The Umbrella Academy. Sangre joven - Alyssa Sheinmel - E-Book

The Umbrella Academy. Sangre joven E-Book

Alyssa Sheinmel

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Beschreibung

La precuela oficial de la exitosa serie The Umbrella Academy de Netflix. Una aventura inédita y oscuramente cómica escrita por la exitosa autora Alyssa Sheinmel. La Academia Umbrella siempre ha sido extraordinaria, pero ahora que su fama ha alcanzado su punto álgido y que Número Cinco ha desaparecido, a veces lo único que Luther, Diego, Allison, Klaus, Ben y Viktor quieren es ser normales. Sin embargo, para Hargreeves, su exigente y tiránica figura paterna, nada es suficiente; por eso, Klaus propone relajar las tensiones y pasar una noche como un grupo de adolescentes normales en el lugar perfecto: una residencia de estudiantes en una universidad vecina que organiza fiestas los fines de semana. ¿Qué podría salir mal? Pronto los seis adolescentes se dan cuenta de que escabullirse de la casa —o fortaleza— de Hargreeves es la menor de sus preocupaciones. Cuando se comprometen a no usar sus poderes bajo ninguna circunstancia, no tienen en cuenta la influencia del dramatismo adolescente. Enfrentados a terremotos extraños, juerguistas aún más extraños y un posible nuevo enemigo, la Academia Umbrella habrá de elegir entre la noche con la que siempre soñaron y una misión inesperada con la que podrían salvar el mundo y, por fin, conseguir la aprobación de Hargreevers.

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Seitenzahl: 362

Veröffentlichungsjahr: 2025

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COMENTARIO DEL EDITOR

Hemos trabajado en estrecha colaboración con Elliot Page y los creadores de The Umbrella Academy, así como con amigos de la comunidad trans, para retratar la historia de Viktor en estas páginas de una manera fiel a su singular trayectoria.

En el episodio 2 de la tercera temporada, Diego pregunta: «¿Quién es Viktor?». A lo que Viktor responde: «Yo soy Viktor. Siempre lo he sido». A pesar de que nuestra precuela se sitúa antes de la transición de Viktor, hemos optado por utilizar su nombre y el pronombre «él» para representar con precisión y respeto la identidad de este personaje.

LUTHER

Otra misión que pasará a la posteridad como un éxito. Cuando Luther entra con sus hermanos en la Academia, aún nota cómo fue quitarle una pared de encima a una víctima del terremoto, lo siente de verdad, nota la flexión en los brazos, y vuelve a escuchar al Hargreeves de su cabeza ordenándole, cronómetro en mano, que se mueva más rápido, midiendo el tiempo que le ha llevado rescatar a cada víctima, llevando la cuenta de cuál de los hermanos de Luther ha rescatado a más personas.

Luther no necesita preguntarle a Hargreeves el número exacto, sabe que es él quien más vidas ha salvado. Es el Número Uno, el más fuerte, el líder.

—Date prisa, boy scout —le suelta Diego y se le acerca. Lo dice como si fuera un insulto, pero Luther lo toma como un cumplido: los boy scouts siempre están preparados, hacen lo correcto, creen en la comunidad y en el deber cívico. No es que Luther haya sido alguna vez boy scout, pero eso es lo que ha oído que dicen de ellos.

A simple vista, la gente no se da cuenta de lo fuerte que es Luther. Está en forma, pero no es como para que los músculos le revienten la americana cuando flexiona los brazos, aunque eso quizás se deba a que mamá se la ha hecho a medida y la arregla cada vez que crece un centímetro.

Luther se atusa su pelo rubio mientras sube los escalones que conducen a la puerta principal. Le lloran los ojos porque le ha entrado un poco de polvo. La Academia no tiene precisamente un exterior muy acogedor. La entrada principal está flanqueada por pilares cuadrados y la propia puerta es lo suficientemente ancha como para que pase un coche. Aun así, es el único hogar que Luther ha conocido. Hargreeves adoptó a Luther y a sus seis hermanos recién nacidos, y los trajo aquí desde siete lugares distintos del mundo. Para Luther no hay nada mejor que volver a casa tras una misión que ha sido un éxito.

Toma la mano de Allison cuando cruza el umbral y ella le sonríe. Luther nota que la sangre le corre por las venas, que le baja la adrenalina, y siente el subidón que aparece después de tanta acción. Aprieta los pies contra el suelo de madera, disfruta con el crujido del parqué bajo su peso; sabe que es lo bastante fuerte como para abrir un agujero en el entarimado de una patada. Mamá le espera en el vestíbulo con una bandeja con leche y galletas. Luther toma una galleta y se bebe un vaso de leche tan rápido que le gotea por la barbilla. Está tan emocionado que tiene que contenerse para no arrojar el vaso contra el suelo y ver cómo se hace añicos.

Se obliga a volver a dejarlo con cuidado en la bandeja de mamá. A pesar de sus mejores esfuerzos, el vaso acaba rompiéndose porque lo ha agarrado con demasiada fuerza.

—No conozco mi propia fuerza.

Quiere sonar arrepentido (mamá tendrá que repararlo), pero las palabras acaban saliendo con orgullo. Se siente orgulloso. Se yergue aún más, tensa sus anchos hombros. Se da cuenta de que Viktor está entre las sombras, detrás de mamá, con el estuche del violín en la mano.

«No sabe lo que se pierde, encerrado en casa», piensa Luther. Por una fracción de segundo, sopesa decirlo en voz alta: «No sabes lo que te pierdes». Pero en ese momento Allison le quita de un manotazo el polvo que se le ha quedado en la americana del uniforme azul marino y rojo, y Luther pierde el hilo. Allison lleva la máscara sobre la frente, lo que le mantiene el pelo negro y rizado alejado del rostro.

Luther y sus hermanos empiezan a toser sin control a causa del polvo que queda suspendido en el aire. Mamá, por supuesto, ni siquiera pestañea.

—Perdón por el desorden, mamá —se disculpa Diego.

—No te preocupes —dice mamá, sonriendo con su rostro perfectamente simétrico. Lleva el pelo rubio recogido en una trenza a la altura de la nuca y un delantal de cuadros atado a la cintura—. Mañana tu ropa estará como nueva. Déjala fuera antes de acostarte y esta noche te la lavo.

Vuelve a esbozar su sonrisa perfecta, siempre tan contenta de limpiar todo lo que ensucian.

—Bibidi Babidi Bu —canturrea Klaus—. Es como si tuviéramos nuestra propia hada madrina. ¿Puedes convertir mi viejo y raído uniforme en un vestido de baile, hada-mamá?

Mamá pestañea desconcertada. «Parece que cuando papá construyó a mamá no la programó para que entendiera las referencias a Cenicienta», piensa Luther.

—Ni caso, mamá —señala Ben de pronto—. Sólo es una broma de Klaus.

—Oh... —responde su madre, y luego sonríe como si entendiera la broma—. Muy gracioso, Klaus.

Luther sabe que debería disculparse por el polvo —mamá tendrá mucho que limpiar—, pero ahora mismo está demasiado emocionado como para lamentarse por nada. Aún nota los abrazos de gratitud de toda la gente a la que ha rescatado. «Una pérdida de tiempo», diría Hargreeves (es lo que dijo el Hargreeves de su cabeza), así que Luther se ha visto obligado a interrumpir los abrazos, aunque a él le habría gustado seguir. No como Klaus, que ha recibido los halagos con alegría.

—Repasemos la misión otra vez —empieza Hargreeves, y los guía por el vestíbulo de mármol. Como siempre, lleva un traje de corte perfecto, el bigote gris rizado hacia arriba y la perilla terminada en punta. Pasan de largo la amplia escalera de madera y atraviesan pilares arqueados hasta llegar al comedor. Hargreeves se quita los guantes de cuero y los golpea contra sus manos desnudas.

Luther se quita el antifaz y lo tira al suelo. «Lo recogeré más tarde», piensa, pero sabe que no es verdad. Mamá o Pogo lo recogerán antes de que tenga la oportunidad.

—Hemos ido al norte y hemos arrasado —espeta Diego—. ¿Qué más hay que repasar?

Las palabras de Diego expresan exactamente lo que siente Luther, aunque nunca lo diría. Allison suelta un gritito y Luther le guiña el ojo mientras se sientan a la mesa del comedor. Allison está frente a él. Tiene los ojos enrojecidos y llorosos por el polvo, el pelo casi parece gris, pero sigue estando muy guapa. Papá está entre los dos, presidiendo la mesa.

—Desde el principio, Número Uno —ordena su padre, y Luther hace una mueca de fastidio. Odia que el mal carácter de Hargreeves se vuelva contra él, aunque eso suceda muy pocas veces.

Respira hondo y responde como un estudiante que hace una presentación en clase. Pero Luther nunca ha estado en un aula propiamente dicha. Hargreeves y mamá se encargaron de la educación de Luther y sus hermanos, centrada tanto en el entrenamiento para usar sus poderes como en el aprendizaje de las letras y los números. Luther no recuerda exactamente qué edad tenía cuando se dio cuenta de que a otros niños se les educaba de forma diferente. Por supuesto, otros ni­ños (como a Har­greeves le gustaba señalar) habían nacido de forma distinta. A diferencia de Luther y sus hermanos, la mayoría de los niños no nacían de mujeres que daban a luz espontáneamente sin haber estado nueve meses embarazadas. Y también a diferencia de Luther y sus hermanos (excepto Viktor), los demás niños no tenían superpoderes, por lo que no necesitaban la clase de entrenamiento que ofrecía la Academia Umbrella.

Allison era capaz de obligar a cualquiera a hacer lo que ella quisiera con sólo susurrarle al oído «He oído un rumor»; Klaus se comunicaba con los muertos; Diego empuñaba cuchillos con una precisión extraordinaria; Ben tenía tentáculos ocultos entre los omóplatos; Número Cinco era capaz de viajar en el espacio y el tiempo... o, al menos, fue capaz de hacerlo hasta que se perdió en el intento. Luther no está seguro, nadie lo está, de si el Número Cinco sigue manteniendo sus poderes en el lugar y el momento en el que se halle.

El poder de Luther no es tan llamativo ni extraño, pero es igual de útil: es excepcionalmente fuerte.

—Nos enteramos de que había habido un terremoto a unas dos horas al norte —comienza Luther. Se da cuenta de que Allison tiene un minúsculo bigote de leche en el labio superior, pero no se acerca a quitárselo.

—Algo que no es habitual —añade una vocecita. Luther se gira y ve a Viktor sentado a su lado. Sabe que no debería sorprenderle verlo allí: es su hermano, como los demás; pero en realidad no se parece en nada a los otros.

Luther zapatea bajo la mesa, y una pequeña nube de polvo se desprende de sus pantalones. Viktor tose.

—Lo siento —se disculpa.

—No pasa nada.

Ahora a Viktor también le lloran los ojos.

Luther apoya las manos en la mesa de caoba. Papá siempre los reúne aquí. «El comedor es perfecto», piensa Luther, «no sólo para las comidas familiares, sino también para repasar sus misiones». Pero esta noche, Luther tiene que concentrarse para mantener las manos quietas. Quiere volver a salir, salvar otra vida, resolver otro misterio. Como mínimo, quiere ir al gimnasio a hacer pesas. Necesita hacer algo con toda esa energía.

Luther se tira del cuello de la camisa. Normalmente el uniforme le queda como una segunda piel, pero ahora mismo nota que tiene la piel cubierta de polvo, pegajosa por el sudor. Llevan los mismos uniformes desde que eran niños. Bueno, obviamente, no los mismos uniformes: mamá los adaptaba a medida que iban creciendo. Luther aún no ha terminado de crecer, sigue ganando musculatura, tiene que hacerse aún más fuerte. Espera que la americana le vuelva a apretar pronto, que el cuello de la camisa le aprisione la nuez para que mamá tenga que volver a hacerle arreglos en el uniforme. Se pregunta cómo acabará siendo de grande y fuerte.

Luther mira a Allison al otro lado de la mesa. Mamá no ha tenido que hacer nada con el uniforme de Allison desde su último cumpleaños. Le queda perfecto, pero es que a Allison todo le queda perfecto. Luther la observa mientras toquetea el collar que él le regaló y que ella nunca se quita. Allison lo sorprende mirándola y sonríe.

—En efecto, es poco habitual, Número Siete —continúa Hargreeves, y Luther se vuelve a concentrar en el repaso de la misión—. Así que, aunque aparentemente nos hemos dirigido al norte del estado para ayudar en las operaciones de rescate, ¿cuál era el verdadero propósito de nuestra misión? ¡Número Dos! —brama Hargreeves y Diego levanta la vista de su plato, que mamá ha llenado con carne asada, judías verdes y patatas nuevas. El polvo se le ha acumulado en las mejillas y parece que luce una barba canosa.

Luther sabe que no debe distraerse con la comida antes de que papá haya terminado la reunión. Y por eso él es el Número Uno, sentado al lado de papá, mientras que Diego está en el otro extremo de la mesa. Tal vez papá degrade a Diego y ponga a Allison en su lugar; ella sería mucho mejor Número Dos.

Hargreeves se burla:

—¿Cuál era el verdadero objetivo de nuestra misión?

—Descubrir el origen de la actividad sísmica —responde Diego con la boca llena. Luther sacude la cabeza disgustado.

—¿Y cuál era su verdadero origen? —pregunta Hargreeves, centrando su atención en Allison—. ¿Número Tres?

—Un emplazamiento ilegal de fracking a pocos kilómetros de una pequeña localidad. Su trabajo ha provocado movimientos tectónicos en la tierra y ha contaminado las aguas subterráneas.

«Lo mejor de la misión», piensa Luther, «fue sacar a la gente de entre los escombros. Irrumpir en las oficinas de la empresa de fracking ilegal para desenmascararlos estuvo muy bien, pero nada como el subidón de salvar vidas». Se pregunta qué estarán haciendo ahora esas personas, qué les dirían a la Academia Umbrella si tuvieran la oportunidad.

Hargreeves vuelve a sentarse y apoya las manos en el pecho.

—¿Y por qué estás tan seguro de que esa perforación ilegal es la causa del terremoto?

—¿Qué otra cosa podría haber sido?

Por suerte, esa vez Diego ha tragado saliva antes de abrir la boca.

—Nunca demos por hecho que se conoce el objetivo de una misión desde el principio. Al fin y al cabo, lo que ha empezado como una labor de rescate ha acabado convirtiéndose en una oportunidad para sacar a la luz prácticas empresariales sucias, ¿no es cierto?

—Seguía siendo una misión de rescate —interviene Luther. Aún siente los dedos polvorientos y desesperados de los supervivientes entrelazados con los suyos cuando los sacaba de entre los escombros. Todavía puede oírlos: «¡Gracias!» y «¡Me has salvado!» y «¿Cómo ha podido pasar esto aquí?».

Hargreeves levanta la mano para silenciar a Luther, que se da cuenta de que no debería haberlo interrumpido. Mira el candelabro sobre la mesa; la luz centellea entre los cristales de un modo que parece casi festivo, lo que es apropiado. Deberían sentirse festivos; deberían estar celebrándolo.

Sin embargo, en ese momento Hargreeves pregunta:

—Dime, Número Dos, qué es exactamente lo que ha salido mal.

DIEGO

Diego tiene que contenerse para no poner los ojos en blanco. Nada habría salido mal si él hubiera estado al mando. En cada misión, siempre, Hargreeves los arrastra de vuelta a este comedor y enumera cada paso en falso y cada error de cálculo. Pero nunca, ni una sola vez, ha mencionado lo que todas y cada una de las misiones tienen en común: que Luther está al mando.

Si por Luther hubiera sido, probablemente habrían llamado amablemente a la puerta de la petrolera. Ha sido Diego el que ha forzado las cerraduras con sus cuchillos, el que se ha adentrado por los pasillos de puntillas y le ha puesto un cuchillo en la garganta a algún pez gordo hasta que ha admitido sus fechorías. Sacar a las víctimas de entre los escombros ha estado muy bien, pero nada es comparable a lo que se siente cuando se hace justicia.

Por supuesto, eso Hargreeves no lo ha visto. Nunca ve a Diego en su mejor momento, porque siempre está fuera de la acción, observando desde una distancia segura, más interesado en su estúpido cronómetro que en lo que realmente está pasando.

Quizás, si estuviera más atento, vería que en realidad Diego es tan héroe como Luther, incluso más. A Luther no le gusta hacer el trabajo sucio, pero Diego no deja que nada le impida llevar a término un encargo.

Diego se sube los calcetines hasta la rodilla, que le pican donde le aprietan las pantorrillas. Está harto de vestirse como un niño. Algún día quemará su chaleco de rombos. Pero si lo hiciera ahora, a la mañana siguiente se encontraría con que mamá le habría dejado uno nuevo doblado a los pies de la cama.

—¿Qué importa lo que haya salido mal? —refunfuña Diego mientras se mete el tenedor lleno de comida en la boca. Las misiones le dan hambre y mamá lo sabe. Siempre le tiene preparada su comida favorita cuando vuelven de una misión. Le gustaría pensar que es algo que hace sólo por él, pero lo hace por todos los miembros de la Academia. Al menos ella los cuida, no como papá.

—Hemos ganado —continúa Diego, con la boca llena—. Hemos salvado a los ciudadanos, hemos desenmascarado a la malvada empresa petrolera. Hemos ganado.

Diego nota los cuchillos bien guardados en los bolsillos que mamá le confeccionó. Eso es algo que le encanta de su uniforme: son compartimentos secretos que los demás no tienen. Mamá hizo arreglos en el uniforme de Ben para adaptarlo a sus tentáculos, pero no es lo mismo. No es tan genial como tener compartimentos secretos para guardar las armas que sólo él empuña.

Ni siquiera Luther es capaz de hacer lo que él hace. Diego se imagina eliminando a su hermano con un movimiento de muñeca. En realidad, nunca le haría daño, pero, aun así, es bueno saber que puede hacérselo.

—A lo mejor papá tiene razón —interviene Allison—. Quizás no basta con ganar.

—¿Qué se supone que significa eso? —Diego se tira del cuello. Si por él fuera, se vestirían de negro para las misiones. Mamá también tendría que hacer arreglos en esa ropa para poder guardar sus cuchillos. Pero el negro sería mucho más práctico, un color perfecto para escabullirse. Seguirían llevando antifaz, como los justicieros que van con disfraz. Pero a papá le gustan los uniformes; quiere que todo el mundo sepa quiénes han evitado la catástrofe.

—Quizás la forma de ganar sea tan importante como la victoria —profiere Allison.

—Sólo estás enfadada porque hace más de un año que no eres portada de la revista Teen Dream.

—No le hables así —salta Luther desde el otro extremo de la mesa.

—No me digas cómo tengo que hablar —replica Diego—. Además, Allison sabe cuidarse sola.

A veces Luther trata a su hermana como si fuera una damisela en apuros, pero Diego sabe que no lo es. Allison es tan capaz de dar pelea como los demás. Hoy le ha dado una buena paliza a un ejecutivo petrolero que la doblaba en tamaño...

Diego ve por el rabillo del ojo a Ben y Klaus al otro extremo de la mesa, discutiendo. Ben trata de evitar que Klaus le robe comida del plato.

—Tu comida sabe mejor que la mía— se queja Klaus.

—Quizás si hubiera algo en tu plato que no fuera helado derretido, sabría mejor —Ben levanta el tenedor en señal de amenaza.

Diego silencia el sonido de la disputa. La verdad es que no entiende cómo Ben lo soporta.

—No estoy enfadada porque haga mucho que no soy portada de una revista boba —insiste Allison—. Es sólo que tal vez hemos dejado de ser portada porque...

—Son tan idiotas que no se enteran de que tienen una buena historia ni cuando les cae del cielo, literalmente —interrumpe Diego.

—O porque no estamos haciendo un trabajo lo suficientemente bueno —aduce Allison—. Piénsalo. Antes una multitud nos esperaba cuando volvíamos de una misión. Hoy a lo sumo había cinco personas, y ni siquiera parecían muy emocionadas cuando hemos salido del coche.

—Entonces, ¿qué? ¿Acaso no vale la pena ayudar a la gente si no estás rodeado de fans que te adoren? —arremete Diego.

—Yo nunca he dicho eso —argumenta Allison.

—Es por Número Cinco —plantea Ben en voz baja. Todos se giran hacia él. Incluso Klaus deja de comer—. Dejaron de escribir sobre nosotros tras la desaparición de Número Cinco. Después de eso, ya no éramos una historia tan adorable.

—No teníamos nada de adorable —contraataca Diego—. Íbamos por el mundo atrapando delincuentes, salvando vidas. Eso es duro, no adorable.

Ben niega con la cabeza y señala la pared de atrás, en donde están enmarcadas varias portadas de revistas. En todas hay un miembro de la Academia Umbrella sonriendo, con los brazos cruzados sobre el pecho o apoyados en las caderas. Los chicos llevan pantalones cortos azul marino y calcetines negros hasta la rodilla, y Allison luce una falda de cuadros escoceses. Todos llevan americana, chaleco de rombos y antifaz. Para Diego, los antifaces son la única parte del uniforme que tiene sentido. Para el resto de prendas son demasiado mayores.

Reconoce que, en su día, la prensa probablemente pensaba que eran adorables. La gente no hace figuritas de acción si no piensa que al menos eres adorable. Pero no se trataba de eso. Se trataba de ayudar a la gente.

Y lo han hecho hoy, independientemente de lo que diga Hargreeves.

—¡Niños! —interrumpe Hargreeves—. Número Tres tiene razón. Actuáis como si hubierais evitado la catástrofe, pero no sabemos a qué otras amenazas se enfrentará la gente de este pueblo en los próximos días.

—Hemos desenmascarado a la petrolera, papá —le recuerda Diego—. Dejarán de hacer fracking. No habrá más terremotos.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

De nuevo, Diego tiene que contenerse para no poner los ojos en blanco. No importa lo bien que lo hagan, Hargreeves sabe cómo hacer que parezca que han fracasado.

Al menos esta noche, Diego sabe que cuando mamá por la noche le devuelva el uniforme recién lavado, le dirá lo orgullosa que está de lo que han hecho hoy.

ALLISON

Allison picotea su perrito caliente. No tiene valor para decirle a mamá que ya no es su comida favorita. Hace años que no lo es. De alguna manera, cuando crecen un centímetro, mamá se da cuenta al momento y adapta los uniformes a su tamaño, pero nunca se ha fijado en que Allison apenas come el que se supone que es su plato favorito. Para Allison tiene sentido: mamá no necesita comer nada, y además, ella no crece.

Allison sabe que la atención que reciben de la prensa en realidad no tiene nada que ver con lo bien que hacen su trabajo. El público prefiere que las cosas no vayan del todo bien. Hace que todo sea más emocionante, más trepidante, un verdadero espectáculo.

Lo cierto es que, justo después de la desaparición de Número Cinco, la prensa los persiguió con más tenacidad que nunca. A los reporteros les fascinó que Hargreeves se negara a dar explicaciones. Cuando le preguntaban sobre la Academia Umbrella, sólo recibían un «Sin comentarios» por respuesta, algo que nunca había sucedido antes. Papá siempre había recibido bien a los periodistas, los invitaba a casa para sesiones fotográficas y entrevistas, así que su cambio de actitud despertó el interés del público. A veces Allison se pregunta si papá lo hizo a propósito, provocando intriga, buscando atención.

Pero ahora son mayores y resulta más complicado vender la imagen de «encantadora familia de superhéroes» que cautivaba cuando eran sólo unos niños.

Allison inclina la cabeza y se fija en la lámpara de araña que cuelga sobre la mesa. Todo el mobiliario es muy oscuro: mesa de madera oscura, sillas de madera oscura. El suelo es de mármol blanco y negro, pero de algún modo los cuadrados blancos parecen grises, igual que la luz de la lámpara, que siempre es tenue. Y, por supuesto, Hargreeves mantiene las cortinas bien cerradas, no puede arriesgarse a que los vean curiosos y periodistas; aunque tampoco lo intenta nadie hoy en día.

Diego no se equivocaba del todo. Allison echa de menos que la admiren. No porque le encantara ver su cara en las portadas de las revistas —que sí que le encantaba—, sino porque esa admiración le hacía sentirse parte de algo, de algo más que de la Academia Umbrella. Firmar autógrafos, responder a las preguntas de las entrevistas, posar para las fotos..., todo eso la hacía sentirse genial.

Recuerda cómo ha luchado esa tarde contra ese ejecutivo petrolero. Debería haber sido emocionante, pero la verdad es que no... no lo fue. No ha pensado en nada antes de propinar la primera patada, de pegarle un puñetazo. Se sentía como un robot al que han programado para moverse sin pensar. Mira a mamá, de pie en un rincón, paciente, esperando para recoger la mesa cuando acaben de cenar. Se pregunta si mamá se siente así alguna vez, consciente de su programación. Pero mamá no siente nada, así que probablemente no.

Cuando estaban rodeados de admiradores, Allison al menos se sentía especial. La gente quería estar cerca de ella porque no se parecía a nadie que hubieran visto antes. Allison mira fijamente a Luther intentando averiguar si él también tiene alguna vez ese tipo de inquietud, pero Luther sólo le sonríe. A él le encanta cuando papá y Diego se pelean, le encanta que le recuerden que Diego nunca será el Número Uno...

—Papá tiene razón —afirma Luther con convicción al cabo de un momento—. Tenemos que hacerlo mejor la próxima vez. Deberíamos revisar la misión paso a paso para identificar cualquier error.

—Bien dicho, Número Uno —cacarea Hargreeves.

Ben suspira.

—¿No podemos tener una comida normal en lugar de repasar nuestras misiones?

—¡Chin, chin! —sugiere Klaus y levanta su vaso de leche como si fuera una copa de vino—. Por una comida normal.

Klaus se levanta y da una vuelta alrededor de la mesa como si fuera a hacer un gran brindis en una cena formal.

«Si fueran otro tipo de familia», piensa Allison, «celebrarían fiestas en esta sala. Es el tipo de sala construida para celebrar veladas glamurosas».

—Ahora dejadme pensar. —Klaus ladea la cabeza—. ¿Qué hacen las familias normales en las comidas?

Cierra los ojos como si intentara imaginárselo y luego niega con la cabeza. Sigue dando vueltas alrededor de la mesa, dando golpecitos en la cabeza a sus hermanos.

—Pito, pito, gorgorito... —profiere con cada toque. Luego se detiene y se vuelve con brusquedad—: ¿Las familias normales juegan al «pito, pito, gorgorito» durante las co­midas?

Cuando nadie contesta, Klaus niega con la cabeza y se deja caer en su asiento.

—Supongo que nunca lo sabremos —puntualiza, y luego se ríe.

Allison no puede evitarlo y también se echa a reír. Es absurdo para cualquiera de ellos imaginar de qué hablaría una familia normal durante la cena; ¿cómo iban a saberlo?

Pero Ben permanece impasible:

—No tiene gracia, Klaus.

—Quizás la tendría si no te lo tomaras todo tan en serio.

Klaus aprieta los labios en una línea recta y cruza los brazos sobre el pecho tratando de parecer disgustado. Pero incluso cuando frunce el ceño le brillan los ojos como si fuera a echarse a reír en cualquier momento.

—Esto es serio —insiste Ben—. Actuar como héroes es nuestro trabajo, y nuestro querido viejo es en realidad nuestro jefe. Esto no es una mesa de comedor, sino una sala de juntas. ¿No ves que no es normal, Klaus?

Sin embargo, Klaus ya no presta atención. Allison no sabe si está distraído por un fantasma o si se trata de su habitual desgana. Nunca se sabe con Klaus. Nadie sabe, excepto quizás Ben.

Hargreeves niega con la cabeza.

—Vosotros no sois normales.

Allison se tapa la boca con la mano y le pregunta en voz baja a Luther:

—¿Sabes qué le pasa a Klaus?

—¿Eso te hace sentir normal? —la reprime Hargreeves—. ¿Cuchichear desde el otro lado de la mesa? ¡Qué maleducada!

Allison deja caer las manos sobre el regazo.

—¿Y qué será lo siguiente? —continúa Hargreeves. Se quita el monóculo y lo limpia distraídamente con el pañuelo, como si Allison le hubiera aburrido—. ¿Llevar un pendiente en la nariz? ¿Teñirte el pelo de rosa? ¿Hacer fiestas de pijama? ¿Escaparte para salir por la noche como hacen los adolescentes normales?

Allison siente una chispa de añoranza ante la idea de una fiesta de pijamas. Al otro lado de la mesa, de pronto, Klaus vuelve a prestar atención.

—A mí, llevar un pendiente en la nariz y teñirme el pelo me suena genial.

—Ay, Número Cuatro, siempre tan rápido aportando información útil. ¿En qué otras actividades de adolescentes normales te gustaría participar?

—A ver, ¿emborracharme y drogarme a espaldas de mis padres? Ah, espera, que eso ya lo hago —dice Klaus soltando una carcajada.

Hargreeves pone cara de asco:

—Desde luego, Número Cuatro. ¿Cuántos preciosos rituales de paso a la mayoría de edad te has perdido?

Allison no puede evitarlo: se estremece ante el sarcasmo en la voz de su padre. Se imagina los ritos de iniciación en los que no ha participado: su primera cita, su primer beso, sacarse el carnet de conducir, comprarse un vestido para el baile de graduación, solicitar plaza en la universidad, ir a comprar ropa con sus amigas, incluso que le rompan el corazón. Allison sabe que, si soltara que en realidad anhela ese tipo de experiencias, Hargreeves le hablaría con la misma frialdad con la que acaba de hablar a Klaus, así que se guarda para sí sus pensamientos.

De repente Hargreeves se levanta bruscamente y arroja la servilleta sobre la mesa, a pesar de que su plato está vacío, como siempre. Nunca come. Mamá sirve a los demás sus comidas favoritas: un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada con una ración de patatas fritas para Ben, helado con sabor a chicle para Klaus, rosbif para Diego, una hamburguesa con patatas para Luther y un perrito caliente para Allison. Ésta echa un vistazo a la mesa, tratando de recordar cuál es la comida preferida de Viktor, pero él está encorvado sobre su plato, con su largo pelo castaño cubriéndole el rostro.

Y aunque Allison sabe que mamá le hace el uniforme a medida, como a todos, a Viktor la ropa siempre parece quedarle un poco grande. Allison no alcanza a ver lo que tiene Viktor en el plato y siente una punzada de culpa por no haberse fijado antes. Peor aún, tampoco recuerda la comida favorita de Número Cinco.

—Vosotros nunca seréis normales —anuncia Hargreeves con una voz que retumba en la sala—. No llevo diecisiete años trabajando con vosotros para acabar con una casa llena de jóvenes normales.

—Trabajando con nosotros —arremete Ben enarcando las cejas—. Es justo a esto a lo que me refiero.

—No hay más que ver a Viktor —critica Hargreeves como si Ben no hubiera dicho nada, elevando la voz hasta casi el alarido. Hargreeves señala el lugar de la mesa donde Viktor sigue encorvado.

«Es tan canijo», piensa Allison. «Debería sentarse erguido».

—Preguntadle qué se siente al ser normal —suelta Har­greeves.

Viktor parpadea, visiblemente sorprendido por ser el centro de atención, algo que Allison no recuerda desde cuándo no ocurría. Siente algo en las tripas que no es capaz de identificar, casi como culpa, aunque sabe que es absurdo. Allison no tiene la culpa de que Viktor carezca de poderes como los otros, de que Viktor sea normal, que es la palabra que Hargreeves sigue escupiendo como si fuera una maldición.

Allison se pregunta si Hargreeves se planteó alguna vez devolver a Viktor a su madre biológica al darse cuenta de que no tenía poderes, como cuando compras unos pantalones que no son de tu talla. Se imagina a Viktor metido en una caja, con la palabra «devolución» garabateada en un lateral.

No, eso no está bien. Ninguna de sus madres biológicas los abandonó, sino que Hargreeves los buscó y los trajo a casa.

Los trajo aquí, a este enorme edificio donde ha dedicado más esfuerzo en entrenarlos para que se conviertan en un equipo que a criarlos como una familia.

VIKTOR

Viktor no entiende de qué se quejan sus hermanos. Ser normal es lo peor que le ha pasado nunca.

Esa tarde, mientras los demás se han ido corriendo a evitar la catástrofe, Viktor se ha quedado en casa tocando el violín.

Mamá estaba sentada escuchando y aplaudía entre tema y tema, pero sus cumplidos le parecían vacíos. Mamá es la única persona que ha elogiado su música, y en realidad no es una persona, sino un robot programado por Hargreeves para desempeñar el papel de madre. A Hargreeves nunca le ha impresionado que Viktor domine un nuevo tema, y lo máximo que han hecho sus hermanos ha sido pedirle que baje el volumen cuando practica.

Al resto de la familia, el talento musical de Viktor les importa tanto como su talento para luchar contra el crimen. O sea, nada.

Cuando papá sale de la habitación, Diego se repantiga en la silla y pone los pies sobre la mesa, con botas y todo, dejando un estropicio que mamá y Pogo limpiarán más tarde. Klaus se desliza de la silla hasta quedarse en el suelo, tumbado boca arriba bajo la mesa, suspirando como si la alfombra fuera el colchón más mullido del mundo.

—Una forma de que deje de comer de mi plato —murmura Ben.

Luther arrastra su silla al otro lado de la mesa para sentarse junto a Allison, y los dos siguen comiendo, con las cabezas muy juntas.

—Esto es una mierda —opina Diego—. Estoy harto de los reproches de papá después de cada misión. Hoy hemos hecho un buen trabajo.

—Papá sólo quiere que lo hagamos lo mejor posible —insiste Luther.

—No —replica Diego—. Lo que quiere es controlar todos los aspectos de cómo llevamos a cabo la misión.

—¿A nadie más le parece extraño que trabajemos? —interviene Ben —. Es muy raro, ¿no? La mayoría de los adolescentes no han trabajado en toda su vida.

Ben es el único, aparte de Viktor, que no se ha movido desde que papá ha salido de la estancia. Sigue sentado en su silla, terminando su cena.

—Sin ánimo de ofender, papá habla de ser normal como si fuera una tragedia —añade, mirando durante un instante a Viktor que nota cómo se le encienden las mejillas—. Pero me pregunto cómo sería una comida en la que habláramos de algo más que de nuestra última misión.

Ben se atusa su pelo negro y liso. Le cae algo de polvo de las puntas, pero por lo demás está tan perfecto como siempre.

—¿Y si pudiéramos utilizar nuestros poderes de otra manera? —pregunta Allison inclinándose hacia delante.

—¿Cómo, de otra manera? —inquiere Luther—. ¿Crees que tenemos recursos sin aprovechar con los que cumpliríamos las misiones más rápido? Tal vez a eso se refería papá: sabe que si nos esforzamos más seremos más poderosos.

Luther flexiona los músculos como si se imaginara a sí mismo aún más grande, aún más fuerte.

Cuando eran más pequeños, su padre solía llevar a Viktor a las misiones para que marcara el ritmo mientras sus hermanos salvaban el mundo. Todos parecían tan poderosos que resulta difícil imaginar que dispongan de algún recurso que todavía no hayan descubierto.

—Me refería a qué pasaría si utilizáramos nuestros poderes para hacer otra cosa —explica Allison.

Luther se queda boquiabierto, casi incapaz de comprender que sus poderes pudieran usarse para algo más que impartir justicia. Si alguien le preguntara a Viktor, él sabría decir docenas de usos alternativos para sus poderes. Ben con sus tentácu­los sería de gran utilidad a los granjeros que no pueden permitirse maquinaria más moderna. Klaus sería capaz de ayudar a las familias en duelo a dar su último adiós. Allison podría negociar la paz entre naciones en guerra. Diego sería un chef de talla mundial. Luther resultaría muy útil a la hora de hacer mudanzas. Hay incontables maneras de ayudar a la gente que no implican luchar contra el crimen.

Pero Viktor se guarda sus pensamientos para sí. Nadie le pregunta nunca nada. Hargreeves ya ni siquiera le pide que marque el ritmo. Esa tarde, mientras practicaba una pieza de Bach, ha estado imaginando lo que sus hermanos estarían haciendo en la misión. En su mente, Allison difundía un rumor que obligaba a los malos a deponer las armas, mientras que Luther atrapaba a aquellos que no habían escuchado el rumor. Diego utilizaba sus cuchillos para forzar todas las cerraduras, Ben atravesaba las paredes con sus tentáculos y Klaus obtenía información de las víctimas que los villanos habían mandado al Más Allá. Los hermanos de Viktor nunca le han preguntado qué se siente al ser normal, ni siquiera cuando su propio padre lo ha insinuado.

—¿Te has preguntado alguna vez cómo habríamos utilizado nuestros poderes si hubiéramos ido a una escuela normal? —cuestiona ahora Allison.

Diego lanza cuchillos contra la pared como si jugara a los dardos.

—Los otros niños estarían celosos —alardea, y arroja los cuchillos de una forma que hace que vuelvan a él como bumeranes—. Piénsalo bien, convencerías con tus rumores a todos los profesores para que te pusieran sobresalientes.

—Y también podría convencerlos para que pusieran sobresalientes a mis amigos.

—¿Qué amigos? —Diego señala con las manos la habitación que les rodea. No hay amigos, sólo hermanos.

Cuando se mueve, levanta polvo de su uniforme, lo que hace toser a Viktor. Diego recupera los cuchillos que han quedado clavados en la pared y comienza a lanzarlos de nuevo.

Viktor se pregunta si tendría amigos de haber ido a una escuela normal. Aquí es un bicho raro porque no tiene poderes, pero, en un colegio normal, quizás sí que habría encajado. O quizás también allí habría estado marginado.

—¡Yo habría hecho amigos! —responde acaloradamente Allison.

—No ser normal es un privilegio —apunta Luther.

Viktor le da la razón en silencio a su hermano mayor. Aunque técnicamente tienen la misma edad, es imposible no ver a Luther como el mayor. No sólo porque es físicamente más grande, sino porque es el Número Uno, mientras que Viktor es el Número Siete.

—Los adolescentes normales no evitan delitos —insiste Luther—. No salvan vidas. Piensa en lo que hemos hecho hoy ahí afuera.

—Esa petrolera encontrará otro lugar donde perforar —aventura Ben, lanzando la servilleta sobre la mesa.

—Ni hablar— replica Diego, haciendo girar un cuchillo entre los dedos—. Hemos destruido su cuartel general.

—Hemos destruido un edificio — corrige Ben—. Lo que es bastante irónico, si lo piensas.

—¿Por qué? —pregunta Diego.

—Acudimos al lugar para salvar a la gente que se había quedado sepultada entre los escombros a causa de un terremoto...

— Y eso hicimos —interviene Luther.

—Pero hemos acabado destruyendo otro edificio.

—Sí, pero ese edificio era de los malos —Luther lo simplifica todo.

Ben suspira:

—El caso es que la petrolera puede instalarse en otro lugar. Todo lo que ha pasado hoy aquí podría suceder otro día en otro sitio.

—¡Pues entonces también iremos a rescatar a esas personas!

Luther levanta la mano como si esperara que alguien le chocara los cinco, pero nadie lo hace.

—Habríamos sido normales —insiste Ben— si papá no nos hubiera adoptado, si hubiéramos estudiado en una escuela normal...

—Nunca habríamos sido como los otros niños —asegura Diego—. Odio darle la razón a papá, pero esta vez la tiene.

—Somos especiales —dice Allison, dándole a la palabra «especiales» un tono de importancia.

—Quizás podríamos haber encontrado una forma de ser especiales y aun así encajar —sugiere, anhelante, Ben.

Viktor mira a su hermano y siente que aún hay esperanza. Si sus hermanos fueran un poco más normales, quizás incluirían a Viktor en sus aventuras de vez en cuando.

—¡Hagámoslo! —grita Klaus mientras saca la cabeza de debajo de la mesa. La parte de atrás de su uniforme está cubierta de motas de polvo que la aspiradora de mamá no ha recogido, o tal vez sean restos de la misión.

—¿Hacer qué, Klaus? —pregunta Allison con impaciencia.

—Ponernos un pendiente en la nariz, teñirnos el pelo, escaparnos por la noche para irnos de fiesta... tal como ha sugerido nuestro querido padre.

Viktor y sus hermanos miran a Klaus, confundidos.

—Venga, hermanos, una fiesta, como los que son normales. Sin ánimo de ofender —añade Klaus, haciéndose eco de lo que ha dicho Ben y echando una mirada furtiva a Viktor.

Viktor no se ha ofendido. Al menos Ben y Klaus le han tenido en cuenta.

Diego pone los ojos en blanco.

—No vamos a arrastrarnos por las cloacas, Klaus.

Viktor sabe que Klaus se escapa de vez en cuando, aunque nunca ha averiguado cómo lo hace. Aparentemente, es así.

Luther parece tan asqueado como se siente Viktor.

—¿Te has estado escapando por el alcantarillado?

—Quien no arriesga, no gana —responde Klaus como si caminar entre mierda (literalmente) no fuera gran cosa.

Viktor se estremece, y Ben abre mucho los ojos.

—Saldremos por otro lado —promete Klaus— La cuestión es estar fuera, ¿no?

Viktor ve que Allison asiente con la cabeza, pero Ben dice:

—No es eso lo que yo tenía en mente.

—Papá quiere que nos acostemos pronto. Tenemos entrenamiento por la mañana —añade Luther.

Llueva o haga sol, la Academia Umbrella se levanta al amanecer los siete días de la semana para entrenar. Incluso Viktor se levanta al alba, aunque nunca le han pedido que entrene. La mayoría de los días se sienta con mamá en la cocina, se entretiene con el desayuno y luego toca el violín. Mamá aplaude con cada interpretación. Viktor no está seguro de si realmente tiene talento o si mamá simplemente está programada para reaccionar así.

—Vamos, Luther, por favor. —dice Allison con una sonrisa persuasiva—. Rompamos las reglas por una vez.

—Pierdes el tiempo, Allison —se burla Diego—. Al señor santurrón le da demasiado miedo saltarse una sola regla.

Ahora Luther se levanta y vuelca la silla, que se rompe al caer. Viktor está seguro de que ha sido sin querer, igual que el vaso que ha roto antes, Luther es así de fuerte.

—No le tengo miedo a nada —gruñe Luther.

—Demuéstralo —lo reta Diego.

Diego hincha el pecho. Es más bajo que Luther, pero Viktor se da cuenta de que Diego intenta que no se note, como si la altura no fuera más que una ilusión óptica.

Luther resopla:

—De acuerdo, me apunto.

—Yo también —acepta Allison, levantándose con una sonrisa.

—Ya somos tres —se anima Klaus, como si no fuera el que ha empezado todo esto.

Ben se encoge de hombros:

—Cualquier cosa es mejor que quedarse aquí.

—¿Viktor? —pregunta Allison volviéndose hacia él.

Los ojos de Viktor se abren de par en par, sorprendido. Intenta recordar la última vez que Allison le dirigió la palabra. Ciertamente, nunca habría imaginado que ella lo incluiría en sus planes.

BEN

Viktor puede sernos útil —suelta Allison encogiéndose de hombros.

«Tiene razón», piensa Ben. «Viktor es el único que tiene experiencia real en ser normal».

A diferencia de Ben, Viktor no se ha pasado la tarde alzado sobre los tentáculos que le salen de la espalda para ayudar a una víctima del terremoto atrapada en el décimo piso de un edificio que se derrumba, ni los ha usado para golpear a un ejecutivo de la petrolera hasta hacerlo sangrar, sabiendo que si dudaba lo machacarían a críticas, no sólo Hargreeves por perder el tiempo, sino también el resto de la Academia. Dirían que Ben se había ablandado y que ablandarse ponía en peligro las misiones.

Ben piensa que no es de blandos plantearse si realmente es necesario golpear a un ejecutivo petrolero para que empiece a hablar. Pero prefiere guardarse esa opinión para sí mismo.

—Una norma —propone ahora Ben, intentando que su voz suene tan firme y autoritaria como la de Luther. A pesar de sus esfuerzos, su tono suena como si hiciera una pregunta—. Esta noche, nada de poderes.

—¿Qué quieres decir? —pregunta Diego, frunciendo el ceño.

—Si de lo que se trata es de pasar una noche normal, entonces tenemos que ser normales de verdad. Si usamos nuestros poderes, no vamos a integrarnos con los demás.

Diego y Luther refunfuñan, pero Allison asiente:

—Ben tiene razón. Una noche normal significa que no debemos destacar. O al menos no por nuestros poderes. —Guiña un ojo, como si pensara que ya hallará otra forma de ser especial.

—Una observación muy astuta por parte de la hermana que usa sus poderes para conseguir literalmente todo lo que quiere —bromea Klaus.

Allison parece sorprendida.

—¡No es cierto!

Klaus levanta las manos como si ya no recordara qué es lo que ha dicho que ha molestado a Allison.

A veces Ben siente que él es el único que no disfruta con sus poderes. A Klaus tampoco le entusiasman, pero no se espera que los use de la misma manera. Nadie envía a Klaus a la cámara acorazada de un banco lleno de criminales para que acabe con todos ellos. Nadie obliga a Klaus a ser un asesino.

Diego le ha llamado eso hoy, cuando han irrumpido en las oficinas de la petrolera.

—Entra ahí, asesino —le ha dicho, guiñándole un ojo como si fuera una broma.

Ben no ha vacilado, sabe que no puede hacerlo, pero tampoco le ha visto la gracia. Trata de recordar sus primeras misiones. ¿Disfrutaba entonces? ¿Se divertía como los demás? ¿Cómo sería su vida si nunca hubiera tenido que utilizar sus poderes para evitar catástrofes; si sólo fueran una parte más de él, como esas personas que tienen una visión perfecta, o son zurdos, o aprenden nuevos pasos de baile sin esfuerzo?

Ben mira a Viktor, y por un instante imagina cómo sería él si no tuviera poderes: pasaría a ser Número Siete, el olvidado en cada misión. La idea debería entristecerle, pero en lugar de eso siente un extraño tirón en su interior, no muy distinto a la sensación de sus tentáculos moviéndose bajo la piel, perfectamente plegados entre los huesos, envolviendo los órganos. De vez en cuando siente una punzada que le recuerda que están ahí, listos para moverse y extenderse. Eso es lo que se siente: un anhelo punzante.

—A ver, Número Siete, tú que eres normal —vocea Diego, volviéndose hacia Viktor—, ¿cómo salimos de aquí? ¿Qué propones?

Klaus abre la boca, pero Diego levanta el puño antes de que Klaus diga nada.

—¿Viktor? —insiste Diego.

Viktor balbucea y no responde. Ben no le culpa; la mirada de Diego es intensa. Se vuelve hacia Allison.