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Amanda no había pensado que llegaría tan lejos… para tener tan cerca a su enemigo. Cuando Henry Porter le arrebató una propiedad que ella había planeado comprar, Amanda Carey le declaró la guerra a su examante y rival en los negocios. Pensó que disfrazarse de empleada doméstica era la manera perfecta para entrar en su mansión de Beverly Hills y averiguar todos sus secretos, pero no tardó mucho en terminar de nuevo en la cama de Henry. Una vez descubierto su brillante plan, Amanda se dio cuenta de que todo su futuro dependía de un hombre que parecía decidido a arruinarla. ¿O iba Henry a cambiar las tornas una vez más?
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Seitenzahl: 164
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Maureen Child
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Te invito a subir…, n.º 2156 - febrero 2022
Título original: HThe Ex Upstairs
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-394-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Henry Porter sonrió.
–Está aquí, jefe. Y no parece contenta.
Él sonrió a su secretaria.
–Me parece bien, Donna. No estoy aquí para hacer feliz a la familia Carey.
–Pues… misión cumplida –le respondió ella–. ¿Quiere que la haga entrar? No ha pedido cita.
–Hazla esperar cinco minutos –le contestó él, poniéndose en pie–. Y, después, que entre.
Colgó la llamada y se acercó al ventanal, que tenía unas vistas impresionantes de Los Ángeles. Aprovechó los cinco minutos que tenía para tranquilizarse mientras observaba el ajetreo de las calles a sus pies.
Había sabido que Amanda Carey o su hermano mayor, Bennett, se presentarían en su despacho. Pensó que era una suerte que fuese Amanda la que estuviese esperando fuera.
A lo largo de los años, Henry había tenido varias oportunidades para sabotear los planes de los Carey. Había convencido a determinadas personas para que no llevasen a cabo fusiones con ellos, les había arrebatado contratos. Y siempre lo había hecho sin que supiesen que había sido él, para poder ser testigo en la sombra de su frustración.
Bueno, de la frustración de Bennett. De eso se trataba. Quería demostrar al que había sido su amigo que los tiempos habían cambiado. Que él había cambiado, pero que no había olvidado.
Sin embargo, en esa ocasión iba a permitir que corriese la voz de que había sido Porter Enterprises la empresa que había comprado la propiedad por la que habían pujado los Carey. Había sabido que lo querían y se había asegurado de que no lo obtuviesen.
Y si Amanda Carey había ido a verlo en persona, había tenido el efecto deseado. Henry no había hablado con ella desde que se la había encontrado en una fiesta benéfica en San Diego el año anterior. Al recordarlo, pudo ver su imagen aquella noche, con el pelo largo y rubio recogido en un moño en lo alto de la cabeza y un vestido blanco, largo hasta los pies y con un único tirante, que la hacía parecer etérea y una diosa del sexo al mismo tiempo.
Se había quedado sin aliento al verla, pero había disimulado. Era una mujer que lo atraía más que ninguna otra.
A Henry no le importaba que Amanda siguiese teniendo aquel poder sobre él. No podía engañarse, aunque no lo habría confesado delante de nadie más.
Había hablado con ella brevemente y solo de negocios porque había muchos ojos observándolos y oídos intentando escuchar lo que decían, pero ella no había podido evitar fulminarlo con la mirada.
Y su genio también le afectaba más que cualquier sonrisa tonta. Eso lo dejaba en muy mal lugar, pero le daba igual. Desde que la había conocido, cuando todavía estaba en la universidad y Bennett Carey era su amigo, se había sentido atraído por ella, la hermana pequeña de Bennett. La había conocido cuando ella tenía dieciocho años y se había enamorado cuando tenía veinte. Era guapa e inteligente, divertida y todo lo que él siempre había querido.
No había conocido a nadie igual. Cuanto más tiempo había pasado con ella, más había sentido esa atracción intensa e irresistible. Había pasado dos semanas de vacaciones con la familia Carey en Italia y, justo antes del final, la había conseguido. Por fin. Henry y Amanda habían tenido un encuentro sexual en la caseta del embarcadero que los Carey tenían en su mansión junto a un lago, y cuando él había descubierto que Amanda era virgen, ya había sido demasiado tarde para parar. Aunque, de todos modos, ella tampoco había querido parar. Se habían vuelto locos el uno por el otro y, cuando aquella pasión había explotado por fin, ninguno de los dos había sabido qué hacer. Por suerte, no habían tenido que lamentar consecuencias.
Henry frunció el ceño y apartó aquellos recuerdos de su mente, se apoyó en el escritorio, se cruzó de brazos y esperó. Cuando la puerta del despacho se abrió, un rayo de sol la iluminó en el umbral como si se tratase de una estrella de Broadway subiendo al escenario y esperando los aplausos del público para continuar.
Estuvo a punto de reprenderla por aquello.
Llevaba puesta una chaqueta morada, con una camisa blanca debajo y una falda negra. Los zapatos de tacón rojos la hacían parecer más alta y alargaban sus maravillosas piernas. Se había dejado la melena rubia suelta y ondulada sobre los hombros y Henry deseó enterrar los dedos en ella.
–Amanda…
Esta respiró hondo, cerró la puerta con cuidado tras de ella y lo fulminó con la mirada.
–Lo has hecho a propósito.
Él sonrió a sabiendas de que eso solo la enfadaría todavía más.
–Yo también me alegro de verte.
–No pierdas el tiempo con galanterías, Henry –le advirtió ella.
–¿Te parezco un galán? Bueno es saberlo.
–No, no me lo pareces –replicó Amanda, pero él no la creyó.
La vio acercarse con paso largo y rápido.
–Lo que quiero saber es por qué lo has hecho –le dijo.
–¿Te importaría ser más precisa?
Henry sabía muy bien a qué se refería, pero prefería oírlo de sus labios.
–El viejo salón, cerca del Centro Carey. Lo has comprado.
Él se echó a reír, pero fue una risa falsa.
–¿Acaso era ilegal?
–No, pero es despreciable –le respondió ella dejando su bolso de piel negro en una de las sillas y poniendo los brazos en jarras–. Sabías que queríamos ese edificio.
Por supuesto que lo sabía.
–¿Y cómo iba a saberlo?
–Porque tienes espías.
Él se echó a reír. Estaba empezando a divertirse. Ver a Amanda enfadada era todavía mejor de lo que recordaba. Habían pasado diez años desde que habían pasado su primera y única noche juntos y estaba cada vez más guapa.
–¿En serio, Amanda? ¿De verdad piensas que tengo espías?
–¿Por qué no? Eso encajaría en tu plan de vengarte de los Carey.
–¿Vengarme, por qué?
Ambos sabían de qué estaban hablando, pero Henry quería que Amanda lo admitiese.
Pero, en vez de hacerlo, lo único que le dijo fue:
–Han pasado diez años, Henry.
–El tiempo vuela.
–¿Y qué es lo que tú quieres todavía? ¿Venganza?
–¿Venganza? –repitió Henry, riendo de manera falsa–. ¿No te parece que te estás poniendo un poco melodramática?
Ella se encogió de hombros.
–¿Y cómo lo llamarías tú entonces?
–¿Karma? –le sugirió él.
Por supuesto que aquello se remontaba diez años atrás. A una noche en particular.
Ella apretó los labios un instante.
–¿Tan importante es para ti hundirnos que has sido capaz de comprar ese edificio para que no lo adquiriésemos nosotros?
–Sí. Supongo que sí. Tengo que admitir que me enteré de que estabais interesados e hice una oferta mejor.
Amanda respiró hondo.
–Así, sin más.
–Exacto.
–¿Y qué vas a hacer con el edificio?
–No creo que eso sea asunto tuyo –le contestó él, pensando que estaba muy guapa y que todo su cuerpo anhelaba tocarla.
–Maldito seas, Henry –le dijo ella con frustración.
–¿Por qué te molesta tanto que uno de los planes de Bennett no haya salido bien?
–¿Y qué te hace pensar que era idea de Bennett? –le preguntó ella–. Lo has estropeado todo, Henry.
Si Amanda le hubiese hablado en tono enfadado, él habría replicado, pero parecía… derrotada y a Henry no le gustó. Tal vez no la hubiese visto mucho en los últimos diez años, pero sabía que había estudiado un grado en empresariales, que había conseguido que la nombrasen vicepresidenta de la empresa familiar y que era una persona con iniciativa, como él. Así que no le gustó verla tan decepcionada.
–¿Qué quieres decir?
–Nada, no importa. No tenía que haber venido –le respondió ella.
–Pues yo me alegro de que lo hayas hecho.
–Seguro que sí.
Amanda tomó su bolso para marcharse.
–Lo creas o no, no tiene nada que ver contigo –quiso aclararle Henry.
Ella se colgó el bolso del hombro y lo miró fijamente antes de responderle:
–No te creo, Henry. Y no sé qué más tramas, pero te advierto que es mejor que guardes las distancias.
–¿Esa amenaza viene de ti o de tu familia?
–Es lo mismo.
Años atrás, tal vez Henry habría argumentado lo contrario, pero en esos momentos era cierto. Amanda se sentía muy unida a su poderosa familia y él iba a hacer pagar a los Carey por lo que le habían hecho, aunque eso incluyese a Amanda…
La vio marcharse y disfrutó de las vistas. Amanda siempre había tenido un buen trasero. Como no volvería a verla en mucho tiempo, supo que tendría que continuar pensando en los recuerdos que tenía de la única noche que habían pasado juntos, de Amanda debajo de él, del sabor de su boca y el calor de su cuerpo.
Habían pasado diez años, pero él lo recordaba como si hubiese ocurrido el día anterior. Recordaba la magia de aquella noche y también cómo había terminado, su encontronazo con Bennett.
Lo recordaba todo.
Aquello era lo que lo había empujado a correr riesgos, a probar suerte, a montar una empresa que pudiese rivalizar con la de los Carey en todos los aspectos. Y, en esos momentos en los que su plan estaba a punto de culminar no iba a retroceder porque Amanda se lo pidiese.
No había terminado todavía.
***
Amanda pasó por delante de la secretaria, salió de las lujosas oficinas de Porter Enterprises y, al entrar en el ascensor, se dejó caer contra la pared y respiró hondo para intentar tranquilizarse.
Había llegado allí furiosa, pero lo que había sentido al volver a ver a Henry no había sido ira. Aunque fuese una locura, había sentido deseo nada más clavar la mirada en sus ojos verdes. Tenía el pelo moreno algo más largo de lo habitual y, como era tan alto, había tenido que mirarlo desde abajo a pesar de los tacones. Y ahí había surgido el problema. Siempre habían sido sus ojos lo que más la había atraído de Henry, aunque le gustase todo de él. Alto, delgado, vestido con un traje negro impecable, cualquier mujer en su sano juicio habría babeado un poco al verlo.
Y Amanda tampoco era inmune a él, a pesar de saber lo que sabía.
No sabía por qué tenía que ser Henry Porter el hombre que tuviese aquel efecto en ella, pero había sido así desde que lo había conocido, cuando, con dieciocho años, Bennett había llevado a casa a su compañero de habitación de la universidad a pasar un fin de semana. Después, año y medio más tarde, Henry había viajado con ellos a Italia y allí era donde se había enamorado de él.
Pero Amanda recordó que su encuentro había terminado muy mal y estiró la espalda en el ascensor antes de que este se detuviese en el vestíbulo. Salió de él y anduvo con paso firme hasta llegar a una concurrida calle de Los Ángeles. El ruido del tráfico y el ir y venir de los viandantes enseguida le sacaron a Henry de la cabeza, aunque fuese solo de manera temporal. Tenía un largo viaje de vuelta al condado de Orange y sabía que su cerebro iba a recordarle la escena que había tenido lugar con Henry una y otra vez.
La luz del sol entraba en la sala de reuniones a través de los ventanales con vistas a Irvine, California. Edificios de oficinas altos, casi todos de cristal y cromo, se erguían sobre las zonas verdes que parecían lazos de terciopelo envolviendo un regalo. En la autopista 405 los coches se amontonaban en el inevitable atasco de todos los días y, a lo lejos, Amanda vio una mancha azul que no era ni más ni menos que el océano Pacífico.
Los Carey habían decidido instalar las oficinas centrales de su empresa en la misma ciudad en la que se encontraba el Centro Carey, situado en un vasto terreno que en el pasado había sido un rancho. Todos los años se celebraba allí un festival de verano con actuaciones de todo tipo: desde ballet hasta orquestas sinfónicas y musicales.
Después del día que había tenido, lo último que le apetecía a Amanda era una reunión familiar, pero no podía evitarla. Si Henry no hubiese interferido, ella habría podido anunciar los planes que tenía para el edificio que se encontraba a menos de medio kilómetro del Centro Carey. Ese edificio llevaba allí toda la vida y los Carey habían ignorado siempre su presencia, pero cuando había salido a la venta a Amanda se le habían ocurrido muchas ideas para utilizarlo y expandir y mejorar el Centro Carey al mismo tiempo.
Habría sido una oportunidad para demostrarle a su familia cuánto podía aportar a la empresa.
–Pero ahora se ha ido todo el infierno –murmuró.
–¿Qué? –le preguntó Serena, su hermana mayor–. ¿Hay algo de lo que quieras hablarme?
Amanda la miró. Serena tenía treinta y dos años, dos más que ella. Tenía el pelo rubio dos tonos más claro que ella y sus ojos azules eran algo más dulces. Porque Serena siempre había hecho honra a su nombre. Serena. Tenía una hija de tres años, Alli, y después de divorciarse había entrado en la empresa y estaba intentando hacerse un hueco en ella.
Amanda miró a su alrededor. Ya estaba allí casi toda su familia, pero nadie parecía prestarles atención a ellas, así que bajó la voz y le dijo:
–He estado en Los Ángeles esta mañana.
–Eso lo explica todo –le respondió su hermana–. El tráfico pondría a cualquiera de mal humor.
–No, no ha sido el tráfico, sino Henry Porter.
–¿En serio? –le preguntó su hermana con sorpresa, pero sin levantar la voz–. ¿Has ido a ver a Henry?
–Sí. Tenía que hacerlo.
–¿Y cómo está?
–Como siempre –le respondió Amanda, pensando en lo guapo que lo había visto y sintiendo calor por todo el cuerpo.
¿Cómo era posible que siguiese sintiéndose así por un hombre que prácticamente se había declarado enemigo de su familia?
–¿Sabes que va a mudarse?
–¿Adónde?
Serena separó los labios para responderle, pero Bennett empezó a hablar en voz alta y la interrumpió. Obligada a prestar atención, Amanda pensó que continuaría su conversación con Serena después de la reunión.
–Hola a todos, vamos a empezar –dijo Bennett–. Tengo una reunión con el responsable de merchandising dentro de… –se miró el Rolex de oro que llevaba en la muñeca– cuarenta minutos.
Después, miró a Amanda.
–¿Cómo va el cartel para el festival?
Ella sonrió a pesar de la sensación de aturdimiento.
–Muy bien. Volvemos a tener al ballet chino este año y las entradas se están vendiendo muy bien. Van a actuar en julio –respondió, encendiendo su tableta y repasando los artistas que ya estaban confirmados–, también tenemos la actuación de una coral formada por tres institutos de secundaria de la zona.
Su hermano gruñó, pero Amanda no le hizo caso.
–Son estupendos y nos viene bien porque es una demostración del talento local. También tenemos a la orquesta filarmónica de Los Ángeles, que va a hacer tres actuaciones a lo largo del verano. Además, todavía estamos en abril y la mayoría de los artistas del año pasado están dispuestos a volver.
–Lo de la coral no termina de convencerme –admitió Bennett–, pero el resto me parece bien.
Luego, miró a Serena.
–¿Cómo va la publicidad?
–Despacio –le respondió esta con voz clara y dulce al mismo tiempo–, pero tendrás un informe completo a finales de mes.
A Amanda no le gustaba ver tan insegura a su hermana. Serena no había trabajado antes en la empresa familiar. Lo único que había querido siempre había sido formar una familia. De hecho, había planeado tener seis hijos. Cuando se había enamorado, todos habían pensado que iba a conseguir su sueño, pero su pareja había decidido que no estaba preparado para aquello y se había marchado. Después, había conocido a Robert, que la había encontrado en un momento vulnerable y la había arrastrado a un matrimonio que no la había hecho feliz, por lo que se había divorciado y volvía a ser libre y feliz.
Entonces, había empezado a trabajar en la empresa familiar mientras Alli se quedaba en la guardería que esta tenía en el mismo edificio.
–Serena está siendo muy modesta –intervino Amanda de repente, haciendo que la mirada de Bennett volviese a clavarse en ella–. Está ocupándose de las audiciones para el festival y está poniendo el sitio web al día. Además, el equipo está trabajando en el sistema de votación online y con nuestra empresa de publicidad para preparar un par de anuncios que van a emitirse en las cadenas de televisión local.
–Pero no hay nada terminado… –añadió Serena enseguida.
Bennett levantó una mano.
–Parece que estás en ello, Serena, seguro que sale bien.
–Qué emocionante, ¿verdad? –comentó su madre, Candace Carey–. Me parece estupendo que demos la oportunidad a los artistas de realizar las audiciones en directo. Y me alegro de no tener que entender cómo funcionan las votaciones online, pero estoy deseando ver el concurso.
–Ha sido una buena idea –dijo Martin, su padre, sonriendo a su esposa.
Pero Candace lo miró de manera fría. Martín tenía sesenta y cuatro años y el pelo moreno salpicado de canas. Sus ojos azules seguían siendo inteligentes. Sus dos hijos habían heredado su complexión musculosa. A pesar de la edad, su presencia todavía era imponente.
Amanda pensó que ese era, en parte, el problema. Que su padre llevaba retirándose un año, insistiendo en que sus hijos tomasen las riendas de la empresa que él había levantado, pero sin dejarles el camino libre. Y su esposa estaba empezando a perder la paciencia.
–Serena –dijo Martin–. Si la página web está preparada ya, ¿por qué no funciona todavía?
Bennett, el hijo mayor y director general de la empresa, se metió las manos en los bolsillos mientras su padre tomaba las riendas de la situación. Apretó los dientes con fuerza para evitar hablar. Amanda vio cómo su rostro se tensaba. Llevaba el pelo rubio con un corte juvenil y tenía los ojos azules clavados en la ventana que había en la otra punta de la habitación. Amanda pensó que su hermano parecía haber nacido con traje. Con treinta y cuatro años, su padre lo había puesto al frente del negocio familiar, pero después Martin no había terminado de marcharse.
Serena se aclaró la garganta, miró a Bennett, a su padre y dijo:
–La página web está casi terminada. Estamos retocando parte de la información y quiero que el equipo pueda actualizar las votaciones y las fotografías casi al instante, así que Chad Davis está trabajando para conseguir que sea fácil de utilizar para todo el mundo. Hay que darle una semana o dos más.
–Que sea una semana –le respondió Martin, golpeando la mesa con los dedos.
–Dos está bien –lo interrumpió Bennett, retando a su padre con la mirada–. Nos sobra tiempo, papá.
Candace suspiró pesadamente y Martin hizo una mueca y asintió.
–Está bien. Tú estás al mando, Bennett.
Este continuó, decidido a terminar antes de que su padre volviese a intervenir.
–¿Alguien ha tenido noticias de Justin?