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Deseo 2174 ¿Podría aquella alianza salvar la reputación de Declan y causar el mayor escándalo de la vida de Charlotte? Para salvar su herencia, Declan Masterson tenía que lavar su imagen de hombre mujeriego cuanto antes y participar en una regata benéfica con Charlotte Palsgrave, que era una mujer de buena reputación, podía ser el primer paso, aunque a ella no le cayese bien. Charlotte pertenecía a una familia muy conocida y nunca se había visto involucrada en un escándalo, o eso pensaba él… Al principio casi no se hablaban, y navegar juntos era todo un reto, entonces, para rematar, Declan sugirió que Charlotte se prestase a un cambio de imagen, pero cuando naufragaron descubrieron lo mucho que podían llegar a atraerse los polos opuestos.
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Seitenzahl: 170
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Anne Marsh
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Todo por una herencia, n.º 2174 - agosto 2023
Título original: The Inheritance Test
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411800662
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Si te ha gustado este libro…
–Tienes noventa días para demostrar que eres digno del apellido Masterson o estarás fuera.
Declan Masterson nunca retrocedía ante un reto, pero aquel le había tomado por sorpresa. Desde que J.J., su padre adoptivo, los había sacado a su hermano Nash y a él de una casa de acogida y los había introducido en el exótico mundo de Hollywood, J.J. le había reprochado siempre que no estaba a la altura de sus expectativas. En el pasado, Declan había reaccionado a las críticas emprendiendo una de sus salvajes aventuras, pero desde que J.J. lo había nombrado su heredero, había intentado reformarse.
–Define fuera –le respondió él, observando atentamente a J.J., que parecía relajado.
Se había quitado la chaqueta del traje y llevaba la camisa remangada, pero infravalorarlo era como mezclar serpientes con estrellas de Hollywood en el famoso cañón Runyon. Eran errores que solo se cometían una vez.
–Despedido –replicó su padre–. Dejarás de ser el director general en funciones de Masterson Entertainment. Me han hecho una oferta para comprar la empresa… y no te necesitan.
Aunque Declan fingiese que aquello no le dolía, le dolió, y apretó la mandíbula de manera involuntaria. Se había pasado dos años bajo el yugo de J.J. para conseguir ponerse al frente de la empresa familiar, poder hacer sus propios proyectos y hacer películas que pudiesen cambiar vidas. A pesar de que su carrera había empezado desde abajo y llevaba años trabajando, en esos momentos corría el riesgo de perderlo todo.
Porque no era, ni sería nunca, un verdadero Masterson.
–He triplicado los beneficios –puntualizó–. Se me da bien lo que hago. Los dos lo sabemos.
Masterson Entertainment producía películas en colaboración con otros importantes estudios cinematográficos, y si bien Declan podía marcharse y montar su propio estudio, tendría que abandonar proyectos que le apasionaban. Tendría que empezar de cero. Y había jurado que no volvería a quedarse sin nada.
J.J. lo miró fijamente.
–Has puesto en ridículo el apellido Masterson. En los dos últimos años, has trepado al casino más alto de Las Vegas, has participado en una carrera ciclista en los Alpes y has buceado con tiburones blancos.
También había dirigido la empresa y, un año antes, había hecho una película que había resultado ser todo un éxito de taquilla, pero su padre prefería dar más importancia a su fama de actor vividor.
Declan no podía explicar de dónde procedía aquella inquietud que lo movía. Necesitaba perderse en actividades intensas y emocionantes. Había intentado canalizar toda su energía en su carrera como uno de los héroes de Hollywood y, en esos momentos, también en Masterson Entertainment, pero todavía le quedaba tiempo para escalar, esquiar y participar en carreras. Cuanto más extremas eran las condiciones, más le gustaba. En los últimos años se había ganado la fama de competidor feroz en las principales regatas del mundo. Y cuando no se trataba de una carrera, de una película o de un negocio, también había mujeres.
–Todo eso está bien –continuó J.J.–, pero con cierta moderación. Sin embargo, tú lo conviertes todo en un espectáculo. ¿Cómo pudiste pedirle matrimonio a una actriz escalando hasta el balcón de su hotel? ¿Y cómo pudiste hacerlo por la noche, en calzoncillos y con un anillo de caramelo que habías comprado en una gasolinera?
Declan sonrió.
–Las joyerías estaban cerradas, así que tuve que improvisar. No has mencionado que me rechazó y que los paparazzi estaban allí para captarlo todo.
Aquella noche había perdido su dignidad en Beverly Hills, pero había sido divertido, al menos, hasta que habían salido las fotografías en la prensa.
Le había pedido matrimonio a Jessie St. Chiles, coprotagonista de su última película, en un arrebato. Habían sido amigos con derechos y Declan era consciente de que él no estaba hecho para casarse. Su propio padre biológico se había marchado de casa muy pronto y la mujer de J.J. se había divorciado de este después de tan solo seis meses de matrimonio, mucho antes de que Nash y él llegasen a la mansión de Malibú. Jessie sabía que todo era una broma y se habían reído mucho juntos.
–Cuando la gente oye tu nombre, se pregunta qué ridícula acrobacia es la siguiente que vas a hacer –protestó J.J.
–Todo eso es publicidad.
J.J. se puso serio.
–Lo es, pero cuando te fuiste a los Alpes hace dos meses desconectaste de todo durante dos semanas y perdimos un contrato muy importante porque no podíamos dar contigo. Pasas más tiempo por ahí que en la oficina y nadie te toma en serio en la junta. No eres un Masterson.
–No de cuna –admitió él.
J.J. los había adoptado cuando él tenía ocho años y Nash, seis. No tenía relación con su hijo biológico y nadie sabía si Revere se había marchado de la mansión de Malibú con diecisiete años o si lo habían echado. No habían tenido noticias suyas desde entonces.
J.J. puso una fotografía sobre su escritorio. La cámara había captado a la mujer por sorpresa, con los ojos medio cerrados y los labios separados. No llegaba a la treintena y llevaba el pelo moreno recogido en una coleta, vestía un aburrido polo blanco con un logo bordado: Martha’s Kids.
–Es la hija de Bryant Palsgrave, un exitoso inversor de Wall Street, de una de las familias con más solera de Nueva Inglaterra. Es rica, discreta. Su hermano podría llegar a presidente algún día.
–Encantadora –comentó él, sin saber adónde quería ir a parar J.J.
Por suerte, las familias ricas de toda la vida no querían tener nada que ver con alguien como él, un actor intrépido procedente de una familia de clase trabajadora, por mucho que J.J. lo hubiese adoptado. A Declan no le importaba matarse a trabajar, con veinte años lo había hecho para hacerse un nombre como actor, había ganado mucho dinero y había salido en muchas revistas, pero en esos momentos lo que quería era producir.
Dado que había crecido en Malibú, todos sus vecinos habían pertenecido a la industria cinematográfica: estrellas del cine, productores, guionistas, músicos. Todas las casas habían sido de más de siete millones de dólares y cuando había ido a casa de otro niño a jugar, había visto encima de la chimenea un Oscar o un Globo de Oro. Guardaespaldas, coches de lujo, paparazzi apostados detrás de las palmeras. Declan, que había nacido en una familia de clase trabajadora, se había sentido sorprendido al principio y maravillado después. Había anhelado formar parte de aquello, formar parte de la poderosa tribu de Hollywood.
Después de la fotografía, J.J. le enseñó un informe en papel, una nota de prensa acerca de una regata en Nueva Inglaterra, y Declan se echó a reír. Los participantes iban subidos en pequeños veleros de dos plazas, de solo veintidós pies y un único mástil. Él había navegado en embarcaciones más grandes y rápidas de adolescente.
–La regata que se celebra alrededor de los viñedos de Palsgrave al mes que viene es para recoger fondos para una organización benéfica. En cada barco irá un famoso con una persona de la zona. Los más rápidos ganarán un millón de dólares que podrán donar a la organización que quieran. Charlotte Palsgrave necesita un compañero y yo le debo un favor a su padre.
–Supongo que es una broma –replicó él.
Había navegado en yates multimillonarios con tripulación, en condiciones climatológicas extremas. No podía subirse a un barco con una niña mimada.
J.J. se inclinó por encima de la mesa.
–Serás la pareja de Charlotte y ganarás la regata para ella. Serás el Masterson perfecto: encantador, educado y disciplinado. No habrá ningún escándalo. Demostrarás, de una vez por todas, que eres mi digno heredero y que puedo contar contigo. A cambio, yo rechazaré la oferta de compra y te cederé Masterson Entertainment. La empresa será tuya definitivamente.
Solo una regata, una regata sencilla. Tendría que dar una vuelta a los viñedos, permitir que le tomasen algunas fotografías con la princesa y después podría volver a Hollywood con el premio de verdad: su herencia.
–Gana la regata –le dijo J.J.–. Y será todo tuyo.
Le encantaba plantear retos a «sus chicos», retos que ponían de relieve lo indignos que eran de ganar cualquier premio que les ofreciese. Hacía cinco años que Nash había dejado de intentar ganar aquellos premios y había decidido dedicarse en cuerpo y alma a su empresa petroquímica. Lo único que hacía que aquella situación fuese tolerable era que podía ver la línea de meta.
–Redacta un contrato –propuso–. Treinta días sin escándalos y ganar esa regata, y Masterson Entertainment será mío.
No podía perder.
«El príncipe azul y el alhelí», pensó Charlotte. «Ya sabes cómo va esto». Aunque, en realidad, no lo sabía. Ya no. El alhelí, que era ella, estaba hecho un manojo de nervios y se lo merecía. Intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta porque si se ponía a llorar alguien la vería y saldría a la luz su secreto. Llevaba meses temiéndose que la descubrieran a pesar de que una parte de ella estaba deseando gritar al mundo la verdad. Y admitir que lo sentía. Había cometido un terrible error y estaba muy arrepentida. Aquella regata era su última oportunidad para reparar el daño causado. Así que lo cierto era que necesitaba al príncipe azul.
Era en momento como aquellos en los que no conseguía sacarse la voz de su padre de la cabeza, reprendiéndola y recordándole que nunca estaba a la altura de las circunstancias. Había conseguido ignorar aquella voz e incluso, en ocasiones, replicarle, pero perdía toda confianza en ella misma cuando tenía que enfrentarse a eventos como aquel.
Miró hacia donde estaba su némesis, el príncipe azul, Declan Masterson, rodeado de admiradores y de periodistas. Era toda una estrella de Hollywood, el director general de un importante estudio cinematográfico y, además, tenía una personalidad arrolladora. Aquel día iba de tipo duro, con el pelo ondulado y rubio alborotado de tanto pasarse los dedos por él. Tenía los ojos marrones claros, iba sin afeitar, su mandíbula era firme y su boca… Por suerte, cada vez que abría la boca la sacaba de sus casillas, porque si no, se habría quedado admirándolo, porque lo cierto era que aquel hombre era una obra de arte y Charlotte se sentía muy atraída por él. Toda una novedad, sentir aquel deseo de tenerlo más cerca. Mucho más cerca.
Declan Masterson debía de haber hecho un pacto con el diablo, porque no era posible que fuese tan irresistible.
«Da gracias de que le estén tomando las fotografías a él y no a ti». Ella no sabía sonreír ante las cámaras, su vida no giraba en torno a eso y lo prefería así. Trabajaba entre bastidores, como directora de una organización benéfica llamada Martha’s Kids, y se dedicaba a organizar campamentos de verano para niños que estaban en casas de acogida, para que pudiesen ir a nadar y a montar en kayak, hacer amigos y pasarlo bien. Los campamentos habían sido para ella una vía de escape durante la niñez, que no había sido nada idílica, así que le encantaba organizarlos para aquellos niños.
–Charlotte –la llamó su némesis–. Ven con nosotros.
Ella avanzó, se detuvo cerca de él y utilizó su arma secreta: la verdad.
–No me necesitáis aquí, pero gracias de todos modos.
Entonces, sonrió porque la educación era importante. Declan la miró pensativo. «Venga, déjalo ya, grandullón», pensó ella. La mayoría de las personas solo veían a una chica normal y corriente, con la media melena recogida en una coleta. No se molestaba en maquillarse, solo se ponía una crema hidratante y protección solar, y solía ir vestida con ropa y calzado cómodos. Podía parecer aburrida, pero a ella le gustaba cómo era y se sentía segura. Y eso era lo importante.
O se había sentido segura, hasta que su exprometido se había marchado, llevándose sus sueños y el dinero de Martha’s Kids con él. Esa era la razón por la que ella había movido todos los hilos necesarios para poder participar en la regata que tendría lugar tres semanas más tarde. A pesar de sus defectos, su padre era un importante viticultor local. Y ella había tenido mucha suerte con el compañero que le había tocado para la regata. La belleza y fama de Declan harían aumentar las donaciones durante los eventos previos a la misma porque todo el mundo querría hacerlo feliz. Además, Declan sabía navegar, así que el éxito estaba garantizado y el premio compensaría por el dinero que su exnovio se había llevado. Eso, si conseguía convencer a Declan de que accediese a escoger su organización benéfica para destinarle el premio.
–Ven, querida –la llamó él, guiñándole un ojo, consciente de que ninguna mujer se le podía resistir–. Me alegras el día y, además, somos compañeros.
Charlotte resopló. Decidió que consideraría aquello como una asociación en la que ella tomaba las decisiones y asumía responsabilidades y él ponía su imagen.
–Solo quedan tres semanas para la regata, así que te veré en el barco para que practiquemos un poco cuando hayas terminado de posar –le contestó.
Él sacudió la cabeza y le tendió una mano fuerte y bronceada. Llevaba puestos unos pantalones cortos y una camiseta blanca que se ceñía a su pecho musculado. Su pelo alborotado, su mirada cálida y su barba de dos días hacían que pareciese que acababa de salir de la cama.
Charlotte no pudo evitar imaginarse en ella con él, en el lujoso hotel en el que había luchado con una banda terrorista en su última película y en el que después había celebrado su supervivencia junto a la protagonista de la misma, quitándose el uno al otro la ropa. Charlotte apartó la mirada de él por si acaso se daba cuenta de que se lo estaba imaginando desnudo.
Eran los efectos del príncipe azul, que se le pasarían en cuanto se alejase de él.
–Solo una fotografía –le advirtió ella, sin tomar su mano.
Quería terminar cuanto antes con aquello y ponerse a practicar con el barco, lo necesitaba. La última vez que se había subido a uno había estado a punto de ahogarse.
Declan le hizo un gesto con la mano y ella avanzó por la plataforma y se detuvo, incómoda, junto a él. A pesar de que era bastante alta, él lo era mucho más. Declan puso un brazo alrededor de sus hombros y la hizo girar hacia donde estaban los fotógrafos. Cuando estos terminaron, bajó el brazo y se apartó. A ella no le importó, o eso se dijo. Cuando oyó que alguien protestaba, Declan negó con la cabeza.
–La señorita ha dicho que solo una.
Tomó una camisa de lino blanca que había dejado encima de una silla y se la puso encima de la camiseta. El Rolex que había ganado en su última carrera brilló bajo el sol cuando levantó la mano para ponerse las gafas de sol.
–¿Han decidido ya a qué organización va a donar el premio? –preguntó uno de los periodistas.
Charlotte abrió la boca, pero Declan se le adelantó:
–A una protectora de animales.
–Eso no está decidido –protestó ella entre dientes, y después añadió en voz más alta–. Mi prioridad es, por supuesto, Martha’s Kids, pero les mantendremos informados de nuestra decisión.
Él no la escuchó y sugirió seis protectoras diferentes, a cada cual más ridícula.
–Ya lo debatiremos –insistió ella.
Declan le guiñó un ojo y después echó a andar hacia el barco. Ella se maldijo. Iba a llegar el primero e iba a tomar el timón, como hacía con todo.
Si hubiese sido una mujer más valiente, le habría pegado un empujón y lo habría tirado al agua. Si no hubiese deseado tanto ganar aquella regata, tal vez lo habría hecho. O no, porque siempre prefería mantenerse tranquila y ser agradable, y las personas agradables y tranquilas no empujaban a otras al agua ni montaban escándalos.
Aunque aquel hombre se lo mereciese.
Pensó que cuando ganase la regata y enmendase su error, su siguiente objetivo sería empapar a Declan Masterson.
Todo había ocurrido demasiado deprisa. George Moore, un hombre guapo y divertido, había encandilado al equipo directivo de Martha’s Kids durante su entrevista, seis meses antes. Ella le había cedido las riendas de la contabilidad y no había controlado su trabajo porque le había parecido el hombre perfecto. Ambos habían conectado nada más conocerse, o eso había pensado ella. Habían empezado a salir juntos y ella se había dejado llevar y no se había hecho preguntas. Después de tan solo unas semanas, George le había declarado su amor y le había sugerido que fuesen a comprar un diamante. Su padre le había advertido que aquel hombre que parecía un dios griego no podía haberse fijado en una chica como ella. Y Charlotte había decidido demostrarle que estaba equivocado.
Lo que había resultado ser un tremendo error. Porque seis meses después de haber llegado, George había desaparecido tras vaciar no solo la cuenta bancaria de Charlotte, sino también la de la organización. Todo saldría a la luz pronto, cuando el fiscal del distrito presentase cargos contra él. Aquella carrera era su oportunidad de reparar el daño que George había causado.
Charlotte se concentró en los tablones del embarcadero. A pesar de que el cielo estaba azul, el calor del sol no conseguía aliviar la tensión de sus hombros. Echó a correr para llegar al lado de Declan e intentó no pensar en el vasto océano que tenía delante.
–Charlotte –le dijo él–. ¿Qué te ocurre?
–¿Por qué piensas que me pasa algo?
–Es evidente que estás disgustada. Vamos a solucionarlo.
Ella sacudió la cabeza.
–¿Para ti todo es fácil? No, no respondas a eso. Tengo una idea. ¿Y si decidimos a qué organización benéfica vamos a dedicar el premio?
–Yo he hecho varias sugerencias, pero ninguna te ha parecido bien –le recordó él.
–Porque todas eran ridículas.
–Entonces, convénceme. Soy todo oídos. ¿Por qué es Martha’s Kids tan importante para ti?
–¿Porque estoy al frente? ¿Por qué esos niños se merecen disfrutar del verano? ¿Porque tú quieres dedicar un millón de dólares rescatar cobayas? Tiene que ser una broma.
–Las cobayas son animales increíbles.
–Pero no tanto como para dedicarles un millón de dólares –argumentó ella sin dejar de andar.
Oyó reír a Declan a sus espaldas. No se tomaba nada en serio. Charlotte se quitó los zapatos y se detuvo en el borde del embarcadero. Una vez allí, se quedó inmóvil.
–Buen intento –comentó él, agarrándola de la cintura para apartarla.
–Tramposo –le espetó ella.
–Quién fue a hablar –le susurró Declan al oído.
Charlotte pensó que no podía saberlo. No lo sabía nadie. Todavía.
Declan volvió a reír y saltó al barco. Y ella volvió a desear estar en cualquier otra parte y tener que competir en cualquier otro deporte. El agua golpeó el embarcadero, era de un azul oscuro, profundo. Al menos no iba a tener que bucear, no tendría que meter la cara en el agua.
–¿Por qué no empiezas contándome por qué no te gusta el agua, pero te has presentado voluntaria para participar en una regata? –le preguntó Declan.