Testigo de medianoche - Sara Blædel - E-Book

Testigo de medianoche E-Book

Sara Blædel

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MÁS DE CUATRO MILLONES DE EJEMPLARES VENDIDOS EN EL MUNDO. Louise Rick, la detective de homicidios novata, debuta en este emocionante best seller internacional: el número uno que lanzó la increíble carrera de la escritora Sara Blædel hasta alcanzar los tres millones de ventas. Una joven aparece estrangulada en un parque y un periodista ha sido asesinado en el patio trasero del Hotel Royal de Copenhague. La detective Louise Rick se encarga del caso de la joven, pero muy pronto se ve envuelta en la resolución del otro homicidio: su mejor amiga, la periodista Camilla Lind, conocía al hombre asesinado. Louise intenta evitar que su amiga se involucre demasiado, pero Camilla nunca ha sido de las que se pierden una historia interesante. Y esta vez, Camilla puede haber ido demasiado lejos.... Emocionalmente fascinante y llena de giros inesperados, El testigo de medianoche es la mejor pista para comprender el fenómeno internacional Sara Blædel.

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Testigo de medianoche

Testigo de medianoche

Título original: Grønt støv

© 2004 Sara Blædel. Reservados todos los derechos.

© 2021 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1161-0

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Dedicatoria

A Anne, Gitte, Kristina y Lone,

porque estáis allí

1

En el alféizar de la ventana, el móvil silenciado anunciaba una llamada con su vibración insistente.

Pero Louise Rick se había metido en la bañera. Cuando abrió los ojos, la espuma ya había desaparecido; notó entonces que el agua estaba más fría que tibia.

Eran las nueve y media de la mañana. Fuera, en el patio, brillaba fuerte el sol de marzo. Louise se había perdido en cavilaciones y no tenía ganas de abandonar el mundo en que se había sumergido.

Por un instante consideró la posibilidad de vaciar la bañera, volver a llenarla de agua caliente con cantidades ingentes de fragante espuma y darse otro baño; pero ya no sería lo mismo. La habían interrumpido. No podía aterrizar otra vez en el escenario de sus ensoñaciones. Igual que cuando te arrancan de un sueño, ya no se puede volver al mismo sitio.

Justo al salir del agua, se dio con el grifo en el codo. Encogió el brazo de golpe, instintivamente.

Echó cuentas rápido: haría unas cinco horas que se había acostado, así que tenía por delante poco más de dos para la reunión del equipo en la sala del departamento A de la Jefatura. Hubiera dado lo que fuera por librarse de esa reunión.

Rogó y suplicó para que, en el departamento de Homicidios, Suhr la postergara, aunque solo fuera por unas horas.

Salió de la bañera, agarró su mullida toalla azul marino y se envolvió el pelo en ella. Alargó el brazo adolorido para coger el albornoz, que colgaba tras la puerta. Se palpó el cuerpo: le escocían los ojos; estaba tan cansada, que, si se hubiera echado en el suelo, se habría quedado dormida de inmediato. Pero, en ese instante, toda la conversación de la pasada noche volvió a resonar en sus oídos.

El dolor continuaba acuartelado en su diafragma. No era un dolor propio, sino el que te pilla cuando eres testigo de cómo la vida de alguien se hace añicos, ese que llega cuando la tragedia se ceba con una persona; cuando la muerte y el desastre dejan de ser una nota de prensa y se convierten en un estado en el que se está irremediablemente inmerso.

En la cocina, Louise hirvió agua para el té. Sacó de la vitrina un vaso grande, de medio litro. Había empezado a beber té en vasos enormes; era la medida ideal: más que una taza, menos que una tetera.

Se quedó traspuesta mirando al patio desde la ventana. Sentía un vacío por dentro, pero sabía que se recuperaría. Como tantas otras veces cuando estaba de ese humor, recordó el día en que la habían enviado en acto de servicio al barrio de Østerbro.

Era un caso de agresión contra dos tipos de veintitantos en Nordre Frihavnsgade. A uno de ellos, un tal Morten Seiersted-Wichman, lo habían estampado contra el escaparate de una tienda de ropa. Antes ya lo habían tirado al suelo y le habían pateado la cabeza seis o siete veces. Lo levantaron de la acera y lo reventaron. Quedó hecho añicos, escaparate incluido.

Según las notas del forense, Morten había perdido la consciencia cuando el cristal macizo del escaparate le seccionó la carótida.

El otro tipo era el cuñado de Morten, Henrik Winther. Louise lo recordaba alto y delgado. Ese tuvo más suerte. La policía supuso que los agresores se habían desahogado y que se habrían asustado al ver sangre brotando del cuello de Morten. Lo de Henrik Winther se había saldado con una nariz destrozada y una costilla hundida.

Louise trabajaba entonces en la Brigada de Investigación Criminal. Esa muerte se le quedó alojada como un dolor permanente, no tanto por la agresión en sí, sino por lo que pasó después, cuando tuvo que dar la noticia a la pareja de Morten.

Solo media hora después de que las ambulancias habían partido con aquellos dos infelices, Louise estaba llamando a la puerta de la casa de la novia de Morten, una chica de veinticuatro años. Cuando la puerta se abrió, tuvo tiempo para interpretar el rostro abierto y sorprendido de Charlotte Winther, que le decía: «Hola. Vaya, creía que eran Morten y Henrik. Se han dejado las llaves».

Louise ya no recordaba cuáles fueron las palabras precisas que usó para contarle a la chica lo que acababa de pasar. Pero sí se le quedó grabado en la memoria el cambio en el semblante de Charlotte Winther: de la ilusión, porque su novio había vuelto, al desconcierto, y luego al asombro de ver policías en su casa. Finalmente vino el derrumbe.

Mientras Louise hablaba y su mensaje buscaba el camino hasta tocar fondo, Charlotte asentía con la cabeza. La chica alegó que lamentaba profundamente lo que había sucedido, que, desde luego, era algo terrible, pero que Morten no habría sido la víctima, que eso no era posible, porque solo había ido con su hermano al 7Eleven.

En la memoria de Louise aún latía una mirada, la de Charlotte Winther sosteniendo tenaz que aquello era imposible, que a Morten y Henrik nos los podían haber asaltado en ese rato, que en Østerbro no agreden a nadie a plena luz. «Eso no pasa aquí», decía una y otra vez con la desesperación atrancada en el cuello. Sin embargo, en aquellos oscuros ojos, Louise pudo leer que la verdad iba penetrando poco a poco.

Louise oyó los pasos de sus colegas, que subían las escaleras a sus espaldas. Hubiera querido ir al pasillo, llevarse a Charlotte de vuelta al salón y sentarse a hablar con ella. De pronto, se dio cuenta de que ni siquiera podía moverse. Se quedó mirando a la joven, mientras especie de parálisis se le extendía por el cuerpo, asustándola.

Percibió en el pecho el chasquido de algo que se rompía, y, después, una ola de desesperación que se abría paso a través de su cuerpo. Se le cerró la garganta. Sintió cómo se le bloqueaba la tráquea.

En la cocina, con el vaso de té en la mano, Louise todavía era capaz de evocar el sabor de la vomitona que llenó su boca y fue a parar al felpudo del vecino. Recordó lo humillante de su rostro estriado por las lágrimas y de su peste a vómito.

Cuando levantó la vista, un compañero la miraba; a ella, que había cerrado la puerta principal para que nadie pudiera verla desde el pasillo. Louise se disponía a decir algo cuando le llegó otra arcada: la bilis brotó de sus entrañas y le estalló por la boca. Se secó el rostro con la manga del abrigo. Estaba temblando.

¿Qué le había ocurrido? Tenía que haberse encargado de aquella pobre mujer, pero ni siquiera era capaz de ocuparse de sí misma. Louise sintió que se escapaba de su propio cuerpo y se metía en el de Charlotte Winther. Tenía verdaderas ganas de volver a abrir la puerta del pasillo, de sentarse al lado de la joven y de llorar con ella.

Su compañero ya estaba un par de peldaños más arriba. Antes de que él empezara a sacudirla, Louise ya había interceptado su mirada llena de ira y aversión. Oyó que le hablaba muy bajo para que el sonido de su voz no llegara hasta el interior del piso.

—¿Qué demonios te pasa? Si estás enferma, te vas a casa. Si no lo puedes soportar, te vas al coche y terminas de llorar ahí. Lo que no necesitamos aquí es una pseudoprofesional que no sabe comportarse —bufó.

Louise se sentía minúscula, pequeña e insegura. La parálisis todavía atenazaba su cuerpo cuando llegó al coche. Temblaba, como si fuera ella a quien acababan de transmitir aquel terrible mensaje. Más tarde pensó que, seguramente, en el mundo de las terapias alternativas habría alguien capaz de explicarle por qué, de pronto, había asumido los sentimientos de Charlotte Winther, como en una especie de experiencia extrasensorial.

Louise añadió azúcar y leche al té. Normalmente lo tomaba solo, pero, cuando necesitaba energía o tenía resaca, le ponía de todo.

Entró en el dormitorio, se quitó el albornoz y se acurrucó bajo el edredón. Por si acaso, puso el despertador: tres cuartos de hora. Alargó la mano para coger el periódico. Lo había dejado sobre la mesilla al llegar a casa.

La experiencia en el barrio de Østerbro le había costado una semana en cama, una visita a Jakobsen, el psicólogo de cabecera del departamento A, en el Rigshospitalet, el hospital del reino, y tener que tragarse la evidencia de que no era tan dura como creía.

Jakobsen le explicó que no había nada raro en lo que había vivido. Era un ataque de pánico en toda regla, provocado por la ansiedad, algo corriente en ese tipo de trabajos. Le describió la forma en que ella había empatizado física y mentalmente con Charlotte. Se había salido de su función de mensajera para ponerse emocionalmente en el lado del receptor, algo que, sin lugar a dudas, no era demasiado profesional. Entre sus compañeros del departamento se comentó que esa aparente incapacidad de dejar a un lado los sentimientos íntimos en casos difíciles, como asesinatos, agresiones y abusos a menores, mientras uno cumple con su trabajo, era una muestra de debilidad.

Lo que había ocurrido era, al mismo tiempo, bueno y malo, había dicho Jakobsen. Evidentemente, no era buena su incapacidad de comportarse como una profesional en una situación crítica, pero, a la vez, era sano sentir lo que sufrían aquellos a quienes trataba estando de servicio.

Tuvo que pasar todo un año para que Louise se distanciara lo suficiente de aquel colapso. Pudo entonces volver a sentarse con familiares sin temor a romper en llanto. Aún después, el miedo a no dar la talla en esas situaciones seguía latente.

Louise renunció a leer el diario porque le bailaban las letras. Acababa de tirarlo al suelo cuando oyó el móvil vibrando en el baño. Le daba pereza cogerlo; se quedó echada un rato más, pero al final, a pesar de todo, se animó a levantarse. Podía ser Suhr, que hubiera escuchado su plegaria y hubiera pospuesto la reunión. Sacó las piernas de la cama y se fue al baño.

—Louise Rick —dijo.

—¿Has visto el periódico?

Camilla sonaba apesadumbrada.

Louise consideró por un instante decir que estaba a punto de salir de casa, pero se conocían desde segundo de primaria; ya desde entonces, Camilla era su mejor amiga. Por lo tanto, sabía que eso no le serviría como excusa para quitársela de encima.

Camilla Lind había dejado bien claro, desde la Facultad de Periodismo, que iba a ser la primera periodista en ganar, por lo menos, dos premios Cavling. Había soñado con convertirse algún día en una famosa corresponsal de guerra. Se imaginaba a sí misma como la versión femenina del noruego Åsne Seierstad, transformada en una joven de larga melena rubia que informaba desde el centro de la noticia, en Afganistán o en Bagdad. Sin embargo, siempre se topaba con alguna cosa que la entusiasmaba y que se interponía en su camino hacia la fama. Esa era la única razón de que no estuviera aún a los focos de los conflictos mundiales. A cambio, había abierto los ojos a redactores y más lectores, gracias a su manera de narrar historias humanas. Con eso hubiera bastado, tal vez, para conseguir el reconocimiento que tanto ansiaba..., pero, de pronto, había vuelto a cambiar de trayectoria, había optado por cubrir sucesos de un modo «serio y ecuánime», como solía describirlo ella misma.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Camilla, esta vez con cierto tono de reproche en la voz—. He estado llamando sin parar a la comisaría y a tu móvil.

—Aquí tengo el periódico, pero ni lo he leído. Y si no he contestado es porque estaba dándome un baño cuando has llamado —dijo Louise, dando por supuesto que había sido Camilla quien había perturbado su baño de espuma.

—Eso no suele impedirte hablar por teléfono —la pinchó Camilla, en clara referencia a todas las veces que Louise le había exigido que la pusiera al día de noticias y chismes mientras se repantingaba en la bañera.

—Me he pasado la noche en compañía de unos padres destrozados —se defendió Louise.

—¿Karoline Wissinge? Lo oí en las noticias a primera hora, en la radio.

—Me resulta insoportable. Tenía veintitrés años, y el año pasado murió su hermano menor en un accidente de tráfico. Cuatro jóvenes que chocaron con un árbol en la carretera de Amager... Tú misma escribiste sobre aquello —recordó Louise de repente.

No se hacía a la idea de que su amiga de la infancia hubiera levantado la tienda de campaña, de que hubiera abandonado su puesto en el diario Roskilde Dagblad por un trabajo en la redacción de sucesos del Morgenavisen.

—Lo recuerdo. Era su hermano menor, ¿verdad? —preguntó Camilla con interés—. Dios mío, cuesta imaginarse algo más duro que eso para unos padres.

Louise se dio cuenta de que su amiga estaba conmocionada. Ella también había tenido que recomponerse cuando aquellos padres le contaron, ya avanzada la noche, que apenas hacía un año habían perdido a otro hijo. La madre lloraba conteniéndose, mientras el padre contaba a Louise los pormenores del accidente. Esta vez, la conmoción le sobrevino de la misma manera, sin previo aviso.

El domingo por la tarde, un hombre que paseaba a su perro se topó con el cadáver de una joven en el parque de Østre Anlæg. La lluvia llevaba todo el día cayendo insistentemente. Apenas había gente en el parque, de modo que el hombre dejó suelto el perro para que este pudiera corretear libremente. Al principio, no reaccionó gran cosa cuando el perro se puso a ladrar con insistencia, pero después, al ver que la mascota no respondía a su llamada, se acercó irritado a ver qué pasaba. El cuerpo de la chica yacía detrás de unos bancos. Lo habían dejado ahí, como en un intento de esconderlo entre los matorrales. Las ramas desnudas eran tan densas que resultaba imposible reparar a simple vista en el cadáver. Además, la lluvia intensa había disuadido a muchos de salir de casa, y los que, a pesar de todo, habían desafiado el mal tiempo, avanzaban con paso firme y la mirada clavada en el sendero de gravilla para sortear los charcos.

—¿Qué pasó con ella? —preguntó Camilla.

—La han estrangulado.

—¿Violada?

—No me lo preguntes, sabes que no puedo hablar contigo de eso —contestó Louise, irritada porque Camilla, a pesar de todo, lo había intentado.

—¿Cuál de los cuatro era su hermano? —preguntó Camilla, refiriéndose al accidente de tráfico.

—Se llamaba Mikkel Wissinge. Él no conducía. Solo tenía diecisiete años.

Louise casi era capaz de oír cómo Camilla intentaba recrear los rostros de los cuatro muchachos.

—Creo que lo recuerdo. Un chavalote rubio; me parecía muy atractivo, por lo menos en la foto que teníamos de él.

—Es posible. Iba en el asiento de atrás. No murió en el lugar del choque, sino hasta el día siguiente.

—Pues es una buena historia. ¿Crees que alguien le habrá echado mano?

—No, no lo creo. Ni tampoco sucederá, si puedo evitarlo.

Louise había atacado a su amiga al tiempo en que se maldecía a sí misma por haberle hablado de la conexión entre los dos casos.

—¿Es que no aprenderé nunca a mantener la boca cerrada? Siempre olvido que tú eres uno de ellos. Prométeme que no harás nada. Los padres ya no pueden más. Karoline vivía con su novio y él está en shock. Ahora mismo ya tienen bastante con lo que les ha tocado. Solo les faltaba tener que enfrentarse de nuevo con la muerte de su hijo.

Camilla gruñó.

Louise se dio cuenta de que su voz había sonado más lastimera e implorante de lo que le hubiera gustado. Solo esperaba que su amiga respetara eso, porque no tenía fuerzas para discutir sobre ética profesional. Por otro lado, también era consciente de que, si Camilla no escribía esa historia, alguien más lo haría. Así son las cosas.

Más de una vez había discutido con su amiga al coincidir en un caso que Camilla tenía que cubrir para el periódico. Para Louise, los periodistas convertían su trabajo en mero entretenimiento: exhibían impunemente a los familiares ente el gran público, en medio de su dolor. Eso la reventaba, y si el artículo llevaba la firma de Camilla, se lo tomaba como una provocación adicional. Ocurría con cierta frecuencia. Al mismo tiempo, Louise tenía muy claro que era ventajoso tener, entre la prensa, un contacto en quien se podía confiar. Estas relaciones siempre son un toma y daca.

Miró su reloj con el rabillo del ojo cuando ya estaba lista para levantarse.

—Por cierto, ¿qué tenía que haber visto en el periódico? —preguntó.

—¿Te acuerdas de Frank Sørensen, que trabajaba en el Roskilde Dagblad cuando yo empecé allí? ¿El de la cabellera rizada?, ¿ese que escribió un montón acerca de las bandas de moteros que en su día tomaron la ciudad? Coincidí con él hace apenas un par de meses, porque aceptó un trabajo de reportero de sucesos en la capital.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Louise, mientras intentaba evocar a ese tal Frank Sørensen. Tenía una cara bastante ajada. Louise se había quedado con la imagen de su sonrisa joven, los profundos surcos alrededor de su boca, las patas de gallo y la gran melena rizada y oscura. Lo había conocido un día en que recogió a Camilla en la redacción del Roskilde. Aquella tarde fueron unos cuantos a tomarse unas cervezas al Bryggerhesten, hasta que les cerraron el bar, y él había estado entre ellos.

—Está muerto —dijo Camilla—. Lo encontraron en un cobertizo para bicicletas en el aparcamiento detrás del hotel SAS, frente a la estación de Vesterport.

—¿El Royal Hotel?

—Sí, en el patio, detrás de la casa de alquiler de coches Hertz. El periódico habla del hallazgo de un cadáver, aunque no dice quién es. Me lo contaron cuando llegué a la redacción esta mañana. Es todo muy extraño —dijo Camilla.

Se hizo el silencio entre las dos amigas. Louise presintió que Camilla estaba a punto de echarse a llorar. Al poco se dio cuenta de que ella misma también sentía cierto malestar, como una presión en el estómago. Aunque no podía decirse que realmente conociera a Frank Sørensen, siempre es una pena enterarte de que ha muerto súbitamente alguien con quien has pasado un rato. Era muy distinto saber de una muerte a través del trabajo. Louise era capaz de enfrentarse a eso, aunque el dolor de los familiares siguiera afectándola.

—¿Cómo ha muerto? —preguntó con aire desapasionado, con la esperanza de evitar que el llanto se le viniera encima a Camilla.

—La verdad es que todavía no lo sé muy bien. Por eso he estado llamándote todo este rato, para preguntarte si sabías algo.

—Si no se trata de un homicidio, no suelo enterarme de estos casos.

Louise había logrado salir de la cama. Buscaba unos tejanos y un jersey en el armario.

—¿Quién lo encontró? —preguntó.

En su cabeza, ya iba en camino a la reunión. Decidió que tomaría el autobús hasta la Estación Central y que desde allí iría a pie hasta la jefatura de Policía. No tenía ganas de coger la bici.

—Por lo que tengo entendido, fue uno de los camareros que tenía que entrar a trabajar el domingo por la mañana. Se acercó al cobertizo para dejar su bicicleta. Terkel Høyer, nuestro jefe de redacción, se pasó por allí de camino al trabajo. Ahora, parte del patio está acordonado y vuestra gente está trabajando en el lugar. Supongo que otra cosa sería si mi antiguo compañero sencillamente hubiese caído muerto, ¿verdad?

Camilla le contó que había llamado al agente que estaba de guardia en la comisaría de la City. Él le confirmó que, efectivamente, habían encontrado un cadáver en esa dirección, pero no quiso decirle nada más.

—Ahora, tranquila —dijo Louise—. Ya sabes que solo porque el agente de guardia te haya confirmado que ha habido una muerte, no significa que lo hayan asesinado.

Sin duda, era un poco extraño que hubieran enviado al equipo de forenses hasta allí, pero podía haber otros motivos, pensó Louise, e intentó sonar despreocupada cuando añadió:

—¡Señorita reportera de sucesos! Siempre se levanta acta cuando encontramos a un hombre muerto en la calle. Ya lo sabes. Y ahora no tengo tiempo para seguir hablando contigo.

—Solo que no logro entenderlo. Un hombre de cuarenta y pocos años no se cae muerto así, por las buenas —prosiguió Camilla, ignorando por completo el intento de Louise de dar por terminada la conversación—. O, al menos, no ocurre muy a menudo. Así que, ¿serías tan amable de informarte? —pidió—. En primera instancia, a título personal. No te preocupes, no haré nada hasta que me des permiso para ello. Solo siento curiosidad por saber qué diablos ha pasado.

—Te lo contaré a ti, a título personal, así que haz el favor de no pregonarlo por la redacción. No sé si me dará tiempo de averiguar gran cosa —dijo Louise, y miró su reloj. Ahora faltaba menos de media hora para que empezara la reunión, y antes tenía que recoger sus documentos—. Camilla, tengo que dejarte. Voy a tener que pedir un taxi si quiero llegar a tiempo al trabajo. Pero no te preocupes, preguntaré por el caso. Hasta luego —dijo, y colgó el teléfono.

2

Cuando colgó, Camilla se dio cuenta de que alguien la estaba observando. Al darse la vuelta, y en el mismo segundo en que se giraba en la silla, tuvo tiempo repasar lo que le había dicho a Louise y lo que la persona que estaba en la puerta podía haber oído.

—Hola, Terkel. No sabía que estabas aquí —dijo en un tono de voz fingidamente alegre.

—¿Sabía algo? —preguntó el jefe de redacción, sin siquiera molestarse en ocultar que había estado escuchando.

Camilla estuvo a punto de saltarle al cuello, pero, justo a tiempo, se dio cuenta de lo triste y hundido que parecía su jefe. De pronto tuvo miedo de que se le ocurriera sentarse frente a ella y echarse a llorar.

—No —contestó—. Me ha prometido que intentará averiguar algo, solo que no sé cuándo lo hará. Están trabajando veinticuatro horas al día en el caso de la chica que encontraron muerta ayer.

Era muy probable que no la estuviera escuchando. Terkel Høyer se acercó al escritorio y se sentó frente a ella con gesto desvalido. Parecía que lo hubieran desenchufado.

Camilla se levantó y fue a buscar dos cafés. No sabía muy bien cómo manejar el hecho de que su jefe hubiera venido a desintegrarse en su despacho. Sentía que no lo conocía lo suficiente para que sucediera algo así.

—¿Lo tomas con algo? —preguntó mientras le ponía la taza enfrente.

Él negó la cabeza.

Camilla volvió a su silla y lo miró expectante, pero él se limitó a examinar unas fotos que había sobre el escritorio.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó su jefe, y señaló la fotografía de Markus.

—Cumplirá seis este verano.

Parecía que se había quedado mirando embobado al hijo de Camilla.

—Fue Frank quien me llamó para hablarme de ti cuando supo que Laugesen se jubilaba —dijo Terkel Høyer, y desplazó la mirada de las fotos hacia ella—. Desde que empezaste en la redacción del Roskilde, solía decirme que un día llegarías a ser una de esas reporteras de quien se hablaría mucho en el futuro.

Camilla no supo qué decir.

—En realidad, ¿cuánto tiempo llegasteis a trabajar juntos?

—Un par de meses.

—¿Qué te parecía?

—No lo conocí demasiado. Él estaba muy metido en las historias sobre moteros. Una vez me preguntó si quería acompañarlo a ver a un tipo que se había retirado de ese círculo. Estaba escondido, pero había accedido a contar su historia si podía hacerlo anónimamente.

—Estaba muy comprometido con todo lo que hacía —la interrumpió el redactor jefe, y se acomodó las gafas—. En un momento dado, la policía le ofreció darle una dirección secreta, pero él no la quiso. Si alguien quería algo de él, tenían que poder ponerse en contacto sin problemas.

—Siempre estaba trabajando. Así es como yo lo veía. Ahora, en serio, ¿tenía una vida al margen de su trabajo? —preguntó Camilla.

—Se casó hace tres años. Helle es la primera mujer con la que lo vi, y eso que lo conozco desde los tiempos de la Facultad de Periodismo. Hace dos años tuvieron un hijo: Liam.

Alargó la mano para coger el café y luego volvió a hundirse en la silla.

—Había quedado con él anoche, pero, cuando lo llamé para preguntarle dónde podíamos vernos, fue Helle quien cogió el teléfono. Estaba llorando. Ayer por la mañana recibió la visita de dos agentes de policía que le contaron que Frank había muerto. Lo encontraron el domingo, muy temprano.

Camilla asintió con la cabeza y descubrió que se estaba tirando de un uñero y había empezado a sangrar. Lo humedeció con un poco de saliva y se secó la sangre. Luego volvió la mirada hacia su jefe.

—Es que todo resulta muy extraño —dijo, y sintió una extraña presión en el pecho—. ¿Qué le habrán dicho algo a su mujer?

—No gran cosa. Helle estuvo en el Instituto Anatómico Forense ayer por la noche para identificar el cuerpo, pero no fue más que una formalidad. Frank llevaba encima su carné de conducir y el de prensa, ambos con nombre y fotografía.

—¡Vaya! —dijo Camilla.

Terkel Høyer se levantó, dispuesto a irse. Antes de que le hubiera dado tiempo de llegar a la puerta, Camilla ya le había prometido que lo mantendría informado de cualquier cosa que Louise pudiera contarle.

—También iré llamando al agente de guardia y al departamento A —añadió.

Al llegar a la puerta, Terkel Høyer se volvió. Ahora su semblante había cambiado.

—También tendremos que investigar quién es la chica que encontraron en Østre Anlæg anoche. ¿Tu amiga sabe algo?

«Hasta aquí, mi momento de debilidad; volvamos ahora a la normalidad», pensó Camilla.

—No, la verdad es que no —contestó—. Pero el agente que estaba de guardia me contó que el jefe de Homicidios emitirá un comunicado de prensa esta misma tarde.

Cuando su jefe se hubo marchado, Camilla se quedó con la sensación de que había estado en la puerta lo suficiente como para oírla hablar con Louise acerca del hermano de la chica.

Louise Rick entregó la tarjeta de crédito al taxista y esperó a que este le diera el recibo para firmarlo. Solo faltaban diez minutos para que el comienzo de la reunión. Antes tendría que pasar por el despacho para recoger su carpeta. Firmó, arrugó el recibo y lo metió en el bolso junto con el monedero. Saltó del taxi y se dirigió a toda prisa al gran portal. Subió las escaleras de dos en dos. Se había quedado absolutamente sin aliento cuando dejó el bolso y el abrigo en la silla de su despacho.

La carpeta estaba sobre el escritorio. Se obligó a bajar el ritmo; no estaba dispuesta a llegar a la sala de reuniones, al final del pasillo, entre jadeos y completamente descontrolada. Nadie le reprocharía una llegada a galope en el último momento. Lo mismo había sido para todos, cuando los llamaron para informarlos de que habían encontrado a la chica asesinada en el parque.

Louise pasó por la cocina a por un café antes de meterse en la sala y sentarse a la mesa oval. Tenía un poco de frío.

—Hola, Louise. ¿Qué tal te fue con los padres? —preguntó Henny Heilmann, que ya estaba lista, con sus papeles sobre la mesa y una botella de agua mineral al lado.

—Muy bien, pero se hizo tarde. Es comprensible. A nadie cabe en la cabeza que pudiera ocurrirle algo así. Estuvieron con su hija y el novio el sábado por la tarde. Al día siguiente, ella había muerto. Iré a verlos de nuevo cuando tenga redactado el informe, para que me lo firmen.

Heilmann asintió con la cabeza. De acuerdo con el procedimiento habitual, los testigos eran interrogados en las dependencias de la comisaría central, pero, si se trataba de familiares cercanos, solían tener la deferencia de acercarse a su casa.

Louise sonrió a su jefa. No había tardado mucho en descubrir que tras la actitud arisca y reservada de Heilmann se escondía una persona muy afable. Le caía bien la jefa de investigación criminal. A sus cincuenta años, ya había sido subcomisaria del departamento de Homicidios durante un largo tiempo. Por lo que Louise sabía, la mujer no tenía la más mínima intención de subir en el escalafón. Se sentía cómoda como jefa del grupo de investigación 2. Dejaba a los comisarios y a los inspectores que se pelearan por los puestos de arriba.

Eran las doce y diez cuando empezaron, aunque todavía faltaba un detective por llegar.

Además de Louise, en el grupo estaban Thomas Toft y Michael Stig. Søren Velin era el compañero habitual de Louise, pero lo habían obligado a tomarse dos meses y medio libres por acumulación de horas extraordinarias. Últimamente también participaba Lars Jørgensen, que era nuevo en el departamento, pero aún no había aparecido. Junto con varios agentes del departamento de Criminalística de la Policía Nacional y de la Policía Judicial de la comisaría de la City, formaban el equipo que investigaría el asesinato de Karoline Wissinge. El jefe de Homicidios, Hans Suhr, no participaría en la reunión matinal.

—Empezamos con uno menos en el equipo —empezó diciendo Heilmann. Explicó que tendrían que prescindir de Lars Jørgensen porque Willumsen lo había acaparado para los próximos días debido a un nuevo asesinato. Nadie comentó nada, pero todos se sintieron airados. Willumsen, además de ser comisario del departamento de Homicidios, ejercía ocasionalmente las funciones de jefe de investigación en períodos vacacionales o por acumulación de horas extraordinarias. Era un fastidio que siempre se saliera con la suya. Cuando le faltaba gente, cogía la de los demás, pero, cuando los demás grupos de investigación necesitaban ampliar sus dotaciones, se negaba a ceder a los suyos. Aun así, nadie se atrevía a enfrentarse con él.

—Repasemos el caso hasta ahora —dijo Heilmann, y cogió el primer papel de su montón—. A las 16:10 horas del domingo, un hombre que paseaba a su perro encontró el cadáver de una mujer de veintitrés años debajo de unos matorrales en el parque de Østre Anlæg. El bolso había desaparecido y la mujer no llevaba encima nada que pudiera servir como identificación. El cadáver fue trasladado al Instituto Anatómico Forense más o menos al mismo tiempo en que un hombre, un tal Martin Dahl, denunciaba la desaparición de su pareja de veintitrés años. La descripción que ofreció se correspondía con la de la chica encontrada en el parque. Una hora más tarde, alrededor de las 21:00 horas, Dahl acudió al instituto y la identificó como Karoline Wissinge.

A Louise le costaba concentrarse en las palabras de la jefa de investigación. Un insistente y monótono clic la distraía. Como de costumbre, provenía de Michael Stig, que estaba sentado dos sillas a la derecha. Stig había echado la silla contra la pared y tenía los pies apoyados en el borde de la mesa. Los brazos le colgaban entre las rodillas flexionadas. En una de las manos escondía el bolígrafo.

—De momento, todo lo que sabemos es que Karoline salió con dos amigas el sábado por la noche —prosiguió Heilmann—. De acuerdo con las declaraciones de las amigas, abandonó el café Baren, en compañía de un hombre —Heilmann sacó un nuevo papel—, un tal Lasse Møller, a eso de la una de la madrugada. A partir de ese momento, nadie la volvió a ver.

—Michael, ¿te importaría parar? —exclamó Louise, irritada.

Michael Stig soltó el bolígrafo con un gesto desdeñoso y sin mirarla.

Louise se relajó y volvió a centrarse en el caso. Conocía los pormenores; a pesar de todo, anotó las horas en su libreta.

—¿Estuviste en casa de Martin Dahl ayer?

Heilmann posó la mirada en Michael Stig.

—Sí —dijo. Bajó las piernas y acercó la silla a la mesa—. Me contó que había estado en casa, solo, todo el sábado por la noche. El informe ya está escrito.

Louise se había encontrado con Martin Dahl en casa de los padres de Karoline, adonde el joven había acudido en cuanto Michael Stig lo dejó en paz; pero a Louise no le había dado tiempo a formarse una opinión. Él se había quedado sentado en el sofá, encerrado en sí mismo, mientras ella se concentraba en los padres.

—Muy bien —Heilmann puso una cruz en su lista—. Coordinaré con la Brigada Criminal los interrogatorios a los posibles testigos del barrio. Karoline Wissinge y Martin Dahl vivían en la barriada de Kartoffelrækkerne. Tenían en alquiler la planta baja de una casa en Skovgårdsgade, justo enfrente de Lundsgade. La calle da al parque de Østre Anlæg. Estamos buscando testigos en la zona, desde la plaza de Sølvtorvet hasta el parque, pasando por la casa.

Heilmann dirigió la mirada hacia Toft.

—¿Qué te han dicho en el Instituto Anatómico Forense?

Toft hojeó el montón de documentos de color amarillo con el logo del departamento A en una esquina. Sacó un papel.

—Fue Flemming quien acudió anoche —dijo.

Flemming Larsen era el médico forense con quien Louise prefería trabajar. Era muy profesional y de trato fácil.

—No pudo precisar cuánto tiempo llevaba muerta la chica. Hizo mucho frío la noche del sábado, y eso dificulta usar la temperatura corporal para determinar la hora de la muerte. Pero, a juzgar por las livideces de las zonas de declive del cuerpo y por la rigidez total del cadáver, se puede deducir que llevaba muerta entre doce y veinticuatro horas.

—¡Debería ser capaz de hacerlo mejor! —interrumpió Michael Stig.

Toft posó, paciente, una mano sobre el hombro de su compañero.

—¡Después de que lo presionamos mucho, Flemming Larsen dijo que la chica murió entre las nueve de la noche y las siete de la mañana!

—Y sabemos que estaba viva después de medianoche —añadió Louise.

Toft asintió con la cabeza y volvió a sus papeles.

—En cambio, su conclusión en el lugar de los hechos fue contundente. El cuerpo tenía marcas evidentes en el cuello y visibles hemorragias puntuales en los ojos.

—¿Fue violada? —preguntó Louise.

—A simple vista no parece una violación, pero, naturalmente, se examinará en el momento de la autopsia. Por cierto, os manda saludos. Se lo pasó muy bien el otro día —dijo Toft.

Louise esbozó una leve sonrisa por el absurdo pero delicioso cambio de tono. El viernes habían jugado a los bolos con unos colegas del departamento de Criminalística, un par de médicos forenses y algunos miembros de la Brigada Criminal. Llevaban desde el verano hablando de organizar una salida así. Les parecía que, aunque a esas alturas se conocían bastante bien, nunca había tiempo para sentarse a charlar como Dios manda. Normalmente, Louise no era partidaria de frecuentar demasiado a sus colegas. No le apetecía romper el vínculo profesional, pero el viernes había resultado bastante divertido. Eso demostraba que no tenía por qué haber sangre entremedias para que se entendieran.

Después de Toft, tocó a Louise contar lo que había sacado de su visita a los padres de Karoline la noche anterior.

—Son unas personas amables de unos cincuenta y pico años. Me contaron que Karoline y su novio llevaban un año viviendo juntos. Ella acababa de terminar la carrera de enfermería y había conseguido una suplencia en el departamento de Neurocirugía del Rigshospitalet. También me contaron que perdieron a su hijo el año pasado, cuando el hermano menor de Karoline, Mikkel, sufrió un accidente de tráfico.

Heilmann asentía con la cabeza mientras Louise hablaba.

—No es de extrañar, pues, que les cueste tanto entender la pérdida de un ser querido tan poco tiempo después.

—¿Alguien les ha ofrecido hablar con Jakobsen? A lo mejor les vendría bien un psicólogo especializado en crisis —dijo la jefa del grupo de investigación, y lo anotó en su libreta—. Tú seguirás con los padres, y luego hay que citar al novio para el interrogatorio. ¿Podrías encargarte de él también?

Antes de que a Louise le hubiera dado tiempo a contestar, Heilmann prosiguió:

—Puedo intentar buscarte un nuevo compañero, hasta que vuelva Søren Velin. ¿Qué me dices?

Louise se apresuró a negar con la cabeza.

—Estoy bien así, puedo encargarme de los padres y del novio sola —dijo.

—Muy bien. Toft y Michael Stig, vosotros os concentraréis en Lasse Møller. Él fue quien salió de Baren junto con Karoline Wissinge. Encargaros también de las amigas con las que Karoline salió aquella noche.

Se levantó la sesión, pero Louise se quedó en su silla.

Heilmann la miró, recogió sus papeles y esperó a que Toft y Michael Stig hubieran salido para preguntarle qué le pasaba.

—¿Qué ha ocurrido detrás del Royal Hotel? —preguntó Louise.

—Lo que, en un primer momento, creíamos que era una muerte natural, ha resultado ser, finalmente, un homicidio. Lo descubrimos durante el levantamiento del cadáver. Alguien clavó un cuchillo estrecho bajo el cráneo de la víctima.

—Yo conocía a Frank Sørensen. Era reportero de sucesos.

Heilmann asintió con la cabeza.

—¿Cómo demonios se las arreglaron para no darse cuenta de que se trataba de un homicidio? —preguntó Louise.

—A primera vista, no había ninguna señal. El cuerpo tenía algunas contusiones por haber rodado por el suelo y olía a alcohol. Por eso no nos convocaron en un primer momento.

Louise suspiró. Se sabía que los bebedores solían sufrir contusiones de este tipo.

—Tenía excoriaciones dispersas, cardenales provocados por una caída y una herida en la parte posterior de la cabeza —prosiguió Heilmann—. El médico que acudió al lugar dio por supuesto que se trataba de un borracho que había bebido demasiado y estableció que esa había sido la causa de la muerte. Supuso que Frank Sørensen había ido dando tumbos con los postes que sostienen el cobertizo de bicicletas.

—¿No pidió refuerzos? —preguntó Louise, asombrada.

—No, enviaron el cadáver a autopsias. Es lo que se suele hacer en estos casos.

Louise sintió cómo la ira empezaba a bullir en su interior. ¿Qué demonios se había creído ese médico? El que un hombre se vea un poco ajado y huela a alcohol no explica necesariamente que haya muerto por un problema de alcoholismo.

—Ahora mismo hay un equipo de técnicos allí para ver lo que encuentran —Henny Heilmann interrumpió sus pensamientos sombríos—. Hace más de veinticuatro horas que encontraron el cadáver, así que probablemente no quede gran cosa.

El silencio se instaló entre las dos mujeres.

—Parecía un paro cardíaco —dijo Heilmann—. Tenía una llave de en la mano, la de la bicicleta junto a la que se derrumbó.

Louise se dio cuenta de que no había dicho esto para justificar al médico, sino para ponerla al corriente de cómo lo habían encontrado.

Louise se estremeció y sintió cómo el frío se le colaba por dentro de la piel.

—Desde el primer momento, la mujer de Sørensen dijo que lo habían asesinado. Se negó a aceptar que la causa de la muerte pudiera ser el alcohol.

Louise ya se imaginaba cómo se lo tomaría Camilla. Le daba pena. Lo mejor era llamar antes a Willumsen, el responsable del caso, para preguntarle si podía hablarle a su amiga del asesinato.

Louise recogió sus cosas y volvió a su despacho. Quería intentar dar con Peter; ya después podría elaborar el informe de la charla que había mantenido la noche anterior con los padres de Karoline. No se veían mucho, y aunque llevaban saliendo cinco años, apenas hacía dos que planeaban compartir habitación, para, al menos, dormir juntos en los períodos en que no conseguían verse durante las horas diurnas.

Sacó del bolso el móvil, que seguía en el modo silencioso, y lo cambió a normal antes de escribirle a Peter. En un SMS, le pidió que la llamara cuando tuviera tiempo.

Encendió el ordenador. No había empezado a teclear la contraseña, cuando sonó el móvil.

—Louise Rick.

—Hola, cariño. Qué bien saber que sigues viva. ¿Cómo estás? —dijo la voz serena y profunda de Peter.

Se le avivó el corazón. Se dio cuenta de que lo echaba de menos. Peter era jefe de producto para Europa en una gran compañía farmacéutica, y a veces estaba fuera dos de cada cuatro semanas, incluso más.

—No llegué a casa hasta esta mañana. —Louise le habló brevemente del caso de Karoline Wissinge y de la conversación que había mantenido con sus padres—. ¿Has podido trabajar?

—Pues no sé qué decirte —contestó Peter, y se rio—. Tuve el placer de disfrutar de la compañía de Thora ayer por la noche. ¿Te acuerdas de la finlandesa con la que estuvimos cenando? Insistió en que la acompañara a un bufé con todos sus colegas finlandeses.

Louise visualizó a la gran dama de la risa contagiosa.

—¿Vuelves el miércoles?

—Sí, estaré en casa a última hora de la tarde. ¿Quieres que compre algo para cenar?

—Todavía no sé cómo estarán las cosas aquí. Al fin y al cabo, apenas hemos empezado con la investigación, así que supongo que tendré que hacer bastantes horas extraordinarias hasta que encontremos al autor del crimen. —Louise se dio cuenta de que necesitaba charlar con él y prosiguió—: Acaba de entrar otro homicidio. Uno de los antiguos compañeros de trabajo de Camilla ha sido asesinado. Todavía no se lo he contado. Ella cree que murió por causas naturales.

Se produjo una breve pausa.

—Podríamos invitar a Camilla y a Markus a cenar el miércoles. Yo cocinaré para todos, y si no te da tiempo a llegar, te guardaremos algo.

—Buena idea. Creo que es el día en que viene su madre a la ciudad, pero me parece que tiene un seminario espiritual con sus amigas espirituales, así que no importa.

Peter nunca había intentado interponerse entre Louise y Camilla, además de que estaba loco por Markus. Camilla y el padre del niño, Tobias, se habían separado hacía ya unos cuantos años. El niño solo veía a su padre cada dos fines de semana, y como la madre de Camilla vivía sola en Skanderborg y Tobias no era precisamente la persona a la que acudir si no podías recoger a Markus a tiempo, Peter se había hecho cargo varias veces de ir a la guardería a buscar al niño.

—Será mejor que la llame —dijo Louise.

—Salúdala de mi parte. Te llamaré esta noche para desearte felices sueños.

Louise se quedó sentada con el móvil en la mano después de que Peter colgara.

Introdujo su contraseña en el ordenador y, mientras este arrancaba entre zumbidos, marcó la extensión de Willumsen.

—Comisario Willumsen —dijo una voz hosca.

—Hola, Willumsen, aquí Rick.

—Estoy algo ocupado —dijo, invitándola a que fuera breve.

Louise había tardado lo suyo en encontrar la jerga que debía utilizar para hablar con Willumsen. El tono tenía que ser una mezcla entre desenfadado y duro. No debía ser ni vago ni dubitativo y, desde luego, nunca dicharachero o de chiquilla. Así no se conseguía hablar con él.

—Tengo entendido que eres tú quien se ocupa del caso Frank Sørensen —dijo.

—Es correcto.

—¿Cuándo pensáis contar que fue asesinado?

—En realidad, no es ningún secreto. Sus familiares ya han sido informados; pero antes teníamos que descubrirlo, claro —dijo en un tono de voz que, en él, era lo más cercano a la jovialidad.

Louise se había olido que Willumsen estaba de buen humor. Había días en que era mejor mantenerse alejada de él, y luego había otros, como el de hoy, en que se mostraba simpático y agradable. Era imposible conocer de antemano su estado de ánimo, y, además, este podía cambiar en menos de una décima de segundo.

—Camilla Lind del Morgenavisen ha preguntado por el asunto, pero entonces yo no sabía que se trataba de un homicidio. ¿Qué puedo contarle? —preguntó Louise.

—No puedes contarle una mierda —tronó de pronto Willumsen—. También nos ha estado llamando sin cesar a mí y al agente de guardia. Es tremendamente irritante.

Louise contuvo la respiración y esperó.

Durante unos instantes se instaló el silencio en la línea, hasta que Willumsen retomó la conversación en un tono más afable.

—¿Es esa Camilla?, ¿la del hijo rubio? —preguntó.

Había conocido a Camilla y al niño un día en que Louise había llevado a Markus al garaje de la jefatura. Le había prometido montarlo en una moto de la policía.

Cuando se dirigían al enorme garaje, se encontraron con Willumsen de frente. El hombre estaba en uno de sus días buenos; tanto, que se detuvo y saludó. Para gran sorpresa de Louise, saludó a Markus con una palmada en la cabeza y le propuso llevarlo a dar una vueltecita en uno de los coches patrulla.

—Cuéntale que alguien hundió un cuchillo largo y afilado en la nuca de la víctima, que el cuchillo entró de tal manera que seccionó la médula espinal. Eso provoca que el nervio central se paralice. Eso sí, fueron lo suficientemente considerados para procurar que estuviera más o menos sedado cuando le clavaron el arma.

Louise se mordió el interior de la mejilla mientras intentaba asimilar lo que estaba oyendo. Cuando se secciona el nervio central, te mueres rápido, pensó juiciosamente.

—De acuerdo.

En cierta manera, Louise se vio obligada a explicarle a su jefe que el interés de su amiga por el asesinato se debía a que había trabajado con Frank Sørensen en Roskilde.

—Muy bien. Es posible que tengamos que hablar con ella. Adiós —dijo Willumsen, y colgó antes de que Louise pudiera darle las gracias.

Debería ponerse con el informe, si quería tener tiempo tanto de que se lo firmaran los padres como de recoger al novio de Karoline e interrogarlo. Sin embargo, acabó levantando el auricular y marcando el número de teléfono directo de Camilla.

—Morgenavisen. Aquí, Camilla Lind.

—Hola —dijo Louise.

—Aquí pasa algo. He tenido el gran placer de disfrutar del malhumorado Willumsen todo el día. Siempre es un horror tener que llamarlo —se quejó irritada—. ¿Qué está pasando?

—Frank ha sido asesinado. Eso es lo que pasa. Se hará público esta misma tarde en una conferencia de prensa.

—¡Lo sabía! —exclamó Camilla—. No soy tan tonta para no darme cuenta de que no pudo desplomarse así como así, y menos después de observar la manera en que los técnicos habían acordonado la zona y rondaban el lugar.

—De hecho, al principio creyeron que había muerto por causas naturales, pero, durante el levantamiento del cadáver, el médico forense descubrió una herida de arma blanca en la nuca. Le seccionaron la médula espinal. Si te consuela, parece ser que estaba sedado.

—¡Joder, qué horror! ¿A quién se le puede haber ocurrido matarlo?

—Bueno, esa misma pregunta podríamos hacernos en el caso de Karoline Wissinge —contestó Louise, en un intento de mostrarse ligeramente sarcástica.

—Por cierto, ¿cómo va eso? Acaban de encargarme escribir sobre el caso, pero de momento apenas ha salido nada. ¿Decías que estuviste con sus padres toda la noche?

—Sí.

—¿Se os ocurre quién pudo matarla?

—Pues no, todavía no.

Louise no pudo evitar reírse un poco del optimismo de Camilla, mientras pensaba en las muchas horas de trabajo que tenía por delante. De pronto, en ese mismo instante, surgió el... Toda la mañana había temido que no volviera a aparecer nunca.

El impulso.

Las fuerzas llegaron como una oleada. Era una sensación familiar. Solía revelarse antes, en la escena misma del crimen, como una inyección que fluía a través del cuerpo, golpeaba como olas contra el pecho y acababa como pequeñas punzadas en el cuero cabelludo. Estaba lista. Siempre era así. Dudaba de su talento. Bajo una superficie de aparente tranquilidad, el nerviosismo estaba al acecho..., hasta que notaba ese soplo especial. Peter solía decir que se transformaba; que, de Louise, pasaba a convertirse en la detective Rick, departamento de Homicidios, Policía de Copenhague.

3

Camilla vaciló brevemente antes de llamar a la puerta cerrada de Terkel Høyer, una puerta que solía estar abierta de par en par, excepto cuando el sujeto no quería que lo molestaran por ningún motivo. Volvió a llamar.

—Adelante —dijo él.

Abrió y se quedó mirando expectante a su jefe, hasta que este le hizo un gesto con la mano para invitarla a entrar. Camilla se acercó entonces al escritorio y tomó asiento.

—Acabo de hablar con Louise Rick —dijo, e inspiró aire antes de proseguir—: Frank Sørensen fue asesinado.

—¡Oh, maldita sea!

Terkel Høyer se había quedado helado.

—Me lo temía.

Se revolvió el pelo rubio hasta dejarlo en punta, mientras Camilla observaba cómo sus pensamientos luchaban por aflorar, esos pensamientos racionales capaces de contener los sentimientos íntimos.

—Tenemos que averiguar lo que ha pasado y luego pondremos toda la carne en el asador. ¿Qué te han contado? —preguntó, mientras la veía expectante.

—Por lo que pude entender, lo sedaron antes de pincharlo en la nuca con un cuchillo —Camilla hizo una pausa y prosiguió—: Le seccionaron el nervio central.

Se percató de la brusquedad con que había hablado. Cayó entonces en la cuenta de que se pasaban las reuniones de la redacción hablando de este tipo de cosas. Sin embargo, esta vez las palabras se le hicieron extrañas en la boca.

—No me sorprende que tuvieran que sedarlo antes —dijo Terkel con un tono de voz que denotaba un gran respeto.

—¿Tuvieran...?

—Sí, o tuviera, o quien demonios haya sido el que lo ha hecho. ¿Le dio tiempo a Frank a darse cuenta de lo que estaba pasando? —prosiguió.

Camilla era consciente de que Terkel Høyer intentaba hacerse una idea de lo sucedido. Casi pudo percibir físicamente el deseo de contestar que Frank estaba inconsciente cuando el criminal terminó su trabajo.

—La verdad es que no lo sé —admitió Camilla—. Va a haber una rueda de prensa después, esta misma tarde, y, si quieres, puedo asistir yo.

—No, tú concéntrate mejor en la chica del parque de Østre Anlæg, y yo ya me ocuparé de la conferencia junto con Søren Holm.

—Creía que Søren ya tenía bastante con el caso ese de las drogas.

—Y así es. Anoche la policía desalojó un piso en el barrio de Østerbro y encontró casi un kilo de heroína. Pero conozco bien a Søren y sé me arrancará la cabeza si no le permito cubrir este caso. Él y Frank se conocían desde hace años, trabajando siempre en historias de la misma índole. Puede incluso que sea una ventaja. A lo mejor Søren sabe algo que podamos utilizar.

Camilla sintió que la habían dejado tirada en la cuneta.

—Pero no te preocupes, habrá para todos, porque Søren seguirá trabajando en lo del tráfico de drogas. Le han dado un soplo; parece que la policía volverá a actuar el miércoles. Intentará que le permitan acompañarlos para hacer un reportaje en plena acción. Si no, seguirá la estela de la policía.

Camilla asintió con la cabeza. Søren Holm llevaba diecisiete años en el periódico. Ella le echaba unos cuarenta y pico años, como a Frank. Tenía una mujer muy simpática y dos hijas adolescentes. Era ese un retrato familiar que no casaba del todo con el conocimiento que Holm tenía del mundo del hampa de Copenhague, solo comparable con el del más bragado agente de estupefacientes. Sin embargo, siempre había logrado mantener separados el trabajo y la vida privada. Él aseguraba que gracias a eso seguía casado.

Era una de las cosas por las que Camilla lo respetaba. Cuando tenía unos días libres, ni siquiera se te podía ocurrir la posibilidad de llamarlo. Todos lo habían experimentado en carne propia. En cambio, cuando Søren Holm no estaba de vacaciones, su dedicación era total, incluso durante muchas horas seguidas.

Camilla ya se había levantado y estaba junto la puerta, impaciente por salir, pero el redactor jefe optó a todas luces por quitar peso al ambiente tenso.

—Kvist vendrá más tarde. Se ocupará de las llamadas. Jakob no estará en toda la semana —dijo.

Normalmente, era un estudiante de periodismo en prácticas quien se encargaba de llamar a las comisarías más importantes del país para chequear los informes diarios. En este caso le tocaba a Ole Kvist, y eso a Camilla le venía de perilla. Odiaba telefonear a cada agente de guardia para repasar los sucesos del día en los distintos distritos policiales, aunque, bien visto, era una buena manera de cazar las últimas noticias.

—A lo mejor deberíamos reunir a la tropa en la sala de reuniones en cuanto volvamos de la jefatura de Policía —dijo el jefe de redacción.

—Me parece bien.

En la sonrisa de Camilla había cierta tensión cuando salió y cerró la puerta tras de sí.

¡De qué demonios va esto!, pensó, y volvió a su despacho a paso tan fuerte que sus tacones altos retumbaron por todo el pasillo. Me han echado del caso. Se colocó frente a la ventana.

Por lo visto, el caso era tan importante que había que emplazar a Søren Holm para asegurarse de que las cosas se hicieran bien. ¡Qué demonios se había creído! Camilla giró sobre sus tacones y volvió al escritorio, se sentó y subió los pies. Cree que no soy capaz de manejar el asunto. Los pensamientos le daban vueltas en la cabeza como las abejas coléricas de una colmena que alguien intentaba vaciar. Se daba cuenta de que estaba al límite, a punto de sacar las cosas de quicio.

—¿A qué hora es la conferencia de prensa?

Camilla dio un respingo cuando Terkel Høyer abrió la puerta de par en par.

—A las tres —contestó.

—Creo que es la primera vez que oigo hablar de un periodista danés asesinado, al menos de esta manera. Es evidente que puede haber una conexión entre el asesinato y su trabajo. Claro que también podría tratarse de un psicópata que casualmente eligió a Frank como víctima, pero no me sorprendería nada que alguien finalmente haya hecho realidad sus amenazas y le haya cerrado la boca.

—Es tan evidente... No es posible que crean que se van a poder ir de rositas —dijo Camilla, y pensó que, sin duda, la policía también habría caído en la cuenta.

—Hazme el favor y habla con Søren Holm. Seguramente sabrá a quién se le pudo haber ocurrido algo así —dijo Terkel, antes de darse la vuelta y volver a su despacho.

Sorprendida, Camilla lo siguió con la mirada mientras se alejaba. ¿No acababa de decirle que no se metiera en el asunto? Sacudió la cabeza y cogió su libreta. Salió de su despacho, pasó junto al del becario y se detuvo frente al primer salón de la redacción de sucesos. La puerta estaba entornada y Camilla alcanzó a oír a Søren, que estaba hablando por teléfono. Cuando él la vio en el resquicio, le hizo un gesto para que entrara.

—Hola —dijo e en un susurro.

—Hola —respondió él con gestos, y siguió escuchando concentrado.

Camilla se sentó en el sofá rojo de dos plazas que había en la pared contraria. Un cigarrillo humeaba en un cenicero sobre el escritorio. El humo azul serpenteaba perezoso hacia el techo.

—Hola, Camilla. ¿Qué demonios será lo siguiente? Ahora resulta que te matan a navajazos porque haces bien tu trabajo.

El tono era alegre, pero la desesperación latía justo por debajo de la superficie. Søren Holm dio una calada tan profunda a su cigarrillo, que el ascua creció más que la boquilla.