la camisa. Maldijo al condenado Earl, el padre que lo había engendrado, por dejarle ese caos que debía desentrañar. Nadie estaba al corriente de su conexión con ese club, con la excepción de Ry y sus padres, y más recientemente su secretaria.

A la que en ese instante había que añadir a Emma Byrne.

–Maldición.

Miró la hora y se guardó el teléfono móvil en el bolsillo. No tenía tiempo en ese momento para esa complicación en particular… debía asistir a una importante reunión de negocios.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Y encima ella le había dicho que no se presentara tarde.

–Más vale que tenga una buena excusa –musitó Jake la noche siguiente al girar a la izquierda con su BMW para poner rumbo a la zona Coogee Beach, en la costa de Sídney, donde Emma vivía con su madre.

Siempre había sido muy responsable, y siendo esa la noche de su hermana, dedujo que no se ausentaría sin una razón válida. Pero no había contestado el móvil y la preocupación le iba carcomiendo la impaciencia.

Quizá Emma no era la misma esos días. Tal vez había decidido pasar de esas obligaciones autoimpuestas para divertirse al fin un poco.

Las entrañas se le tensaron unos momentos ante el recuerdo. Sabía exactamente la última vez que la había visto. Siete meses atrás, en la fiesta de compromiso de Stella y Ryan. También sabía exactamente lo que llevaba en aquella ocasión… un vestido largo y ceñido del color del mar.

Se obligó a relajar la mandíbula. ¿Qué importaba que hubiera notado cada detalle… hasta el esmalte que le adornaba las uñas de los pies? Un chico podía mirar.

Había llegado justo a tiempo para verla marcharse de la mano con un rubio musculoso de estilo surfero. Stella le había dicho que se llamaba Wayne. Al parecer Emma y Wayne estaban enamorados.

Se dijo que quizá el surfero era el motivo por el que Emma había perdido la noción del tiempo…

Giró por la entrada de vehículos de los Byrne que daba al oscuro océano. Las puertas metálicas estaban abiertas y se detuvo detrás de una ranchera roja aparcada ante las escaleras de piedra.

A mitad de la propiedad en pendiente se hallaba el estudio de música donde recordaba haber pasado tardes el último curso del instituto. Las sombras amortajaban las paredes de ladrillo, pero de la ventana salía una débil luz ambarina. Le habían informado de que en ese momento Emma vivía allí y era evidente que seguía en casa. Y al parecer también estaba sola, ya que no se veía ningún otro coche.

Bajó del coche y sacó el móvil del bolsillo.

–¿Ry? Al parecer todavía ni siquiera ha salido –fue hacia los escalones–. Estaremos allí pronto.

Guardó el teléfono y bajó los peldaños. Si conseguía llegar a tiempo a esa boda después del día infernal que él había tenido tratando de mantenerse en lo alto de dos negocios, Emma también podía. Después de todo, era la dama de honor.

Por la ventana se filtraba música relajante. Aminoró los pasos, respirando el aire salado con un toque de madreselva, y se ordenó calmarse.

 

 

El timbre de la puerta junto con una llamada perentoria al panel sacaron a Emma de su trabajo como si se hubiera hallado en un sueño profundo. Miró la hora. Parpadeó. Santo cielo. Le había asegurado a Stella que saldría de inmediato cuando la familia se marchó hacía casi una hora.

Estiró los músculos entumecidos y se aseguró que su desliz no era porque su subconsciente no quería ver a Jake. No iba a dejar que él y el momento loco del día anterior, cuando las miradas se habían encontrado y el mundo pareció desvanecerse, afectaran su vida. De ningún modo.

–Voy, voy –murmuró. Introdujo el pedido de pequeños jabones florales que había estado envolviendo en su contenedor y gritó–: ¡Voy! –se alisó los lados del delantal blanco y abrió la puerta–. Yo…

 

 

La silueta llenaba el umbral, bloqueando lo que quedaba de la luz crepuscular y oscureciendo sus facciones, pero de inmediato supo quién era cuando sintió el corazón en un puño.

–Jake –se sentía sin aliento. Ridículo. Ceñuda, encendió la luz del vestíbulo. Intentó no admirar la vista, pero con los ojos se comió su apostura morena como una mujer sometida a una larga dieta de chicos rubios.

Esa noche lucía unos pantalones oscuros hechos a medida y una camisa de color chocolate abierta al cuello. El pelo del color del whisky añejo se elevaba levemente bajo la brisa salada.

–Así que aquí estás –dijo con tono brusco.

–Sí, aquí estoy –intentó soslayar la agitación que le había provocado recordar dónde lo había visto la última vez. Le ofreció una sonrisa indiferente, decidida a no dejar que el ayer estropeara el presente–. Y con retraso –continuó–. Supongo que has venido por eso, ¿no? –¿qué otro motivo podía haber?

–Tenías a algunas personas preocupadas –dijo como si él no se considerara entre ellas; entró y estudió la mesa del comedor, cubierta con los jabones artesanales de leche de cabra–. No contestabas el teléfono –volvió a mirarla a ella–. No estás accesible cuando la gente trata de ponerse en contacto contigo.

–¿Y eso lo dice el hombre que ayer estaba demasiado ocupado en su otro negocio como para contestar el móvil? –replicó–. Por suerte tu secretaria me brindó la información.

–Me disculpo por los inconvenientes y por cualquier bochorno que pude haberte causado.

–De acuerdo –Emma respiró hondo. Forzó a su yo más maduro a encerrar en un rincón de su mente el incidente del día anterior. Por el momento–. En cuanto a mí, no tengo excusa legítima para haber olvidado la hora, así que es mi turno de disculparme porque hayas tenido que venir a buscarme –intentó sonreír.

Él asintió y su mirada se suavizó.

–Disculpas aceptadas –se inclinó y le dio un beso en la mejilla con labios firmes.

El hormigueo del día anterior regresó en una avalancha.

–Yo… mmm… iré a… –sintiéndose descentrada, retrocedió hacia una zona pequeña separada por una cortina que empleaba como su dormitorio, pero él no captó la insinuación y no se marchó–. Escucha, tú ve delante. Estaré lista en un abrir y cerrar de ojos y solo es un trayecto de diez minutos al restaurante.

–Ahora estoy aquí –se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos.

Ella se descalzó y con la vista se puso a buscar los zapatos.

–En serio, no hay necesidad de que esperes…

–Lo haré. Fin de la historia –examinó los pedidos de ella–. Tu afición sigue haciéndote ganar algo de dinero para gastos, entonces.

Lo miró con ojos centelleantes.

–No es solo una afición y jamás fue por el dinero –bufó y recogió un zapato con tacón de aguja y se lo puso–. ¿Por qué ayudar a personas con alergias de piel te parece una pérdida de tiempo?

–Yo nunca…

–¿Por qué no te vas mientras yo…? Encuentro mi otro zapato.

–Estás tan tensa –chasqueó la lengua–. Deberías salir más, Em. Contigo siempre es demasiado trabajo y poca diversión –recogió el zapato de debajo de una silla y se lo arrojó–. Quizá la boda te ayude en eso.

Lo atrapó con una mano, lo dejó caer delante de ella y se lo puso, luego se inclinó para sujetarse las tiras. Ya estaba harta de que la gente le dijera cómo debía vivir su vida. Tenía obligaciones. ¿Acaso ella le había dicho cómo debía llevar su vida? No.

Al terminar, se irguió y se apartó el cabello que le había caído sobre los ojos. «Olvídalo», se dijo. Tenía un trabajo poco interesante en el centro de atención de una compañía de seguros… aunque gracias a eso pagaba las facturas. Y acababa de sacarse un diploma en salud natural. Y si decidía dedicar sus horas libres a trabajar para ayudar a la gente a usar productos naturales, no era asunto de nadie más.

–¿Cómo está… no recuerdo el nombre…? ¿Sherry? –preguntó con dulzura exagerada mientras se desabotonaba la bata de laboratorio–. ¿Te echará de menos esta noche?

–¿Quién? –él enarcó las cejas.

–La que te acompañó a la fiesta de compromiso de Stella. Ella mencionó su nombre –continuó con rapidez por si llegaba a pensar que era ella quien lo había preguntado. Lo que había hecho. Pero Jake no necesitaba saberlo.

–Ah… te refieres a Brandy.

Emma se encogió de hombros.

–Brandy. Sherry.

–A mí me pareció más un caramelo –con sus labios carnosos y más que generoso escote. Y todo lo demás que a ella le faltaba–. No saludaste ni nos presentaste. ¿Fue porque era una de tus bailarinas exóticas?

–Tu cita y tú os marchasteis justo cuando llegamos. ¿Se trató de una curiosa coincidencia? –vio que la culpa la impulsaba a ruborizarse y sintió un aguijonazo de excitación. Diablos. Mantuvo la expresión neutral, pero se dijo que ahí pasaba algo.

Y en ese momento se desabrochaba el segundo botón de esa bata de laboratorio, revelando unas clavículas sexys que ponían ideas inadecuadas en su mente. Apretó los dientes.

–¿Vas a estar lista o qué? –la demanda le salió más áspera que lo que le hubiera gustado. Pero cuando se quitó la bata y la arrojó al sillón, contuvo el aliento.

–Ya estoy lista –lo miró con frialdad–. Uso la bata para proteger mi ropa cuando trabajo.

La mirada de él se clavó en su atuendo… un vestido negro corto con vetas de color bronce, que le ceñía a la perfección las curvas esbeltas. Tragó saliva. Las piernas. Se preguntó cómo era que nunca había notado lo largas que las tenía. Tan bien tonificadas y bronceadas. No imaginaba cómo sería tenerlas alrededor de su cintura.

«Frena». Deliberadamente relajó los músculos. Esperaría fuera y tomaría un poco de aire.

Pero antes de poder moverse, ella recogió un bolso bordado del sillón y se dirigió hacia la puerta de entrada.

–¿Nos vamos?

Él se adelantó y abrió.

–Iremos en mi coche.

–Llevaré mi propio coche, gracias.

 

 

Se detuvo ante un semáforo en rojo, moviendo con impaciencia los dedos sobre el volante. De no ser la noche de Stella, daría media vuelta y se iría a casa, se metería en la cama y no se levantaría.

El ruido a punto estuvo de hacerle dar un brinco en el momento en que Jake se sentaba a su lado.

–¿Es que no se te ocurre mejor idea que dejar abierta la puerta del acompañante cuando conduces sola por la noche?

Odió su expresión relamida y apartó la vista.

–¿Y a ti no se te ocurre nada mejor que darle un susto de muerte a una persona cuando está conduciendo?

–La luz se ha puesto verde.

–¿Qué haces aquí? No tiene sentido…

–Entraremos juntos, Escarlata.

–No me lo recuerdes –metió el coche en la plaza del aparcamiento, sacó la llave del arranque, bajó y cerró su puerta antes de que él se hubiera quitado el cinturón de seguridad.

Jake se tomó su tiempo con el fin de verla rodear la parte delantera del coche para ir hacia el camino. Ella ni lo miró. Cerró su puerta y pensó que esa noche tenía tantas espinas como una zarzamora.

–Si no queremos estropear esta cena nupcial, necesitamos hacer creer que nos llevamos bien.

Se detuvo justo a la entrada del restaurante.

–De acuerdo.

La hizo girar hasta dejarla de cara a él y notó lo rígida que estaba.

–En algún momento tendremos que mantener una conversación sobre lo sucedido.

–No hay nada de qué hablar.

Bajó las manos por sus brazos desnudos, la sintió temblar ante el contacto y enarcó una ceja.

–¿Nada?

–Nada –se frotó las manos y apartó la vista–. Hace frío. Debería haber traído una chaqueta. La dejé en la cama…

Sonriendo, la soltó.

–Anímate, Em, y por una vez date permiso para disfrutar de una velada.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Con la mano apoyada levemente contra su espalda, Jake la condujo al restaurante de arriba. Unos exóticos tapices orientales decoraban las paredes de color borgoña. En el lado más alejado, detrás de unas puertas dobles de cristal había un balcón estrecho atiborrado de palmeras. De fondo sonaba una suave música oriental. Los recibieron los aromas tentadores de la cocina hindú mientras avanzaban hacia la mesa redonda de la familia, ya cubierta con deliciosos y picantes platos.

–Disculpas a todos –Jake saludó a la feliz pareja con un movimiento de la cabeza–. Me alegra ver que ya habéis empezado.

Emma musitó sus disculpas a Stella mientras Ryan servía arroz en dos cuencos y los pasaba a través de la mesa.

–Nos preguntábamos si habíais decidido hacer novillos.

–Se nos pasó por la cabeza… ¿verdad, Em? –Jake sonrió, disfrutando de la expresión consternada de ella, luego se volvió hacia el padre de Ryan.

Gil Clifton, un hombre robusto con pelo rojo crespo y siempre una sonrisa auténtica en la cara, se puso de pie y le estrechó la mano.

–Me alegro de volver a verte, Jake.

–Lo mismo digo. Todavía nos queda pendiente ese partido de tenis.

–Cuando quieras. Llámanos y pásate por casa.

–Lo haré.

La sonrisa de Gil se evaporó.

–Lamenté enterarme de lo de tu padre. Si hay algo que pueda hacer…

La mención del viejo solo le dejaba un sabor amargo en la boca y un vacío en el alma con el que se había reconciliado hacía años. Por lo que a él atañía, el de Gil y Julie Clifton era el único apoyo que había necesitado alguna vez.

–Lo tengo resuelto, gracias, Gil –besó la mejilla de Julie–. ¿Cómo lo lleva la madre del novio?

–Entusiasmada. Y para hacerme eco de las palabras de Gil, si quieres pasarte por casa a charlar… siempre eres bienvenido.

Si alguna vez le faltaron palabras, fue en esa ocasión. Los padres de Ryan eran las únicas personas que conocían su infancia y en ese momento toda la mesa estaba al corriente. Forzó una sonrisa.

–Gracias.

Emma vio cómo Julie le apretaba el brazo en un gesto de simpatía y pensó en lo poco que realmente conocía de su pasado aparte de que fuera amigo de Ryan.

–¿Cómo van los negocios? –preguntó Gil mientras Jake se dirigía a las dos sillas vacías.

–Muy ajetreados. Buenas noches, Bernice.

–Jake –la madre de Emma lo saludó con frialdad, luego dedicó la misma mirada pétrea a su hija–. Gracias por recoger a mi hija.

Los demás retomaron las conversaciones mientras ella ocupaba el asiento vacío que Jake le dejó junto a su madre y susurró:

–Lo siento, mamá.

–Aunque he de admirar la ética de trabajo de Emma –comentó Jake al ocupar su lugar al lado de ella–. No es fácil hacer malabarismos con dos trabajos.

–¿Dos trabajos? –Bernice mordió las palabras–. Cuando uno es una pérdida de tiempo, yo…

–Mamá –Emma contó hasta diez mientras se acomodaba la servilleta en el regazo–. ¿Te gusta la comida?

–Necesitas dos trabajos de verdad para permitirte un vestido como ese –dijo su madre mientras pinchaba un tomate cherry.

Jake le sonrió a Bernice desde el otro lado de Emma.

–Y vale cada céntimo invertido. Se la ve sensacional, ¿no te parece? ¿Vino, Em?

–No, gracias. He de conducir –reconoció el apoyó de Jake con un gesto de asentimiento antes de beber un poco de agua–. Y lo compré de segunda mano, mamá. No sabía lo de tu padre –murmuró al rato mientras otras conversaciones fluían en torno a la mesa–. Lo siento.

–No lo sientas –no la miró. Se bebió la copa de un trago, la dejó en la mesa y centró su atención en algo que decía Ryan en su lado de la mesa.

Era evidente que no quería hablar de su padre, al menos no con ella. Un momento más tarde, Jake se dirigió a ella.

–He sido brusco y no debería haberlo sido.

–Debe haber sido un momento duro, sin importar que él y tú… –no encontró las palabras adecuadas, de modo que tomó la bandeja más cercana–. ¿Samosa?

–Gracias –tomó una y la dejó en el costado de su plato–. He estado pensando en ti, Emma –se inclinó levemente hacia ella, con un vestigio de seducción en su tono suave.

Ella sintió que se ruborizaba.

–Yo no…

–¿Has pensado en vender tus suministros por Internet? –cortó una pieza de pan chino–. Podría ser un negocio rentable para ti. Nunca se sabe… con el tiempo hasta podrías llegar a dejar tu trabajo de día.

–No quiero dejar mi trabajo de día –«no me gusta correr riesgos. Mamá depende económicamente de mí. No puedo permitirme el lujo de fracasar».

–Yo podría ayudarte con tu plan de negocios –continuó él como si ella no hubiera hablado–. Solo tienes que pedirlo.

Pudo imaginar pidiéndole… muchas cosas.

–No tengo tiempo para perder ante el ordenador y ya te he dicho que no es por el dinero –¿plan de negocios? ¿Qué plan de negocios?

–No tener pericia informática no es algo de lo que sentirse avergonzado.

–Yo no… –puso los ojos en blanco y decidió que su protesta encontraría oídos sordos. Los hombres como Jake siempre tenían razón–. Me ocupa todo el tiempo abastecer a las tiendas locales. No necesito estar en línea.

–Lo facilitaría todo. Y si tus productos son tan populares, ¿por qué no querrías ver hasta dónde te llevan?

Claro que le gustaría. Eran su pasión, pero la tecnología no era su punto fuerte; no sabría ni por dónde empezar en una página web, y sus escasos ingresos… que iban destinados al presupuesto de la casa, no le permitían arriesgarse con semejante lujo.

–Como ya he dicho, no hay tiempo.

–Quizá deberías modificar tus prioridades. ¿O quizá te da miedo correr el riesgo? –la observó con ojos penetrantes–. La oferta siempre estará abierta si cambias de idea.

Se preguntó si era tan fácil de leer. Bastaba una hora con Jake para que él lo viera todo. Su miedo al fracaso. A dar ese paso a lo desconocido. Era la última persona a la que recurriría en busca de ayuda; tal como estaba la situación ya se sentía bastante vulnerable con él.

–Gracias, lo tendré en cuenta.

Durante la siguiente hora la cena estuvo acentuada por brindis en honor de los novios, discursos y recuerdos de momentos afectuosos.

Luego Emma se excusó para ir a los aseos y un rato después Jake la vio regresar y la observó, admirando su figura esbelta y el modo en que le ondulaban las caderas al caminar. Se reavivó la fantasía de la noche anterior y una descarga de lujuria le atravesó por todo el cuerpo. El día anterior en el club ella había sido fuego y hielo y no pudo evitar preguntarse cómo se traduciría eso en el dormitorio.

La vio detenerse de golpe cuando una pareja que había llegado hacía poco se cruzó en su camino. Jake entrecerró los ojos y se preguntó si ese no era… Sí. Wayne comoquiera que se llamara. Observó con interés cómo la pareja de él le apretaba el brazo un momento y luego se dirigía a los aseos, dejando a Emma y al surfero cara a cara.

Incluso desde la distancia pudo ver que Emma había palidecido y que el surfero intentaba escabullirse rápidamente de una situación complicada. Emma habló con los labios tensos y movió la cabeza. Luego giró con brusquedad y se fue en dirección al balcón.

Jake pensó si habría problemas en el Paraíso.

 

 

Emma ardía de bochorno al empujar ciegamente las puertas de cristal y dar una bocanada profunda de aire más fresco.

Había tenido el descaro de presentarle a la chica. Su novia. Rani, una belleza morena con propensión a excederse en el oro que llevaba, había hecho centellear un solitario nuevo en el dedo anular de su mano izquierda y dicho que llevaban viéndose más de un año.

Al tiempo que Emma y ella salían juntos. Se acostaban juntos.

El muy canalla.

Había roto con ella hacía solo un mes con la excusa de que para él ya no funcionaba. Entonces no le había mencionado a ninguna novia.

Protegida por las palmeras, se apoyó en la barandilla con la vista en el tráfico de abajo, que realmente no veía, ocupada como estaba remendando las heridas apenas cicatrizadas y su estúpida credulidad. La había usado. Engañado. Mentido…

–Emma.

–Se sobresaltó al oír la voz de Jake a su espalda. La vergüenza le volvió al rostro. Él debió de verlos conversar. No tenía sentido fingir que no había pasado.

–Hola. Solo hablaba con un ex.

–Al parecer un ex reciente –con manos cálidas la hizo girar hacia él por los hombros. Le alzó el mentón con un dedo y sus ojos le revelaron que sabía mucho más–. ¿Debería lamentarlo?

Movió la cabeza.

–En este momento no soy muy buena compañía –desprendiéndose de la intimidad del contacto, volvió a mirar hacia la calle.

–No has contestado, Em –musitó–. Pero si quieres saber mi opinión, te diría que ni merece que lo sientas por él.

–Desde luego que no. Esa era su novia. Según ella, llevan juntos más de un año.

–Mmm. Ya veo.

–Por desgracia para mí, yo no lo vi. Los dos estábamos ocupados con el trabajo y compromisos fuera de la jornada oficial, pero siempre pasábamos juntos las noches de los viernes. Me pregunto cómo le explicaría eso a ella –murmuró.

–¿Las noches de los viernes? –se hizo un breve silencio antes de que le preguntara–: ¿Era como si tuvieras un día fijo para él, entonces?

–Teníamos un pacto.

–¿Él entendía que lo programaras en tu vida laboral como una especie de sesión de belleza?

De hecho, era Wayne quien lo había programado y ella había estado tan loca por él, tan desesperada por estar con él, que habría aceptado lo que le hubiera pedido.

–También él tenía una agenda ocupada. Pero la noche de los viernes era nuestra. Y él me estuvo engañando en todo momento –se preguntó por qué diablos le contaba todo eso a Jake. Se volvió hacia él con una media sonrisa que sacó de alguna parte–. Estoy bien. Lo superé hace semanas.

–Así se hace –sonrió con simpatía y le palmeó la mano–. El truco es no tomarse estas cosas demasiado seriamente.

¿Estas cosas? ¿Estar enamorada era una de estas cosas?

–Y tú eres el experto en ese truco específico, ¿verdad? –Wayne y ella tenían un acuerdo. Él la había traicionado y eso era serio.

–En contra de lo que tú piensas –espetó–, yo no engaño a mis parejas.

–Porque no estás con una mujer el tiempo suficiente –como si ella conociera su forma de actuar en esos tiempos… Alzó la vista y se encontró con unos ojos intensos y oscuros–. Lo siento –se encogió de hombros–. Es que estás aquí, eres hombre y en este momento quiero golpear algo. O a alguien –volvió a mirar hacia la calle–. No es nada personal.

Él se metió las manos en los bolsillos.

–Emma, ayer…

–Tú vives a tu manera y yo a la mía. Ya no somos adolescentes.

Pero se preguntó si estaba viviendo la vida a su manera o la vivía para otra gente.

Después de la muerte de su padre, que los había dejado sin un céntimo, había pasado años en trabajos ínfimos después del instituto para no tener que vender la casa de su abuela materna, y luego se había mantenido durante toda la carrera. Poco después de la muerte de su padre, a su madre le habían diagnosticado depresión clínica y Stella había adoptado el papel de foco principal, y en Emma había recaído la última responsabilidad económica.

Y entonces descubría que el hombre al que había amado llevaba engañándola solo Dios sabía cuánto tiempo y en opinión de Jake se debía a que estaba demasiado centrada en su trabajo.

–Como mínimo, espero sinceridad en una relación.

–¿Llamas relación a un revolcón habitual los viernes? –inquirió.

Lo miró a los ojos con expresión desafiante.

–Nos satisfacía.

–Te satisfacía a ti.

Se mordió el labio inferior para contenerse.

–Pensé que lo que teníamos era también lo que él quería.

–Sí, estoy seguro de que así era.

El comentario sarcástico la crispó más. Pero era mejor que la considerara una idiota que saber la bochornosa verdad… que era una idiota crédula e ingenua.

–A veces me harta hacer lo que quieren los demás. Lo que espera otra gente… –calló al ver a Wayne y a Rani en el exterior de un restaurante italiano que había en la calle de abajo. Mientras ella estudiaba el menú en la ventana, él alzó la vista y se encontró con sus ojos.

Una indignación renovada desterró las demás emociones como una ola negra. Se negó a retroceder, a ser ella quien rompiera el contacto visual. ¿Cómo se atrevía? Su amor semanal había sido una mentira llena de engaños.

Convirtiéndola en una tonta.

En un acto impropio en ella, hizo un gesto grosero con la mano… y le gustó. En especial cuando Wayne fue quien apartó la vista primero. Giró hacia Jake y se sintió extrañamente reconfortada en su presencia.

–Y a veces solo quiero vivir mi propia vida y al demonio con todo y con todos.

–Pues empieza ahora, Em –comentó con voz suave pero firme–. Cambia tu vida. Haz lo que deseas para variar.

Se preguntó qué quería. Y lo único que vio fue a Jake.

La abandonó todo pensamiento racional y clavó la vista en su boca.

Lo que quiero…

Antes de poder advertirse de que era una idea realmente mala, se adelantó, le tomó la cara entre las manos y plantó los labios en los suyos.

El corazón le dio un vuelco y una vocecilla en la cabeza le susurró: «Esto es lo que he estado esperando». Sintió electricidad hasta la punta de los dedos de los pies antes de que la furia y la frustración se convirtieran en calor y deseo. Se echó en brazos del momento.

Desprevenido, Jake hizo equilibrio sobre los talones antes de estabilizarse mientras las manos encontraban el ancla de las caderas de Emma al tiempo que le devolvía el beso.

Emma. Su sabor… nuevo e inolvidablemente dulce.

Era un tornado creciente de emoción y necesidades y giraba en torno a la periferia de sus propios y oscuros deseos. No pensó en las posibles complicaciones, la pegó a él con las manos en la espalda y se dedicó a saborear más de las sensaciones exquisitas que lo golpeaban.

–Oh… –jadeó Emma mientras con manos firmes se apartaba de él con los ojos muy abiertos–. Yo no… Eso fue…

–Agradable –concluyó por ella. Su cuerpo devastado por las hormonas protestó por ese tosco eufemismo a pesar de saber que probablemente ella lo utilizaba para vengarse del imbécil que aún observaba desde el otro lado de la calle.

El torbellino bajó en intensidad, dejando solo un susurro tentador mientras lo miraba. Se humedeció los labios y dijo:

–No sé por qué hice… eso.

–Estabas alterada. Y yo estaba aquí –no pudo evitar sonreír al ver cómo sus ojos reflejaban su conflicto–. He de confesarte que es infinitamente más apetecible que el puñetazo que amenazaste con soltarme antes.

–He de… comprobar si mamá está lista para ir a casa.

–Emma –alzó una mano y la bajó cuando ella se apartó aún más–. No te tortures. Solo fue un beso. Y estoy seguro de que Wayne recibió el mensaje.

Ella se encogió como si le hubiera asestado un golpe.

–Él no era el… Yo estaba… Olvídalo.

Y a la luz que se filtraba desde el restaurante pudo vislumbrar manchas gemelas de rubor antes de que se diera la vuelta y se dirigiera hacia la puerta.

Jake metió las manos en los bolsillos y se apoyó en la barandilla. «Como me beses así, cariño, no voy a olvidarlo».

Durante un momento ardiente y cargado ella había reaccionado sin pensar, y Jake había disfrutado de cada segundo.

Igual que Emma.

Y tampoco iba a dejar que lo olvidara.

 

 

–Emma… –Stella dejó flotar las palabras mirando por encima del hombro de su amiga.

Esta se ruborizó.

–Mmm… lo siento –se preguntó si era posible formar más de una frase por vez. Agitó una mano–. Necesitaba un poco de aire.

–Empezábamos a preguntarnos si os habíais escabullido sin…

–Jake y yo solo nos poníamos al día de nuestras respectivas vidas –recogió el bolso–. Mamá, ¿estás lista para marcharte? Tengo que completar un trabajo antes de acostarme –no aguardó la respuesta y se despidió de todos los que compartían su mesa.

–¿Me puedes llevar? –Stella recogió su propio bolso–. Ryan va a llevar a sus padres a casa y yo quiero acostarme pronto.

–Claro –se mantuvo alejada de Jake y murmuró una rápida despedida sin mirarlo, luego fue hacia las escaleras.

–¿Estás bien, Em? –iba sentada al lado de ella mientras conducía a casa–. Vas muy callada.

–Wayne se presentó en el restaurante –respondió con voz tensa–. Con su novia.

–Oh, Em. Lo siento. Os separasteis… ¿Hace cuánto… solo un mes?

–¿Qué esperabas? –intervino su madre desde el asiento de atrás–. Si te mezclaras con las personas adecuadas, como tu hermana, en vez de esconderte en ese estudio noche tras noche, te…

–No me escondo –Stella había cuidado a su madre y luego se había enamorado de un hombre rico; a los ojos de Bernice Byrne, la hija menor no podía hacer nada mal–. Disfruto con lo que hago, mamá.

–Como disfrutabas limpiando los aseos de otros y colocando latas en las estanterías de los supermercados en el instituto, lo recuerdo. Una excusa más para no conocer a gente.

Emma apretó los labios. ¿Dónde estarían si no lo hubiera hecho? En una habitación alquilada en una zona pobre de la ciudad. No en la casa de la abuela, eso por seguro.

–Mamá, eso no es justo –soltó Stella con severidad.

–No lo es, Stella. Aunque no siempre la vida lo es… ¿verdad, mamá? –Emma la miró por el espejo retrovisor–. Y a veces nos hace daño y nos impulsa a decir cosas que no deberíamos. Así que te perdono. Tú no lamentas lo de Wayne, Stella, y yo tampoco.

–No, prefieres besarte con ese don nadie de Jake Carmody detrás de las palmeras como si fueras una buscona –musitó su madre.

Emma sintió una sacudida y el cuerpo le ardió por el recuerdo. Y era evidente que de todos los que podían haberlo hecho, era su madre quién había visto toda la catástrofe.

–Jake dista mucho de ser un don nadie, mamá… tiene un bufete con una gran reputación.

Descartando el club nocturno, conocía lo bastante bien a Jake como para saber que había trabajado duramente todos esos años.

Mientras que Ryan procedía de una familia con dinero desde siempre.

–¿Jake te besó? –preguntó despacio Stella, girando en el asiento para mirarla–. ¿Un beso de verdad?

–No exactamente –volvió a mirar a su madre por el retrovisor–. Mamá lo captó bien. Más bien… yo lo besé a él –al revivir el momento sintió que la recorría una oleada parecida a la euforia–. ¿Qué pasa?

–Oh, eso es tan… mmm… ¿Jake y tú? ¿No sería estupendo si…?

–No Jake y yo. Ya sabes cómo es. Todas las mujeres de Sídney lo conocen. No significó nada.

–Pero…

–Sin peros.

–De acuerdo. Pero… La boda os dará tiempo para que os pongáis al día el uno con el otro. Cuando éramos más jóvenes, a ti te gustaba, lo recuerdo.

–Sí… en una galaxia muy, muy lejana.

–No tan lejana, Em.

Al acostarse aquella noche, le fue imposible quitárselo de la cabeza. Había anhelado volver a verlo, aunque solo fuera para asegurarse de que de verdad lo había olvidado.

Pero no quería ponerse al día con el propietario de un tugurio de striptease que usaba a las mujeres para su propio provecho… tanto para satisfacción personal como para engordar su cuenta corriente.

Pero ese momento… con los labios de él sobre los suyos, las manos pegándola al calor de ese cuerpo duro y musculoso…

 

Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

Conteniendo un bostezo, Emma miró su reloj de pulsera y se preguntó si la despedida de soltera se acabaría alguna vez. Eran las doce y media. Hacía una media hora el stripper había hecho su número y se había marchado seguido de risas femeninas y de un par de proposiciones indecentes. En ese momento las chicas estaban sentadas alrededor de la mesa bebiendo lo que quedaba de la botella de vodka.

Emma había estado toda la velada con una copa de vino. Necesitaba mantener la cabeza despejada, ya que aún debía completar media docena de pedidos cuando las otras se fueran.

Observó a las chicas de párpados caídos y diversas fases de embriaguez mientras Joni se servía lo último que quedaba del vodka.

–¿Ninguna trabaja mañana? –les preguntó.

–Es viernes –repuso Joni–. Además, los viernes no se hace nada.

–Bueno, no quiero ser una aguafiestas, pero me quedan por acabar unos cuantos pedidos esta noche.

Karina la señaló con un dedo tembloroso.

–Tienes que vivir, Emma –se acabó la copa, la dejó en la mesa y farfulló–: En serio. Tus hormonas deben estar marchitándose con tanto abandono. ¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien?

–Kar, déjalo estar –Stella miró a su hermana con preocupación –. Rompió con su novio hace unas pocas semanas.

Karina estudió a Emma con ojos vidriosos.

–¿Tenías un novio?

–No era un novio típico… –bebió un sorbo de su copa–. Resultaba conveniente. Más bien era un compañero de cama –pero aunque Wayne hubiera visto su relación de esa manera, en el código de Emma los compañeros de cama no engañaban. Cuando las risitas terminaron, alzó la copa en dirección a Karina–. Tú estarás familiarizada con el concepto de compañeros de cama.

–Completamente –Karina sonrió y luego alzó una mano–. Muy bien, ya basta de confesiones verdaderas. Tenemos hambre, ¿no es así, chicas? Y como tú eres la única sobria, Emma Dilema, ¿qué te parece si te portas como una buena dama de honor y nos vas a traer una hamburguesa de ese local que hay calle abajo?

–Y patatas fritas –agregó Joni–. Con lonchas de beicon.

–De acuerdo. Siempre que os llevéis vuestros pedidos y os los comáis en alguna otra parte. Me queda trabajo por completar.

–Eres una buena camarada, Em –Karina se puso de pie, pasó un brazo alrededor del cuello de Emma y le dio una palmada en el trasero antes de esbozar una amplia sonrisa–. Y ahora, a comprar.

 

 

–Te dije que seguirían despiertas –comentó Ryan cuando la limusina se detuvo ante la entrada de vehículos de los Byrne.

Habían dejado al resto de los chicos, pero a Ry se le había metido en la cabeza darle un beso de buenas noches a Stella antes de irse a casa, y Jake… bueno, fue con él. Era su responsabilidad asegurarse de que a Ryan no le pasara nada antes del gran día.

–Vaya… –murmuró Ryan cuando los faros de la limusina trazaron un arco por la entrada, iluminando la inesperada visión de una figura femenina a medias fuera de un coche–. Bonito trasero.

Jake parpadeó ante el destello de ese trasero con mallas que se asomaba por la puerta abierta, luego se tomó su tiempo para admirar los muslos esbeltos y unas pantorrillas bien contorneadas que terminaban en unos zapatos plateados con tacón de aguja. Sintió un destello de interés recorrer sus venas.

–Cuidado –murmuró con una sonrisa–. Prácticamente ya eres un hombre casado.

–Eso no significa que esté muerto.

Pero la atención de Jake se había centrado en lo que parecía una pegatina fosforescente con forma de mano en el trasero de la chica.

–¿Qué es eso? –entrecerró los ojos. Las palabras «dame una palmadita» brillaban en dorado–. No me importaría hacerlo –musitó sin dejar de sonreír. La sonrisa se desvaneció–. ¿No es el coche de Emma?

La vieron bajar de las profundidades del vehículo. Con una lata de refresco en la mano, se irguió y se quedó paralizada ante los faros como una gacela aturdida.

Incrédulo, Jake sintió que el cuerpo se le ponía tenso al asimilar la vista. Encima de las mallas llevaba un top blanco sin mangas con un escote pronunciado, resaltando suficientes curvas como para dar forma a una pista de carreras.

–Deja de mirarla, amigo –carraspeó con garganta súbitamente reseca–. Está a punto de convertirse en tu cuñada.

Pero Jake no estaba obligado por semejantes restricciones. Con los ojos dándose un festín que le hacían agua la boca, bajó del coche y apoyó un codo en la puerta abierta. Le llegó el olor de hamburguesas.

–Emma. Vaya.

Se dio una patada mental en el trasero. «Bien dicho. Como un auténtico adolescente». ¿Dónde diablos había dejado sus modales sofisticados y urbanitas?

Ella pareció salir de su aturdimiento al mirarlo.

–Se supone que no debes estar aquí –dijo con los labios apretados.

–Cuidado… –advirtió. Demasiado tarde avanzó al ver que un tacón muy alto se doblaba y el tobillo se colapsaba. La oyó maldecir antes de caer en ese portentoso trasero justo delante de él.

Ryan rescató el bote que había aterrizado junto a Emma y farfulló: «Iré por Stella» antes de escapar mientras Jake se ponía en cuclillas junto a ella.

–¿Emma? –la tomó por los codos–. ¿Estás bien?

Esta gimió, pero no tanto por el dolor que le subía por la pantorrilla como por la espectacular pérdida de gracia delante de ese hombre. Sintió las manos de Jake en ella, su aliento cálido en el rostro y cerró los ojos.

–Simplemente, deja que me muera ahora.

Oyó la risita acaramelada de él. Antes de poder detenerlo, le había quitado los dos zapatos. Unos dedos delicados le tantearon el tobillo y una voz que proyectaba una leve preocupación y un atisbo de diversión dijo:

–Así que esto es lo que hacéis las chicas en las despedidas de soltera. Ry y yo sentíamos curiosidad.

Trató de alejarse a rastras de él sobre el áspero cemento pero oyó un sonido extraño, como velcro al separarse y se detuvo de golpe.

–Estoy bien –dijo con dientes apretados–. Ahora, vete.

Él se situó detrás de ella, deslizó las manos debajo de sus brazos y la irguió de tal modo que el cuerpo le quedó en íntimo contacto con su espalda. Ese cuerpo grande, ardiente y masculino. Y su espalda prácticamente desnuda. Y nada más que una fina tela rota entre su trasero y la… pelvis de Jake.

–Te he dicho que estoy bien –intentó separarse del contacto íntimo, pero él no cedió ni un ápice.

–Prueba tu peso con ese tobillo –ordenó él.

El tobillo le dio un pellizco al apoyarlo, pero contuvo una mueca y dijo:

–¿Lo ves? Está bien.

–Sí, puedo verlo.

Ryan y las chicas salieron del estudio justo en el instante en que Jake la alzaba en vilo. En una reacción automática, ella se agarró a sus hombros y durante un instante de locura se regocijó en la fortaleza y el calor que la rodeaban.

Estar acurrucada contra el pecho de Jake y que la llevara al interior era como subir a las nubes. Alzó la vista y vio… esos labios.

Una tensión instantánea le atenazó las entrañas y no quiso soltarla.

–Todo va a ir bien, Stella, no te preocupes –le dijo a su hermana mientras Jake la depositaba en el cedido sofá. Pero en ese momento le preocupaba más el sonido de rotura que había oído antes–. Pásame ese sarong que hay en la silla, ¿quieres?

–¿Tienes frío? –preguntó su hermana con voz ansiosa–. ¿Quieres una manta o algo así?

–No… y deja de rondar por aquí.

Stella recogió el sarong de la silla.

–No estoy rondando.

–Sí –aceptó la prenda que le dio–. Gracias.

–Mmm… Antes de irme, debería decirte que Karina… mmm… . –intercambió una mirada con Jake, quien movió la cabeza.

Emma miró a uno y a otro.

–¿Qué?

–No importa –dijo Stella.

Agachándose delante de Emma, Jake le examinó el tobillo y comenzó a dar órdenes.

–Deshazte de las chicas, Stella. Y luego quizá te guste darle un beso a tu novio antes de mandarlo a casa.

Al oír esa seria voz masculina, las chicas se fueron marchando sin poder contener risitas.

El pánico se asentó en la garganta de Emma.

–No, quédate, Stell. Que se vaya Jake –lo miró furiosa, cubriéndose con el sarong hasta las axilas–. Apuesto que tiene un millón de cosas que hacer.

–Un poco de hielo vendría bien, Stella, antes de que te vayas.

Segundos más tarde, Stella regresó con un par de bolsas de guisantes congelados y se las pasó a Jake.

–Me siento responsable…

–No –cortó Emma con los labios apretados–. Si ellos no se hubieran presentado, todo habría ido bien.

–Por lo que yo te cuidaré el tobillo –colocando la bolsa improvisada alrededor del tobillo de Emma, Jake agitó una mano en dirección a la hermana–. Tienes que ocuparte de unas invitadas y un novio del que despedirte. ¿Has llamado un taxi para las chicas, ¿verdad? –Stella asintió–. Muy bien, vete a la cama.

–Si estás seguro… –miró a los dos–. Llama a la casa si necesitas algo, Em –dijo Stella preocupada.

Luego desapareció en el exterior con el resto del grupo, dejándola a solas con Jake. De pronto reinó tanta quietud que Emma pudo oír el oleaje en la playa. El sonido de su corazón latiendo a un millón de palpitaciones por segundo. Gimió para sus adentros.

–Pero tú también tienes que irte –le dijo–. La limu…

–Puedo llamarla para que venga. Está contratada y pagada hasta las tres de la mañana –bajó un poco la voz–. A menos que tú quieras que me quede más.

Antes de poder darle una negativa, decirle que ni lo soñara, él se irguió.

–No parece inflamado. ¿Estás segura de que es el único daño?

–Sí –aunque él estuviera acostumbrado a ver traseros desnudos, no tenía la más mínima intención de mostrarle el suyo. Contrajo el trasero que aún le dolía y también los muslos–. Puedo cuidar de mí misma.

–Ahora no estoy interesado en tu bonito derrière, Emma –dijo, como si ella hubiera hablado en voz alta.

¿Y qué quería decir con «ahora»?

Se le inflamaron las mejillas y apartó el paquete de guisantes.

–Puedo caminar –juntando los extremos del sarong, se levantó, ignorando el destello de dolor en el tobillo y dio tres pasos vacilantes–. ¿Lo ves? Ahora quiero irme a la cama. Agradezco tu preocupación, pero me gustaría que te marcharas.

No le prestó atención.

–Deberías descansar. Debes estar bien para el sábado –volvió a levantarla en vilo, cruzó la habitación y atravesó la cortina de privacidad. La depositó en la cama, volvió a colocarle los guisantes sobre la inflamación del tobillo y la miró a los ojos–. Y recuerda, como padrino, tengo el primer baile contigo.

Había ido a su rescate y le había permitido mantener su dignidad. Y en ese momento sonaba tan sinceramente preocupado que no pudo contener una media sonrisa irónica.

–Dudo que permitas que lo olvide –tuvo que reconocer que era agradable que por una vez en la vida la mimaran, que la cuidaran y no se rieran de su bochorno. Se relajó un poco–. Gracias. Vuelvo a sentirme una niña. Ya solo me hace falta leche caliente y miel.

–¿Leche caliente y miel?

–La panacea de mi madre para todo. Más bien, solía serlo –veinte años atrás.

Sabía que Emma siempre había sido introvertida y que a la divertida Stella nunca le había costado hacer amigos. También sabía cuánto había cambiado Emma con la muerte de su padre.

Se inclinó y aspiró su fragancia femenina.

–No hay miel y leche, pero esto… –le dio un beso inofensivo en la frente– podría ayudar.

La oyó contener el aliento y se retiró. Bajó la vista a su boca y se demoró allí. Era tan tentador inclinarse y… Sintió que se le disparaba la tensión.

«No». Los labios de ella se movieron pero no emitieron ningún sonido.

–¿Por qué no? –musitó Jake–. ¿La otra noche me besaste tú y yo no puedo devolver el favor?

–Eso fue… diferente –dijo casi sin aliento.

–Sí –convino, recordando la tormenta de fuego que los había engullido durante un momento desprevenido–. Lo fue.

–Fue impulsivo, egoísta y te usé.

Irguiéndose, la miró a los ojos.

–A mí no me importó. Y si estamos siendo sinceros, a ti tampoco –vio que el rubor le subía a las mejillas y le palmeó la pierna–. Hazme caso, el surfero no era adecuado para ti.

–¿Y tú cómo lo sabes…? Desde luego, yo no conozco a Jake Carmody. Trabajas en la industria del sexo –elevó la voz con desaprobación–. Eres dueño de ese… de ese lugar. De modo que… es lógico pensar que no te avergüenza utilizar y explotar a mujeres, a menudo mujeres sin otras opciones, para ganar dinero. Y está mal –continuó. ¿Tienes…?

–Yo no compré el club. Lo heredé cuando Earl murió.

–¿Earl? –frunció el ceño–. ¿Quién es Earl?

–Mi padre.

–Oh… –suspiró y apoyó el mentón bajo las manos–. De modo… que el dueño era tu padre.