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Hawkins esconde un secreto terrible que lo conecta al oscuro mundo del revés, pero ESTE PUEBLO ESTÁ HABITADO por otros monstruos. Robin es una chica que no encaja. Sí, tiene su pandilla de amigos nerds (Kate, Dash y Milton), pero ¿son realmente sus amigos o sólo las circunstancias los han llevado a estar juntos? A medida que Robin comienza a cuestionarse los convencionalismos de los adolescentes de su edad (tener novio, ir al baile de graduación, vestir como las chicas populares…) y de la rígida sociedad de Hawkins, llega a la conclusión de que debe idear un plan. Robin sabe que quiere escapar, que esta pequeña ciudad no es su sitio, pero primero deberá resolver el conflicto más importante de todos: ¿quién es ella misma? Llena de referencias a tus personajes favoritos de Stranger Things, esta novela narra la historia de Robin, una joven heroína de nuestro tiempo capaz de romper todas las barreras y luchar por lo que verdaderamente importa.
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Seitenzahl: 384
Veröffentlichungsjahr: 2021
Prólogo
8 DE JUNIO DE 1984
Corro tan rápido que los casilleros se vuelven una mera mancha borrosa. Las puntadas en mi abruptamente alterado vestido saltan cuando paso junto a las parejas que salieron de la fiesta para besarse en el oscuro pasillo de los estudiantes de último año. Sus adolescentes caricias por lo general serían razón suficiente para hacerme dar media vuelta y buscar una ruta alternativa, pero en este momento es sólo un asqueroso ruido de fondo.
Esto se siente como una pesadilla que hubiera tenido miles de veces, corriendo por los pasillos de la Preparatoria Hawkins. Pero ni siquiera en los escenarios de mis sueños más extremos había tenido nunca el cabello tan corto. Jamás había usado tanto maquillaje. Y la noche del baile de graduación nunca había sido arrojada a esa mezcla por mi subconsciente.
Estoy casi al final del pasillo de los estudiantes de último año. Ya no hay vuelta atrás. Me dirijo justo al vientre de la bestia de la preparatoria, lo cual es la parte más extraña, porque en mis sueños siempre intento escapar de este lugar. Nunca, nunca entraría voluntariamente.
—¡Alto ahí, señorita Buckley! —grita una voz que suena nasal, quejumbrosa, mezquina y adulta. Una de las enfurecidas madres chaperonas.
—¡Hey! ¡Regresa aquí! ¡Ahora! —esa orden con voz áspera definitivamente salió del alguacil Hopper.
No es una verdadera rebelión a menos que tengas problemas con la autoridad, ¿cierto?
Me pregunto en cuántos problemas me podré haber metido por colarme en la fiesta de graduación y causar unos cuantos daños moderados a la propiedad durante el proceso. ¿Suspensión? ¿Expulsión? ¿Los airados padres de los estudiantes de la Preparatoria Hawkins presentarán cargos por lo que acabo de hacer en el estacionamiento?
Corro más rápido.
Doy vuelta a la esquina y paso junto a los puestos de comida que bordean el pasillo fuera del gimnasio. Alrededor de una docena de personas charlan entre sí, pastan como vacas frente a las bandejas de galletas y papas a la francesa, e intentan averiguar exactamente qué tan intenso está el ponche.
—¡Robin! —el sonido de mi nombre resuena por el pasillo. Dash es el que lo grita ahora. Dash, quien yo creía que era mi amigo.
Necesito frenarlos a él y a todos mis detractores. Así que doy un diminuto rodeo y me arrojo hacia la mesa que contiene alrededor de trescientos litros de ponche (a juzgar por el olor, tan penetrante). Se desborda en cascada y salto hacia delante, evitando lo peor del derrame mientras todos los demás gritan y observan cómo sus atuendos de graduación quedan cubiertos de la pegajosa azúcar química.
Las grandes puertas dobles del gimnasio están a la vista ahora. Desde el interior, puedo escuchar el tenaz ritmo de un éxito de New Wave. ¿Tammy Thompson ya está bailando? ¿Qué pensará cuando me vea irrumpir, salvaje e imprudente, perseguida por la policía local?
¿Qué dirá cuando le cuente cómo me siento?
No hay tiempo para hipótesis.
Empujo las puertas dobles. El baile de graduación me recibe con los sintetizadores salvajes y el olor a sudor y a AquaNet.
—Hey, Tam —digo en un susurro, practicando para el gran momento de aterradora honestidad, cuando le haga saber cómo me he sentido durante todo el año y, al hacerlo, lleve al mismo tiempo esta rebelión a un grado superior—, ¿quieres bailar?
Capítulo uno
6 DE SEPTIEMBRE DE 1983
La primera clase de Historia del año ni siquiera ha comenzado, pero ya sé exactamente cómo se desarrollará, minuto a minuto, clase a clase. Tengo todo el año académico identificado. Al menos, lo juro, hasta que Tammy Thompson entra.
Algo en ella es diferente.
Quizá sea su cabello. Solía caer lacio y rojo. Ahora es corto, despeinado y más encendido. Podría ser su sonrisa. En el primer año, ella era semipopular y al menos parecía sentirse semibién con eso, pero ahora que somos estudiantes de segundo año, mantiene una sonrisa que dice que está decidida a ganar amigos e influir en las elecciones de la reina del baile de graduación. (No es que podamos ir al baile siendo estudiantes de segundo año, a menos que un estudiante del último nos invite, un acontecimiento tan raro y especial que la gente en esta escuela hablaría de él como si se tratara de un avistamiento de meteoritos.)
Tal vez sea el hecho de que cuando la veo, la música se infiltra en mi cerebro.
Música suave y desagradable.
Espera. Mi cerebro nunca reproduciría a Hall and Oates. Me giro en mi silla y comprendo que Ned Wright está en la parte de atrás del salón, con una radiograbadora portátil en el hombro. Le baja el volumen para que la señora Click —que se encuentra sentada frente a su escritorio, ignorándonos como toda una profesional y actuando como si no existiéramos hasta que suene la campana— no la confisque. Cuando comience la clase, la deslizará debajo de su escritorio y la usará como reposapiés. (Ha estado haciendo esto desde octavo grado. También es un profesional.) Por ahora, Tammy Thompson está paseando por el salón en una nube de “Kiss on My List” y con… algo con aroma a frambuesa. ¿Perfume? ¿Champú? Sea lo que sea, me recuerda a las calcomanías que desprenden olor cuando las rascas, y que coleccionaba con absoluto fervor cuando estaba en secundaria.
Se desliza en un asiento y sus amigas la saludan con vibraciones chillonas.
—Oh, Dios mío, tu cabello.
—¿Cómo estuvo la playa, Tam?
¿Tam?
Tal vez ésa sea la diferencia: tiene un nuevo apodo que combina con su nuevo corte de cabello y sus capacidades mejoradas para sonreír.
—Tam —susurro, lo suficientemente bajo para que nadie pueda oírme sobre el alboroto de cómo-estuvo-tu-verano.
La señora Click levanta la mirada. Una mirada siniestra.
Sólo queda un minuto para que comience la clase. Si yo fuera una típica nerd, como pretendo ser, tendría ya una pila de hojas en blanco, impecables e inmaculadas, listas para usar. Ya habría adelantado algunos capítulos de la lectura, para empezar. Todos mis lápices tendrían puntas perfectas, idénticas, aptas para ser usados como armas.
Tal como están las cosas, me sumerjo en mi mochila en el último minuto y hurgo en busca de mi libro de texto de Historia y cualquier cosa que deje una marca en el papel. Hay un cementerio de goma de mascar en la parte de abajo de mi escritorio. Y la permanente de la que dejé que Kate me convenciera justo al final del verano —la que hizo que mi cuero cabelludo hormigueara durante una semana y que todavía hace que mi cabeza huela perpetuamente a huevos recocidos— significa que mi cabello está demasiado esponjado como para que deba tener especial cuidado con el espacio libre que dejo.
Casi estrello mi cabeza contra la parte de abajo del escritorio cuando la escucho que ha comenzado a cantar.
La voz de Tammy se eleva sobre la de… ¿Hall? ¿Oates? Es audaz y dulce y, sí, usa el vibrato tan generosamente como yo la crema de cacahuate en mis sándwiches, pero el punto es que no teme hacerlo. Todos pueden escucharla. Vuelvo de la inmersión profunda en mi mochila y miro a nuestros compañeros de clase, pero a nadie parece importarle que Tam esté cantando ahora con toda su alma en medio del salón, a sólo treinta segundos de que comience la clase. Y a ella no parece importarle que alguien la mire.
¿Cómo se siente eso?
Giro mi lápiz, sintiendo cada uno de los seis bordes en mi dedo.
Y entonces suena la campana, la señora Click se levanta y todo vuelve a su lugar, exactamente como pensé que sería.
Incluso cuando Steve Harrington llega tres minutos y medio tarde, con aspecto de estar perdido, quizá porque su cabello cayó sobre sus ojos y no podía ver los números de los salones de clase. ¿Cómo logra llegar a alguna parte con ese cabello? Parece incluso más largo que el año pasado.
—Hey, mi gente —dice.
Todo el mundo ríe como cuando el público se carcajea ante la frase típica no particularmente divertida del personaje principal en un programa cómico de televisión. Saben que no tienen que hacer eso en la vida real, ¿verdad? Incluso la señora Click le sonríe como si ese cabello pudiera curar el cáncer. Ése es un nivel de popularidad extremo y enrarecido, en el que ni siquiera los profesores pueden tocarte porque eres demasiado valioso socialmente.
Steve se mete en el escritorio junto a Tam.
Ella se pone del color de una frambuesa fresca.
Todo esto es tan ridículo que mi cerebro falla, mis dedos dejan de funcionar y mi lápiz cae al piso de linóleo con un fuerte traqueteo. Me inclino para recogerlo, pero está fuera de mi alcance. Me agacho más y me estiro, pero no consigo alcanzarlo. Cuando por fin lo tengo, me siento tan triunfante que me levanto demasiado rápido y golpeo mi cabeza contra la parte de abajo del escritorio. También conocida como el cementerio de goma de mascar. Mi cabeza pega con fuerza y mi permanente encrespada toca una docena de chicles viejos a la vez. Están tan duros que no se me pegan.
Lo cual es bueno. Y horripilante también.
—Robin, ¿necesitas ir a la enfermería? —la señora Click pregunta con una mirada de lástima mientras reaparezco en la superficie. Su preocupación es conmovedora.
—A menos que la enfermera tenga una máquina del tiempo que me haga retroceder exactamente una hora de clase, no.
—De acuerdo, entonces —dice y comienza su monólogo de la primera clase del año.
Al menos la atención de mis compañeros hacia mí no dura mucho. Y Tam ni siquiera parece haber percibido mi desgracia. (No es que yo hubiera querido que lo hiciera.) Pero me molesta, sólo un poquito, que la razón por la que no se fije en mí es que está demasiado ocupada tarareando “Kiss on My List” mientras mira fijamente a Steve Harrington.
Capítulo dos
7 DE SEPTIEMBRE DE 1983
Quería pasar por todo mi horario antes de declarar esto abiertamente, pero la verdad es que no estoy impresionada con el segundo año.
—Es como si todos los profesores se hubieran rendido —digo—. Como si colectivamente hubieran decidido que este año constituye la zona muerta de nuestra educación.
Yo soy una de esas personas raras a las que les gusta aprender mientras están en la escuela. O al menos, lo era. Ahora que tengo la sensación escalofriante, fría y cínica de que ninguno de nuestros profesores quiere estar aquí en realidad, es cada vez más difícil preocuparme por ello todo el tiempo.
Milton, Kate y Dash están en la escuela en el plan intenso de alto rendimiento, así que participan en todo. Al comienzo de nuestra primera práctica con la banda, cuando sugiero que el segundo año en realidad ni siquiera cuenta, parecen desconcertados. Milton jadea incluso.
Kate frunce el ceño y se mueve a través de sus listas de música y de prácticas (aunque no lo necesita, porque ha memorizado todo durante meses). Es más baja que yo, bueno, la mayoría de las chicas de nuestro grado lo son, así que no estoy segura de que ésa sea una descripción útil. Kate mide sólo metro y medio, y ni un centímetro más, aunque le gusta decir que su permanente le suma al menos cinco centímetros.
—Si a nuestros profesores no les importa nuestra educación, tendremos que preocuparnos y esforzarnos el doble.
Ésa es Kate. Ella lucha por todo, incluso por abrirse camino hasta ser la primera trompeta de la sección como estudiante de segundo año.
—Todos estamos llegando al punto en el que somos prácticamente más inteligentes que nuestros maestros, de cualquier forma —agrega Dash con una sonrisa.
Dash no trabaja tan duro como Kate. Dash, la abreviatura de Dashiell James Montague, Jr., se sienta en la primera fila en cada clase, pero no toma notas porque afirma que lo retiene todo. Luego, evita tomar un baño el día del examen, saca todo de su cabeza y obtiene una A. Él dice que le encanta aprender, pero que sólo tiene ojos para su promedio general. Además, no parece comprender que omitir su baño el día del examen desconcierta a todos en un radio de tres metros, lo cual no es realmente justo para las personas que lo rodean y que están intentando escribir ensayos coherentes de cinco párrafos.
Ya conoces el tipo.
—Hablando en serio, creo que los cuatro somos más inteligentes que el noventa por ciento de los maestros de esta escuela —afirma Dash.
—Pues no eres lo suficientemente inteligente para comprender que puedo oírte —declara la señorita Genovese sin levantar la vista de su partitura.
—Tiene tan buen oído que asusta —susurra Milton.
—Sí, lo tengo —asiente la señorita Genovese—. Por eso soy la profesora de la banda. También puedo escuchar cada nota incorrecta que tocan —le anuncia al grupo en general—. Y eso me duele. Sus chirridos agudos atormentan mis sueños.
Ella se acerca a ayudar a Ryan Miller en la sección de percusión con sus escuadrones y Dash manotea para indicar que nos acerquemos. Olfateo con cautela. Su cabello castaño parece limpio y desprende un aroma a jabón de pino. No hay exámenes inminentes. Acerco mi silla.
—Los profesores dan miedo en general —susurra—. No creo que estén aquí para enseñarnos. Creo que están aquí para alimentarse de nuestro potencial innato.
—¿Como vampiros? —pregunta Milton. Se lo está tomando demasiado en serio. Pero Milton es muy, muy serio. Y nervioso. Me preocuparía por él, pero él ya se preocupa tanto que tal vez sería redundante.
—Piénsalo. En realidad, no son tan brillantes, se mueven con lentitud por los pasillos, necesitan nuestro cerebro para sobrevivir. Claramente son zombis.
Milton y yo gemimos. Kate suelta una risita nerviosa.
Dash vive en una película de terror desde quinto grado, cuando comprendió que eso lo diferenciaba de los niños que todavía dormían con las luces encendidas. La alegre sensación de superioridad nunca se desvaneció del todo. Si come carne fresca, bebe sangre o acecha en las sombras, cuenta con Dash. Este año vimos El despertar del diablo durante el verano. Un montón de veces. Él recibió una magnífica videocasetera para su último cumpleaños —sí, su propia videocasetera, lo cual es ridículo incluso para los estándares de la gente rica—, y estuvo invitando a todo mundo a sus fiestas de cine, pero sin importar de qué película se jactara, siempre terminábamos viendo El despertar del diablo.
Dejé de ir en algún momento de agosto, fingiendo que mis padres me necesitaban para ayudar más en casa. La verdad era que no podía soportar ver a Kate y Dash acercándose cada vez más el uno a la otra en el sofá, actuando todo el tiempo como si no notaran que sus muslos estaban en curso de colisión.
Eso es otra cosa sobre el segundo año.
En la secundaria, sólo se hablaba de los enamoramientos en el autobús y durante las pijamadas, y las citas eran una novedad. En el primer año de preparatoria, las relaciones se volvieron inevitables. Este año, las cosas se han acelerado hasta convertirse en un absoluto frenesí. Llevamos menos de una semana y ya ha habido una gran cantidad de besos en el pasillo, rupturas dramáticas y declaraciones de amor eterno. La situación es más intensa en la banda de música porque comenzamos las prácticas desde mediados del verano.
Observo rápidamente la habitación. Al menos la mitad de las chicas en el salón de la banda llevan joyería con los nombres de sus novios, que también están en la banda. (Los nerds de la banda salen con las nerds de la banda: es la ley del lugar.) Cuando una pareja lo hace oficial, el chico le da a la chica una pulsera de oro para el tobillo, con los dos nombres grabados en un dije de oro. Sin embargo, la mayoría de las chicas cree que así nadie más podrá ver la evidencia de la devoción de sus novios, por lo que compran cadenas de oro más largas y usan la placa con los nombres alrededor de sus cuellos.
He estado esperando el día en que Dash por fin le entregue una a Kate. (En realidad, Kate ha estado esperando ese día, y yo he estado esperando sólo por proximidad.) Incluso ahora, en este momento, Kate y Dash se están lanzando miraditas en una especie de código Morse.
Pestañas de Dash: Vamos a besuquearnos más tarde.
Pestañas de Kate: ¡Quizá!
Pestañas de Dash: ¡¿En serio?!
Pestañas de Kate: Ya te dije que quizá. Soy la primera trompeta y la práctica está a punto de comenzar, me estás distrayendo.
Pestañas de Dash: Es que eres tan bonita.
Pestañas de Kate: ¡¿En serio?!
No sé cuánto más de esto podré tolerar.
De lo único que Kate quiere hablar ahora es de chicos en general, y de Dash en particular. Ya es bastante malo cuando chicas populares como Tammy Thompson pierden por completo la noción de su propio cerebro por montones desventurados de cabello, como Steve Harrington.
Lo cual me devuelve a la conversación zombi.
—Si nuestros profesores son muertos vivientes, también están desnutridos. ¿Han notado lo hambrientos que parecen? Nuestros cerebros no les están dando mucho sustento. Quizá no seamos tan inteligentes como pensamos. Tal vez sea porque de pronto todo el mundo está demasiado obsesionado con esas cosas de las citas.
Una indirecta. ¿Lo entiendes?
Kate se limita a soltar otra risita nerviosa y se vuelve hacia su trompeta, practicando sus movimientos de dedos para una de las muchas marchas de John Philip Sousa que la señorita Genovese siempre está imponiéndonos.
La asusté, pero no me siento mejor al respecto.
—De acuerdo —dice la señorita Genovese—. ¡Es hora de poner en orden sus escuadrones para la temporada 1983 de la banda! Tienen tres minutos para elegir su nombre, y ni un segundo más. Por favor, no me pregunten cuánto tiempo ha pasado. Hay un reloj encima de la puerta.
Se comienzan a apiñar grupos de cuatro, excepto el nuestro, que ya está reunido. Soy el único corno francés en la banda de música. Bueno, técnicamente sólo toco el corno francés en los conciertos de la banda. En las marchas toco un melófono, que se toca exactamente de la misma manera, pero es un poco aplanado en lugar de redondo, por lo que puedo cargarlo hasta el fin de los tiempos. En el primer año, la señorita Genovese me incorporó a un escuadrón con tres trompetistas, lo cual tiene sentido, supongo, porque el melófono parece una trompeta con garabatos extra en la sección central. Desde ese momento, los cuatro nos hemos fusionado también socialmente. A Kate le gusta decir que somos un átomo, porque ése es el tipo de metáforas tiernamente nerds que le encantan.
Pero la verdad es que, incluso con todo el tiempo que hemos pasado juntos en el salón de la banda y en el campo, en el autobús y en los juegos, yo no estoy tan fusionada como el resto del grupo. En algún nivel —el subatómico, supongo—, tengo la sensación de que no encajo del todo con la mayoría de los chicos de la banda. Que no importa cuánto tiempo pase con ellos, nunca seré una de ellos. Y eso puede ser aterrador porque, en la Preparatoria Hawkins, destacar es prácticamente una sentencia de muerte, a menos que seas popular.
—De acuerdo —dice Dash, trayéndome de regreso al presente—. Nombre del escuadrón de segundo año. Vamos.
—Seremos el Escuadrón Peculiar de nuevo, ¿verdad? —pregunta Milton—. Ya lo votamos el año pasado. Creo que deberíamos mantenerlo, por la continuidad, y también porque inventar un nuevo nombre sería un calvario.
Milton es el único de nuestro grupo que ya va en onceavo grado, y aunque su naturaleza tranquila y nerviosa le impide actuar como el líder de facto, Kate y Dash tienden a escucharlo cuando habla así.
—¡Me encanta Escuadrón Peculiar! —dice Kate.
—Se queda Escuadrón Peculiar —agrega Dash.
Asiento. No es que estuvieran esperando mi voto.
Pasamos los siguientes dos minutos en silencio. Kate y Dash han pasado de coquetear con los ojos a coquetear con los tobillos. (He visto los pies de Dash: asquerosos.) Me concentro en prepararme para tocar en la primera práctica oficial del año. Ya he memorizado las piezas, pero eso es sólo la mitad de la batalla con mi instrumento. Seré honesta: es un asesinato en comparación con la mayoría de los instrumentos de este salón. Es un elaborado artilugio de tubos de metal que parece existir sólo para emitir un chirrido en el momento equivocado. Lo elegí en primaria porque nadie más quería tocarlo. No es que me arrepienta de mi elección, pero desearía que alguien me hubiera advertido sobre el tiempo que pasaría vaciando una válvula de saliva.
Decidimos el nombre de nuestro escuadrón demasiado rápido. Aún nos quedan dos minutos. Dos minutos de nada. Ahora, gracias al pequeño recordatorio de la señorita Genovese sobre la existencia del reloj, parece que lo único que puedo hacer es escucharlo. Es uno de esos relojes grandes y redondos, blanco y negro, con un segundero que hace clic de forma audible mientras tu vida pasa.
Clic. Clic. Clic.
Tres segundos más que se van.
Veo a la señorita Genovese observando fijamente la puerta de salida, en la parte de atrás. La he visto correr hacia el final del estacionamiento de los maestros en el instante mismo en que la escuela termina para encender uno de sus amados cigarrillos mentolados. He olido el humo que se pega obstinadamente a su cabello después del almuerzo. Sale ahora del salón como si el fuego estuviera pisándole los talones, con el tiempo justo para fumarse uno rápidamente.
Nuestros profesores no quieren estar aquí. Mis compañeros de clase sólo están interesados en frotarse unos contra otros. Se supone que debo soportar tres años más de esto, ¿cómo?
Justo cuando estoy pensando en levantarme y salir por la puerta, Sheena Rollins, que toca el oboe, hace justo eso. O al menos, lo intenta. Cuando se está acercando, uno de los idiotas de la sección de percusiones se interpone en su camino.
Si a mí me preocupa el hecho de que no encajo del todo, Sheena Rollins es el epítome del no encajar, pero de manera agresiva. Se sienta en el salón delante de mí, por lo que siento como si hubiera tenido un asiento de primera fila para presenciar el bullying que año tras año se incrementa, a medida que ella se vuelve abiertamente cada vez más extraña. Su guardarropa es parte de ello. Viste de blanco de la cabeza a los pies: a veces es un overol blanco y una diadema blanca; otras veces, una minifalda blanca ancha y una camisa holgada extragrande. Nada de esto sigue el código no hablado de lo que usan los demás. Y la mayoría de las veces, parece que la misma Sheena cosió al menos parte de su ropa. (Otro punto de bullying para mis compañeros, obsesionados con las marcas.) Hoy lleva un vestido blanco estilo años cincuenta con pequeños lunares negros y una diadema blanca de tela.
—Hey, Sheena —dice alguien—, ¿qué crees que estás haciendo? La maestra no está aquí para dar pases. Vuelve a acomodar tu trasero de lunares en tu silla.
Sheena aprieta la boca, pero no responde. Ni una palabra.
Aquí está la otra cosa sobre Sheena Rollins: la recuerdo de la escuela primaria, cuando era una niña de voz suave, pero no la he escuchado decir una sola palabra desde el séptimo grado. Incluso toca el oboe tan bajo que la señorita Genovese todo el tiempo le está diciendo “sóplale más fuerte”. (Lo cual no ayuda exactamente cuando se trata de bromas vulgares.)
—¿Adónde vas? —pregunta Craig Whitestone, con una sonrisita asquerosa como un pastel de carne de la cafetería.
Sheena se encoge de hombros.
—Ella está mintiendo —interviene Dash.
—Dash —le susurro mientras dirijo mi codo a su costado, pero fallo y lo estrello dolorosamente con su trompeta.
—Se pasa todo el tiempo en el baño —me informa Kate, como si eso hiciera que estuviera bien que sus compañeros de la banda la vigilaran con ánimo de policías.
—¿Y? —pregunto—. ¿A quién le importa?
—Los chicos de la banda no se salen de la clase —nos recuerda Milton.
—La señorita Genovese acaba de salir de la clase —le recuerdo.
—Ella es la maestra —Kate suspira en un tono sagrado. En su mundo, los profesores no pueden equivocarse.
Sheena intenta caminar alrededor de Craig, pero él la bloquea. Lo intenta de nuevo, agacha la cabeza y camina con un poco más de determinación, pero Craig la sujeta por la cola de caballo y la jala de regreso al salón. Algunos de sus idiotas compañeros ríen.
—Hey, tú —le digo—, ya déjala ir, válvula de saliva andante.
—Es su problema —sisea Kate—. No te metas.
Sé que no debería intervenir, en un nivel de básica supervivencia. Que es quizá lo más asqueroso de todo.
—Hey, Sheena —dice Craig—. Ya que estás tan bien vestida y no tienes adónde ir, ¿quieres bailar?
Él asiente hacia sus amigos, y algunos de los chicos de la banda comienzan a tocar descuidadamente. Sheena salta a una silla para evitar ser parte de su estúpida broma, pero Craig se pone entonces de rodillas frente a ella, como si le estuviera dedicando una serenata, lo que hace que ella se ponga roja… de ira. Salta de la silla para intentar llegar hasta la puerta. Craig la toma entonces del brazo y la hace girar en una parodia de un movimiento de baile. Un par de los tipos grandes y fornidos de percusiones deciden unirse a Craig y comienzan a girar frente a las puertas dobles, de manera que Sheena no pueda salir del aula. Bailan frente a ella, girando y meneando sus traseros, y luego dan la vuelta y empujan sus caderas hacia delante para mover sus… otras cositas.
En caso de que no lo sepas: los chicos de la banda pueden ser sorprendentemente impúdicos. Cuando la señorita Genovese regresa, el salón es como un rodeo mezclado con un cabaret, y apenas consigue controlarnos y recuperar las riendas.
—Está bien —cruza sus delgados bracitos—. ¿Quién comenzó todo esto?
Estoy a punto de señalar a Craig Whitestone, pero Kate me sostiene el dedo. Al menos la mitad de la clase apunta a Sheena.
—Señorita Rollins —dice la señorita Genovese con algunos cacareos secos—. Se quedará castigada después de las clases. En el primer día. Impresionante, de verdad.
Sheena se deja caer en su silla. Parece lista para romper su oboe en pedazos y salir del aula. Pero no lo hace. Se queda porque tiene que hacerlo, y todo el mundo hace de su vida un infierno porque… bueno, porque así es la escuela.
La mayor parte del tormento de Sheena provenía exclusivamente de los chicos populares hace unos años. Pero en la preparatoria, he notado que este tipo de comportamiento se propaga a todos los estudiantes que, colectivamente, se esfuerzan en hacer la vida cada vez más miserable a quienes no encajan. Tal vez haya visto demasiadas películas de terror con Dash, pero la verdad parece bastante clara. La preparatoria es un monstruo y está devorando a todos los que conozco.
Capítulo tres
9 DE SEPTIEMBRE DE 1983
Entre más miro, más veo la naturaleza monstruosa de la preparatoria. Específicamente, en Hawkins. Aquí está el paradójico problema: o caes en la trampa mortal de tratar de ser como el resto, o te devoran por ser diferente.
Dos días después de que Sheena intentó salir del salón de la banda, la veo frente a su casillero. A menudo, de su casillero caen en cascada objetos que los otros estudiantes introducen a través de las ranuras del metal: diamantina blanca, notas desagradables, condones.
Hoy, ella está ahí parada, parpadeando ante sus libros de texto, negando con la cabeza. Intenta abrir uno, pero no puede. Un imbécil los llevó a la carpintería, los cortó por la mitad y volvió a pegarlos.
—¿Quién tiene tiempo para hacer algo así? —murmuro.
Luego, me apresuro a ayudarla.
—Sheena… —digo, pero ella no me escucha o no quiere mi lástima. Ya se está moviendo rápido hacia el otro extremo del pasillo, donde arroja sus libros de texto a la basura.
Una maestra la sorprende y la detiene por arruinar propiedad de la escuela.
Esa maestra, la señorita Garvey, la acompaña a la oficina del director, pone una mano en el hombro de Sheena y dice con su voz más suave:
—Este tipo de cosas no sucederían si te esforzaras un poquitín en que los otros estudiantes te entendieran, Sheena.
Estoy a un poquitín de vomitar en los zapatos de la señorita Garvey.
Pienso en ir directamente a la oficina del director y contarle todo lo que acabo de ver. Pero ¿le importaría? ¿O terminaría yo castigada junto con Sheena por señalar que esta escuela está plagada de delincuentes? La respuesta es obvia, así que en lugar de luchar contra el monstruo de muchas cabezas que es la Preparatoria Hawkins, me largo.
No hay práctica de campo los viernes y nuestro primer juego de la temporada será hasta la próxima semana. Un segundo después de que suena la última campana, ya estoy sacando mi bicicleta del estacionamiento especial. Antes era de mamá. Está cubierta con sus viejas calcomanías de flores y el manillar termina en los tristes y regordetes restos de serpentinas que intenté arrancar cuando tenía trece años. Posee una sola velocidad, y todos los días tiene que codearse con un montón de brillantes Huffy y Schwinn de diez velocidades. Me subo al asiento tipo banana (¡auch!, cada vez) y me alejo rápidamente.
Andar sola en mi bicicleta por ahí es la mejor sensación del mundo. Como beneficio adicional, la brisa hace que mi cabello se mueva detrás de mí y dejo de oler mi permanente. Cuadra tras cuadra, la acera traquetea bajo mis llantas. Los árboles son de un verde intenso y las casas de un blanco almidonado.
Mientras avanzo en la bicicleta por un tramo liso de acera, tomo mi Walkman y lo enciendo. No necesito revisar lo que hay ahí, siempre tengo mis cintas de idiomas.
Cinta de Francés 2, lado 1, “Clima”, clic.
—Le temps —dice una mujer con su voz muy suave y muy francesa.
—Le temps —murmuro.
—La tempête.
—La tempête.
—La brise.
—La brise.
Estoy alcanzando un buen ritmo cuando un auto pasa a toda velocidad, lejos de la preparatoria, y me toca la bocina, así que salgo del momento con un sobresalto y casi termino en el pavimento. Llevo una mano a mi Walkman. Está bien. Pero fácilmente podría haberse caído y hecho añicos, y ya no tendría manera de escuchar las cintas de idiomas que rogué a mis padres que me compraran en octavo grado (después de ver un infomercial, nada menos).
Manejo como una experta, quito las manos del manubrio y exhibo ambos dedos medios levantados al aire, con una sonrisa.
—¡Ahógate en gasolina! —grito.
—¡Muérete, perdedora! —grita alguien en respuesta.
—Qué poca imaginación —empujo hacia abajo mis pedales y me pongo de pie para gritar, antes de que queden fuera de mi alcance—. ¡Necesitan que alguien les enseñe a responder mejor!
No sé quién está conduciendo. Probablemente ellos tampoco vieron quién era yo; el mero hecho de que estén en un automóvil y yo en una bicicleta vieja es suficiente. Dinámica de poder establecida. Perdida, al parecer. Pero no se trata en realidad de ganadores y perdedores. Todos vivimos en un pequeño pueblo de Indiana. No hay nada grande o brillante que ganar. Creo que la gente lo sabe, aunque no quiera admitirlo. Esto significa que escupir a la gente (literal o metafóricamente) es sólo otra forma de pasar el tiempo. Estoy absolutamente convencida de que mis dedos medios se ejercitarían menos si viviéramos en un lugar donde tuviéramos cosas que hacer, cosas que importaran. Pero vivo en Hawkins. Si me quedo aquí el tiempo suficiente, me convertiré en la Jane Fonda de los dedos medios.
Mis manos regresan al manubrio. Agrego algunos repiqueteos de mi timbre de metal por si acaso el idiota que pasó a mi lado todavía me está prestando atención.
Sigo pedaleando hacia las afueras del pueblo, donde hay más nubes que autos. El día es prístino, pero tomar el camino largo, más allá de los campos y alrededor de la presa, está empezando a volverse contra mí. Me da tiempo para pensar en cómo el espectáculo de terror de un chico popular en ese auto es sólo una de las muchas garras del monstruo. Su alcance va mucho más allá de la propia escuela. Y eso significa que nunca podré escapar de él. No mientras viva aquí.
Sin embargo, no hay nada que pueda hacer al respecto. Estoy atrapada en un pueblo tan normal que, de hecho, duele. Un pueblo donde a lo normal le han crecido dientes.
Para cuando llego a casa, estoy lista para dejar salir algo de esta frustración. Tomo la llave de repuesto de su escondite, debajo de una jardinera, y al momento de entrar, ya estoy gritando:
—¡No puedo creer que hayan elegido vivir aquí por gusto!
Mamá está bailando alrededor de la sala con un suéter de ganchillo que termina cerca de su ombligo, ajustado sobre un vestido largo y vaporoso. Tiene los ojos cerrados, chasquea los dedos. La mayoría de las veces, cuando llego a casa, ella todavía está en el trabajo y me recibe siempre una casa vacía, pero hoy llegó temprano.
—¿No puedes creer qué, cariño?
Un disco gira sobre la base de madera tallada, dejando escapar los predecibles sonidos de una voz quejumbrosa que insiste en que si alguien no los ama ahora, nunca más volverá a amarlos. Mamá está drogada a las cuatro de la tarde, escuchando a Fleetwood Mac.
—No puedo creer que hayan elegido vivir aquí —digo.
—Esas palabras son tan mordaces, Robin —dice en un tono de susurro—. ¿Puedes empezar de nuevo desde un lugar de paz?
Cuando comienza a hablar con mantras, sé que no obtendré respuesta.
Por lo general, entierro este tema bajo la alfombra, me busco un bocadillo y voy a mi habitación a sacar mi tarea, para trabajar en lo que realmente me gusta: los idiomas. Hasta ahora estoy estudiando cuatro (inglés, español, francés, italiano) y quiero dominar cada uno de ellos antes de agregar más.
Pero algo sobre considerar el resto del segundo año está empezando a alterar mi cabeza, y la rutina normal no funcionará. Me acerco al tocadiscos y bajo el volumen. Mamá abre los ojos de súbito; no le gusta que alguien interrumpa sus discos. Le preocupa tanto que se rayen como a otras personas les preocuparía herir los sentimientos de un amigo.
—¿Sabías que crearon esta canción uniendo piezas de otras canciones? —pregunta en un estado de ensueño, hiperdeslumbrada. Uno imaginaría que Fleetwood Mac solo y sin ayuda (¿quíntuplemente solos?) logró la paz mundial.
—¿Sabes que tienen dos álbumes nuevos después de Rumours?
—Ninguno es tan bueno —dice—. Robin, cariño, sabes lo que siento con respecto a esto. La gente está obsesionada con lo nuevo.
En verdad, sé de lo que está hablando. Todos en la escuela devoran las nuevas modas, las nuevas tendencias, la nueva tecnología. Milton colecciona obsesivamente cualquier cosa que pueda reproducir New Wave, desde un sintetizador hasta cartuchos de ocho pistas. Dash tiene una docena de suéteres grises con cuello en V que jura que son de diferentes marcas, a pesar de que se ven exactamente igual en su cuerpo delgado, y tiene un preparatoriano par de Sperry Top-Siders para cada día de la semana. A Kate sólo se le permite tener cosas que pueda usar para ir a la iglesia, lo que significa que ha gastado los últimos cinco años de su mesada en un guardarropa secreto que mantiene en su casillero del gimnasio de la escuela. En este momento está coleccionando cintas de encaje para la cabeza demasiado costosas, porque quiere parecerse a una nueva cantante de pop con un nombre severamente católico.
Pero el Escuadrón Peculiar es un ejemplo bastante soso, en realidad. Tam y sus amigas parecen estrenar un nuevo labial o un tono de delineador de ojos distinto todos los días. Y no me des un megáfono ni me preguntes cuánto debe gastar Steve Harrington en productos para el cabello y anteojos de sol gruesos y poco favorecedores, porque la gente en Michigan se enterará de todo.
Se supone que todo en nuestras vidas debe ser brillante, de una gran tienda o asquerosamente costoso. Estos elementos son la Santísima Trinidad. Otra cosa en la que el monstruo de la preparatoria es bueno: un consumo constante y cada vez más acelerado. Ni siquiera intento seguir el ritmo. Me encantan los libros de bolsillo maltratados que encuentro en la venta de libros de la biblioteca. Las únicas piezas de tecnología que poseo son un Walkman barato para escuchar mis cintas de idiomas y una cámara Polaroid que Kate me regaló de cumpleaños la primavera pasada (y sospecho que era su modelo viejo, porque ella tenía una ocho milímetros más nueva y brillante). La mayor parte de mi ropa es vintage o heredada por varios “primos”. (No son mis primos en realidad, sino los hijos de los amigos hippies de papá y mamá. Y tienen muchos hijos.)
Estoy de acuerdo con mamá en esto.
Pero ese argumento tiene otra cara.
—Tú y papá están demasiado interesados en las cosas viejas. Si algo se hizo en los años sesenta, de inmediato piensas que es sagrado. Sabes que no puedes adorar el macramé y las lámparas de lava, ¿verdad?
Mamá se cruza de brazos y me mira con los ojos entrecerrados, su estado genial se ve interrumpido por completo.
—En serio, ¿cómo terminaron dos absolutos hijos de las flores varados en Hawkins, Indiana? —pregunto, dejándome caer en la alfombra y metiendo los pies debajo de mí. Es una batalla de la progenie contra los padres, y me quedaré aquí hasta que me cuente la verdad.
—¿En verdad necesitas saberlo? —pregunta mamá.
—En verdad.
No hago muchas preguntas a mamá y papá o, si las formulo, suelen ser retóricas. No exijo respuestas. Siempre he sido una “niña fácil”, como me llama mamá: fluyo con las cosas y nunca me meto en problemas. Quizá sea la novedad de este momento lo que la hace sospechar, o tal vez simplemente no le gusta hablar de su pasado, a menos que sea en sus propios términos.
—¿Para qué?
—Un proyecto de la escuela —digo encogiéndome de hombros—. Sobre nuestros orígenes.
Soy buena para reaccionar rápido. ¿Ya lo había mencionado?
Mamá ríe y hace girar sus brazaletes al ritmo del arrullo agudo de “You Make Loving Fun”.
—Tu origen fue en la parte trasera de una vagoneta Volkswagen después de una noche particularmente mágica en la costa de Oregón…
Me cubro los oídos con las manos, me incorporo de un salto y me aparto de esta situación descaradamente inaceptable.
En mi habitación, me coloco los audífonos metálicos y vuelvo a encender el Walkman. Retoma la cinta de Francés 2, lado 1, “Saludos y despedidas”, pero el tono suave y monótono de la voz de la mujer que dice “Bonjour! Salut! Coucou! Allô? Au revoir! Je suis désolée, mais je dois y aller” no me viene bien en este momento.
Recurro a mi limitada selección de música verdadera y pongo el disco de Stevie Nicks, Bella Donna, para competir con el eterno Fleetwood Mac de mamá. Es apenas un pequeño acto de rebeldía, pero alivia la picazón. Paso directamente a la apertura superdramática de “Edge of Seventeen”. La música se derrama sobre mí mientras me arrojo sobre la alfombra.
Miro fijamente el techo.
El techo me mira fijamente.
Estoy aquí atrapada, definitivamente atrapada, y no sé qué hacer. Stevie Nicks, a su manera ominosa, me recuerda que ni siquiera estoy cerca de los diecisiete. Hay una especie de esperanza en los diecisiete, una promesa de aventura con la que sólo puedo soñar. Más allá de eso, los dieciocho están esperando. Y la libertad. Y el resto de mi vida.
Sólo tengo quince años y medio.
Nadie escribe canciones sobre eso.
Capítulo cuatro
10 DE SEPTIEMBRE DE 1983
En Hawkins, incluso un viaje al supermercado puede resultar complicado.
Sólo estoy aquí para comprar la comida chatarra necesaria para mi reunión de sábado con Kate, pero me quedo atascada en la fila de la caja detrás de una mamá que reconozco de la escuela. La señora Wheeler. Su hija, Nancy, no parece estar con ella, pero viene acompañada por cuatro personitas, y al menos una de ellas es su descendencia. Todos están dando vueltas en lugar de ayudarla, bombardeando el pasillo de los cereales, gritándose cosas crípticas a través de walkie-talkies.
—Está bien, Mike —llama la señora Wheeler en su tono más indulgente—. No seas demasiado salvaje, ¿de acuerdo?
Mike, su extremadamente pálido hijo, le gruñe y huye corriendo.
—Son unos auténticos demonios —admite la señora Wheeler a la mujer con gesto de abuela que trabaja en la caja, y ambas sueltan una risita.
Qué gran broma.
La señora Wheeler lleva un vestido blanco y tacones altos de color rosa, y su cabello está peinado en una tempestad rubia. Hay una enorme cantidad de comida en su carrito, pero parece que necesita recibir urgentemente una pequeña charla nutricional. Literalmente, no deja de parlotear con la cajera. Habla sobre la nueva señal de alto que pusieron (parece que las pautas de tránsito son un gran problema cuando no tienes otra cosa de que hablar).
Cuando todo está registrado, la mujer voltea. Su fachada se desliza por un segundo, su voz suena más como una sargento de instrucción que una edulcorada mamá de televisión.
—¡Mike! ¡Trae a tus amigos aquí y ayuden con las bolsas!
Su fantasmal hijo responde con un alarido:
—Mamá. ¡Estamos ocupados!
Las manchas de rubor en las mejillas de la mujer se tensan mientras hace muecas.
—Bien, Mike, sólo… ¿se reúnen conmigo afuera?
Mike refunfuña y aprieta un botón de su walkie-talkie.
—Nos encontraremos con la Medusa Rubia afuera.
La señora Wheeler suspira. Luce miserable, pero tiene los dientes trabados en una sonrisa tensa mientras voltea hacia el chico que está empaquetando sus compras.
—¿Podemos darnos prisa, por favor? —le pregunta.
—Lo siento, señora Wheeler.
Ella frunce el ceño y continúa reprendiéndolo, con la sonrisa presente todo el tiempo, porque él no está empacando “como se debe”. La señora Wheeler parece perfectamente cómoda tratando a este joven como su criado, como si de alguna manera estuviera por debajo de ella. Siento como si estuviera observando el orden social de la preparatoria en la vida salvaje. Nada de eso se detiene cuando nos graduamos, no mientras permanezcamos aquí, en Hawkins; simplemente evoluciona, toma nuevas formas.
Cuando la señora Wheeler (por fin) se mueve, dejo caer mis M&M’s y la barra de Milky Way ya un poco derretida en el mostrador, y espero a que la señora de la caja me llame mientras busco en los bolsillos de mi chamarra de mezclilla el cambio.
La señora Wheeler me mira directamente y dice:
—Oh, cariño, ¿sólo dulces? Tienes tanta suerte de no tener que preocuparte por tu figura todavía —alisa la parte delantera de su vestido, mostrando un estómago Jazzercise en verdad tonificado—. Recuerdo haber sido así cuando estaba en la preparatoria. Yo era igual que tú.
Río. No puedo evitarlo.
No hay forma de que la señora Wheeler fuera como yo en la preparatoria. Ella debe haber sido de lo más popular.
—Oh, crees que sólo soy una vieja y tonta mujer —dice, aunque no es ni remotamente vieja—. Pero crecí en Hawkins y puedo asegurarte que esos días de escuela son dorados. Deberías disfrutarlos. Tienes que disfrutar de las cosas… —mira por el aparador de vidrio de la tienda, donde los cuatro pequeños salvajes fingen ser espías— mientras puedas.
¿Qué les sucede a las personas que ya nada disfrutan?, quiero preguntar. ¿Qué tanto empeorará para nosotros? ¿Qué destino horrible tiene preparado este pueblo para cualquiera que no esté en la cima del orden social?
No le pregunto nada de eso, por supuesto.
Dejo un montón de cambio en el mostrador, tomo mis golosinas y corro.
Capítulo cinco
10 DE SEPTIEMBRE DE 1983
Para cuando llego a casa de Kate, el Milky Way está prácticamente derretido.
—Pasa —dice ella—. No hay padres en la costa.
Kate tiene ese tipo de padres que van a la iglesia dos veces los fines de semana y se quedan allí prácticamente todo el día. Una vez que comenzamos la preparatoria, se le permitió decidir si quería saltarse los servicios del sábado, siempre y cuando asistiera al grupo de jóvenes los martes por la noche. No le tomó mucho tiempo comprender que los puntos que obtendría por un fin de semana doble en la iglesia nunca podrían superar el tener una séptima parte de la semana para ella sola.
Ya se vistió con su guardarropa secreto. (Guarda un atuendo para el fin de semana en su mochila.) Ambas llevamos pantalones con estribo y camisetas extragrandes en colores brillantes y semicontrastantes. (Verde azulado y amarillo brillante para mí, fucsia y naranja para Kate.) Mi estilo diario es un poco más de jeans y camisetas de segunda mano, pero a Kate le encanta que combinemos.
Hacemos palomitas de maíz en la estufa (sus padres no creen en el microondas) y las servimos en un tazón grande. Vierto toda la caja de M&M’s encima. Tuve que pasar por ellos de camino porque ninguna de nuestras unidades parentales confía en el azúcar procesada.
—Ahhh —dice Kate, clavando ambas manos en el tazón—. Comida de dioses.
—¿No es la ambrosía? —pregunto.
—Si hubiera dioses en Hawkins, definitivamente comerían esto —dice, masticando.
—Escuché ese si