Toda la vida - Maureen Child - E-Book
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Toda la vida E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

La hija de Matthew Hamilton adoraba a Daisy Blair. Por eso, cuando la pequeña Sophie necesitó una niñera mientras su padre y ella pasaban las navidades en casa de su abuela, Matt decidió que Daisy era la más adecuada para cuidar a la niña. Lo que Matt no sabía era que su vieja amiga llevaba toda la vida enamorada de él, ni tampoco se imaginaba que sus problemas no habían hecho más que empezar. Porque Daisy quería ser algo más que una niñera para Sophie, mientras que Matthew no estaba precisamente buscando una esposa.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Maureen Child

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Toda la vida, n.º 1197- abril 2021

Título original: His Baby!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-570-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

BUENO, ya está! —la señora Hamilton colgó el teléfono y sonrió a Daisy—. Matt viene a casa a pasar la navidad.

Daisy había pensado que la llamada podría haber sido para ella. Su madre estaba fuera, en casa de su hermana mayor, Poppy, que iba a dar a luz a su primer hijo. En ningún momento se le habría ocurrido que Matt fuera a volver a casa a pasar las fiestas con ellas.

¿Pero acaso no era eso lo que deseaba, lo que en secreto había ansiado desde la muerte de Patti? ¿Que Matt volviera a casa y ella volviera a sonreír?

Matt.

El pulso se le aceleró.

—¿En serio? —preguntó sin aliento, ahogando un grito de alegría—. ¡Pero qué buena noticia!

La señora Hamilton sonrió.

—¿Verdad que sí?

—¿Para cuánto tiempo?

—No lo ha dicho exactamente. Pero parece ser que va a trabajar en Londres durante unos cuantos meses antes de volver a los Estados Unidos. Quiere supervisar la compra de unas propiedades aquí en Inglaterra.

¿Londres? Sintió un escalofrío de emoción por la espalda. Si Matt iba a trabajar en Londres, entonces solo estaría a un par de horas en coche de allí, y eso le daría a ella multitud de oportunidades de verlo.

—Se va a traer a Sophie, por supuesto —continuó la señora Hamilton—. Así que tendremos que hacernos con una cuna.

—¡Y yo ni siquiera les he comprado un regalo de navidad! —dijo Daisy con consternación—. ¿Cuándo llegan?

—Mañana por la tarde.

—¿Tan pronto?

Pero así era Matt; un hombre de acción.

—Mmm —dijo la madre—. Ya conoces a Matt; cuando decide algo, no pierde el tiempo. El vuelo de Nueva York llega a Heathrow a media tarde y ha contratado un coche de alquiler que le traerá directamente hasta aquí.

—¿Estaba muy… disgustado? —Daisy preguntó tímidamente, pero la señora Hamilton negó con la cabeza.

—No. Eso es lo extraño, que no me lo ha parecido. Estaba… bueno, como siempre.

Eso quería decir que, al menos de puertas para afuera, no estaba haciendo el papel de viudo desconsolado. ¿Pero acaso no había sido siempre Matt un maestro en ocultar sus sentimientos tras aquella impresionante fachada? Una jamás sabía lo que ocultaban esos inteligentes ojos grises o aquella enigmática sonrisa.

—Debe de sentirse fatal —observó distraídamente—. Pero me imagino que intentará aguantar el tipo por todos los medios; siempre fue una persona de mucho coraje, ¿verdad? Y debe de ser lo más horrible del mundo; que tu esposa muera y te deje un bebé tan pequeño.

La señora Hamilton entrecerró sus despiertos ojos grises y frunció el ceño ligeramente.

—Debe de haber sido insoportable. Solo me habría gustado que hubiera compartido su dolor con nosotros, en lugar de quedarse en Nueva York con Sophie. Pero yo sigo pensando lo que pensé siempre: que el matrimonio de mi hijo fue algo de lo más inesperado —dijo con ese candor tan natural en ella.

Daisy la miró boquiabierta, sorprendida.

—No lo pensará en serio, ¿verdad? ¿Qué hombre no querría casarse con una mujer como Patti Page? Uno no se va encontrando estrellas de rock que parecen modelos en cada esquina —añadió, incapaz de evitar un rastro de nostalgia en su voz al recordar a la despampanante esposa de Matt.

—De lo cual debemos dar gracias —dijo la señora Hamilton en tono seco, aún molesta por el hecho de que su único hijo no la hubiera invitado a su boda.

Y entonces a Daisy se le ocurrió algo horrible.

—Señora Hamilton, no se lo dirá, ¿verdad? —dijo en voz baja.

—¿Decirle el qué?

Daisy se puso colorada.

—Lo sabe muy bien.

—¿Que has elegido dejar el instituto y no presentarte a los exámenes, dejando de lado una prometedora carrera como matemática? ¿Es eso lo que no quieres que le cuente, Daisy?

Daisy se ruborizó aún más.

—Esto… Sí —vaciló—. Ya sabe cómo es Matt.

—Desde luego que sí. Y conociendo a Matt, supongo que se enterará lo quieras tú o no.

Daisy alzó el cuadrado mentón con determinación y al hacerlo, la lisa y brillante melena de cabello castaño claro le cayó por la espalda como una cortina de seda.

—Entonces, tendremos que asegurarnos de que no se enterará. ¿Bueno, quiere que vaya a prepararle la habitación?

La señora Hamilton le sonrió afectuosamente.

—¿Quieres, querida? Creo que lo pondremos en la habitación azul, ¿no?

La maldita habitación azul. Daisy recordó aquel amanecer un año y medio atrás cuando había visto a Patti Page saliendo medio desnuda de la habitación azul donde Matt dormía, con el cabello revuelto y cara de satisfecha. Daisy podría ser inocente, pero no hacía falta ser un genio para saber lo que Matt y ella habían estado haciendo.

—¿Y por qué no prepararle su antigua habitación? —se apresuró a sugerir—. Quizás el estar en el dormitorio que ocupaba de niño, rodeado por todos esos trofeos y premios que consiguió en el colegio y en el instituto, le ayude a sentirse más animado.

—¡Qué estupenda idea! —exclamó la señora Hamilton con agrado, y las dos se sonrieron con la confianza de dos personas que se conocían desde hacía mucho tiempo.

La señora Hamilton era casi como una segunda madre para Daisy. La madre de Daisy y la de Matt eran muy buenas amigas, habían ido juntas al colegio y cada una había sido dama de honor en la boda de la otra; después, cada una había sido la madrina del primogénito de la otra. La madre de Matt de Poppy, y la madre de Daisy, madrina de Matt. Así que cuando el padre de Daisy se había largado a la India a «encontrarse a sí mismo», como él había dicho, dejando a una esposa sin dinero y con dos hijas a las que mantener, Eliza Hamilton le había dado todo su apoyo.

La madre de Daisy se había convertido en el ama de llaves de los acaudalados Hamilton, aunque la única formalidad residía en el título en sí, y cuando el padre de Matt había muerto, las dos mujeres se habían convertido en compañeras inseparables, más que jefa y empleada.

Y Daisy había crecido junto a Matt. Diez años mayor que ella, a los ojos soñadores e idealistas de Daisy, Matt siempre había sido el experto en todo; él le había enseñado todo lo que sabía. Matt le había enseñado a volar una cometa, había descubierto su tremendo talento para las matemáticas cuando le había enseñado a jugar al ajedrez, y Matt era la persona que ella había idolatrado desde siempre.

Daisy había cumplido satisfactoriamente todos los pronósticos que Matt había hecho en lo referente a su carrera. Había sacado muy buenas notas en el colegio. Había trabajado mucho porque de verdad quería destacar, en parte por ella misma y en parte para que Matt se sintiera orgulloso de ella. Pero un día se había marchado y en secreto se había casado con Patti Page, la estrella de rock más famosa del mundo, destruyendo con ello todos los sueños de Daisy. Y después de aquello nada había vuelto a ser lo mismo.

Pero tal vez todo aquello estuviera a punto de cambiar, pensaba con esperanza mientras a la puerta del dormitorio de Matt contemplaba con nostalgia todos los premios que brillaban en fila sobre el alféizar de la ventana que daba al prado.

 

 

Las horas previas a la llegada a casa de Matt pasaron con rapidez, y Daisy y la señora Hamilton no hacían más que ir de un lado a otro como locas.

—¿No crees que esta guirnalda de laurel es algo exagerada? —preguntó Daisy mientras se inclinaba sobre el pasamanos de roble para engancharla allí.

—Un poco —dijo la señora Hamilton—. Pero estoy segura de que le encantará. Lleva fuera demasiado tiempo. Vamos a prepararle una auténtica navidad inglesa.

A Daisy le pareció oír el ruido de neumáticos en el camino de grava delante de la casa, y corrió al piso de abajo a asomarse por la ventana.

—¡Ya están aquí! —dijo con mucha emoción—. ¡Están en casa!

Vio un elegante coche oscuro que se detuvo delante de la vieja casa. Aún, pensaba mientras el corazón se le salía del pecho, estaba loca por Matthew Hamilton. Con el paso del tiempo se había dado cuenta de que algunas cosas nunca cambiaban.

Entre las pesadas cortinas de terciopelo rojo se asomó a la triste tarde de diciembre, en la que los primeros copos de nieve empezaban a caer de un cielo plomizo.

—¿Qué coche conduce? —preguntó la señora Hamilton mientras se atusaba el cabello delante del espejo.

Daisy, que no tenía idea de coches, entrecerró los ojos para intentar distinguir la insignia plateada que adornaba la parte delantera del vehículo.

—Creo que es un Bentley; un enorme Bentley verde oscuro. Muy sobrio —recordó el deportivo negro que había marcado el paso de estudiante de Cambridge a importante financiero; pero Matt era un hombre de familia ya—. Yo iré a abrirle la puerta —dijo.

Cuando llegó delante de la pesada puerta de roble, el timbre sonaba ya imperiosamente, seguido de unos fuertes golpes imposibles de ignorar. Al abrir la puerta, Daisy se encontró con una figura alta y oscura, como un pirata de la autopista entre la ventisca y el remolino de copos de nieve.

No era como había soñado su vuelta al hogar.

Matt apenas la saludó mientras pasaba junto a ella; estaba demasiado ocupado guareciendo al bebé de la tormenta de nieve. Lo llevaba envuelto en una gruesa manta blanca y apoyado sobre el hombro.

—¡Maldita sea, dejo una tormenta de nieve y me meto en otra! —exclamó y seguidamente sonrió con aquella sonrisa tan enigmática y distante que, sin embargo, encandilaba el corazón de las mujeres—. Hola, mamá.

—Hola cariño —la señora Hamilton le puso la mejilla.

Y entonces aquellos ojos grises se volvieron hacia ella.

—Hola, Daisy —dijo despacio con aquella voz suya tan profunda, pero a Daisy le pareció más dura, más cínica de lo que ella la recordaba, y su sonrisa descarnada.

—Hola, Matt —susurró ella.

Los años no habían hecho sino aumentar el impacto que producía su presencia cuando entraba en una habitación. Era alto y esbelto, de ojos grises como un mar tempestuoso y cabellos negros como una noche sin luna.

Rebujado en la manta, el bebé sollozó, y en sus labios se dibujó la sonrisa más tierna que Daisy había visto en su vida.

—Y esta es Sophie —dijo en tono bajo; la destapó un poco para que pudieran ver la cara mofletuda de un bebé de unos ocho meses—. La pequeña señorita Sophie Hamilton. Diles hola a la abuela y a Daisy, cariño.

—Hola, Sophie —dijo la señora Hamilton sonriendo, y un par de ojillos grises la miraron con interés.

La niña era la viva imagen de su padre, pensaba Daisy mientras se fijaba en los ojos gris humo, iguales a los del padre y en el pelo negro que le hacía una onda en la frente.

—¡Ay, es preciosa! —dijo Daisy involuntariamente y Matt la miró y le echó aquella mirada de indulgencia que reservaba solo para ella.

Daisy sintió que estaba flotando, tal y como se sentía siempre que Matthew la miraba de aquel modo.

—¿Verdad que sí? —dijo mientras el bebé se agarraba a su dedo con fuerza.

—¿La llevamos a la sala? —preguntó la señora Hamilton—. Allí hace mejor temperatura.

—Y yo iré a preparar un té —se ofreció Daisy y se encogió de hombros cuando Matt la miró de manera inquisitiva—. Mamá está fuera; Poppy va a dar a luz uno de estos días.

—Así que Daisy la está sustituyendo —se apresuró a explicar la señora Hamilton—. Haciendo las tareas de la casa y la comida hasta que vuelva su madre. ¿No es un ángel?

—Eso depende de si has mejorado en la cocina o no —dijo, encogiéndose de hombros de manera teatral—, desde que me preparaste aquella tarta tan desastrosa cuando cumplí dieciocho años.

—Por supuesto que sí —dijo indignada.

Él no parecía convencido.

—Bueno, no quiero arriesgarme con la comida de navidad —comentó él—. ¿Crees que podrías reservarnos mesa en algún sitio, Daisy?

—Puedo intentarlo.

—Bien. ¿Ah, y Daisy?

—Sí, Matt.

—Espero que todo esto no esté afectando la buena marcha de tus estudios.

—¡Por supuesto que no! —se apresuró a añadir y salió corriendo en dirección a la cocina antes de que él se diera cuenta de que le había mentido.

Mientras ponía agua a hervir y colocaba unos bollos de pasas en un plato, pensó en lo tirano que siempre había sido con ella. ¿Acaso no se daba cuenta de que ya no era una niña a la que dar órdenes? Tenía dieciocho años, por amor de Dios. Era lo suficientemente mayor para votar. Incluso para casarse…

Echó leche en una jarra mientras intentaba averiguar por qué había dejado de estudiar tan repentinamente.

Parte del problema residía en que había sido un año mayor que el resto de sus compañeros de clase. Por culpa de una pierna rota mal curada, había perdido un año entero de clases, entrando y saliendo del hospital. Y encima de eso, se le había quedado una leve cojera que solo le había desaparecido hacía poco tiempo, y sus compañeros de clase se habían burlado de ella durante muchos meses.

El aroma a manzanas asadas flotaba por la casa mientras Daisy se dirigía hacia la sala con la bandeja del té. La señora Hamilton tenía a Sophie en el regazo, sentada junto la ventana en donde resplandecía el árbol de navidad, y Matt se levantó inmediatamente y para ayudarla con la bandeja.

Sus ojos grises brillaron mientras la miraba con apreciación de arriba abajo y Daisy se puso colorada.

—¿Quieres tener problemas circulatorios, Daisy? —le dijo en voz baja de modo que su madre ni se enteró.

Daisy lo miró con perplejidad.

—¿De qué estás hablando?

Desde luego su mirada no tenía nada de hostil.

—Solo es que los vaqueros te quedan tan ceñidos que me sorprende que no te hayan cortado ya la circulación.

Daisy se molestó. Los vaqueros eran nuevos, y había ahorrado durante un montón de tiempo para comprárselos. Le gustaba cómo le ceñían su pequeño trasero y el modo en que se ajustaban amorosamente a sus largas y esbeltas piernas. Sí, ciertamente eran un poco apretados, pero así era como se llevaban últimamente. Y el suéter verde que resaltaba las motas verdosas de sus ojos dorados no tenía nada de raro.

Por supuesto, Matt llevaba casi dos años sin verla y su cuerpo se había desarrollado de manera alarmante en ese intervalo. De estar casi plana, sus pechos habían pasado a ser dos redondeadas y turgentes montañas que hacían que la cintura pareciera aún más estrecha que antes.

Y, desgraciadamente, la nueva Daisy parecía inspirar interés en la mayoría de los jóvenes del pueblo, que le silbaban sin reparo cada vez que pasaba por la calle. Eso, desde luego, no le gustaba, ¿pero qué se suponía que debía hacer? ¿Encerrarse en casa?

Se había dejado crecer el pelo desde que no había visto a Matt, y ya le llegaba casi por la cintura. Lo tenía muy liso y brillante, de un precioso castaño dorado, espeso como un brazada de trigo y los mechones de delante le caían sobre los pechos como ríos de seda.

Se encontró frente a unos ojos de mirada burlona.

—¿Entonces no te gusta lo que llevo puesto? —le preguntó.

—Eso no es lo que he dicho —contestó elusivamente.

—Y es un estilo muy actual —continuó algo molesta—. ¿Es que no sabes nada de moda, Matt?

—Suficiente —dijo en tono cortante—, para saber que las mujeres que son esclavas de la moda se arriesgan a perder su individualidad y acaban pareciendo ovejas.

La señora Hamilton, que había estado muy ocupada con Sophie, levantó la cabeza y frunció el ceño al oír la última parte de la conversación.

—¿Has dicho ovejas, Matt? ¿De qué estáis hablando? ¡Daisy no se parece en nada a una oveja! Sirve el té, ¿quieres, querido?

—Claro —contestó él inmediatamente.

Pero al pasarle la taza, vio que seguía mirándola con sorna, y tuvo que esforzarse para disimular el dolor y la confusión que aquella nueva actitud en Matt estaba causándole.

¿Pero por qué no iba a ser distinto ya? ¿Por qué no iba a ser frío, duro y agresivo? Se había casado y enviudado al año siguiente, tenía una niña de ocho meses de quien cuidar. El funeral de su esposa había sido tan solo un mes después del nacimiento de su hija, y a veces el dolor hacía que las personas se comportaran de manera extraña.

Se arrellanó en el asiento y bebió un sorbo de té, tan alto y moreno él, tan adusto. Parecía distante; un forastero elegante y estiloso. Le resultaba duro creer que aquel fuera el mismo Matt que le había enseñado a montar a caballo, que le había indicado qué libros leer, que le había descrito el mundo que había visto en sus viajes. El Matt que ella siempre había adorado.

Ella solo tenía ocho años cuando él se marchó a Cambridge, pero aún recordaba lo mucho que había llorado esa noche tras su partida. Nada, había pensado Daisy en aquellos momentos, sería igual sin Matt. Y qué razón había tenido, pues nada había vuelto a ser lo mismo sin él.

Daisy había sido incapaz de reprimir esos celos que sentía cada vez que volvía a casa a pasar las vacaciones, normalmente acompañado de alguna chica inteligente y risueña colgada del brazo, aunque ella se había cuidado mucho de no demostrarle lo que sentía por él.

Y en ese momento, mientras observaba aquel par de piernas largas y esbeltas, Daisy se preguntó cómo diantres había cometido la temeridad de pensar que un hombre tan apuesto como Matt Hamilton pudiera interesarse, ni siquiera remotamente, por alguien como ella.

Se terminó el té y, cuando dejó la taza elegantemente sobre la bandeja, se puso de pie.

—¿Quieres darme a Sophie mientras te bebes el té, madre? —dijo.

Al oír su voz, el bebé volvió la cabeza y empezó a gorjear, tiró el oso de peluche rosa a la alfombra y le echó los brazos a su padre como una loca. Él la tomó entre sus brazos mientras sonreía y el bebé se acomodó feliz sobre el pecho de su progenitor.

Daisy se agachó a recoger el peluche que había dejado caer Sophie. Cuando se incorporó, fue para ver que Matt la estaba mirando de nuevo; en su mirada Daisy percibió una tenue sombra de desasosiego.

La señora Hamilton miró a uno y a otro con cara de sorpresa y sacudió la cabeza ligeramente mientras se ponía de pie

—Tengo que llamar a Harry para ver a qué hora va a traer el champán para el cóctel de navidad. No olvides que vendrá mucha gente a tomar una copa, ¿de acuerdo, querido? —le dijo a su hijo.

Matt hizo una mueca y Sophie se echó a reír.

—¿Acaso me ibas a permitir que me olvidara de ello? —murmuró.

—No, no te lo permitiría —contestó la señora Hamilton con firmeza antes de salir de la habitación—. ¡Es una tradición familiar!

Matt levantó a Sophie para que pudiera curiosear lo que había a espaldas de su papá, y después señaló una bolsa de viaje que había dejado en el suelo.

—¿Te importa deshacer esa bolsa por mí, Daisy?

—¡Por supuesto que no!

Contenta de tener algo que hacer que no fuera contemplar la cara de desaprobación de Matt, Daisy se agachó para descorrer la cremallera y sacó un paquete de algodón, un frasco de loción corporal y toda la misteriosa parafernalia de bebé que había en la bolsa. Notó que Matt seguía mirándola y eso le hizo sentirse consciente, como no se había sentido antes, de lo ceñido que le quedaba el pantalón.

En el silencio de la habitación, Daisy notó que se ruborizaba y que el corazón se le aceleraba sin remedio, mientras reconocía ese cosquilleo que la presencia de Matt le proporcionaba. Bastante desesperada, se estrujó el cerebro para ver si se le ocurría algo que decir.

—No sé por qué, pero no te imagino cambiando un pañal, Matt —comentó, pero percibió la mueca sardónica en sus labios y se dio cuenta de que no había conseguido animarlo.

—¿Y por qué no? —preguntó él en tono burlón—. Estamos en los noventa, después de todo, y los padres de hoy en día participan. ¿O creías que un rico magnate no se comporta como cualquier otro padre?

Hablaba de un modo tan cínico que Daisy se sentó sobre los talones y lo miró confundida, preguntándose qué le habría pasado para que tuviera aquel brillo glacial en la mirada. ¿Acaso era ese el efecto que la pérdida de otra persona causaba en el ser humano?

—Yo… No quería decir eso, ni mucho menos —dijo confundida—. Para empezar, no conozco a ningún padre de tu edad. Y tú no eres un «rico magnate» como tú dices; para mí eres simplemente Matt. El mismo Matt de siempre.

Eso sonó tan ingenuo que nada más decirlo se mordió el labio, pensando que era mejor reflexionar antes de abrir la boca.

Pero entonces Matt sonrió con naturalidad.

—Por supuesto que no lo has dicho de mala fe. No me hagas caso, Daisy. Estoy cansado, estoy con el desfase horario y Sophie está echando los dientes.

—¿Y aún no se te ha pasado lo de Patti? —le preguntó con delicadeza, rezando para que le confiara sus sentimientos.

Tal vez en algún momento había sentido celos de la mujer que le había robado el corazón a Matt, pero Patti estaba muerta ya, y Daisy habría hecho cualquier cosa con tal de poder borrar aquella mirada tan triste de sus ojos.

—Oh, Matt… Debió de ser horrible; no hacía más que pensar en ti. Esa carta que te escribí fue de lo más inadecuada.

Él negó con la cabeza.

—No. Tu carta significó mucho para mí.

—Quería ir al funeral… y sé que a tu madre también le habría gustado. Pero como fue en Nueva York y tú no parecías muy dispuesto… —su voz se fue apagando al notar su repentino nerviosismo.

Daisy se sorprendió al ver la expresión que endurecía aquellas bellas y angulosas facciones.

—Daisy… —parecía estar escogiendo con cuidado las palabras—. Sé que tu intención es buena, pero debo decirte que no quiero ni tengo intención de hablar de Patti contigo. Seguir hablando de su muerte no me ayudará, y menos aún a Sophie. Debo empezar una nueva vida e intentar olvidar el pasado. ¿Me he explicado con claridad?

—Totalmente —contestó Daisy en tono seco.

En ese momento Daisy se compadeció de la esposa muerta. ¿Quién habría pensado que Matt podía hablar con tanta frialdad de la mujer con la que había estado casado, como si ella no hubiera sido nada más que un capítulo engorroso en su vida?

Y lo que era más, nunca le había hablado así a ella. Jamás en aquel tono tan brusco y seco.

Inevitablemente Daisy pensó en la última vez que había visto a Matthew Hamilton, dieciocho meses atrás, antes de que la vida le hubiera cambiado tan inevitablemente.

 

 

Iba a volver de los Estados Unidos para pasar unas cortas vacaciones y su madre había decidido dar una fiesta de verano en su honor en la mansión de los Hamilton. Como se había marchado a vivir a Nueva York después de graduarse, sus visitas habían sido pocas y muy espaciadas y todos lo habían echado de menos tremendamente. Sobre todo Daisy.

Estaba que no cabía en sí de emoción. Su primera fiesta y, sobre todo, con Matt allí.

No sabía qué ponerse y, finalmente, su madre le hizo un vestido que sacó de un viejo traje de fiesta suyo. Para Daisy aquel fue su primer vestido de chica mayor.

Daisy se miró al espejo y dio una vuelta, admirando el velo azul pálido de la falda que caía flotando hasta los tobillos. El cuerpo del vestido era del mismo azul plateado, pero de seda, y el escote palabra de honor se ceñía a la suave curva de sus jóvenes pechos. No era un vestido demasiado a la moda, pero le encantaba.