Tartarín de Tarascón - Alphonse Daudet - E-Book

Tartarín de Tarascón E-Book

Alphonse Daudet

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Beschreibung

En la provincia de Tarascón, en el sur de Francia, todo el mundo conoce las historias de Tartarín, el quijotesco y singular personaje que cuenta grandes hazañas y viajes en África y Asia.
Que Tartarín nunca se haya alejado de su pueblo natal no parece ser un problema para él ni para los tarasconenses, hasta que un día, hartos de sus cuentos, sus conciudadanos le exigen que cumplan sus aventuras y viaje hasta Argelia, para hacer honor a la fama de cazador de leones que el propio Tartarín –que no ha visto un león en su vida aparte de los del circo- se ha autoimpuesto. De este modo, parte Tartarín hacia el África colonial francesa de finales del siglo XIX, con el objetivo de mostrar su valía.

Alphonse Daudet (1840-1897) creó en “Tartarín de Tarascón” uno de los personajes más conocidos en Francia. A medio camino entre Don Quijote y Sancho Panza, el personaje deambula por la Argelia colonial con sus dosis de humor, sátira y crítica al régimen colonial, lo que lo ha convertido en uno de los más queridos de Francia.

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TARTARÍN

DE

TARASCON

*

ALPHONSE DAUDET

Edición Ilustrada y Anotada

Ilustraciones de Daniel Girard

Traducción y adaptación de Agustina García-Lacroix

Moai Ediciones 2019

Tartarín de Tarascón (Tartarin de Tarascon)

© 1872 Alphonse Daudet

© De la presente traducción y adaptación Agustina García-Lacroix 2019

Portada e Ilustraciones Interiores: Daniel Girard

Diseño de Cubierta: Magma Diseños

ÍNDICE

 

PRESENTACIÓN

 

EPISODIO PRIMERO. EN TARASCÓN

I. El jardín del baobab

II. Vistazo general sobre la buena ciudad de Tarascón. Los cazadores de gorras

III. ¡Na! ¡na! ¡na! Prosigue el vistazo general sobre la buena ciudad de Tarascón

IV. ¡ELLOS!

V. Cuando Tartarín iba al casino

VI. Los dos Tartarines

VII. Los europeos de Shanghái. El alto comercio. Los tártaros. ¿será quizá Tartarín de Tarascón un impostor? Espejismo

VIII. Las fieras de Mitaine. Un león del Atlas en Tarascón. Terrible y solemne entrevista

IX. Singulares efectos del espejismo

X. Antes de la marcha

XI. ¡Estocadas, señores, estocadas! ¡Alfilerazos, no!

XII. De lo que se dijo en la Casita del Baobab

XIII. La salida

XIV. El puerto de Marsella, ¡Embarque! ¡Embarque!

 

EPISODIO SEGUNDO. EN EL PAÍS DE LOS TEURS

I. La travesía. Las cinco posturas de la chechia. La tarde del tercer día. Misericordia

II. ¡A las armas! ¡A las armas!

III. Invocación a Cervantes. Desembarco. ¿Dónde están los teurs? No hay teurs. Desilusión

IV. El primer acecho

V. ¡Pim! ¡Pam!

VI. Llegada de la hembra. Terrible combate. Buena pieza

VII. Historia de un ómnibus, de una mora y rosario de jazmines

VIII. ¡Dormid, leones del Atlas!

IX. El Príncipe Gregory de Montenegro

X. Dime el nombre de tu padre, y te diré el nombre de esta flor

XI. Sidi Tart'ri ben Rart'ri

XII. Nos escriben de Tarascón

 

EPISODIO TERCERO. EN LA TIERRA DE LOS LEONES

I. Las diligencias deportadas

II. Pasa un señor bajito

III. Un convento de leones

IV. La caravana en marcha

V. El acecho de noche en un bosque de adelfas

VI. Por fin

VII. Catástrofes sobre catástrofes

VIII. ¡Tarascón! ¡Tarascón!

 

SOBRE EL AUTOR

 

 

PRESENTACIÓN

El naturalismo en literatura resulta un producto muy poco natural. Si en la avalancha de los movimientos filosóficos surge como una respuesta contra el idealismo, cubriendo un espectro que va del materialismo al positivismo —pasando por el singular panteísmo de Spinoza—, en las letras aparece (principalmente en Francia) como una reacción frente a los románticos. La fuerza del naturalismo —y lo que lo hace vigente en nuestro fin de siglo— no la encontraremos en su aspecto más evidente, lo que las enciclopedias llaman la "representación de la naturaleza", sino en su método experimental y, principalmente, en su descripción de los hechos sin idealizaciones, sin ningún prejuicio moral o estético.

A Alphonse Daudet, que nació en Nimes, Francia, en 1840 y falleció en 1897, se le suele colgar la etiqueta de este naturalismo junto con Gustave Flaubert, los hermanos Goncourt, Guy de Maupassant y Émile Zola, entre otros.

Quizá lo único que une a todos estos autores es la infatigable búsqueda de la belleza formal a través de elementos y temas que no eran considerados dignos de la literatura o la poesía: la infidelidad pequeño burguesa de la Bovary, alimentada por la literatura romántica; la minuciosa crónica de la desintegración física y moral de Geminie Lacerteux (1865) escrita por los hermanos Goncourt; la entrañable saga de la prostituta Bola de Sebo (1880), o el determinismo ambiental llevado a la exasperación de una novela cíclica en 20 volúmenes, Los Rougon-Macquart, de Zola...

La realidad real —y la mecánica cuántica parece confirmarlo— es un punto de vista. O más bien: es un número n de sucesos y fenómenos posibles que se entrecruzan o evitan, que confluyen en, o desaparecen frente al observador y a los instrumentos con que éste mide y observa. En la realidad literaria, Flaubert utiliza el instrumento de conocimiento por excelencia: el lenguaje, con alta precisión, y sustrae de manera radical al narrador, es decir: lo vuelve omnipresente diluyéndolo en la materia narrativa: el escritor es a un tiempo Emma y el amante, el caballo y el atardecer, las flores y el camino. La naturaleza de madame Bovary es lenguaje y Flaubert construye la realidad (es decir, la forma) imponiendo un riguroso andamiaje poético incluso a los actos más nimios de sus personajes. El punto de vista está estructurado tanto por la omnipresencia del narrador como por el poder (re)generador del idioma. Por ello, con justicia Flaubert puede decir: "Madame Bovary soy yo".

El punto de vista de Alphonse Daudet es distinto —menos totalizador, pero no menos inquietante. Novelista, dramaturgo y poeta, Daudet es prolífico y precoz: publica su primer libro de poemas, Les amoureuses, a los 18 años y su autobiografía, Le petit chose, ¡a los 28! En ella nos habla de una infancia agobiada por la pobreza. Quizá sea este origen precario (recordemos que sus amigos y compañeros de letras ya mencionados —salvo el caso de Maupassant— provienen de familias aristócratas o, por lo menos, burguesas acomodadas) el que le permite incorporar a su obra dos factores fundamentales: el sentido del humor y los elementos fantásticos. Para desarrollar con eficacia su punto de vista se apoya en la fábula tradicional y en el cuento, en las tradiciones bíblica y grecolatina, en la medicina y otras ciencias, en acontecimientos históricos así como en notas periodísticas; todos éstos, que son elementos de los naturalistas, Daudet los pasa por el tamiz de su ironía e imaginación para apropiárselos. Por ejemplo en el cuento "La cabrita del señor Seguín", de Cartas desde mi molino, la narración —es decir: la visión subjetiva, para utilizar un término cinematográfico— nos llega a través de la cabra, a la que otorga un afectuoso sentido del humor.

Como Flaubert, Daudet traza con delicadeza el contraste entre las fantasías y los sueños de sus personajes, y el entorno social que los determina (y los ahoga). En su Tartarín de Tarascón esto se realiza plenamente. Tartarín es un ávido lector y coleccionista de novelas de aventuras que hablan de lugares y animales exóticos. Esta característica lo vincula casi naturalmente con El Quijote de Cervantes, a quien Daudet hace aquí un homenaje, y con Madame Bovary de Flaubert.

En Tartarín de Tarascón, Daudet nos entrega una visión humorística de las fantasías aventureras de un buen burgués de provincias del siglo XIX. Tartarín es un personaje dentro del que conviven los espíritus de Don Quijote y Sancho Panza: la sed de aventura alimentada por la literatura romántica frente a los efectos de una realidad que parece poder prescindir tranquilamente de lógica novelesca.

Tartarín es orillado por la gente de su pueblo —para quienes él, un héroe vicario, es puesto constantemente a prueba en nombre de la necesidad de vivir vicariamente sus hazañas— a emprender una extraña travesía que lo llevará del puerto de Marsella hasta el sur de Argelia. Este periplo es aprovechado por el autor para hacer minuciosas y apasionantes descripciones de los lugares en los que transcurre la acción. Aunque Tartarín no es un personaje trágico, a la manera de Emma Bovary, el contraste entre lo que éste quiere ver y lo que realmente le sucede aparece con una lucidez cruda y mordaz.

Parodia del hombre atrapado entre la modernidad y el provincialismo, Tartarín —al igual que el Quijote— ya sólo puede vivir sus aventuras épicas en el terreno de la conversación. Podríamos decir que es un extraño pariente de madame Bovary con la diferencia de que en esta última las fantasías se materializan de forma aterradora e íntima. En cambio, las ficciones de Tartarín no lo aíslan de sus semejantes, al contrario, lo vuelven sumamente popular en su pueblo. Tartarín es —de nuevo como el Quijote— vehículo de transmisión de una épica del espíritu, que la misma vida tranquila y aburrida del burgués de provincias contradice, pero que debe existir como leitmotiv.

En Tartarín de Tarascón, Alphonse Daudet se burla afectuosamente de las manías de ese lector apasionado que cree (todos lo hemos creído alguna vez) poder convertirse en lo que lee: cuando Tartarín se transforma en turco, gracias a sus lecturas se vuelve más turco que los propios turcos (al igual que otros fueron más marxistas que Marx o más librecambistas que la Thatcher).

Quizá para nosotros, seres del fin del milenio situados en el umbral de la realidad virtual, sea ahora un lugar común el hecho de que la literatura y el arte en general nos proporcionen la posibilidad de entender y vivir otras experiencias humanas; pero El Quijote, Jack el fatalista, de Diderot, y Tartarín de Tarascón ya lo sabían perfectamente y nos lo mostraron con una sonrisa.

EPISODIO PRIMERO

EN TARASCÓN

I. El jardín del baobab

 

 

Mi primera visita a Tartarín de Tarascón1 es una fecha inolvidable de mi vida; doce o quince años han transcurrido desde entonces, pero lo recuerdo como si fuese de ayer. Vivía por entonces el intrépido Tartarín a la entrada de la ciudad, en la tercera casa, a mano izquierda, de la carretera de Aviñón. Lindo hotelito tarasconés, con jardín delante, galería atrás, tapias blanquísimas, persianas verdes y, frente a la puerta, un enjambre de chicuelos saboyanos, que jugaban al tres en raya o dormían al sol, apoyada la cabeza en sus cajas de betuneros.

Por fuera, la casa no tenía nada de particular. Nadie hubiera creído hallarse ante la mansión de un héroe. Pero, en entrando, ¡ahí era nada! Del sótano al desván, todo en el edificio tenía aspecto heroico, ¡hasta el jardín!...

¡Vaya un jardín! No había otro como él en toda Europa. Ni un árbol del país, ni una flor de Francia; todas eran plantas exóticas: árboles de la goma, taparos, algodoneros, cocoteros, mangos, plátanos, palmeras, un baobab, pitas, cactos, chumberas..., como para creerse transportado al corazón de África central, a 10.000 leguas de Tarascón. Claro es que nada de eso era de tamaño natural; los cocoteros eran poco mayores que remolachas, y el baobab —árbol gigante (arbos gigantea)— ocupaba holgadamente un tiesto de reseda. Pero lo mismo daba: para Tarascón no estaba mal aquello, y las personas de la ciudad que los domingos disfrutaban el honor de ser admitidas a contemplar el baobab de Tartarín salían de allí pasmadas de admiración.

¡Figuraos, pues, qué emoción hube de sentir el día en que recorrí aquel jardín estupendo!... Pues ¿y cuando me introdujeron en el despacho del héroe?...

Aquel despacho, una de las curiosidades de la ciudad, estaba en el fondo del jardín y se abría, a nivel del baobab, por una puerta vidriera.

Imaginaos un salón tapizado de fusiles y sables de arriba abajo; todas las armas de todos los países del mundo: carabinas, rifles, trabucos, navajas de Córcega, navajas catalanas, cuchillos-revólver, puñales, kris malayos, flechas caribes, flechas de sílice, rompecabezas, llaves inglesas, mazas hotentotes, lazos mexicanos..., ¡vaya usted a saber!

Y por encima de todo ello una solanera feroz, que hacía brillar el acero de las espadas y las culatas de las armas de fuego como para poneros aún más la carne de gallina...

Pero lo que tranquilizaba un poco era el aspecto de orden y limpieza que reinaba en aquella cuchillería. Todo estaba en su sitio, limpio y cepillado, rotulado como en botica; de trecho en trecho se tropezaba con algún letrerillo inocentón que decía:

Flechas envenenadas; ¡no tocarlas! O bien: Armas cargadas; ¡ojo! ¡A no ser por los tales letreros, nunca me hubiera atrevido yo a entrar!

En medio del despacho había un velador. Sobre el velador, una botella de ron, una petaca turca, los Viajes del capitán Cook, las novelas de Cooper y de Gustavo Aimard, relatos de caza, caza del oso, caza del halcón, caza del elefante, etcétera. En fin, delante del velador estaba sentado un hombre como de cuarenta a cuarenta y cinco años, bajito, gordiflón, rechoncho, coloradote, en mangas de camisa, con pantalones de franela, barba recia y corta y ojos chispeantes. En una mano tenía un libro; con la otra blandía una pipa enorme con tapadera de hierro, y mientras leía no sé qué formidable narración de cazadores de cabelleras, adelantaba el labio inferior en una mueca terrible, que daba a su buena faz de modesto propietario tarasconés el mismo carácter de bonachona ferocidad que reinaba en toda la casa.

Aquel hombre era Tartarín. Tartarín de Tarascón, el intrépido, el grande, el incomparable Tartarín de Tarascón.

 

 

II. Vistazo general sobre la buena ciudad de Tarascón. Los cazadores de gorras

 

 

En la época de que os hablo, Tartarín de Tarascón no era todavía el Tartarín que ha llegado a ser, el gran Tartarín de Tarascón, tan popular en todo el Mediodía2 de Francia.

No obstante —aun en aquel tiempo—, ya era el rey de Tarascón. Voy a deciros de dónde provenía su realeza.

Habéis de saber, en primer lugar, que en Tarascón todos son cazadores, desde el más grande hasta el más chico. La caza es la pasión de los tarasconeses, y lo es desde los tiempos mitológicos en que la Tarasca hacía de las suyas en los pantanos de la ciudad y los tarasconeses organizaban batidas contra ella. ¡Ya hace rato de esto, como veis!

Pues bien: todos los domingos por la mañana Tarascón toma las armas y sale de sus muros, morral a cuestas y escopeta al hombro, con grande algarabía de perros, hurones, trompas y cuernos. El espectáculo es magnífico; pero... no hay caza; la caza falta en absoluto.

Por muy animales que los animales sean, ya comprenderéis que, a la larga, han acabado por recelar.

En cinco leguas a la redonda de Tarascón las madrigueras están vacías y los nidos abandonados. Ni un mirlo, ni una codorniz, ni un gazapillo, ni una gallineta.

¡Muy tentadores son, sin embargo, los lindos cerros tarasconeses, perfumados de mirto, espliego y romero! Y aquellas hermosas uvas moscateles, henchidas de azúcar, que se escalonan a orillas del Ródano, ¡son tan endemoniadamente apetitosas!... Sí; pero detrás está Tarascón, y, entre la gentecilla de pelo y pluma, Tarascón tiene malísima fama.

Hasta las aves de paso lo han señalado con una cruz muy grande en sus cuadernos de ruta, y cuando los patos silvestres bajan hacia la Camargue3, formando grandes triángulos, y divisan de lejos los campanarios de la ciudad, el que va delante empieza a gritar muy fuerte: "Ojo" ¡Tarascón! ¡Ahí está Tarascón!", y la bandada entera da un rodeo.

En una palabra: de caza ya no queda en toda la comarca más que una pícara liebre muy vieja y astuta, que ha escapado de milagro a las matanzas tarasconesas, emperrada en vivir allí. Le han puesto nombre: se llama la Ligera. Se sabe que tiene su guarida en las tierras de M. Bompard —lo cual, entre paréntesis, ha doblado y aun triplicado el precio de la finca—; pero aún no ha podido nadie dar con ella.

Hoy por hoy ya no quedan más que dos o tres testarudos empeñados en buscarla. Los demás la consideran como cosa perdida, y la Ligera ha pasado desde hace mucho tiempo a la categoría de superstición local, si bien es cierto que el tarasconés es por naturaleza poco supersticioso y se come las golondrinas en salmorejo cuando encuentra ocasión.

—Pero veamos —me diréis—, si tan rara es la caza en Tarascón, ¿qué hacen todos los domingos los cazadores tarasconeses?

—¿Qué hacen?

Que se van al campo, a dos o tres leguas de la ciudad. Allí se reúnen en grupitos de cinco o seis, se tumban tranquilamente a la sombra de un pozo, de un paredón viejo o de un olivo, sacan de los morrales un buen pedazo de vaca en adobo, cebollas crudas, un chorizo y unas anchoas, y dan principio a un almuerzo interminable, regado con uno de esos vinillos del Ródano que dan ganas de reír y de cantar.

Y después, ya bien lastrados, se levantan, silban a los perros, cargan las escopetas y se ponen a cazar. Es decir, cada uno de aquellos señores se quita la gorra, la tira al aire con todas sus fuerzas y le dispara al vuelo con perdigones del cinco, del seis o del dos, según se haya convenido.

El que da más veces en su gorra queda proclamado rey de la caza, y por la tarde regresa en triunfo a Tarascón, con la gorra acribillada colgada del cañón de la escopeta, entre ladridos y charangas.

Inútil es decir que en la ciudad se hace un enorme comercio de gorras de caza. Hay hasta sombrereros que venden gorras agujereadas y desgarradas de antemano para uso de los torpes; pero no se sabe que las haya comprado nadie más que Bezuquet, el boticario. ¡Qué deshonra!

Como cazador de gorras, Tartarín no tenía rival. Todos los domingos por la mañana salía con una gorra nuevecita; todos los domingos por la tarde volvía con un pingajo. En la casita del baobab el desván estaba lleno de tan gloriosos trofeos. Por eso todos los tarasconeses le proclaman maestro, y como Tartarín se sabía de corrido el código del cazador, como había leído todos los tratados y manuales de todas las cazas posibles, desde la caza de la gorra hasta la del tigre de Birmania, aquellos señores le habían convertido en juez cinegético y le tomaban por árbitro en sus discusiones.

Todos los días, de tres a cuatro, veíase en medio de la tienda de Costecalde el armero —llena de cazadores de gorras, todos de pie peleándose— a un hombre regordete, muy serio, con la pipa entre los dientes, sentado en un sillón de cuero verde. Era Tartarín de Tarascón haciendo justicia; Salomón en figura de Nemrod.

 

 

III. ¡Na! ¡na! ¡na! Prosigue el vistazo general sobre la buena ciudad de Tarascón

 

 

A la pasión por la caza, la vigorosa raza tarasconesa unía otra pasión: la de las romanzas. Es increíble el número de romanzas que se consumen en aquel pueblo. Todas esas antiguallas sentimentales, que amarillean en las carpetas más vetustas, recobran allá en Tarascón su plena juventud, su más vivo esplendor. Todas están allí, todas. Cada familia tiene la suya, cosa sabida en la ciudad. Sabido es, por ejemplo, que la del boticario Bezuquet empieza:

 

Oh blanca estrella que adoro...

La del armero Costecalde:

Ven conmigo al país de las cabañas...

La del registrador:

Si fuese invisible, nadie me vería...

 

Y así sucesivamente para todo Tarascón. Dos o tres veces por semana hay reuniones en casa de unos o de otros y se las cantan.