Sueños de futuro - Susan Mallery - E-Book

Sueños de futuro E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

¿Podría olvidar el pasado y entregarse al futuro junto a él? La monitora de defensa personal D.J. Monroe quería estar bien preparada para no dejarse avasallar. Por eso le pidió al peligroso y atractivo Quinn Reynolds que la instruyera. D.J. no salía con hombres, no confiaba en ellos y no permitía que nadie entrara en su mundo. Sin embargo no tardó en darse cuenta de que se estaba enamorando de Quinn. El duro Quinn cayó rendido, literalmente, a los pies de aquella preciosa mujer vestida de camuflaje. Un solo encuentro con ella y supo que tenía un gran problema. Su arriesgada profesión en las Fuerzas Especiales del Ejército le había enseñado a no acercarse a nadie, pero D.J. lo hacía desear poder olvidarse de toda precaución y tratar de conquistar su corazón...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Susan Macias Redmond. Todos los derechos reservados.

SUEÑOS DE FUTURO, N.º 1544 - Diciembre 2012

Título original: Quinn’s Woman

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1244-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Intenta traer a éste vivo —dijo el sheriff Travis Haynes señalando con la cabeza a un soldado que esperaba sobre un podio improvisado.

—Vivo lo garantizo —aseguró D.J. Monroe agarrando un rifle de encima de la mesa—. Pero de una pieza va a ser más complicado.

Los hombres que estaban alrededor se rieron, pero el soldado en cuestión palideció. D.J. le pasó el rifle, agarró otro para ella y comenzó a caminar. Se figuró que el que iba a ser su compañero durante las siguientes catorce horas echaría a correr detrás de ella cuando entendiera que no tenía intención de esperarlo.

Y así fue: treinta segundos más tarde escuchó el sonido de unos pasos veloces sobre el pavimento.

—¿Cómo te llamas, chico? —le preguntó cuando la hubo alcanzado.

—Soldado Ronnie West, señora.

D.J. lo miró un instante. Parecía más alto todavía que ella, que superaba el metro ochenta. Era delgado y casi imberbe.

—¿Has cumplido ya los dieciocho, Ronnie?

—Sí, señora. Hace casi cuatro meses.

—¿Te parece mal que te haya tocado una mujer como pareja? —le preguntó.

—No, señora —aseguró el chico abriendo desmesuradamente sus ojos azul claro—. Me siento muy honrado. Mi sargenteo me ha dicho que es usted una de las mejores y que tenía una suerte de cojones por tener la oportunidad de verla trabajar —dijo inclinando la cabeza y sonrojándose —lamento haber dicho una palabrota, señora.

D.J. se detuvo y se giró hacia el chico. Los juegos de guerra anuales entre los servicios de emergencia de Glenwood, California, y la base local del ejército eran una oportunidad para que todos practicaran, aprendieran y lo pasaran bien.

La mañana habían transcurrido entre carreras de obstáculos, prácticas de tiro y planeas de estrategia. A ella no le interesaba nada de aquello. Esperaba con impaciencia la hora de los juegos de búsqueda y captura.

A partir de aquel momento y hasta las seis de la mañana, su compañero y ella deberían encontrar y llevar cinco prisioneros enemigos. D.J. había ganado aquel juego durante los últimos cinco años. Para ella era un motivo de orgullo. Los demás participantes protestaban achacándoselo siempre a su buena suerte, incapaces de comprenderlo. Sobre todo teniendo en cuenta que siempre tomaba como compañero a un recluta relativamente novato.

—Dejemos algunas cosas claras, Ronnie —aseguró—. Puedes decir todas las palabrotas que quieras. Dudo mucho que se te ocurra alguna que no haya escuchado ya o incluso pronunciado. ¿Te parece bien? —le preguntó sonriéndole.

—Sí, señora.

—Bien. Yo estoy al mando de esta misión. Tú estás aquí para escuchar, aprender y cumplir mis órdenes. Si te cruzas en mi camino te cortaré una oreja. O algo que echarías de menos todavía más. ¿Entendido?

Ronnie tragó saliva y luego asintió con la cabeza.

D.J. entró en la tienda que su equipo utilizaba como cuartel general y agarró su mochila. Cuando salió, sacó un cuchillo de su interior y se lo colocó en la bota.

—Revisa tus armas —le dijo al chico.

—No están cargadas —respondió él frunciendo el ceño.

—Compruébalo de todas maneras. Tienes que revisarlo siempre.

—Sí, señora.

Ronnie se aseguró de que tanto el revólver como el rifle estaban descargados. D.J. se caló la gorra hasta las cejas y echó a andar lamentando que hiciera una tarde tan brumosa. Aunque se dijo a sí misma que la niebla reducía el riesgo de crear sombras seguía sin gustarle nada la sensación de fría humedad. Ya estaban casi en julio. Debería hacer sol y calor.

Dos horas más tarde entraron en territorio «enemigo». D.J. disminuyó el paso para evitar que los descubrieran. Su camiseta de talla extra grande estaba empapada y se le pegaba a la piel, algo que detestaba. El agua le resbalaba por el gorro. Era el día perfecto para quedarse leyendo acurrucada en el sofá, no para deslizarse por el bosque como una serpiente en busca de hombres que creían saberlo todo. Pero los juegos de guerra la ayudaban a mantenerse alerta, y en eso consistía básicamente su vida. Así que el libro tendría que esperar.

D.J. presintió un ruido, más que escucharlo. Se detuvo y Ronnie hizo lo mismo. Tras pasarle en silencio su mochila y ordenarle que estuviera quieto, D.J. rodeó un grupo de árboles para salir por el otro lado.

Había un hombre sentado en una piedra estudiando un mapa. Se trataba de uno de los médicos del servicio de urgencias. Tendría unos treinta y tantos años y estaba más o menos en forma aunque para ella no supusiera ningún reto. Pero tendría que conformarse con lo que había.

D.J. pisó deliberadamente una rama y se ocultó entre las sombras de un árbol grande. El hombre se puso en pie y se giró hacia el lugar donde había escuchado el ruido. Se dejó en el suelo el rifle y la mochila. Llevaba el revólver en la mano, pero dudaba mucho de que supiera cómo utilizarlo. Cuando lo tuvo a menos de un metro, D.J. lo agarró del brazo y lo tiró al suelo de una patada. El hombre aterrizó exhalando un grito de dolor.

D.J. ya estaba encima de él. Tras quitarle el revólver y arrojarlo lejos, le dio la vuelta y le ató las manos a la espalda. Cuando estuvo a punto de terminar con los pies, el hombre abrió la boca para respirar.

—Muy bien, chico —exclamó ella—. Ya puedes venir.

—Ha sido increíble —aseguró Ronnie mirando al hombre maniatado con la boca abierta.

—¿Y ahora qué? —preguntó el médico con cara de pocos amigos.

—Ahora relájate mientras buscamos otra presa —contestó D.J. con una sonrisa—. No voy a hacerle perder el tiempo a Ronnie obligándolo a regresar al cuartel con un solo prisionero.

—Ni hablar. No podéis dejarme aquí. Llueve. El suelo está mojado.

—Es la guerra —respondió ella encogiéndose de hombros.

El hombre seguía gritando cuando ya estaban casi a un kilómetro de distancia de él. A D.J. le hubiera gustado taparle la boca con esparadrapo, pero habría violado las reglas del juego.

Era una pena.

Una hora más tarde se encontraron con tres hombres que fumaban y reían, inconscientes del peligro que corrían de resultar capturados.

D.J. estudió la situación y luego apartó a Ronnie a un lado para poder hablar con él sin ser oídos.

—Si quieres ganar tienes que estar dispuesto a hacer todo lo que sea necesario —aseguró quitándose la mochila—. Hay que pillar al enemigo por sorpresa. Voy a esperar mientras alcanzas tu posición. Dirígete al este y rodéalos. Cuando yo salga estarás frente a mí y de espaldas a ellos. Cuando estén distraídos, dirígete hacia ellos apuntándolos con el rifle.

Ronnie asintió con la cabeza, pero ella vio la duda reflejada en sus ojos. Sin duda el chico quería saber cómo se las iba a arreglar para distraer a tres hombres al mismo tiempo. D.J. sonrió. Aquello iba a resultar muy fácil.

Primero se quitó la camiseta de manga larga. Debajo llevaba otra verde oliva muy corta y ajustada. Iba sin sujetador. Ronnie abrió los ojos desmesuradamente.

Luego ella se aflojó la cinturilla de los pantalones y se los bajó hasta la cadera. El revólver se lo colocó a la espalda. Entonces se quitó la gorra y se soltó el cabello, dejando al descubierto una larga melena castaña.

—Es usted preciosa —murmuró el chico con la boca abierta—. Lo siento, señora —se disculpó al instante—. No quise decir que...

—Está bien —lo cortó ella haciendo un gesto con la mano—. Ve a tu posición. Te daré dos minutos de ventaja.

D.J. esperó el tiempo pactado antes de acercarse al grupo. Seguían charlando y fumando. Ella sacó pecho y comenzó a caminar hacia ellos tratando de parecer una mujer fácil y al mismo tiempo perdida.

—Estoy tan perdida —dijo en voz baja—. Caballeros, ¿alguno de ustedes podría ayudarme?

Ellos eran todos soldados profesionales del ejército. Pero no esperaban encontrarse con una mujer semi desnuda en medio del bosque. Hacía frío y había humedad, así que no le pilló por sorpresa que todas las miradas se centraran en su pecho.

—¿Tienes algún problema, señora? —dijo el mayor del grupo acercándose a ella.

D.J. pensó con satisfacción que se trataba de una pandilla de idiotas. Habían dejado los rifles apoyados contra el tronco de un árbol. Un paso más y los tendría a su alcance.

—No sé qué me ha pasado —susurró rizándose un mechón de pelo con un dedo—. Ni siquiera recuerdo en qué equipo estoy. Me apunté a los juegos porque mi novio me lo pidió, total para que luego el muy imbécil me abandonara hace tres días —aseguró parpadeando como si estuviera luchando contra las lágrimas—. Tengo frío y estoy cansada y sola.

Los hombres se acercaron sin dudarlo.

—¡Quietos ahí! Las manos arriba.

Había que reconocer que Ronnie parecía poderoso al dar órdenes. Los hombres se giraron hacia él. Cuando volvieron la visa D.J. los estaba apuntando con su revólver.

Dos de los oficiales soltaron una palabrota, pero el tercero se rió.

—Una actuación muy buena —le dijo.

—Gracias.

En cuestión de minutos los tres estaban atados.

El límite de capturas estaba en cinco. Había una gratificación extra para quien llevara a más de cuatro antes de la medianoche. Cuanto antes se llevara a los «enemigos» al campo, más puntos.

—¿Recuerdas dónde hemos dejado al médico? —le preguntó D.J. a Ronnie tras ponerse de nuevo la camiseta larga y ajustándose los pantalones.

—Sí, señora.

—Bien, pues llévate a estos tres contigo y déjalos a todos en el cuartel general. Asegúrate de que nos dan los puntos de bonificación y luego reúnete aquí conmigo. No andaré lejos.

Cuando D.J. se quedó sola se sentó al pie de un árbol y cerró su mochila. Por fin había dejado de lloviznar. Estaba empezando a anochecer y la temperatura no había subido ni un grado. Pensó en encender una hoguera, pero eso supondría delatar su posición, y eso no le interesaba. Si nadie se acercaba demasiado se quedaría donde estaba hasta que Ronnie regresara. Según sus cálculos tardaría aproximadamente dos horas en ir y volver. En caso contrario podría encontrar a otro prisionero ella sola y regresar al campo base poco antes de la medianoche.

Casi una hora después a D.J. le pareció escuchar algo. No se trataba de pasos ni de ningún movimiento de arbustos. No pudo identificar el ruido, pero provocó que el vello de los brazos se le pusiera de punta y todos sus sentidos estuvieran en alerta.

Allí había alguien.

Tras comprobar que tenía el revólver en su sitio, D.J. agarró su rifle y dejó la mochila escondida bajo unas hojas, dispuesta a averiguar quién se acercaba.

Primero se dirigió hacia el este y luego al sur para pillarlo por la espalda. Trabajaba instintivamente, sin escuchar todavía nada concreto, pero sabiendo que estaba allí.

Tardó treinta minutos en completar el circuito. Cuando apareció a escasos metros de su punto de partida, observó con disgusto a un tipo que estaba sacando su mochila de su escondite. Había ido directamente allí, como si lo hubiera sabido desde el principio. ¿Cómo lo había hecho? Mientras el hombre abría distraídamente la mochila, D.J. se dispuso a atacar.

—Bang, estás muerto —dijo apoyando la punta del rifle contra la espalda del desconocido—. Ahora levántate muy despacio. Los fantasmas no se mueven con rapidez.

El hombre cerró con parsimonia la mochila y levantó las manos.

—Te he oído moverte por ahí. ¿Qué estabas haciendo? ¿Jugar al fútbol con los conejos?

A D.J. no le hizo ninguna gracia el comentario ni el tono burlón. Primero porque sabía que no había hecho nada de ruido y segundo porque era ella la que tenía el arma.

—Mantén las manos en alto —ordenó echándose para atrás lo suficiente como para que él no pudiera agarrar el rifle.

Con aquel hombre de espaldas, D.J. consideró la situación. Era alto, mediría algo más de dos metros, y musculoso. Su instinto le decía que no se trataba de un aficionado, como lo eran muchos de los participantes. Nada en él le resultaba familiar, lo que significaba que probablemente perteneciera al ejército, tal vez a alguna fuerza especial.

D.J. no le veía el revólver, lo que le preocupaba. Su rifle estaba en el suelo al lado de la mochila, pero, ¿y el revólver?

—¿Cuánto tiempo más vamos a seguir así? —preguntó él con naturalidad—. ¿O se te ha olvidado lo que hay que hacer después? Se supone que me tienes que girar, mirarme a los ojos y atarme. ¿Es que no te acuerdas?

—Eres un insolente, muchacho.

—¿Muchacho? —se burló él—. Cariño, no me parece que tú seas tampoco muy mayor.

«Maldito arrogante», pensó D.J. molesta. No había duda de que pensaba que al ser mujer sería más fácil de vencer.

—No tengo ningún interés en mirarte a los ojos —aseguró ella—. Las manos a la cabeza y de rodillas.

—Pero si acabo de levantarme —protestó el hombre como si fuera un niño protestando porque lo obligaran a comer verdura—. ¿Por qué no decides primero qué es lo que quieres y luego me das la vuelta?

—Escucha, mentecato... —comenzó a decir D.J. apretando los dientes.

El hombre se movió a la velocidad del rayo. Primero estaba dándole la espalda y un segundo después se giró, le dio una patada al rifle con la fuerza suficiente como para hacerle daño en el brazo. D.J. soltó involuntariamente el arma, que fue a parar al suelo.

Pero ella casi no fue consciente. Con el brazo dolorido estaba en seria desventaja. Aunque no iban a luchar. Su adversario sacó un revólver de no se sabía dónde y la apuntó directamente a la cabeza.

Fiel a su filosofía de utilizar todas las armas a su alcance, D.J. se llevó el brazo dolorido al pecho. Con la mano libre se agarró la muñeca y comenzó a gemir suavemente.

El hombre no bajó el arma, pero dio medio paso adelante. Era tan fuerte como ella había supuesto, alto, de ojos oscuros y con una leve sonrisa que le curvaba los labios.

—¿Qué pasa? —preguntó poniéndose serio—. Le he dado al rifle, no a ti.

—Tal vez fuera ésa tu intención, pero has fallado el golpe —aseguró D.J. mordiéndose el labio inferior—. Creo que tengo la muñeca rota.

—No te he dado en la muñeca —insistió él frunciendo el ceño.

—Claro —respondió D.J. mirándolo fijamente—. Te creerás que con esas botas que llevas puedes sentir exactamente dónde me has dado.

D.J. cruzó mentalmente los dedos y estuvo a punto de gritar de júbilo cuando él bajó la vista hacia su calzado. Un segundo de distracción era lo único que ella necesitaba.

D.J. levantó al toda prisa el pie y lo estampó con fuerza contra el vientre del hombre. Pero a pesar de la rapidez y la firmeza del movimiento, el hombre se las arregló para agarrarle la pierna. Ella comenzó a perder el equilibrio y al moverse golpeó sin querer la cabeza de su rival con la culata del revólver. El hombre cayó como una piedra.

Lo primero que D.J. pensó fue que estaba muerto. Luego vio cómo su pecho subía y bajaba. Su segundo pensamiento fue que más le valía atarle mientras estuviera inconsciente porque seguro que cuando volviera en sí no lo conseguiría.

Capítulo 2

Quinn recuperó la conciencia segundos antes de abrir los ojos. Rápidamente registró el hecho de que estaba tumbado de espaldas sobre el barro con las manos atadas detrás. Soltó una palabrota en silencio. Lo habían vencido, pero no por una fuerza superior o alguien mejor entrenado, sino por pura suerte.

Y lo peor era que aquella mujer lo había atado mientras estuvo inconsciente. Porque de otra manera desde luego que no lo habría conseguido.

¿Y ahora qué? Decidió fingir durante un rato más que seguía inconsciente para que su captora sufriera, pero antes de que pudiera llevar a cabo su plan sintió una mano en el tobillo. Aquello despertó su interés. Abrió los ojos, dispuesto a no perderse aquella parte de la actuación.

El sol ya se había ocultado, pero había luz de sobra gracias a la linterna de campaña que la mujer había colocado sobre el suelo. Ella se inclinó sobre su tobillo izquierdo y sacó el cuchillo que Quinn tenía escondido en la bota. Giró la cabeza y vio que ya le había quitado el otro que tenía escondido en el cinturón.

Ella le recorrió el muslo con la mano hasta la altura de la rodilla y repitió la operación en la otra pierna.

—Un poco más a la izquierda, por favor —dijo cuando pasó rozando un punto sensible.

La mujer alzó la vista. Se le había caído la gorra en algún momento de la pelea. Quinn captó un atisbo de cabello oscuro recogido en una goma, ojos marrones, una boca bonita y un rastro de pecas sobre una piel ligeramente bronceada. Pensó con cierta indiferencia que era guapa. No, más que guapa. Era elegante y al mismo tiempo dura. Una combinación intrigante.

Una de sus bien dibujadas cejas se alzó levemente.

—¿Un poco a la izquierda? —repitió ella deslizando la mano hacia su entrepierna palmoteándosela—. Ya sé que a la mayoría de los hombres os gusta pensar en su equipamiento como si fuera un arma, pero a mí no me interesa ni lo más mínimo.

—Eso lo dices ahora, que estoy atado y me tienes a tu merced —bromeó Quinn.

—No cambiaría de opinión bajo ninguna circunstancia —aseguró ella poniéndose en pie—. Creo que ya estás desarmado.

Quinn trató de mover las manos, pero el nudo no se aflojó ni lo más mínimo. Le había hecho un buen trabajo. Tendría que encontrar otro modo de escapar. Aunque en aquellos momentos no tenía interés en ir a ningún otro lado. Su captora era lo más entretenido que le había pasado en meses.

Deslizó la mirada por su pecho, deteniéndose en sus senos lo suficiente como para que ella se pusiera tensa. Luego centró de nuevo la atención en su rostro. La mujer entornó los ojos y apretó la boca pero no protestó. Seguro que en algún momento del camino había aprendido las normas. Si iba a jugar en un mundo de hombres tendría que vivir con las leyes masculinas. Aunque aquello no significara que tuvieran que gustarle.

Se miraron el uno al otro como si se tratara de un pequeño concurso de voluntades. Quinn sabía que al final podría vencerla, pero decidió optar por algo más interesante. Un reto.

—Has hecho trampa —aseguró con voz calmada.

Esperó a que ella parpadeara, se sonrojara, mostrara cierta culpabilidad. Pero la mujer se limitó a encogerse de hombros.

—He ganado.

—Te has aprovechado de un accidente.

—Exacto —reconoció ella sentándose a su lado—. ¿No habrías hecho tú lo mismo?

A Quinn no le hubiera hecho falta ningún accidente para ganar, pero no había necesidad de decirlo. Ella ya lo sabía.

—Además —continuó explicando la mujer—, ésa era mi única oportunidad de atarte. Si no, no te habrías dejado.

—Bien visto.

—Bueno, ¿y quién eres? —le preguntó.

—Tu prisionero de guerra. ¿Vas a aprovecharte de mí?

—Parece como si estuvieras indefenso —respondió ella sonriendo levemente—. Y sabes de sobra que estás completamente a salvo.

—Lástima.

Parecía como si fuera a sonreír abiertamente, pero logró contenerse.

—No me has contestado —dijo cuando consiguió ponerse seria de nuevo.

—Ya lo sé.

Ella quería saber quién era y Quinn se lo diría... A su debido tiempo. En aquel instante, a pesar del frío de la noche y del barro húmedo se estaba divirtiendo. En su momento pensó que los juegos de guerra serían aburridos y demasiado sencillos. Se alegraba de haberse equivocado.

—Si no quieres decirme tu nombre dime al menos por qué bajaste la vista —le pidió la mujer inclinándose sobre él—. Eres un buen luchador. Tenías que saber que era un error.

¿Un buen luchador? Ahora le tocó sonreír a Quinn. Era mucho más que eso.

—Sabía que estabas alerta y quería ver qué harías después —aseguró.

—¿Me estabas poniendo a prueba? —preguntó ella poniéndose tensa.

—Más bien estaba jugando contigo.

La mujer contuvo visiblemente la respiración. Sus ojos oscuros se entornaron y Quinn tuvo la sensación de que le hervía la sangre.

—Quinn Reynolds —dijo para distraerla—. Ése es mi nombre.

—Así que no me lo dices cuando te lo pregunto y me lo cuentas cuando a ti te apetece —reflexionó ella.

—Algo parecido —contestó Quinn cambiando de tema porque sabía que ella no le diría su nombre—. ¿Dónde está tu compañero?

—Regresará en cualquier momento y entonces te llevaremos al cuartel general. Ha ido a llevar a nuestros cuatro primeros prisioneros. ¿Y el tuyo?

—Me apunté demasiado tarde como para encontrar pareja. Además, prefiero trabajar solo.

—Claro —comentó ella con aire de mofa—. Los machos paramilitares como tú siempre lo prefieren.

—Eso es un prejuicio.

—Es un hecho comprobable.

Quinn no quería entrar en aquella discusión. Así que miró al cielo gris.

—Va a empezar a llover otra vez. Si no piensas llevarme al cuartel enseguida al menos podías ponerme a cubierto.

Ella también alzó la vista, pero no había mucho que ver en la oscuridad. Quinn se estaba temiendo que lo dejara en el barro, pero para su sorpresa ella sacó una tela de la mochila y la colocó en un árbol cercano. Luego lo agarró de los brazos para llevarlo hasta allí.

Quinn se quedó impresionado con su fuerza. Al mismo tiempo, su expresión enfadada lo divertía. ¿Qué era lo que la sacaba de sus casillas? ¿Que su compañero no hubiera regresado todavía? ¿Que ambos supieran que él era mejor que ella y sólo sería su prisionero mientras a él le viniera bien?

—¿Y tú qué eres? —le preguntó—. Militar no.

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó ella a su vez sentándose con las piernas cruzadas.

—¿Me equivoco?

La mujer negó con la cabeza.

Justo en aquel momento los cielos se abrieron. La lluvia golpeó contra el suelo. En cuestión de segundos el lugar en el que Quinn había estado tumbado se convirtió en un lodazal. Él atrajo las rodillas contra su pecho para evitar que se le empaparan los pies.

Su captora parecía molesta. Quinn podía escuchar sus pensamientos desde allí. ¿Cómo habría adivinado que iba a llover? ¿Quién era aquel tipo?

—Si no vas a decirme cómo te llamas puedo intentar adivinarlo —dijo él.

Ella ajustó la luz de la linterna sin hacerle ni caso.

—Brenda —aseguró Quinn.

La mujer no pestañeó.

—¿Bambi? ¿Heather? ¿Chloe? ¿Annie? ¿Sarah? ¿Destiny? ¿Chastity?

—D.J. —respondió ella suspirando.

Quinn quería saber a qué correspondían aquellas iniciales, pero no se lo preguntó. Seguro que eso era lo que ella esperaba.

—Me gustaría estrecharte la mano, pero en este momento las tengo atadas.

—Eso ya lo veo —respondió la joven con una sonrisa.

Vaya. Tenía sentido del humor. Aquello le gustaba. Una mujer dura y fuerte dentro de un envoltorio muy femenino. Si consiguiera que ella le hiciera otro reconocimiento corporal, aquélla sería una noche completa.

D.J. miró el reloj y supo que su chico no regresaría a su lado pronto. Habían pasado casi cuatro horas desde que Ronnie se marchó. O se había perdido o lo habían capturado. Si anduviera por ahí cerca lo habría escuchado trasteando por los arbustos. El silencio le indicaba claramente que estaba completamente a solas con su prisionero.

Centró de nuevo su atención en Quinn. Parecía sorprendentemente relajado para tratarse de un hombre que había estado un par de horas atado en el suelo. Había dejado de llover, pero seguía haciendo frío y el aire estaba húmedo. D.J. se estremeció ligeramente. Nada le gustaría más que regresar al campamento. Sólo había una cosa que se lo impedía. Una cosa muy alta, muy fuerte... Y muy masculina.

—Las reglas del juego dicen que un prisionero puede hacer lo que sea para escapar —aseguró ella—. Pero cuando su captor lo lleva de vuelta al cuartel general, entonces debe regresar en silencio.

—Eso he oído —respondió Quinn asintiendo con la cabeza.

—¿Y?

—Nunca he sido de los que siguen las normas —aseguró él encogiéndose de hombros.

Justo lo que se imaginaba. Si Ronnie estuviera allí para ayudarla tal vez tuviera una posibilidad de retener a Quinn, pero estando ella sola se le escaparía. Odiaba tener que admitirlo, pero así era.