Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar - E-Book

Telefónica E-Book

Ilsa Barea-Kulcsar

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Beschreibung

El edificio de la Telefónica, en la Gran Vía madrileña, es el primer rascacielos del país. Los aviadores alemanes tratan a diario de bombardearlo para cortar las comunicaciones de la República. Allí entra a trabajar un buen día la voluntaria alemana Anita Adam, pequeña, rolliza y muy independiente. Su modo de ser choca con el machismo de los españoles y con el rol subordinado que se otorgaba a las mujeres. En aquel enorme edificio, que tiembla bajo las bombas de los junkers y los obuses del quince y medio, Anita permanecerá inalterable, trabajando a la débil luz de la lamparilla de su escritorio. Ilsa Barea cuenta una historia polifónica basada en su propia experiencia en el Madrid sitiado. El texto, escrito hace ochenta años, es uno de los últimos testimonios de la Guerra Civil.

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TELEFÓNICA

ILSA BAREA-KULCSAR

TELEFÓNICA

UNA NOVELA

TRADUCCIÓN DE PILAR MANTILLA

EDICIÓN DE GEORG PICHLER

SENSIBLES A LAS LETRAS, 52

Título original: Telefonica, 1939

Primera edición en Hoja de Lata: mayo del 2019

© Heirs of Ilsa Barea-Kulcsar, 1949

© de la traducción: Pilar Mantilla, 2019

© del epílogo y notas: Georg Pichler, 2019

© de la ilustración de la cubierta: Joan Mundet, 2019

© de las fotografías: Collection Uli Rushby-Smith

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2019

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.° E, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección de pruebas: Tania Galán Álvarez

ISBN: 978-84-18918-34-6Producción del ePub: booqlab

Este libro ha recibido una Ayuda a la Traducción de la Cancillería Federal de Austria, Departamento II/5 Literatura y Edición.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

En lugar de una dedicatoria

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Madrid, otoño de 1936

Notas

Telefónica, de Ilsa Barea-Kulcsar, por GEORG PICHLER

EN LUGAR DE UNA DEDICATORIA

Acabo de leer en el periódico la noticia de la entrega de Madrid. Las tropas del general Franco han entrado en la ciudad. Las mujeres y los niños han mendigado pan a los soldados, los hombres, cigarrillos. Han izado la bandera de la España nacional en lo más alto del edificio de la Telefónica, el rascacielos que durante los años de asedio fue el más bombardeado y tiroteado... algo así decía el escueto comunicado.

Delante de mi habitación se extiende un césped verde que una niebla fina y suave empieza a envolver. Un tordo se ha posado en la valla. En el seto alborota un coro de pajarillos. Los cálices amarillos de las campanillas de primavera ondean en silencio. Estoy en Inglaterra. Pero el zumbido de motores de avión se oye más que el chisporroteo de la madera húmeda de la chimenea. Tres pájaros negros surcan en un vuelo bajo y lento el apacible horizonte. ¿Aviones de maniobras o la fuerza aérea? Aquí tienen tiempo de formar a los pilotos porque Madrid ha resistido hasta ayer, no se rindió hace dos años y medio.

Pronto no se entenderá cómo fue. Surgirán leyendas que ocultarán a los hombres vivos o ya muertos que no quisieron someterse y no se entregaron porque no les parecía justo. En aquellos meses yo vivía en la Telefónica de Madrid. Quiero intentar hacer vivir a estas personas —no la verdad oficial sino la verdad interior de todos nosotros— en un libro, tal y como se han adueñado de mí: por eso no veo el sentido de dedicarles este libro.

***

Los feos edificios de Madrid se transforman en una ciudad espléndida cuando la tarde luminosa los hace relucir como bloques fantásticos delante de los montes en el ocaso, o cuando el sol blanco del mediodía los dibuja como superficies lisas y estridentes con finos bordes umbríos sobre la campana centelleante del cielo de un intenso color azul.

Entonces ese rascacielos americano que es la Telefónica pierde sus ridículas molduras y sus torrecillas y se convierte en la torre vigía de esta ciudad de ensueño.

La Telefónica era la atalaya y el símbolo de Madrid en aquellos primeros meses de sitio, cuando la gente, sobreponiéndose a sus pequeños miedos y a los pequeños actos de valor de sus vidas individuales, se convirtió en un solo pueblo en lucha. Este destino común de vida y muerte al que nadie podía sustraerse creó una cálida unión en el interior de los elevados muros de hormigón de la Telefónica, porque los que trabajaban y vivían allí se sentían como la avanzadilla de la muerte. Y sin embargo, nadie murió durante esos meses en la Telefónica de Madrid, y el edificio sobrevivió con cientos de impactos de granadas en el cuerpo.

Sus ventanas miraban al frente. A sus pies se amontonaban sacos de arena. Y por las tardes, antes de que llegase la oscuridad total y empezasen los combates nocturnos, veíamos brillar a nuestro Madrid torturado y destrozado por la batalla desde la torre de la Telefónica, como si fuera una fortaleza incorpórea y atemporal.

ILSA BAREA

Hertfordshire, 29 de marzo de 1939

PRIMERA PARTE

I

—¿Es cierto que cuando oyes silbar las bombas ya no te pueden dar? —preguntó Johnson.

Iba por la calle de Alcalá con Simms y Warner, con la sensación de atravesar una selva inexplorada. Era el 16 de diciembre de 1936. Estaba en Madrid, y en la redacción esperaban que les enviara una serie de reportajes sobre la defensa e inminente conquista de la ciudad. Hacía solo cinco días aún estaba en Londres. Eso le parecía fantástico.

—Sí, es cierto —le respondió el pequeño Warner, que prefería aferrarse a esa parcela de tranquilidad—. Por lo menos eso espero. —La cara de ratón de ojos vivos traslucía tensión interna, todos los músculos trabajaban bajo la piel. Llevaba ya tres meses en Madrid como corresponsal de guerra.

De alguna parte llegó un estruendo sordo.

—Ha sido por la plaza de Callao —dijo Simms, que vivía en Madrid desde hacía cinco años y conocía y amaba cada una de sus calles—. Suena como si fuera de gran calibre... No, lo de los silbidos es una leyenda. No se puede uno fiar de nada. Nunca se sabe si te van a dar o no.

Siguieron caminando en silencio.

—¿Lo de ahora ha sido un obús? —preguntó Johnson. Su fino rostro de intelectual bajo el pelo de un rubio pajizo solo expresaba curiosidad, pero en su interior se preguntaba desconcertado: ¿A qué mundo he ido a parar?

Warner lo había tomado por un obús, pero prefirió decir:

—No. Por cierto, si oye una explosión cerca, tírese al suelo, Johnson.

—Ya me lo ha dicho todo el mundo. Creo que así se me estropeará el traje —dijo Johnson. Suena muy afectado decir eso, pensó, y añadió—: Bueno, es mi primer día en Madrid.

Doblaron para entrar en la Gran Vía.

—Allí está la Telefónica —dijo el pequeño Warner—. Ya sabe, la central de teléfonos. Es de los americanos, ahora la ha reclamado la República y está bajo el control de la autoridad militar. Mire bien el edificio, Johnson, allí es donde pasará la mayor parte de su tiempo. La prensa y la censura se alojan allí. Es el edificio más alto de Madrid y el mejor blanco para los nacionales.

Johnson contempló el gran bloque liso con las clásicas torrecillas sobre la moldura del tejado.

—¿Por qué trabaja ahí la prensa si el edificio corre ese riesgo? —preguntó, y pensó en su amiga Anita, que desde aquel día tenía que estar en el edificio ejerciendo de censora, qué oficio tan desagradable, y servir de blanco.

—Desde ahí podemos llamar al extranjero —explicó Simms, que iba junto a Johnson dando largos pasos tranquilos, tan callado como de costumbre—. Por eso nos han instalado un despacho. Es más seguro que pasar por esta calle con cada noticia que surja. No es un camino agradable.

—Además, la Telefónica es el puesto de observación del Estado Mayor —dijo Warner, que siempre se empeñaba en mostrarse bien informado, precisamente porque sus colegas, por su juventud, no lo tomaban del todo en serio—. Si uno se fija en lo que sucede en el edificio, se puede adivinar todo tipo de cosas. Solo que la censura es estúpida y a los anarquistas los enloquece el miedo a posibles espías.

Un silbido agudo y prolongado: los tres tensaron los nervios para estar preparados para la explosión.

No hubo ninguna explosión, solo un golpe amortiguado. Una fina nube de polvo salió de uno de los tejados de enfrente.

—No ha explotado —constató Simms—. De lo contrario no habríamos tenido tanta suerte. La metralla de las granadas vuela muy lejos.

El pequeño Warner se había puesto un poco colorado.

—Siempre me alegra haber terminado este recorrido —dijo.

Johnson se sacudió como un perro saliendo del agua. Miró a los que pasaban —soldados en uniformes con prendas de diferentes procedencias, chicas sobre tacones altos con peinados de rizos complicados y labios de colores chillones— y preguntó:

—¿Uno se acostumbra a eso?

—Hasta hace ocho días no estaba tan mal la cosa, hasta el 7 de noviembre. Todavía no lo sé —contestó Simms, cuyo rostro enjuto con inesperados ojos oscuros no se había inmutado.

—¿Tenéis miedo? —insistió Johnson. Quería aprender a captar ese aire tan extraño.

—¡Todos tienen miedo! —exclamó Warner—. Ya se dará cuenta de lo que es Madrid... si Franco le da tiempo para ello. El primer día todos están perplejos, pero después viene lo serio.

—Es mejor que caminemos rápido —dijo Simms.

La explosión llegó por sorpresa, sin ser anunciada por ningún silbido. Primero algo parecido a un golpe, luego el estallido en sí y la presión del aire, el sonido de cristal y la caída de trozos de piedra. Cada uno sintió el golpe en el propio cuerpo, sintió el corazón agitarse y el cerebro detenerse: esperando lo desconocido.

Warner se echó a tierra, Simms se apretó contra la puerta de una tienda. Johnson se encontró solo, con el pulso acelerado y la sensación de que se le encogía el estómago, solo en mitad de la acera repentinamente vacía. A unos treinta metros rodaba una lenta nube negra por la calle, se expandía y se diluía convertida en humo gris.

—Entonces eso era un obús —se dijo en voz alta. A través del humo vio moverse unas figuras oscuras. De todas partes por las puertas de las casas empezó a salir gente que continuaba andando a toda prisa. Oyó gritos que no entendió y se sintió tremendamente solo.

—Mi bautismo de fuego como corresponsal de guerra —le dijo a Simms con expresión de sorpresa en los ojos—. No he pasado mucho miedo.

—Deprisa, ahora nos quedan quizá un par de minutos —respondió el otro. Warner ya se les había adelantado.

—Es soportable. —Simms, alto, de largas y delgadas extremidades, avanzaba a pasos regulares y bien medidos mientras hablaba sin prisa—. Nosotros estamos aquí por unos periódicos. Los españoles, por su vida.

Una humareda venenosa persistía en el aire; el atardecer había llenado la calle de un gris neblinoso; todo parecía un mal sueño.

—¡Aquí le han dado a alguien! —gritó Warner, que se había detenido. Junto a la mancha clara sobre el pavimento, donde había saltado la piedra, había un charco pequeño y oscuro.

—No lo pises, a mí me pasó una vez y me puse fatal —dijo Warner en voz baja.

—¿Está lejos la Telefónica?

—A unos minutos, unos doscientos metros. Está lejos. Vamos —dijo Simms.

Caminaban más despacio que antes, no más rápido. Johnson lo constató. ¿Queremos demostrarnos que no tenemos miedo?, se preguntó, y luego dijo:

—Material para mi primer artículo desde Madrid. Otro mundo.

—Un mundo extraño —dijo Warner—. Nunca lo entenderemos del todo. Hace ocho días apostamos que Madrid caería durante la noche. Esta gente no puede creer en la victoria, ¿por qué no acaba de una vez?

—¡Venga, Johnson, tómese un whisky! —Simms se les adelantó al atestado bar del Hotel Gran Vía—. Beba a la salud de la Telefónica, que no le acierten demasiado.

A lo largo de la barra semicircular del bar estaban sentados ruidosos soldados y algunas chicas, no muy guapas, demasiado maquilladas, pensó Johnson. Oyó un traqueteo y no sabía si era una metralleta o una moto. Nadie se volvió. Solo Simms se cruzó con su mirada interrogante y dijo:

—Es el frente. A kilómetro y medio bajando la calle. Incluso algo menos. Pero hoy es un día tranquilo.

—Día tranquilo, día tranquilo, sin novedad en el frente —dijo Johnson—. Creo que en guerra todo el mundo está un poco loco. Así que esto es un día tranquilo para darme la bienvenida a Madrid. Empiezo a aprender español.

Bebieron. Todos los que estaban sentados en los elevados taburetes de la barra bebían vino. Hacían mucho ruido. A Johnson le dio rabia no entender absolutamente nada y estuvo a punto de enfadarse con esas extrañas personas incomprensibles.

—¿Cómo se entera uno de las noticias oficiales? —preguntó.

—Lo mejor es ir a la Telefónica y acercarse al frente dando un paseo. Es ahí donde está la auténtica primicia, Johnson, en esa gente y en estas calles, detrás del frente. —Simms se animó por un momento—. Y en la Telefónica.

—Crucemos la calle antes de que vuelvan a atacar. ¿No habéis oído los últimos trallazos, justo ahora? —gritó Warner a través del ruido. Se había colocado en la puerta y volvió rápidamente a la barra.

Ya estaban en la calle y la cruzaron a toda prisa.

—No he oído nada, todavía no conozco bien los ruidos de la guerra —dijo Johnson medio disculpándose—. ¿Siempre hay estas pausas entre los tiros?

—Preferimos suponerlo —contestó Simms secamente.

De un segundo a otro la niebla se espesó.

—En la oscuridad no disparan mucho, solo hacen algunas pruebas —constató Simms cuando ya habían alcanzado la fachada lisa de la Telefónica y doblaron la esquina.

Coches en una calle estrecha, mucha gente en la acera, un puesto de guardia, una puerta pequeña en un portal imponente: entraron en el vestíbulo de Telefónica.

—Estamos en casa —dijo Simms. Explicó algo en español a un hombre seco y desagradable, de mandíbula poderosa y nariz aplastada—. Es un funcionario de control anarquista, registra a todos los que entran por si llevan armas. Pero nosotros somos de la prensa, le he acreditado, Johnson.

Se oyó un golpe sordo, los cristales de la puerta tintinearon y las paredes retumbaron en silencio. Las numerosas personas que estaban en el vestíbulo, hombres, mujeres y niños hablaban todas a la vez. Pero no pasó nada más. Solo un hombre se acercó al teléfono interno para hacer una llamada.

—No ha sido más que la moldura del tejado —aclaró Simms, que había estado escuchando.

—¿Han dado a nuestro edificio? —preguntó Johnson. Miraba las caras españolas pasando de una a otra y no entendía nada de lo que veía. ¿Cómo se hacía para vivir ahí?

Es otro mundo, se respondió a sí mismo.

II

Era una noche gélida y oscura, sin luna ni estrellas. La niebla de la tarde se había disipado, pero el aire aún estaba impregnado y teñido de ella.

En la habitación del comandante de la Telefónica no había ninguna luz encendida porque la ventana estaba abierta. Agustín Sánchez se inclinó sobre el antepecho e intentó mirar hacia abajo, hacia la Gran Vía. El ancho desfiladero que formaba la calle estaba sumido en una oscuridad tan impenetrable que creyó apoyarse en él como en un cuerpo.

Del frente más cercano llegaban los trallazos de fusiles en breves intervalos. Desperdicio de munición, nerviosismo, pensó. Las noticias sonaban mal, eran muy imprecisas. No debería haber llamado al Ministerio de la Guerra, tendría que haber ido él mismo. Hoy era un día relativamente tranquilo, así que no podía esperar que viniera el general. Y tendría que trabajar toda la noche y hacer pausas cortas para dormir, sin saber exactamente cómo estaba la cosa y hasta dónde se había acercado el enemigo. En realidad, le venía muy bien no tener tiempo de dormir, porque la incertidumbre hacía que el pesimismo se apoderase de él y en la cama le habrían torturado las pesadillas. Cuando conocía lo peor y veía que no era tan malo como sus miedos secretos, sentía que le invadía un valor casi alegre que los demás no llegaban a entender y que tomaban por una valentía especial. Quizá hoy sería también así si hubiera ido al Estado Mayor y supiera por qué reinaba tal silencio en el frente, en lugar de tratar de adivinarlo.

Y sin embargo, aunque hubiese tenido un par de horas libres, o incluso si no hubiera estado prisionero de ese trabajo, no habría querido abandonar el edificio de Telefónica. Aquí le eran familiares las escaleras incluso en la oscuridad. Aquí ya le habrían matado hacía tiempo si alguno de los cientos de trabajadores y empleados hubiera querido aprovechar la ocasión: así pues, aquí estaba seguro. Aquí estaba el trabajo que mantenía a salvo su cordura. Afuera le invadían el miedo y la furia, su ciudad se había convertido en algo extraño y las personas, en seres incomprensibles.

Todo esto es una locura, pensaba, y probablemente nos hundiremos todos. Pero los otros también. ¿Para qué trabajo como un loco, por qué no cojo mi pistola y mato a tiros a unos cuantos cerdos antes de que termine todo? Mi cobarde miedo de siempre a derramar sangre. ¡Qué crimen más grande es esto, con lo bonito que podría ser!

Ah, a la mierda, me sumo en mis pensamientos para poder escucharme a mí mismo, pero todo es distinto y mucho más difícil. Ya no entiendo nada del todo, hay que tener cuidado con los pensamientos. Solo que estoy tan cansado. Los del Consejo Obrero me van a dar mucho la lata. Sí y no, qué voy a hacer con ellos, a lo mejor tienen razón. Pero siempre estos anarquistas y comunistas. ¿Es que no tienen otras preocupaciones? Yo sí las tengo. Demasiado bien sé dónde está la nueva artillería que nos está disparando.

Era un obús hermoso. Como una rosa.

Espero que Paquita no se haya dado cuenta de que tengo media hora libre. Que no suba. No merece la pena. No me apetece. Tengo trabajo.

La pequeña del sótano, la de los refugiados de Carabanchel, tiene buenos pechos; seguro que está en celo, porque están de punta. Pero no me apetece. No tengo ni idea de lo que me pasa. Me gustaría acostarme con una, pero mi cerebro no quiere, así que no tengo ganas. Eso no es tan importante. Pero cuatro semanas... Nunca había estado tanto tiempo sin mujer desde entonces, desde que tuve la pulmonía. Paquita es un mal bicho, me lo pone difícil a propósito. Y desde hoy está también Pepita en el edificio. No debería haber consentido que viniera a la Telefónica. En su caso es la histeria total. Pero ¿qué iba a hacer?

Hoy están disparando de forma irregular. Muchos obuses, lo que quiere decir que están intentando afinar la puntería. El de ahí apuntaba mejor, si es que quieren darnos.

Debería bajar a ver cómo se ha acomodado Pepita con los niños. Seguro que mal, como siempre. Pero no puedo hacer nada más. Y no quiero que se me vuelva a colgar del cuello. La excita aún más y yo ya no quiero. Las mujeres tienen que entender de una vez por todas que no puedo y no quiero y que hay guerra. Aunque sea una excusa por mi parte. ¿O no? Ya no sé nada, no entiendo nada, no sé qué va a ser de mi vida. Pero es lo mismo, porque todos vamos a morir.

—Moriremos todos —dijo Agustín en voz alta, y se echó a reír. Porque nunca tuvo miedo a la muerte, pero sí al dolor y a la suciedad.

Hoy ya había trabajado catorce horas intensamente. Tenía un trabajo infinito ante sí, y muy poco que pudiera pasar a su suplente. Toda la administración militar de Telefónica estaba a su cargo mientras su superior, el coronel, siguiera en Valencia. Agustín estaba empezando a comprender lo grande que era su responsabilidad. Estos cables de teléfono eran los únicos hilos que llevaban desde el Madrid sitiado al mundo exterior. El sabotaje siempre era una posibilidad. El Estado Mayor tenía su puesto de observación en el piso superior del edificio. El espionaje siempre era una posibilidad. Sabotaje y espionaje: todos los empleados de Telefónica estaban poseídos por el miedo a estas dos magnitudes desconocidas.

La Telefónica tenía trece pisos y dos sótanos. En lo más profundo de la tierra estaban los refugiados de los suburbios y de los pueblos de los alrededores de Madrid. En el piso trece estaba el puesto de observación de la artillería. En medio, apretujada en las habitaciones de doce pisos, la maquinaria de la red telefónica para toda España y al mismo tiempo un corte transversal en el Madrid del asedio: otros refugiados; obreros; policías; milicianos; puesto de Primeros Auxilios; empleados; los oficiales de observación del Estado Mayor, evitando con temor cualquier contacto; como si fueran cuerpos extraños, aislados, los empleados de los capitalistas americanos, que eran dueños de las líneas telefónicas y tenían el monopolio en España, aunque desposeídos en ese momento por el control del Estado; la oficina militar, instancia superior de la administración del edificio, y en la que solo estaba Agustín; una cantina espaciosa; camas de campaña en todos los espacios posibles para la gente del turno de noche; un ejército de telefonistas que en parte dormían en el edificio para no tener que ir de o al trabajo bajo una lluvia de proyectiles; en el cuarto piso los periodistas de la prensa extranjera; en el quinto, la censura de prensa, departamento del Ministerio de Asuntos Exteriores, y la censura de teléfonos, el comité de los empleados de Telefónica; en medio máquinas y más máquinas, valiosas y casi insustituibles; luego las habitaciones de los sindicatos, el Consejo Obrero y sus instituciones; los carteles de la organización; los materiales para reparaciones; la vida técnica, la vida política, la vida militar, máquinas de escribir y telescopios de tijera. Y, atravesando el edificio, los cinco enormes huecos de ascensor y la estrecha escalera, tan peligrosa si cundía el pánico. Todo eso estaba en el punto de mira de los cañones y de los bombardeos de los fascistas.

Tienen razón al querer destruirnos, pensaba Agustín. Somos una de las centrales nerviosas de Madrid. El cerebelo. Aunque probablemente los señores periodistas se consideren el cerebro. Vaya una pandilla más fatua y ridícula; se les deja demasiada libertad. ¿Por qué tienen que vender primicias a nuestra costa? Estos extranjeros son todos iguales, estos extranjeros; no es más que negocio. La censura no vale para nada. Está claro que es un negocio repugnante. ¿Cómo se llama el censor bajito, grasiento, ese al que le falta un diente? Son tal para cual. El jefe es un hombre mayor y honrado, pero es demasiado bueno. Los corresponsales hacen lo que quieren con él. Tendré que intervenir un poco. Los censores de teléfonos son unos burros. No entienden la mitad de las cosas y siempre me vienen con sospechas cuando se trata de algo inofensivo. Y por supuesto, se les pasa lo más peligroso.

Vuelvo a estar normal, pensaba Agustín. Si las historias de mujeres no me calientan la cabeza y consigo no pensar en lo que significa todo aquello, esta noche no se me dará mal el trabajo.

Cerró la ventana y corrió con cuidado la tela negra de algodón de la cortina antes de encender la débil luz de la lámpara de la mesa, cubierta de azul. Sonó su teléfono: el arquitecto del edificio tenía que hablar con él sobre la adaptación de los baños para los refugiados.

Cuando estaba fijando una reunión para la mañana del día siguiente, apareció Paquita en la habitación, sin llamar ni saludar. La saludó con la cabeza e hizo una pregunta técnica al teléfono, sin pensarla, al buen tuntún. Se estaba imaginando la inevitable escena que iba a producirse: él, atareado y amable, ella, insistente y fuera de control. Tan apasionada que él casi claudicaría y, sin embargo, sentiría un profundo rechazo. Un cansancio indolente lo paralizó. Había que evitar a toda costa que pasara algo, de una manera o de otra. Algo tenía que cambiar, sí, pero en ese momento no quería saber cómo o cuándo.

La voz del arquitecto sonó sorprendida al teléfono. Porque por suerte el comandante Sánchez en otras ocasiones era muy claro en lo referente a las cuestiones técnicas. Empezó a explicarse en exceso.

Entretanto, Paquita caminaba por la habitación. Caminaba despacio moviendo las caderas conscientemente, como hacía siempre desde que había descubierto que a él le gustaba ver sus claras líneas curvas y que esta manera de andar le excitaba. Sabía que su cara —de líneas grandes, carnosas y regulares con grandes ojos redondos muy abiertos— no le atraía especialmente. Lo que Agustín tenía que ver era su cuerpo. Tenía que contemplarlo. ¿Por qué tenía él esa cara de mártir atormentado, con las aletas de la nariz tensas, largas sombras bajo los pómulos y en las sienes y una boca tan severa?

Se sentó en la butaca con brazos, que le pareció una especie de barricada frente a Paquita: era de una madera tosca e imposibilitaba cualquier intento de aproximación. Pero la seguía con la mirada. Ella lo notó y continuó caminando por la habitación, pegada a las paredes, toqueteando los libros y dando pasos muy cortos. Eso le permitía impulsar el movimiento curvilíneo. Y la escasa luz suavizaba la rudeza atrevida de sus rasgos.

Agustín soltó una risa algo burlona, pero los músculos de su barbilla huesuda y angulosa se tensaron. De repente gritó al teléfono:

—Lo mejor es que suba un momento ahora mismo. Así tendré tiempo de bajar con usted al sótano antes de que pongan la conferencia desde Valencia.

Y colgó.

Paquita se apoyó en la librería y dijo:

—Lo que se va a alegrar tu mujer cuando la vayas a ver. Así no tendrá que subir en mitad de la noche a buscar dinero. Y después de la conferencia tendrás tiempo de dormir en la salita. Solo tengo turno hasta las dos. Luego voy a verte, ¿vale?

Era muy directa porque sabía que tenía poco tiempo para conversar y notaba desde hacía días que Agustín se le escabullía. En realidad ya hacía seis meses que lo venía notando y luchaba contra ello como podía. Pero hacía un mes que iba en serio. En todo ese tiempo no se había acostado con ella. Tampoco con otras, desde luego; ella podía controlar su vida al milímetro. Él afirmaba que ahora no podía tener vida privada. Pero ella no le creía, porque la mayor parte de los hombres que la rodeaban iban más con mujeres durante la guerra porque querían disfrutar de la vida. El que la mujer de Agustín, Pepa, estuviera en el edificio desde ese día, era un motivo más para conseguir acostarse con él, porque si no, al final lo haría con Pepa. Con su hambre. Porque tenía hambre de mujer. Lo veía, tenía buena vista. Seguro que tenía fuego en el cuerpo, como ella, Paquita. O se iría con alguna de las muchas chicas que había en la casa. Todas querían, las muy putitas. Pero ella jugaba con ventaja: él hablaba con ella una y otra vez; con las otras, no. Resultaba curioso lo que parecía significar esto para él, ese hablar y ser comprendido, y sin embargo era totalmente secundario. Pero así era él, así que había que hacerle hablar antes de que llegara el maldito arquitecto. Porque él todavía no le había dicho que fuera esa noche.

Interrumpió el silencio con su voz ronca y grave:

—Tinito, ¿estás muy cansado? ¿O es que estás enfadado porque esos señores de Valencia no te mandan los recambios? ¿Qué te pasa?

Agustín tenía claro que hablaba demasiado con Paquita, le contaba demasiadas cosas. Pero había sido la telefonista de su despacho; sabía mucho de él y sobre él y a ella le interesaban sus asuntos. Al contrario que a su mujer. Y además Paquita le quería mucho, se decía.

Solo le respondió:

—Déjalo, niña. —Ella se le acercó de inmediato, porque la voz de él no mostraba reservas, como en otras ocasiones—. ¿Sabes que hoy hemos tenido que retroceder otros doscientos metros en la Casa de Campo? Ya no entiendo cómo va la línea del frente, en zigzag. Nos han metido muchas cuñas en nuestras posiciones y tengo miedo de que nos aíslen por completo.

No debería decírselo, pensó al mismo tiempo. Pero estoy tan cansado. No se puede estar siempre solo. A lo mejor sí que me voy hoy con ella a la salita. Alguna vez me alcanzará una granada y solo seré un amasijo de jirones de carne. Por lo menos ella piensa en mí. Solo me tiene a mí. Al menos no hay que portarse mal con otros. Los niños... no quiero pensar lo que Pepita ha hecho de mi vida.

Permitió que le acariciara los cabellos, cosa que normalmente no le gustaba, porque siempre lo hacía con un gesto de posesión. Paquita vio cómo cedía. Tenía su oportunidad, pero no tenía ni idea de la verdadera naturaleza del hombre con el que llevaba acostándose tres años y que se había confiado a ella durante cinco años. Daba por seguro que estarían juntos esa noche si podía enardecerlo un poco más, y al mismo tiempo pretendía aprovechar su estado de ánimo para el siguiente objetivo:

—Tinito —dijo—, aquí estás haciendo el idiota para los mandamases: estás atrapado en la trampa y ellos en territorio seguro. No tengo ganas de morirme de hambre en Madrid cuando nos aíslen por completo. Ya has sacrificado bastante. Puedes conseguir que te trasladen. Anda, vayamos a Alicante, allí estaremos bien.

Le pasó la mano por la cabeza y luego empezó a acariciarle la parte interna del muslo.

Agustín sintió de repente un enorme vacío en el estómago. Su cansancio se transformó en una náusea repentina. No seas tan interesada, niña, no me gusta ver que intentan seducirme, pensó. Tomó la mano de ella con una presión neutra e indiferente, la alejó de su cuerpo y la posó sobre la mesa como si fuera un objeto muerto. Por un momento estuvo a punto de decirle que era evidente que ella no entendía cómo sentía él Madrid y esta guerra, y por qué tenía que quedarse esperando la muerte. Pero en ese preciso instante tuvo la certeza inequívoca de que durante años no había estado hablando con una persona, sino a una persona. Que no había visto su incapacidad para comprender porque no había sido sometida a prueba. Y que jamás podría restaurar esa ilusión de que tenían algo en común.

En la Telefónica se puede mentir y engañar peor que en la vida normal, pensó, pero ese pensamiento le pareció pueril.

—Ahora vete, Paquita. Tu turno está a punto de empezar. Mañana me tomaré un café contigo si me da tiempo —dijo, tan fríamente que ella se encolerizó y una ira desesperada inundó su cerebro. Él vio venir el estallido, se levantó, pasó junto a ella y se dirigió a la puerta antes de que pudiera romper a llorar a lágrima viva, de esa forma que él odiaba. En el vestíbulo se quedó junto al ordenanza hasta que Paquita salió de la habitación y bajó por el pasillo sin mirarlo, meciendo con exageración sus hermosas caderas.

Habían calculado bien el tiempo. En ese momento el arquitecto salió del ascensor y Agustín lo agarró del brazo con afecto. No tenía nada que esconder. Sus confusos conflictos privados le resultaban más irreales y ajenos que la necesidad absoluta de las cuatrocientas mujeres, niños, enfermos y ancianos a los que tenía que proteger de las bombas después de haber escapado de los moros.

III

Alas ocho de la tarde explotó una granada de mortero en el octavo piso. Nada digno de mención: una de 75 milímetros. Dio en la parte frontal del poyete de la ventana y explotó. Esquirlas de cemento y astillas volaron al interior de la habitación al mismo tiempo que el cristal de la ventana y los restos de metralla, algunos de los cuales taladraron la pared de enfrente, otros penetraron en los gruesos armarios de encina y otros cayeron al suelo sin fuerza suficiente para perforar nada. La habitación era una de las innumerables salas de la administración que ahora no se utilizaban y estaban vacías. Así que era una granada carente de interés.

El hombre de confianza del piso examinó los daños. Constató dos detalles no desprovistos de importancia que le permitieron suponer un cambio en el ángulo de tiro o la colocación de una nueva batería.

—Es el lado izquierdo del marco de la ventana —dijo al ordenanza—, han cambiado la dirección. Pero cómo se les ocurre lanzar a estas horas una sola granada. Será mejor que dé parte al comandante.

Hacía muy pocos días que Manuel García era responsable. Formaba parte de los encargados de la brigada de reparaciones. Pero desde el 6 de noviembre no habían tenido ningún servicio externo, al menos no habían prestado ninguno con regularidad. El poco material que quedaba en Madrid lo consumían las líneas militares y las nuevas centralitas de teléfono de las autoridades militares. El grupo de Manuel, compuesto por electricistas y mecánicos que tenían que encargarse de las reparaciones de la red telefónica de la capital, esperaba en vano el envío de material. Aunque por el momento todavía se podía sustituir ese servicio con trucos en la combinación de las líneas y con el conmutador. Pero no podía continuar así mucho tiempo. Además, Manuel no creía ser la persona adecuada para trabajar en la Telefónica, estaba acostumbrado al aire libre y al trabajo en grupo. Pero el Sindicato Libre, la UGT, le había destinado al octavo piso porque allí estaban la cancillería militar y la comandancia y no querían anarquistas. Buenos chicos, pensaba Manuel, pero nunca se sabe la que pueden montar.

Ahora tenía la tarea de comprobar a personas y cosas en toda la planta. Luego iría a ver a Sánchez. El comandante Sánchez resultaba un poco difícil de entender. Reservado y distante, a pesar de ser un viejo sindicalista. Un hombre capaz y nada cobarde —como muchos otros, habría podido largarse a Valencia el 7 de noviembre y se había quedado en Madrid por voluntad propia— pero le faltaba la amabilidad habitual. Siempre estaba muy tenso. Manuel suponía que sería inevitable que Sánchez tuviera serios problemas con Pedro Solano, el del Consejo Obrero. Pedro consideraba que el comandante no era un elemento de fiar porque cuando trabajaba en la vida civil antes de la guerra había sido jefe de sección e ingeniero en una fábrica, había formado parte del círculo que servía a los capitalistas.

Manuel tenía otra opinión. Pero no quería emitir ningún juicio definitivo hasta haberlo conocido mejor. Quizá también podría hablar con él de la situación internacional. Sánchez sabía más de eso que la mayoría y a Manuel le atormentaba la idea del fracaso de la solidaridad obrera y de la democracia. No puede ser, se repitió en voz alta y se puso a buscar entre los restos de metralla la espoleta que revelaría de forma inequívoca la procedencia del proyectil. La espoleta había volado a otra parte, quizá a la calle. Pero ahí había un fragmento con una marca de fábrica borrosa. Seguro que alemán, qué iba a ser si no. Pero el comandante lo sabría, era un viejo artillero.

Manuel entró en el cuartito que simulaba el lujo de disponer de un dormitorio privado en la Telefónica y se pasó un peine por el rebelde pelo negro. En alguna capa de su pensamiento estaba redactando un informe para su comandante, pero en otra estaba calculando si el nuevo ángulo de tiro de la batería ponía en peligro su ventana. No, y tampoco a la comandancia. Pero nunca se sabía. Se miró al espejo, porque le daba mucha importancia al efecto que causaba su aspecto: cejas negras muy espesas, ojos alegres de un sorprendente color marrón claro, nariz potente y recta, boca ancha y fuerte, piel muy morena, mentón demasiado redondeado y carnoso. Su camisa azul oscuro le hacía parecer aún más moreno. Se gustaba y recordó vagamente los cumplidos de la rubia bajita —¡rubia oxigenada!—, que era tan divertida y se estaba convirtiendo en una especie de institución colectiva en la casa. Pensó realmente en la palabra «institución colectiva» y evitó la palabra puta, tan manoseada en estos casos; porque esa chica bajita y divertida enloquecía ante el miedo a no poder aprovechar su joven vida nunca más.

Una chica agradable, pero no para Manolo. ¿Y si había un bombardeo esa noche? El final de la tarde había sido extraño, sin que pasara nada, pero todo el tiempo con inquietud y disparos. Esas cosas se notan en los huesos. Bueno, primero iría a ver a Sánchez y después a comer, pero ya no a la cantina, era muy tarde para eso.

Cuando Manuel llegó a comandancia, el ordenanza lo retuvo. Ese ordenanza era un viejo obrero que no quería comportarse como un soldado, pero al mismo tiempo le embargaba el orgullo por la función de «su» oficina, de su superior, de su comandante y de su propia persona.

Agarró a Manuel del brazo y le explicó con diligencia:

—El camarada Agustín está ahora mismo en el sótano, el arquitecto quiere poner paredes de madera y hacer cuartos de baño para los refugiados de abajo. No sabemos cuándo van a poder ser evacuados. Pero quédate y espera, subirá enseguida.

Manuel conocía al viejo Pepe y sabía cómo era. Él sabía todo y tenía que contar todo lo que sabía. Pero si se le obligaba a mantener silencio, se podía confiar en que lo cumpliría a rajatabla. Manuel le preguntó como si nada, en respuesta al guiño travieso del viejo:

—¿Por qué crees que Sánchez va a subir enseguida? La inspección de abajo va a durar y entretanto podría irme a comer.

—Sí, Manolo, pero mira: la mujer de Agustín, Pepa, está ahora ahí con los dos niños. Es como una ametralladora; no me extraña que huya de ella. La conozco bien. Durante un tiempo subía aquí todos los días y le organizaba una escena porque no le daba dinero suficiente para cojines o el sofá y cosas por el estilo y porque está liado con Paquita. Incluso me ha preguntado si se acuesta con ella aquí, en la Telefónica; pero hasta ahora no lo ha hecho, una tontería por su parte, y se lo he dicho a Pepa. Pepa era una chica guapa, maja, pero ahora tiene la cara avinagrada. Es raro, las mujeres gastonas suelen tener otra cara, uno podría pensar que Pepa es tacaña si no supiera cómo es. Y es más tonta que una mata de habas. Así que puedes estar seguro de que Agustín subirá enseguida, no quiere saber nada de mujeres. Hace un momento ha echado a Paquita. Pero ella volverá, es tenaz y sabe que uno como Agustín no es fácil de encontrar. ¿Sabes que Miaja lo trata de tú?

—El general tutea a casi todo el mundo si le caen bien. Y tú también eres una ametralladora, Pepe, no haces más que ¡ra-ta-tá! Si estuvieras conmigo no serías ordenanza, ya te lo digo, no me gusta que lleven la cuenta de mis líos de cama.

—Diantres, Manolo, eres un grosero, vete a tomar por saco. Chico, ya sabes que no hablo de Agustín con todos, solo con los que lo respetan. Y si no lo respetas te rompo los dientes. Y además un hombre es un hombre, no es ninguna vergüenza, y…

—Y a mí me preocupan otras cosas, no solo tu Agustín. Déjame entrar en el despacho, le quiero dejar una nota. Si sigo escuchándote... Por cierto, lo de romperme los dientes no es tan fácil, míralos, ¡muerden! Vamos, que si sigo escuchándote se me olvida el informe.

En principio eso iba contra las normas, pero Manuel era el responsable de la planta, así que podía entrar en la habitación aunque el jefe estuviera ausente. No se sentó en la butaca de madera, en parte también porque los sillones de cuero eran mucho más cómodos. Es así como lo han amueblado los americanos, saben lo que es el lujo, pensó Manuel. Nosotros lo haremos de otro modo y también será bonito. Para ello construiremos una escalera más ancha y no solo lavabos y duchas, sino también un baño para los empleados, en cada piso si es posible.

Sonó el teléfono, Pepe asomó la cabeza y dijo:

—Contesta tú, Manolo, conoces mejor a la gente. —Manuel se estiró la camisa de estilo militar y cogió el auricular. Al principio no se enteró bien, pero no quería que se notara su torpeza. Sin embargo, luego entendió con suficiente claridad—: Se acercan cuatro junkers y seis cazas. ¡Hay que dar la alerta!

Y ahora volvía a suceder. Llamó a la centralita de la casa y pronunció la contraseña que tenía que conocer por ser uno de los responsables. Y al hacerlo puso en marcha toda la maquinaria de las alarmas en el enorme edificio sin preguntar al comandante. Pero se trataba de una emergencia. Apagar todas las luces. Solo las linternas y en algunos sitios las luces de emergencia de un azul mate. ¡Y cuidado con las linternas! ¿Qué tenía que hacer él en la planta? Salió a toda prisa y llamó a Pepe. Este se enjugó la frente y propuso ir al sótano a buscar al comandante.

—Pues vete si tienes miedo —dijo Manuel—. Yo me quedo aquí. Alguien tiene que atender el teléfono. Pero espera a que haya mirado en las demás habitaciones.

Hizo la ronda a toda velocidad. Las pocas personas que trabajaban en el octavo piso estaban ya en el descansillo. Sirenas de alerta. Ruido de mucha gente en la escalera. Manuel volvió a la comandancia, donde Pepe le estaba esperando. El pasillo estaba oscuro, el vestíbulo sin ventanas, negro, la linterna no iluminaba lo suficiente. Se golpeó contra esquinas y bordes y se sintió abandonado hasta que oyó la voz del viejo:

—¡Hola, Manuel!

Se encendió una luz mate de linterna (la pila de Pepe está gastada, se le va a acabar de un momento a otro y escasean las pilas, pensó); entonces Pepe gritó con voz ronca:

—Agustín ha llamado, sube ahora. Dice que no me quede si hay alguien de confianza aquí arriba. Me voy, no puedo soportar los junkers, me ponen el estómago del revés.

—Vete, demonios, viejo cerdo —replicó Manuel, seriamente irritado y nervioso. Prestó atención a los pasos que se alejaban tropezando por el largo pasillo, después se adentró en la comandancia con fuerza de voluntad. Intentó orientarse: Esto es la butaca grande, esto el borde de la mesa y esto una ventana. Si apago la linterna, puedo abrir esta ventana y escuchar. Seguro que es una estupidez no bajar al sótano. Pero por lo menos quiero oír a qué distancia están los aviones. Y ¿dónde están nuestras defensas antiaéreas?

Miró hacia la oscuridad agobiante de afuera, en la que solo se reflejaba un cielo mate. No vio ningún bombardero, pero ¿cómo iba a verlos entre los jirones de nubes? El ruido de motores se aproximó, era un zumbido que atravesaba todo, pero no retumbaba. Manuel tensó todos los nervios tratando de escuchar y soportar la primera explosión. Cuando de pronto restalló un cañón antiaéreo justo al lado de la Telefónica, casi se llevó una desilusión. Vaya defensas más malas, solo algo mejor que una ametralladora, pensó Manuel, y se sentó porque estaba cansado de estar en cuclillas. En ese momento entró alguien que apagó de inmediato la linterna —¡la ventana abierta y sin cortinas!— y dijo tajante:

—¿Hay alguien ahí?

—Aquí Manuel García, mi comandante —dijo el otro—. Perdona, me he quedado aquí porque tú mismo has dado permiso a Pepe para que bajara y alguien tenía que quedarse por el teléfono.

—Cierra la ventana, camarada Manuel —dijo Sánchez con tranquilidad. Cuando estuvo corrida la cortina negra (una labor difícil sin luz), encendió una linterna muy grande que parecía el faro de un coche—. Siéntate ahí, camarada Manuel. ¿En tu planta está todo en orden? —No esperó a la respuesta, sino que dijo—: La cosa está difícil con las chicas desde el último bombardeo de ayer. Entre ellas hay demasiadas que ya han visto muertos. La mayoría están enloquecidas por el miedo.

—Camarada Sánchez —dijo Manuel, cambiando la forma de dirigirse a él—, hace un rato quería comunicarte que por la última granada que ha caído en este piso he podido comprobar que los fascistas han cambiado el ángulo de tiro.

—Sí, ya me ha dado parte la planta trece. Gracias, Manuel.

Manuel aguzó el oído para escuchar el zumbido de motores que ahora era más difuso. Se sintió un poco decepcionado por haber llegado tarde con su parte. De forma inconsciente, al igual que Agustín, se mantenía fuera del foco deslumbrante de la linterna, que estaba encima de la mesa y proyectaba la luz sobre la puerta.

—Esta vez no se nos han acercado ni han lanzado ninguna bomba —dijo Agustín. Luego ambos guardaron silencio. Estaban esperando. Agustín tenía mal sabor de boca por el encuentro con su mujer. Durante la alarma no se había alterado; consideraba que el sótano era completamente seguro para ella y los niños, y en otros no pensaba. Pero había querido retener a Agustín, no porque temiera por él, sino... «No puedes dejarme sola, soy tu mujer».

Y luego, en la escalera, el momento en que el foco de la linterna había iluminado la cara de Paquita. Ella no era cobarde, tenía un gesto de enfado, no descompuesto como muchos otros. Pero al seguir con los ojos el haz de luz y reconocer a Agustín, había exclamado: «¡Tinito, ven, ayúdame, me voy a caer!». Y había cambiado el gesto por otro de desamparo. Qué extraño poder verlo con tanta exactitud en ese haz de luz tan exageradamente intenso e impreciso. Mejor no pensar en ello, sino en los otros. En las dos muchachas de la quinta planta que se habían quedado junto al cuadro de la centralita para que no se interrumpiera el servicio. En ese Manuel que estaba ahí sentado y esperaba.

—¿Quieres una copa de coñac, Manolo?

El funcionario se sorprendió, sobre todo por el apelativo cariñoso.

—¡Pues claro, hombre!

Iba a añadir algo cuando sonó el teléfono. Por el sí y el no del comandante no pudo sacar ninguna conclusión. En el reflejo mortecino de la lámpara vio cómo se endurecían los rasgos de Agustín. Este meneó dos veces la cabeza y las finas aletas de su nariz se movieron.

—Sí. —Colgó y se giró hacia Manuel—. Van a volver. Todavía no ha terminado. Van a atacarnos. No puedo hacer nada. —Empezó a maldecir en todos los tonos, a lanzar juramentos violentos y bárbaros, pero era una explosión artificial que no lo alivió. Sacó una botella de coñac del escritorio y sirvió dos copas pequeñas, una para él y otra para Manuel—. ¡Al diablo con los alemanes!

El teléfono sonó de nuevo. Él volvió a maldecir y descolgó. En el aparato:

—Hola... —extranjero—, ¿comandante Sánchez? —una mujer de voz grave. Pronunciaba su nombre con «s», «Sanches»—. ¿Habla usted francés?

—Sí, ¿qué quiere? Hay alerta aérea —dijo Agustín con poca amabilidad. Seguro que era prensa extranjera.

—Es por la alerta por lo que le llamo —dijo la mujer extranjera con voz muy fría y suave—, soy la encargada de la censura de la prensa extranjera.

—Ahí no hay mujeres.

—Desde hoy sí, comandante Sánchez —dijo la mujer en su francés lento y correcto—. Quisiera que me diera la información con respecto al ataque aéreo, para que se lo pueda comunicar a los corresponsales, si procede. Estoy oyendo en este momento que han tirado una bomba. Mientras hablaba se había producido aquella explosión sorda y la vibración de las ventanas que anuncian una bomba a una distancia moderada.

—¿No puede ser más tarde? Ahora no tengo ganas de dar informaciones a la prensa.

—Estoy de servicio, camarada comandante, para transmitir las noticias sobre el bombardeo. Por eso me he quedado aquí arriba. No debería negarse a colaborar conmigo. No se trata de un asunto privado.

La mujer seguía hablando en un tono frío, pero su voz se había vuelto más grave y un poco ronca —seguro que estaba furiosa. una voz interesante—, alemana, desde luego. Agustín desconfiaba, pero se sentía entre la espada y la pared.

—Señorita (a una desconocida de abajo no la voy a llamar camarada), voy a bajar a hablar con usted. Está en el quinto piso, ¿no? Se tiene que identificar.

Agustín colgó y se volvió hacia Manuel, que había intentado en vano entender alguna palabra.

—Camarada García, quédate junto al teléfono y, si hay algo, me llamas a la censura de prensa a la quinta planta. Hay una mujer extranjera nueva y quiero verla de cerca; no las tengo todas conmigo.

Tres estrechas escaleras, negras como el carbón, atravesadas por el haz de luz de la linterna, un largo pasillo, puertas, tanteo de paredes hasta que se enfoca la linterna correctamente, habitaciones vacías, una linterna pequeña, una mujer difusa, luz de foco en su cara:

—¿Acaba de hablar conmigo, señorita?

La mujer tenía los ojos muy claros —probablemente grises— y sus pupilas se empequeñecieron rápidamente. Tenía las cejas duras y una boca pálida —al menos sin pintar— muy recta. No era nada guapa. Tanto mejor.

—Aquí no debería llamar a nadie «señorita», comandante —dijo la voz fría y tranquila—. Y, para variar ¿no podría sujetar la linterna de otro modo, aunque sea un momento, para que pueda examinar su cara? —Su boca severa se hundió y se transformó en una alegre sonrisa de camaradería muy parecida a la mueca de un muchacho. Tenía labios carnosos: esa boca no era dura. Agustín la miró con interés porque le pareció un fenómeno propio de un juego de luces y sombras.

Pero enfocó la linterna hacia otro ángulo, de modo que los dos pudieran verse bajo una luz tenue y dijo con irritación:

—De acuerdo, ¿quién es usted? ¿Sabe que el sótano es más seguro durante la alarma?

Ella se sentó. Él vio que ella era lo que él denominaba cuadrada, muy musculada, probablemente deportista. De treinta y tantos, no estaba mal de tipo, demasiado masculina para él, sobre todo la expresión de su cara y el comportamiento. Tomó asiento junto a ella a la mesa rebosante de papeles. Ella vio las sombras bajo sus pómulos y en las sienes, sus largas extremidades, las finas aletas de la nariz, el cansancio. Muy español, una raza susceptible, muy nervioso, probablemente muy decente e hipersensible, todo llevado al extremo, juzgó ella. Se propuso conseguir su colaboración.

En ese momento entró Morton, el corresponsal del New York Telegraph. Agustín lo conocía y lo despreciaba porque lo había visto a menudo en los bares de la Gran Vía en plena y asquerosa borrachera de whisky; lo consideraba un fascista y una masa de carne poco apetitosa. Agustín no podía seguir la conversación en inglés, pero vio cómo la censora leía y daba el visto bueno al manuscrito en un lapso de tiempo que se le antojó demasiado breve. Eso no le gustó y volvió a helarse en su interior. Sonó el teléfono.

Por lo visto es para usted, camarada comandante —dijo la mujer, y le tendió el aparato. Manuel comunicó que se habían alejado los bombarderos, pero que había que mantener la alerta otro cuarto de hora, que la bomba de antes había caído en Vallecas: siete muertos, dieciséis heridos, fabricación alemana. Además, otra bomba que no había explotado.

—¿Es usted alemana? —preguntó Agustín a la mujer cuando el periodista hubo salido de la habitación.

—Sí —notaba que resurgía la hostilidad.

—¿Cómo se llama? Enséñeme sus credenciales.

—Me llamo Anita Adam y aquí tiene mis documentos del Ministerio de Estado —dijo ella con cierta aspereza—. Llegué anoche de Valencia y a partir de ahora tengo turno de noche en la censura.

Los papeles estaban en orden, pero eso no le decía mucho. Aquí estaban en Madrid, no en Valencia. En muchas cosas el Ministerio seguía estando en manos de antiguos intrigantes. La censura de prensa era un departamento del Ministerio de Estado. Pero Madrid estaba en guerra, la responsabilidad era de las autoridades militares, y aquí, en la Telefónica, suya por el momento. El bueno de Hilario Goma, ya mayor y jefe de la censura, no le ofrecía suficientes garantías para vigilar el trabajo de esa alemana. Se veía que era inteligente y enérgica. ¿Por qué estaba en España?

Lo preguntó como lo pensaba:

—¿Qué hace aquí en Madrid?

Anita no entendía su desconfianza. Hasta entonces solo se había topado con la cordialidad espontánea de los chóferes y la cortesía ampulosa de los funcionarios del Ministerio con respecto a la periodista extranjera y, además, con su fanática voluntad de trabajar y su larga trayectoria de actividad política, creía tener carta blanca en la España republicana.

—¿Que qué hago aquí? No le entiendo bien, comandante. Lo único que veo es que está cuestionando mi función. Naturalmente que estoy aquí como todos nosotros, como socialista y antifascista, o como quiera llamarlo. En cualquier caso, como camarada que quiere ayudar.

—¿No tenía nada que hacer afuera?

—Oh, sí, camarada, perdone: si alguna vez decido no volver a llamarle camarada tendrá un significado que no quiero conceder a esta conversación, al menos por ahora. Así que seguiré llamándole camarada. Sí, tengo trabajo afuera. Pero ahora no hay nada tan importante como España. Y quiero imaginar que puedo y tengo que hacer una labor útil aquí. ¿Por qué me ha hecho esa pregunta?

Él no estaba preparado para esta respuesta. La miró: sus labios volvían a ser finos y fruncía las cejas. Tenía que estar muy enfadada. No importaba. Tenía que darse cuenta de que su autoridad se miraba con lupa precisamente por ser extranjera.

Se fijó en sus dedos sin querer. Tenía unas manos muy suaves, pequeñas y femeninas.

Agustín estaba tan terriblemente cansado que no reparó en el tiempo que tardaba en responder y lo fácil que era seguir su mirada. Anita dijo con su voz más fría (y eligió ese registro conscientemente):

—Está claro que no quiere aquí ni extranjeras ni mujeres. Por desgracia hablo algunos idiomas y conozco la situación de la prensa internacional, conocimientos que al parecer aquí brillan por su ausencia. —Es una putada, pero es cierto, pensó él. Tanto más peligrosa es ella. Pero de repente su desconfianza se le antojó exagerada—. Trabajo aquí, al igual que luchan mis amigos de la Columna Internacional.

No habría debido decirlo, lo notó enseguida. Él era español. Su reacción era completamente lógica, pero dolía. Su silencio después del reproche indirecto resultó violento. No era un buen comienzo para trabajar.

Entretanto, se le entremezclaban pensamientos contradictorios. La Columna Internacional… legión extranjera. No, eso no. Además de aventureros hay también revolucionarios… y nuestros milicianos se han largado. Pero los bombarderos alemanes y las bombas… esta es una aventurera ambiciosa, pero si es honesta le he hecho daño… contesta bien, lo malo es que no tenemos españoles formados para este trabajo… su mirada es sensata, a lo mejor se puede hablar con ella. Es ella la que asume la función ahora… la conferencia con Valencia va a caer de un momento a otro, lo mejor es acabar y subir.

—¿Por qué está usted sola aquí arriba? —preguntó inesperadamente en otro tono mientras se sentaba en el borde de la mesa, lo que suele ser una señal de desarme interno.

Anita sopesó el nuevo tono de voz y llegó a la conclusión de que él la consideraba valiente.

—He enviado al ordenanza al sótano, tenía que quedarme aquí. Me parece que las noticias de bombardeos son muy importantes para hacer propaganda a nuestro favor y que en esto hay que prestar todo el apoyo a la prensa. —Ella también cambió el tono, sabiendo muy bien el efecto que producía.

—Puede decir a los corresponsales que la bomba de hace un rato cayó en Vallecas, siete muertos, dieciséis heridos, la bomba era de fabricación alemana. Ha caído otra que no ha estallado.

—Gracias, camarada. Pero habría que dar la marca exacta del fabricante y el número de serie si es posible, y hacer una foto si se puede. Mire, hay que alimentar a los de los periódicos con noticias reales. —Hablaba con pasión, toda su cara se movía.

¿No se dará cuenta de que es una vergüenza para todos los alemanes lo que ocurre aquí o es que le parecerá que no es una de ellos?, se preguntó él. Vaya personaje más extraño, pensaron los dos casi al mismo tiempo. Pero lamentaron que Johnson les interrumpiera precipitándose en la sala.

Ese inglés con el pelo de color arena era amigo de la mujer, constató Agustín de inmediato. Ella le contó la noticia que acababa de recibir y estaba claro que se alegraba de verlo. El inglés empezó a hablarle sin cesar, preocupado, probablemente quería enviarla al sótano. Agustín estaba molesto por no entender inglés. Rechazó la lógica suposición que habrían asumido todos sus paisanos de que se trataba de una relación amorosa. No, era amistad; si es que podía haber amistad entre un hombre y una mujer, lo que él no creía. Él, Agustín, conocía a los hombres y a las mujeres, le pareció que el inglés estaba tímidamente enamorado de la mujer, pero ella no. Él se inclinó sobre ella, pero ella se echó hacia atrás con una sonrisa amable. Agustín observó cómo le cambiaba la boca; en sus comisuras apareció un pequeño signo de interrogación. Le gustaba esa boca, pensó que sería agradable besarla. Solo eso, nada más.

Cuando Johnson se fue, titubeando e insatisfecho por dejar a Anita en esa oscura inseguridad de la Telefónica y en esa extraña misión, Agustín se levantó. Se había quedado más tiempo del que pensaba y sin embargo le hubiera gustado seguir hablando con ella. Anita le explicó quién era Johnson, el importante periódico inglés de tendencia moderada que lo había enviado allí y añadió:

—Es un buen tipo, lo conozco desde que una vez trabajó con mi marido en una agencia internacional de noticias.

Así que estaba casada. Pero ¿dónde estaba el marido? No parecía casada, pero tampoco una mujer insatisfecha. Ojalá no estuviera buscando aventuras de guerra con esa boca. Solo faltaría eso. En cualquier caso, tenía que dejar claras algunas cosas: