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En este número de Texturas se pueden encontrar textos de Wilkie Collins, Juan Miguel Salvador, Joaquín Rodríguez, Manuel Gil, Jaume Balmes Sierra, Jesús Ortiz, Fiona Ross, Alice Savoie, Eric Gill, Jason Forrest, CERLALC, Alejandro Dujovne, Simón Ergas, Hernán López Winne, Juan Villoro y Luis Herrero.
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Índice
Portada
Portada interior
[1] El público desconocido
[2] Nuestras ineficiencias y la crisis energética
Disfunciones, ineficiencias e incongruencias editoriales
Deconstruyendo el precio fijo. Hacia una tercera vía
Las ‘otras’ editoriales
Un centenario de Juventud
[3] Mujeres y tipografía
Composición de lugar y tiempo
El legado oculto de Marie Neurath
[4] Geopolítica del libro en Iberoamérica
Furia
Más allá del entusiasmo
[5] Las líneas de una mano
Brevísimo bestiario de una Feria del Libro
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Recomendaciones
Créditos
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El público desconocido
Wilkie Collins
[1824-1889]
Acaso no es cierto que los suscriptores de esta revista, los clientes de las editoriales más destacadas, los socios de clubes del libro y de bibliotecas circulantes y todos aquellos que compran o toman prestados diarios y revistas, componen en su conjunto la gran mayoría del público lector de Inglaterra? Hubo en tiempo en que, si alguien me hubiese planteado esta pregunta, yo, por mi parte, habría respondido sin dudar que sí.
Ahora he aprendido. He aprendido que el público que acabo de mencionar, en tanto que audiencia para la literatura, no representa más que una minoría.
Me percaté de este descubrimiento (que me atrevo a considerar nuevo y sorprendente a un tiempo) de forma gradual. Mis primeras aproximaciones a él se produjeron durante mis paseos por Londres, en especial por los barrios de segunda y tercera categoría. En aquellas ocasiones, siempre que pasaba frente a un pequeño quiosco de prensa o frente a una pequeña expendeduría de tabaco, pude observar, casi de forma mecánica, que sus escaparates los ocupaban invariablemente unas publicaciones determinadas. Se diría que dichas publicaciones tenían todas el mismo formato, tamaño cuartilla; todas parecían consistir meramente en unas pocas páginas sin encuadernar; todas presentaban una ilustración en la mitad superior de la página de portada, y cierta cantidad de líneas impresas en letra pequeña en la parte inferior. Durante un tiempo me limité a advertir esto y nada más. Ninguno de los caballeros que tienen la gentileza de orientar mis gustos en asuntos literarios había dirigido nunca mi atención hacia estas misteriosas publicaciones. Estoy convencido de que, a día de hoy, mi revista preferida ignora su existencia. Mi emprendedor librero, quien insiste en proponerme todo tipo de libros que no deseo leer, porque ha adquirido ediciones enteras de ellos a precio de ganga, todavía no me ha tentado nunca con esos folletos ilustrados que ofrecen los pequeños tenderos. Día tras día, semana tras semana, las misteriosas publicaciones rondaron mis paseos, fuese donde fuese. Sin embargo, en un descuido inconcebible por mi parte, fui incapaz de detenerme y examinarlas con atención.
Abandoné Londres y viajé por Inglaterra. Las desatendidas publicaciones me siguieron. Estaban en todas las poblaciones, grandes o pequeñas. Las vi en fruterías, en tiendas de ostras, en tiendas de golosinas. Ni siquiera los pueblos –pueblos pintorescos de fuertes olores– estaban libres de ellas. Dondequiera que la osadía especuladora del hombre abría una tienda, y los apetitos humanos y las necesidades de sus compañeros mortales bastaban para evitar que se cerrase, allí se presentaba de inmediato el dichoso folleto, o eso me parecía a mí, colocado de forma destacada en el escaparate, insistiendo en que todo el mundo lo viese: «¡Cómprame, tómame en préstamo, mírame, róbame... haz lo que sea, oh distraído forastero, excepto pasar ante mí con desprecio!».
Coaccionado de tal modo, no transcurrió demasiado tiempo antes de que empezase a pararme frente a los escaparates y a mirar detenidamente aquellos ubicuos especímenes de lo que para mí era una nueva especie de producción literaria. Trabé conocimiento con uno de ellos entre los páramos de Cornualles occidental, con otro en los populosos callejones de Whitechapel, con un tercero en una fea y pequeña población del norte de Escocia. Me interné en un encantador condado de Gales del Sur: el modesto ferrocarril no había llegado aún allí, pero el audaz folleto, sí. ¿Quién sería capaz de resistirse a esta constante, inevitable, a esta magnífica llamada sin límites en pos de atención y clientela? Pasé de contemplarlos en los escaparates de las tiendas a entrar en dichas tiendas, de adquirir especímenes de esta plaga de pequeñas publicaciones a examinarlas con atención de la primera a la última página y, por fin, a hacer indagaciones acerca de ellas en todo tipo de sectores bien informados. El resultado –el asombroso resultado– ha sido el descubrimiento de un Público Desconocido; un público que se cuenta por millones: el misterioso, inconmensurable, universal público de los periódicos de a penique.
En estos momentos, tengo cinco de dichos periódicos frente a mí, representados por un ejemplar de cada uno, adquirido al azar. Existen muchos más; pero estos cinco constituyen los miembros más exitosos y bien establecidos de esa familia literaria. El mayor de todos es un robusto chaval de quince años de edad. El más joven es un niño de solo tres meses. Los cinco se venden al mismo precio de un penique; los cinco se publican regularmente una vez por semana; los cinco contienen aproximadamente la misma cantidad de material. El más exitoso de los cinco proclama en público (y, según se me ha informado, sin exagerar) que su circulación semanal es de medio millón de ejemplares. Si estimamos que los cuatro restantes alcanzan en conjunto una circulación de medio millón más (lo que probablemente quede muy por debajo de la estimación real), tenemos una venta de un millón semanal de los cinco periódicos de a penique. Suponiendo que haya solo tres lectores por cada ejemplar vendido, esto se traduce en un público de tres millones de personas, un público desconocido para el mundo literario; desconocido, como discípulos, para el conjunto de la crítica; desconocido, como clientes, para las grandes bibliotecas y las grandes editoriales; desconocido, como audiencia, para los distinguidos escritores ingleses de nuestro tiempo. Un público de tres millones que se encuentra fuera de los límites de la civilización literaria es un fenómeno que merece atención, un misterio que posiblemente ni los más sagaces de nosotros puedan desentrañar con facilidad.
De entrada, ¿quiénes son esos tres millones de personas, el Público Desconocido, como he osado denominarlo? El público lector conocido, la minoría a la que me he referido antes, es fácil de descubrir y de clasificar. Está el público religioso, que cuenta con sus propios libreros y su propia literatura, que incluye revistas y periódicos además de libros. Está el público que lee para informarse, y se dedica a historia, biografías, ensayos, tratados y libros de viajes. Está el público que lee para entretenerse y constituye la clientela de las bibliotecas circulantes y de los quioscos de estación. Está, por fin, el público que no lee nada más que periódicos. Todos sabemos dónde encontrar a las personas que representan a estas diferentes clases. Vemos los libros que les gustan sobre sus mesas. Nos los encontramos en cenas, donde les oímos hablar de sus libros preferidos. Si somos un poco duchos en asuntos literarios, sabemos incluso cuáles son los distritos de Londres donde vive cierto tipo de personas de las cuales puede esperarse de antemano que sean lectores de cierto tipo de libros. ¿Pero qué sabemos de la enorme mayoría fuera de la ley, de las tribus literarias perdidas, de esos prodigiosos, apabullantes tres millones? Nada de nada.
Por mi parte –y lo digo con pesar– poseo un vasto círculo de conocidos. Desde que emprendí la interesante tarea de investigar el Público Desconocido, he estado tratando de descubrir, tanto entre mis queridos amigos como entre mis acérrimos enemigos, pues ambos figuran por igual en mi carnet de visitas, alguno que sea suscriptor de los periódicos de a penique; pero mis esfuerzos han sido en vano. He escuchado teorías acerca de la probable existencia de periódicos de a penique en aparadores de cocinas, en las salas traseras de las barberías populares, en los grasientos reservados de las humildes fondas. Pero todavía no me he topado con ningún hombre, mujer o niño que respondiese con una afirmación rotunda a la pregunta «¿Es usted suscriptor de un periódico de a penique?», y que fuese capaz de mostrarme el periódico en cuestión.
Hace años que he renunciado a encontrar una sola mujer, por encima de determinada edad, que no haya recibido al menos una propuesta de matrimonio. Hace mucho tiempo que he desechado la idea de dar con un hombre que haya visto un fantasma con sus propios ojos, a diferencia de ese otro hombre inevitable que tiene un íntimo amigo que sin ningún género de dudas vio uno. Son dos ambiciones estas, entre otras muchas propias de una vida desperdiciada, a las que he debido renunciar definitivamente. Ahora debo añadir una más a mi relación de ilusiones desvanecidas.
Careciendo, por tanto, de cualquier información positiva sobre el asunto, solo es posible proseguir la investigación que nos ocupa en estas páginas aceptando aquellas pruebas negativas que puedan ayudarnos a adivinar, con mayor o menor exactitud, la situación social, las costumbres, los gustos y la inteligencia promedio del Público Desconocido. Razonando cuidadosamente por deducción, tal vez lleguemos, a través de un camino enrevesado, a algo parecido a una conclusión al menos prudente, si no satisfactoria, por lo que hace a este asunto.
De entrada, en vista de que la materia prima principal de cada uno de los cinco periódicos que tengo ante mí se compone de narraciones, es aceptable suponer que el Público Desconocido lee más para distraerse que para informarse.
A juzgar por mi propia experiencia, añadiría que, cuando se gasta su penique semanal en literatura, el Público Desconocido busca cantidad antes que calidad. Al comprar cinco ejemplares distintos, en cinco establecimientos distintos, en cada una de las ocasiones abordé, deliberadamente, al individuo que se encontraba tras el mostrador, pretendiendo ser un integrante del Público Desconocido –digamos que el número tres millones uno–, que para desprenderse de su penique deseaba dejarse guiar por la recomendación de dicho tendero. Actuando así esperaba acceder a algo de crítica popular, y averiguar cuáles eran los requisitos del éxito, en una rama de la literatura que era nueva para mí. Sin embargo, nada de esto sucedió nunca. El diálogo entre comprador y vendedor tomó en cada ocasión un giro práctico parecido a este:
Número tres millones uno: –Quisiera comprar uno de esos periódicos de a penique. ¿Cuál me recomendaría?
Editor con iniciativa: –Hay quien prefiere unos, quien prefiere otros. Todos valen lo que cuestan. ¿Ha visto este?
–Sí.
–¿Y aquel de allí?
–No.
–¡Mire, vale lo que cuesta!
–Sí, pero ¿qué me dice de las historias de ese? ¿Diría que son igual de buenas que las de aquel otro?
–Verá, hay a quienes les gustan más unos, a quienes les gustan más otros. A veces vendo más de uno, a veces más del otro. Los vendo todos todo el año, y, que yo sepa, no hay uno mejor que el otro. Lo mismo hay en uno que en el otro. Todos valen lo que cuestan. ¡Vaya, Dios le bendiga, cójalos usted mismo y compruébelo, y dígame si no valen lo que cuestan! ¡Mire cuánta letra impresa hay en cada uno! ¡Válganme mis ojos! ¡Cuánta letra por ese dinero!
Por más que lo intenté, nunca llegué más allá de esto. No obstante, comprobé que los tenderos, tanto hombres como mujeres, estaban más que dispuestos a hablar de otros asuntos. En cada una de esas ocasiones, después de efectuar mi compra, lejos de recibir indicación alguna de que estaba estorbando el negocio, me vi entretenido socialmente en la tienda, como si fuese un viejo conocido. Recibí todo tipo de informaciones sobre los asuntos más variados, a excepción del impreso en mi bolsillo que valía lo que costaba. ¿Conoce el lector los curiosos detalles relativos al Everton Toffey? Es como el Agua de Colonia. Solo existe una receta genuina para hacerlo en el mundo entero. Ha sido herencia familiar desde la Antigüedad más remota. Puedes ir aquí, allá o acullá, y comprar lo que crees que es Everton Toffey (o Agua de Colonia); pero solo existe un lugar en Londres, como solo existe un lugar en Colonia, donde es posible adquirir el artículo genuino. Esta fue la información que me proporcionaron en una de las tiendas del periódico de a penique. En otra, el propietario me explicó su nuevo sistema para fabricar corsés. Se ofreció a suministrarle a mi esposa algo que sostendría sus músculos y no le pellizcaría las carnes; además, no era él persona que fuese a presentarnos su factura, excepto si ambos quedábamos del todo satisfechos. Este hombre era tan hablador e inteligente, podía contármelo todo acerca de tantas cosas aparte de los corsés, que supuse que podría darme la información que precisaba. Pero de nuevo salí decepcionado. Sobre su mostrador había un verdadero alud de periódicos de a penique, los cogía a puñados y gesticulaba con ellos animadamente; los toqueteaba y los palmeaba, y los disponía en un montón para manifestarme que «aquella tarde se habría pulido todo el paquete», pero también él, cuando le apuré, se limitó a repetir las expresiones inevitables: «Valen lo que cuestan, ¡eso es! Bendito sea, mírelos usted mismo, ya verá que valen la pena».
Una vez hube llegado, por deducción, a estas dos conclusiones –que el Público Desconocido lee para distraerse y que prefiere la cantidad a la calidad–, podría haberme resultado difícil realizar nuevos descubrimientos, de no ser por la existencia de una ayuda muy notable a la investigación, que comparten por igual todos los periódicos de a penique. Esa curiosa facilidad a la que me refiero se encuentra en las Respuestas a los Corresponsales. La página que contienen estas es, sin comparación, la página más interesante de los periódicos de a penique. No existe tema terrenal del que sea posible hablar, ni asunto privado que concebirse pueda que el asombroso Público Desconocido no le confíe al editor en forma de pregunta, ni que el aún más asombroso editor no proceda a responder con la máxima seriedad y resolución. Ocultos bajo iniciales, o nombres de pila, o firmas convencionales, como Suscriptor, Lector Fiel, y demás, se diría que los corresponsales del editor, a juzgar por las respuestas publicadas a sus preguntas, son por completo inmunes a cualquier sentido del ridículo o la vergüenza. Jovencitas acuciadas por perplejidades que en general se supone deberían reservarse solo para los oídos de una madre o de una hermana mayor, consultan al editor. Mujeres casadas que han cometido pequeñas indiscreciones consultan al editor. Pretendientes masculinos arrepentidos, temerosos de ser juzgados por romper su promesa de matrimonio, consultan al editor. Damas cuya tez se está marchitando, y que desean saber cuáles son los mejores métodos artificiales para restaurarla, consultan al editor. Caballeros que desean teñirse el pelo, y librarse de los callos, consultan al editor. La ignorancia increíblemente densa, la malicia increíblemente mezquina, y la vanidad increíblemente complaciente, todas consultan al editor, y todas, es maravilloso referirlo, obtienen de él respuestas serias. Para este hombre asombroso no existe posición que resulte demasiado difícil; como árbitro general, no hay cambio de personalidad que no esté dispuesto a asumir en un instante. Ora es un padre, ora una madre, ora un maestro de escuela, ora un confesor, ora un médico, ora un abogado, ora la confidente de una damisela, ora el amigo del alma de un joven, ora un predicador de moral, ora una autoridad culinaria.
No obstante, no nos ocupamos ahora del editor, sino de sus lectores. Como medio de averiguar cuál es la inteligencia promedio del Público Desconocido –como medio de demostrar cuánta educación posee en general, y de sondear qué porción de gusto y delicadeza le ha sido legada por la naturaleza– es muy lícito citar con detalle estas extraordinarias respuestas a los corresponsales, que nos servirán como guía. Debo manifestar ante todo que no las he ido buscando maliciosamente, espigándolas a lo largo de muchos números; me he limitado a utilizar los cinco números de muestra que tengo de cinco periódicos distintos, todos ellos, repito, comprados al tuntún, cuando me llamaron la atención en los escaparates. No me he esperado a encontrar ejemplos particularmente malos, ni he buscado los mejores: he probado suerte de manera imparcial. Y ahora, de un modo igualmente imparcial, voy picoteando en un periódico tras otro, en su página de corresponsales, tal y como están dispuestos sobre mi mesa. El resultado es que tengo el placer de presentarles a aquellas damas y caballeros que me honren con su atención a una serie de miembros del Público Desconocido que están en situación de hablar con toda franqueza por sí mismos.
Un lector de un periódico de a penique desea la receta para hacer pan de jengibre. Un lector se queja de que tiene algo desagradable en la garganta. Diversos lectores piden curas para las canas, para las verrugas, para las úlceras en la cabeza, para los nervios y para las lombrices. Dos lectores que han jugado con los afectos de una mujer quieren saber si la tal mujer puede demandarles por romper su promesa de matrimonio. Un lector quiere saber qué quieren decir las sagradas iniciales IHS, y cómo eliminar las marcas de viruela. Otro lector quiere ser informado de qué es un hidalgo. Otro no sabe cómo deben pronunciarse pintoresco y aquiescencia. Otro pide que le indiquen si Chiaroscuro es un término empleado por los pintores. Tres lectores quieren saber cómo ablandar el marfil, cómo obtener un divorcio y cómo fabricar barniz negro. Otro lector no está seguro de qué quiere decir la palabra poemas; no está seguro de si Mazeppa lo escribió Lord Byron; ignora si existen en el mundo algo similar a biografías de Napoleón Bonaparte escritas y publicadas.
Dos afligidos lectores, que merecen un lugar propio, desean cada uno de ellos una receta para solucionar las piernas zambas; y se les indica (es de esperar que por un editor de piernas rectas) que consulten una respuesta anterior, dirigida a otros afectados por la misma dolencia, donde encontrarán la información requerida.
Dos lectores ignoraban respectivamente, hasta que el editor les iluminó, que el autor de Robinson Crusoe era Daniel Defoe, y el de las Melodías irlandesas, Thomas Moore. A otro lector, algo más denso, hay que precisarle que las historias de Grecia y Roma son historias antiguas, mientras que las historias de Francia e Inglaterra son historias modernas.
Un lector quiere saber cuál es el momento del día adecuado para visitar a una pareja de recién casados. Un lector desea una receta para el betún líquido.
Una gentil lectora expresa bellamente sus sentimientos acerca de la crinolina. Otra gentil lectora quiere saber cómo hacer bollos. Otra ha aceptado obsequios de un caballero con el que no está comprometida, y quiere que el editor le diga si ha hecho bien o mal. Dos lectoras desean tener enamorados, y les gustaría que el editor se los procurase. Dos chicas medrosas tienen miedo respectivamente de una invasión francesa y de las libélulas.
Un lector ladino que desea la dirección particular de determinada actriz. Hay un lector con nobles ambiciones que quiere dar conferencias, y quiere saber en qué establecimiento puede comprar discursos ya escritos. Un lector coqueto quiere abrillantador alemán para botas y zapatos. A un lector con úlceras en la cabeza se le aconseja desde la editorial que emplee agua y jabón. Un lector virtuoso, que escribe para condenar a las mujeres casadas que prestan oídos a los cumplidos, y al cual un editor igualmente virtuoso le informa de que ha expresado con mucho esmero su observación. Una lectora culpable, que confiesa sus debilidades a un editor moralista y le escandaliza.
Una lectora de tez pálida que pregunta si debería oscurecérsela. Otra lectora de tez pálida que pregunta si debería aplicarse colorete. Una lectora indecisa, que pregunta si es contradictorio que una profesora de baile imparta clases en una escuela dominical. Un lector tímido, que lleva cuatro años enamorado de una dama y aún no se lo ha mencionado a ella. Un lector emprendedor, que quiere saber si puede vender limonada sin licencia. Un lector dubitativo, que quiere que le digan si sería mejor que desvelase de una vez sus sentimientos de forma franca y honorable. Una lectora indignada, que denigra a todos los caballeros de su vecindario porque no sacan a las mujeres a pasear. Un lector con escorbuto que desea ser curado. Un lector granujiento en la misma situación. Un lector al que han dejado plantado, que escribe para saber cuál podría ser la mejor venganza, y al que un editor precavido le aconseja que pruebe con la indiferencia. Un lector doméstico, que quiere saber cuál es el peso de un recién nacido. Un lector inquisitivo, que quiere sabe si el nombre de la madre de David se menciona en las Escrituras.
He aquí diez opiniones editoriales acerca de asuntos de índole general, expresadas a petición de corresponsales y que por lo tanto podrían sernos útiles para estimar la condición intelectual de Público Desconocido:
Todos los meses son propicios para contraer matrimonio, si tu unión está bendecida por el amor.Si tienes la mala costumbre de ruborizarte cuando te presentan a una damisela, y quieres corregir ese hábito, recurre para ello a tu seguridad viril. Si quieres escribir con pulcritud, no prodigues demasiada tinta en florituras.Uno no debería estrecharle la mano a una dama que le acaban de presentar.Está permitido vender ungüentos sin patente.Una viuda debería desalentar de inmediato y con firmeza la menor muestra de atención por parte de un hombre casado.Una chica impulsiva y alocada difícilmente se convertirá en una esposa estable y atenta.No tenemos nada en contra de una cantidad moderada de crinolina.Un hombre sensato y honorable nunca flirtea, y desprecia siempre a las coquetas del otro sexo.Un minero no mejorará su situación emigrando a Prusia.Aún a riesgo de hacerme pesado, debo reiterar una vez más que, por increíblemente absurdas que parezcan, he presentado estas selecciones de las Respuestas a Corresponsales tal y como las encontré. Nada se ha exagerado para que resulte más gracioso; nada se ha inventado o citado mal, para adaptarlo al propósito de alguna de mis teorías preferidas. He permitido que la muestra aquí ofrecida de los tres millones de lectores de a penique hable por sí misma, para dar una idea de los materiales sociales e intelectuales de los que, con justicia, se puede suponer que participa al menos una parte de ese Público Desconocido. Habiendo liquidado hasta el momento la primera parte del asunto que nos ocupa, la segunda parte debería seguirse por sí misma. A estas alturas, todos nos hemos formado una opinión acerca del Público mismo; lo siguiente es averiguar qué es lo que lee este Público.
Ya he dicho que la principal materia constitutiva de estos periódicos parecen ser las narraciones. Los cinco ejemplares de muestra de las cinco diferentes publicaciones que tengo ahora ante mí contienen en conjunto diez narraciones por entregas, una reedición de una famosa novela (a la que me referiré más adelante), y siete relatos cortos, cada uno de los cuales comienza y termina en ese mismo número. Las páginas restantes presentan aportaciones misceláneas, de literatura y arte, sacadas de cualquier tipo de fuente imaginable. Fragmentos de la revista Punch y de Platón; grabados en madera que representan personajes notables y panoramas de lugares famosos, que hacen pensar que los bloques originales han visto días mejores en otras publicaciones periódicas; anécdotas antiguas y modernas; breves memorias; fragmentos de poesía; pedazos escogidos de información general; recetas domésticas, adivinanzas y extractos de escritores morales; todo perfectamente ordenado, dispuesto bajo epígrafes independientes y dividido cuidadosamente en párrafos cortos. No obstante, la característica más sobresaliente de cada periódico es la novela por entregas, que figura, en todos los casos, en primer lugar, y viene ilustrada por el único grabado que parece haberse tallado ex profeso. Por lo tanto, dedicaremos nuestra atención ante todo a la novela por entregas, dado que es obvio que se considera la principal atracción de estas publicaciones tan peculiares.
Dos de mis ejemplares de muestra contienen, respectivamente, los primeros capítulos de nuevas novelas. Lo primero que me llamó la atención, tras leer por separado las entregas semanales de los cinco, fue su extraordinario parecido. Cada porción afirmaba haber sido escrita por un autor distinto (y sin duda era así), y sin embargo las cinco podrían bien haber sido producidas por el mismo hombre. Al leer cada una de las partes de cada una de las narraciones, pude constatar que todas poseían el mismo bajo nivel del más fácil y plano convencionalismo. Una combinación de virulento melodrama y humilde sentimentalismo doméstico; diálogos cortos y párrafos al estilo francés, con reflexiones morales inglesas del tipo que se suele encontrar en las primeras líneas de los cuadernos de caligrafía infantiles; incidentes y personajes arrancados de las viejas y agotadas minas de la biblioteca circulante, y presentados tan complaciente y confiadamente como si se tratase de ideas originales; descripciones y reflexiones al principio del número y una «situación potente», traída hasta allí por los pelos, al final: esas eran las fuentes literarias comunes de las cuales los cinco autores sacaban su suministro semanal; todos empleaban idénticos medios para captarlas; todos se abastecían de idénticas cantidades de ellas; todos las derramaban ante el atento público del mismo modo.