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En el Londres victoriano, Sweeney Todd, un barbero de la calle Fleet, asesina a sus clientes con su afilada navaja y, con la ayuda de la señora Lovett, convierte los cuerpos en el relleno de unos populares pasteles de carne. Mientras la ciudad disfruta del macabro manjar, Johanna, hija de una víctima desaparecida, y Anthony, un joven marinero enamorado de ella, investigan los oscuros secretos del barbero. Enredado en su red de crímenes y enfrentando el peso de sus actos, Todd ve su imperio desmoronarse en un clímax trágico que revela la crueldad y desesperación de la sociedad victoriana.
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Sweeney Todd, el barbero de Fleet Street
Anónimo
Anónimo
Título original: «The String of Pearls: A Romance» (1846)
Traducción: Marino Costa González
Edición digital: Enero de 2025
Diseño Uve Books
Edita: Uve Books
www.uvebooks.com
ISBN: 978-84-129384-7-0
© Uve Books. Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio sin la autorización previa y por escrito del titular de los derechos.
Sweeney Todd no es solo un personaje de ficción nacido en el Londres victoriano. Es una creación tan intrincada como el laberinto de sucias calles que lo vio emerger, y su historia es mucho más que una acumulación de asesinatos y pasteles. En él se condensan las ansiedades de una época de transición: un siglo XIX que avanzaba a pasos de gigante hacia la modernidad, dejando en su estela un rastro de miseria, desigualdad y miedo. Su navaja afilada no solo corta gargantas; abre heridas profundas en el tejido de una sociedad obsesionada con el progreso y con las apariencias. Todd no es un simple villano, sino un catalizador que nos obliga a mirar de frente las contradicciones de una era que prometía prosperidad y fortuna para todos, mientras relegaba a la mayoría a las sombras del olvido.
Cuando The String of Pearls se publicó en 1846, Sweeney Todd era apenas una figura más en la plétora de personajes macabros que llenaban las páginas de los «penny dreadful». Sin embargo, había algo en él que lo separaba de los demás: su brutalidad era a la vez visceral y sistemática, casi industrial. La barbería en la calle Fleet, con su silla mortal y su sótano convertido en carnicería, representaba una imagen distorsionada de las fábricas y talleres que proliferaban en aquel Londres de chimeneas humeantes. Todd no era un monstruo lejano; era una posibilidad cercana. Era la figura que encarnaba las peores pesadillas del ciudadano promedio: que los espacios cotidianos, esos lugares que deberían ofrecer seguridad y tranquilidad, fueran en realidad trampas mortales. En un tiempo en que la confianza en los demás era ya precaria, Todd representaba la idea de que incluso la rutina más banal —un simple afeitado— podía convertirse en un acto de traición definitiva. Este elemento de sorpresa, de peligro oculto tras una fachada de normalidad, fue clave para que su historia trascendiera las barreras del entretenimiento barato y se incrustara en el imaginario colectivo.
Londres, en aquellos años, estaba en plena ebullición. El Támesis se había convertido en un río de desperdicios, y la ciudad misma, con su constante expansión, tragaba barrios enteros y vomitaba calles abarrotadas de pobreza. En este contexto, la historia de Todd y sus víctimas era más que un relato de horror: era un reflejo de la desesperación económica que llevaba a hombres y mujeres a extremos inimaginables. Los pasteles de carne de la señora Lovett, una solución macabra para un problema de abastecimiento, eran también una acotación sobre la precariedad alimentaria de una población en la que los recursos siempre eran insuficientes para quienes menos tenían. Esta atmósfera asfixiante, donde la supervivencia era un juego de azar, convirtió la narrativa de Todd en un espejo distorsionado de la realidad. Cada cliente que atravesaba la puerta de la barbería simbolizaba no solo la vulnerabilidad individual, sino también la fragilidad de una sociedad que se tambaleaba bajo el peso de su propia desigualdad.
Desde una perspectiva literaria, Todd es una figura disruptiva. A diferencia de los villanos clásicos de la novela gótica, su amenaza no proviene de castillos remotos ni de criaturas sobrenaturales, sino del entorno cotidiano. En sus manos, la navaja, herramienta de cuidado personal, se transforma en un arma de aniquilación. Este giro narrativo, que coloca el horror en el ámbito de lo familiar, subraya la fragilidad de las rutinas y las certezas, haciendo que el lector se pregunte: ¿quién puede ser de verdad confiable en un mundo donde hasta un barbero es una amenaza?
Pero Todd no es solo un símbolo de la amenaza individual. Sociológicamente, su barbería es un microcosmos donde las jerarquías sociales se desdibujan de la manera más violenta. La clase alta, representada por los ricos caballeros que buscan un afeitado pulcro, termina mezclándose con los más pobres, literalmente convertidos en carne para los pasteles. En este grotesco ciclo de consumo, la crítica al sistema económico es ineludible: Todd, en su propio y retorcido modo, subraya las consecuencias de un modelo que devora a los más vulnerables para alimentar a los poderosos.
Sin embargo, su historia no solo expone los fallos de la sociedad victoriana, sino que ofrece un espejo que sigue reflejando nuestras propias inquietudes contemporáneas. En un mundo donde las desigualdades persisten y el consumo desenfrenado lo abarca todo, Sweeney Todd continúa interrogándonos. ¿Qué tan lejos estamos de una sociedad que disfraza la explotación bajo la apariencia de progreso? ¿Hasta qué punto somos cómplices, como los clientes de la señora Lovett, de las injusticias que preferimos ignorar?
Su figura, más allá de las adaptaciones teatrales y cinematográficas, nos habla de nuestras propias incertidumbres: el temor a la deshumanización, la precariedad económica y las grietas en el tejido social que todavía nos rodea. Su navaja corta a través de las épocas, recordándonos que, aunque las herramientas y los escenarios cambien, la oscuridad humana y las tensiones sociales que la alimentan permanecen. Todd no es un simple villano de ficción: es una advertencia, una interrogación y, quizás, un reflejo inquietante de lo que somos capaces de ser cuando las circunstancias nos empujan hacia los bordes de la humanidad.
¡Escuchad! La iglesia de San Dunstan acaba de anunciar la medianoche, y apenas han terminado de resonar los ecos en el vecindario, ni de repicar el reloj de Lincoln's Inn anunciando la misma hora, cuando Bell Yard, en Temple Bar, se convierte en un hervidero de actividad.
¡Qué alboroto de pies, qué risas y charlas, qué empujones por ser los primeros; y qué cantidad de maniobras ingeniosas emplean algunos de los más fuertes para adelantar a los demás!
La mayoría de estas personas, jóvenes y mayores, proceden de Lincoln's Inn, aunque, ciertamente, predominan los primeros. No obstante, tampoco faltan quienes llegan de los establecimientos legales vecinos; el Templo aporta su propio contingente, y un buen número viene incluso desde la más lejana Gray's Inn.
¿Es acaso un incendio? ¿Una pelea? ¿O algún otro suceso tan alarmante o extraordinario que excite hasta tal punto a los jóvenes miembros de la profesión legal y les lleve a esta especie de locura? No, no es nada de eso. Tampoco se trata de un caso sustancioso que, en manos de algún hábil practicante, pueda convertirse en un lucrativo interés. No, el motivo de este frenesí es puramente físico; y toda esta prisa y carreras, todo este tumulto y esfuerzo, todos estos empujones, risas y gritos tienen como objetivo llegar los primeros a la tienda de pasteles de la señora Lovett.
Sí, en el lado izquierdo de Bell Yard, descendiendo desde Carey Street, se encontraba, en la época de la que hablamos, una de las tiendas más célebres para la venta de empanadas de ternera y cerdo que jamás Londres haya conocido. Altos y bajos, ricos y pobres, acudían a ella; su fama se había extendido por todas partes. Era debido a que el primer lote de estas empanadas salía del horno a las doce en punto que había tal estampida entre los miembros de la profesión legal para conseguirlas.
¡Oh, esas deliciosas empanadas! Había en ellas un sabor que pocas veces se igualaba y nunca se superaba; la masa era de la más delicada elaboración, impregnada con el aroma de un jugo exquisito que desafiaba toda descripción; la grasa y la carne magra estaban mezcladas de manera tan artística.
El mostrador de la tienda de la señora Lovett tenía forma de herradura, y era costumbre de los jóvenes caballeros del Temple y Lincoln's Inn sentarse en fila en su borde mientras saboreaban las empanadas y charlaban alegremente sobre una cosa y otra.
Había una señora Lovett; pero posiblemente nuestro lector ya lo había adivinado, porque ¿qué otra cosa que una mano femenina, y además robusta, joven y atractiva, podría haber osado crear esas empanadas? Sí, la señora Lovett era todo eso; y cada joven enamorado descendiente de la ley, mientras devoraba su empanada, se complacía con la idea de que la encantadora señorita Lovett había preparado esa empanada especialmente para él, y que el destino o la predestinación la había puesto en sus manos.
Era sorprendente observar con qué imparcialidad y con qué tacto la encantadora pastelera repartía sus sonrisas entre sus admiradores, de modo que ninguno podía afirmar que era ignorado, mientras que resultaba extremadamente difícil para cualquiera sostener que era preferido.
Esto era agradable, pero al mismo tiempo resultaba irritante para todos, excepto para la señora Lovett, en cuyo favor se generaba una especie de entusiasmo que le resultaba extraordinariamente rentable. Algunos de los jóvenes creían que quien consumiera más empanadas tendría mayores probabilidades de recibir el mayor número de sonrisas de la dama.
Siguiendo esta suposición, algunos de sus admiradores más entusiastas continuaban devorando las empanadas hasta estar casi a punto de reventar. Pero había otros, con una disposición más filosófica, que solo iban por las empanadas y no mostraban el menor interés por la señora Lovett.
Estos declaraban que su sonrisa era fría e incómoda, que estaba en sus labios pero no en su corazón, y que no era más que la sonrisa ensayada de una bailarina de ballet, una de las cosas menos alegres que existen.
Había quienes iban aún más lejos y, aunque admitían la excelencia de las empanadas y acudían todos los días a disfrutar de ellas, juraban que la señora Lovett tenía un aspecto bastante siniestro. Afirmaban que podían ver cuán superficiales eran sus halagos y que había «un demonio acechante en sus ojos» que, si alguna vez se despertaba, sería capaz de llevar a cabo cosas terribles y no sería tan fácil de calmar nuevamente.
A los cinco minutos de las doce, el mostrador de la señora Lovett estaba repleto, y el aroma apetitoso de las empanadas calientes se escapaba en nubes fragantes hacia Bell Yard, siendo aspirado por más de un pobre desdichado que pasaba por allí.
—¡Eh, Tobias Ragg! —dijo un joven con la boca llena de empanada—. ¿Dónde has estado desde que dejaste al señor Show en Paper Buildings? No te he visto en varios días.
—No —respondió Tobias—. He cambiado de oficio; en lugar de ser abogado y ayudar a afeitar a los clientes, ahora voy a afeitar a los abogados. Una empanada de cerdo, por favor, señora Lovett. ¡Ah! ¿Quién pasaría sin comer pudiendo disfrutar de empanadas como estas, eh, maestro Clift?
—Bueno, son buenas, claro que lo sabemos, Tobias. Así que, ¿te vas a dedicar a ser barbero?
—Sí, estoy con Sweeney Todd, el barbero de Fleet Street, frente a San Dunstan.
—¡Vaya con eso! Pues voy a una fiesta esta noche. Necesito estar bien vestido y afeitado. Voy a contratar a tu maestro.
Tobias acercó su boca al oído del joven abogado y le susurró una sola palabra:—No.
Acto seguido, Tobias se llevó un dedo a los labios en señal de silencio y se marchó. Estaba a punto de entrar en la tienda de su maestro cuando creyó escuchar desde el interior un extraño sonido, como un grito agudo. Por un impulso del momento, retrocedió un par de pasos y luego, llevado por otro impulso, avanzó con rapidez y entró directamente en la tienda.
El primer objeto que llamó la atención de Tobias, sobre una mesa lateral, fue un sombrero con un elegante bastón de paseo con empuñadura de oro colocado sobre él.
El sillón donde los clientes solían sentarse para ser afeitados estaba vacío, y el rostro de Sweeney Todd se asomaba desde la trastienda, luciendo una expresión singular y espantosa.
—Bueno, Tobias —dijo mientras avanzaba, frotándose las grandes manos—. Bueno, Tobias, ¡así que no pudiste resistirte a la tienda de empanadas!
—¿Cómo lo sabe? —pensó Tobias.—Sí, señor, he ido a la tienda de empanadas, pero no me quedé ni un minuto.
—Escucha, Tobias, la única excusa que puedo aceptar para un retraso en un recado es que te detengas a comprar una de las empanadas de la señora Lovett. Eso lo paso por alto, así que no le des más vueltas. ¿No son deliciosas, Tobias?
—Sí, señor, lo son; pero parece que algún caballero ha dejado su sombrero y su bastón.
—Sí —dijo Sweeney Todd—, los ha dejado.
Y, levantando el bastón, golpeó a Tobias con él, derribándolo al suelo.
—Lección número dos para Tobias Ragg, que le enseña a no hacer comentarios sobre lo que no le incumbe. Puedes pensar lo que quieras, Tobias Ragg, pero solo dirás lo que yo quiera.
—¡No lo soportaré! —gritó el muchacho—. ¡No permitiré que me traten de esta manera! Te lo digo, Sweeney Todd, ¡no lo soportaré!
—¿No lo harás? ¿Has olvidado a tu madre?
—Dices que tienes poder sobre mi madre; pero no sé en qué consiste, y no puedo ni quiero creerlo. Te dejaré, y pase lo que pase, me iré al mar o a cualquier otro lugar antes que quedarme en un sitio como este.
—¿Oh, lo harás, eh? Entonces, Tobias, tú y yo debemos llegar a una explicación. Te diré qué poder tengo sobre tu madre, y quizá después quedes satisfecho. El invierno pasado, cuando el frío se prolongó durante dieciocho semanas y tú y tu madre os moríais de hambre, ella fue contratada para limpiar las habitaciones de un tal señor King, en el Temple, un hombre frío y severo que jamás ha perdonado nada en su vida, ni lo hará.
—Lo recuerdo —dijo Tobias—. Nos moríamos de hambre y debíamos una guinea entera por el alquiler; pero madre la consiguió prestada, la pagó y luego consiguió un empleo en el que está hasta ahora.
—Ah, tú crees eso. La renta fue pagada; pero, Tobias, muchacho mío, una palabra al oído: tomó un candelabro de plata de las habitaciones del señor King para pagarla. Lo sé. Puedo probarlo. Piensa en eso, Tobias, y sé discreto.
—Ten misericordia de nosotros —dijo el muchacho—; ¡la matarían por eso!
—¡¿Matarla?! —gritó Sweeney Todd—. Sí, claro que lo harían; la colgarían... ¡la colgarían, te digo! Y ahora escucha bien: si me obligas, por alguna acción tuya, a mencionar esto, serás el verdugo de tu madre. Más me valdría ir directamente a ser verdugo adjunto y ajusticiarla yo mismo.
—¡Horrible, horrible!
—¿Oh, no te gusta eso? ¿De veras no te conviene? Entonces sé discreto y no tendrás nada que temer. No me obligues a hacer algo que sería tan completo como terrible.
—No diré nada... no pensaré nada.
—¡Así está bien! Ahora ve y guarda ese sombrero y ese bastón en aquel armario. Estaré ausente por un tiempo; y si alguien viene, dile que he salido y que no regresaré en una hora, o quizá más. Y asegúrate de cuidar bien la tienda.