Triste amanecer - Kate Hewitt - E-Book

Triste amanecer E-Book

Kate Hewitt

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Qué haría cuando descubriese que ella tenía un secreto que tal vez no pudiese perdonarle jamás? Una deliciosa noche de pasión en la cama de Larenzo Cavelli le había cambiado la vida entera a Emma Leighton. Al amanecer, supo que Larenzo iba a pasar el resto de su vida en la cárcel y que no volvería a verlo jamás. Larenzo había ido a la cárcel por culpa de una traición. Dos años después, había conseguido limpiar su nombre, y estaba dispuesto a recuperar su vida… empezando por Emma.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 156

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Kate Hewitt

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Triste amanecer, n.º 5438 - diciembre 2016

Título original: Larenzo’s Christmas Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8974-3

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

EL GOLPE de la puerta de un coche al cerrarse rompió el silencio de la noche. Sorprendida, Emma Leighton levantó la vista del libro que había estado leyendo. Era el ama de llaves de la casa que Larenzo Cavelli tenía en las montañas de Sicilia y no esperaba a nadie a esas horas. Larenzo estaba trabajando en Roma y nadie pasaba por la casa, que estaba situada por encima de las ciudades y pueblos cercanos. A su jefe le gustaba la privacidad.

Oyó pisadas en el camino de piedra que conducía a la puerta principal y se puso tensa. Esperó a que llamasen. La casa tenía un sistema de seguridad con un código numérico que solo Larenzo y ella conocían y la puerta estaba cerrada con llave, tal y como Larenzo insistía siempre en que estuviese.

Contuvo la respiración al oír que se abría la puerta y que desactivaban la alarma. Con el corazón en un puño, Emma dejó a un lado el libro y se puso en pie. Larenzo no iba nunca sin avisar. Siempre le mandaba un mensaje para asegurarse de que lo tenía todo preparado: la cama recién hecha, la nevera llena, la piscina con el agua caliente. Pero, si no era él… ¿Quién podía ser?

Oyó que se acercaban las pisadas con paso firme y entonces una figura alta y delgada apareció en la puerta.

–Larenzo –dijo ella, llevándose una mano al pecho y riendo con nerviosismo–. Me has asustado. No te esperaba.

–Yo tampoco pensaba venir –admitió él, entrando en el salón.

Emma contuvo la respiración cuando la luz lo iluminó, el color de su tez era grisáceo y tenía ojeras. Estaba despeinado.

–¿Estás… estás bien?

Él sonrió con tristeza.

–¿Qué ocurre, no tengo buen aspecto?

–Lo cierto es que no.

Emma intentó sonreír y hablar con naturalidad, pero estaba preocupada. Llevaba nueve meses trabajando para Larenzo y nunca lo había visto así, como si estuviese completamente agotado.

–¿Estás enfermo? –le preguntó–. ¿Te preparo algo…?

–No, no estoy enfermó –respondió él riendo–, pero debo de tener un aspecto horrible.

–La verdad es que sí.

–Gracias por tu sinceridad.

–Lo siento…

–No, no lo sientas. No soporto las mentiras –replicó él, acercándose al bar–. Necesito una copa.

Ella lo vio servirse un whisky y bebérselo de un trago. Estaba de espaldas y la chaqueta de seda negra que llevaba puesta se pegaba a sus hombros. Era un hombre atractivo, incluso guapo, moreno, con unos penetrantes ojos grises, alto y con un cuerpo fuerte y atlético.

Emma siempre lo había admirado como quien admira al David de Miguel Ángel, como una obra de arte. Al aceptar aquel trabajo había decidido que no iba a cometer el error de enamorarse de su jefe cual colegiala. Larenzo Cavelli no estaba a su alcance, ni mucho menos. Y, si era cierto lo que decían en los periódicos, cada semana estaba con una mujer diferente.

–No te esperaba hasta final de mes –le dijo.

–He cambiado de planes –respondió él, sirviéndose otra copa–. Como es evidente.

Emma no dijo nada más. A lo largo de los nueve meses que había trabajado para él habían conseguido tener una relación bastante amistosa, pero seguía siendo su jefe y no podía decir que lo conociese realmente. Desde que ella estaba allí solo había ido a la casa tres veces, un par de días. Vivía la mayor parte del tiempo en Roma, donde tenía un piso, y cuando no estaba allí estaba viajando. Era el director general de Cavelli Enterprises.

–Muy bien –dijo Emma por fin–. ¿Vas a quedarte muchos días?

Él volvió a vaciar su copa.

–No lo creo.

–Bueno, al menos esta noche –añadió Emma.

No sabía lo que le pasaba a Larenzo, si estaba relacionado con el trabajo o con su vida personal, pero ella tenía que seguir haciendo su trabajo.

–Las sábanas están limpias. Voy a encender el calentador de la piscina.

–No te molestes –le respondió Larenzo, dejando la copa vacía encima de la mesa–. No es necesario.

–No es molestia –protestó ella.

Larenzo se encogió de hombros, todavía de espaldas.

–En ese caso, tal vez me dé un último baño.

Aquellas últimas palabras retumbaron en la cabeza de Emma mientras atravesaba la silenciosa casa para salir por la puerta trasera y dirigirse a la terraza con vistas a la montaña. «Un último baño». ¿Estaría pensando dejar o vender la casa?

Emma miró las montañas Nebrodi y se estremeció. El aire era frío y olía a pino.

La casa de Larenzo estaba alejada de todo, a kilómetros del pueblo más cercano, Troina. De día se veían las casas en el valle. Ella iba varias veces a la semana a comprar y a socializar un poco, tenía varias amigas sicilianas.

Si Larenzo vendía la casa echaría de menos vivir allí. Nunca había vivido en el mismo lugar durante mucho tiempo y, de todos modos, era probable que unos meses más tarde también quisiese marcharse de allí, pero… Miró una vez más hacia las montañas y los valles, a la pared de piedra de la casa, que brillaba bajo la luz de la luna. Le gustaba vivir allí. Era un lugar tranquilo, con mucho que fotografiar. Le daría pena marcharse, si tenía que hacerlo.

Pero tal vez Larenzo hubiese querido decir un último baño antes de volver a Roma. Encendió el calentador y después se giró para volver dentro, pero dio un grito ahogado y se quedó donde estaba. Larenzo la sujetó de los hombros.

Se quedaron así unos segundos, él agarrándola con sus fuertes manos, transmitiéndole el calor de su cuerpo a través de la camiseta de algodón que llevaba puesta. Emma pensó que era la primera vez que la tocaba.

Ambos se movieron hacia el mismo lado, como si estuviesen realizando un extraño baile, y entonces Larenzo bajó las manos y se apartó.

–Scusi.

–Ha sido culpa mía –murmuró ella, todavía con el corazón acelerado.

Entró en la cocina y encendió la luz. Con luz todo parecía más normal, aunque todavía pudiese sentir el calor de las manos de Larenzo en la piel.

Se giró hacia él y le preguntó:

–¿Has cenado? Puedo prepararte algo.

Él la miró como si fuese a rechazar el ofrecimiento, pero después se encogió de hombros.

–¿Por qué no? Iré a cambiarme mientras cocinas.

–¿Qué te gustaría tomar?

Larenzo volvió a encogerse de hombros.

–Cualquier cosa.

Emma lo vio desaparecer por el pasillo, y apretó los labios, frunció ligeramente el ceño. Nunca lo había visto así. Nunca habían hablado mucho y casi siempre lo habían hecho acerca del mantenimiento de la piscina o de las reparaciones que necesitaba la casa, pero incluso hablando de aquellos temas tan mundanos Larenzo siempre había desprendido energía, carisma. Era un hombre que, cuando entraba en una habitación, conseguía que todo el mundo lo mirase. Los hombres intentaba contener la envidia y las mujeres lo desnudaban con la mirada. Ella se consideraba inmune a su magnética vitalidad, pero en esos momentos su ausencia la incomodó.

Frunció el ceño todavía más, abrió la nevera y miró lo que había dentro. Siempre hacía una compra grande antes de que llegase Larenzo, compraba todos los ingredientes necesarios para preparar deliciosos platos para uno y se los servía en la terraza, con vistas a las montañas.

Miró de reojo la media docena de huevos, las lonchas de panceta y el trozo de queso que quedaba. Suspiró y lo sacó todo. Haría una tortilla de beicon y queso, decidido.

Estaba sirviéndola en un plato cuando Larenzo bajó vestido con unos vaqueros desgastados y una camiseta gris, el pelo todavía mojado, despeinado. No era la primera vez que lo veía vestido de manera informal, pero en aquella ocasión le pareció diferente y sintió una cierta atracción. Era evidente que seguía teniendo carisma y vitalidad, porque Emma sintió su fuerza en esos momentos.

–Siento que sea solo una tortilla –se disculpó–. Haré una compra grande mañana.

–No será necesario.

–Pero…

–¿No me acompañas? –le preguntó él, arqueando una ceja, con los ojos brillantes.

Era la primera vez que le pedía que comiese con él. Cenar juntos en la terraza habría resultado demasiado íntimo, incómodo, así que Emma siempre se tomaba los restos en la cocina, con uno de sus libros de fotografía apoyado en el salero.

–Yo… ya he cenado –le respondió.

Eran más de las diez. –Ven con una copa de vino. No me apetece estar solo.

¿Era una orden? Emma se encogió de hombros. No le importaba tomarse una copa de vino y tal vez Larenzo le contase lo que le ocurría.

–De acuerdo –dijo, sacando dos copas mientras Larenzo escogía una botella de vino tinto del botellero que había encima del fregadero.

Él salió con el plato a la terraza y Emma fue a por su jersey, que estaba en el salón, se lo puso y salió también. La enorme luna estaba muy alta, brillaba por encima del pico más alto, el monte Soro. Larenzo ya estaba sentado a la mesa que había cerca de la piscina, pero se levantó cuando vio llegar a Emma con las dos copas y la botella de vino.

Larenzo sirvió el vino en las copas.

–Qué refinado –comentó ella, aceptando una.

–Sí, ¿verdad? Disfrutemos de ello mientras podamos.

Levantó su copa para brindar y Emma lo imitó antes de darle un sorbo. El vino estaba muy rico, era caro, pero ella dejó la copa antes de volver a beber y miró fijamente a su jefe:

–¿Seguro que va todo bien?

–Todo lo bien que puede ir –respondió Larenzo.

–¿Qué significa eso?

Él dejó la copa también y estiró las piernas.

–Pues eso. No quiero hablar de mí esta noche. Durante unas horas solo quiero olvidar.

«¿Olvidar el qué?», se preguntó Emma, pero supo que aquella era una pregunta a la que Larenzo no iba a contestar.

–Hace casi un año que eres mi ama de llaves y lo cierto es que no sé nada de ti –continuó él.

–¿Quieres que hablemos de mí? –le preguntó ella, sorprendida.

–¿Por qué no?

–Porque… porque nunca has mostrado interés en saber nada de mí. Y porque lo cierto es que soy una persona bastante aburrida.

Él sonrió. Sus dientes brillaron en la oscuridad.

–Permite que sea yo quien juzgue eso.

Emma sacudió la cabeza lentamente. Aquello era casi surrealista.

–¿Qué quieres saber?

–¿Dónde creciste?

Una pregunta bastante inocua, supuso Emma.

–En todas partes. Mi padre era diplomático.

–Recuerdo que lo mencionaste cuando te hice la entrevista.

La había entrevistado en Roma, donde Emma había estado trabajando en un hotel. Había sido un trabajo de los muchos que había aceptado por todo el mundo mientras hacía fotografías.

–¿Y no te ha importado estar aquí encerrada, en las montañas de Sicilia? –le preguntó antes de llevarse la copa a los labios–. ¿Sola?

Emma se encogió de hombros.

–Estoy acostumbrada a estar sola.

Lo prefería así. Sin obligaciones ni desengaños.

–Aun así.

–A ti también te gusta estar solo. Por eso tienes esta casa.

–Sí, pero viajo y paso tiempo en ciudades. No estoy aquí solo todo el tiempo.

–Bueno, como ya he dicho, a mí me gusta.

Por el momento. Nunca se quedaba en el mismo sitio mucho tiempo, siempre prefería cambiar y buscar nuevas experiencias. Larenzo la estaba mirando con escepticismo.

–¿Has conocido a alguien aquí? –le preguntó–. ¿Has hecho amigos?

–Un par de ellos en Troina.

–Algo es algo. ¿Y qué haces para divertirte?

Emma se encogió de hombros.

–Pasear, nadar. Me entretengo con poco, por suerte.

–Sí.

Larenzo miró hacia las montañas y Emma tuvo la sensación de que estaba pensando en otra cosa, en algo doloroso.

–Pero no es la clase de trabajo que uno querría tener siempre –dijo por fin.

–¿Estás intentando deshacerte de mí? –le preguntó ella en tono de broma, pero Larenzo se tomó la pregunta en serio.

–No, por supuesto que no, pero si ocurriese algo…

Ella dejó su copa de vino.

–Larenzo, ¿estás pensando en vender la casa?

–En venderla, no.

–Entonces, ¿qué pasa? ¿Tengo que empezar a buscar otro trabajo?

Él espiró lentamente y se pasó las manos por el pelo.

–Ocurra lo que ocurra, daré buenas referencias tuyas.

–No te entiendo –admitió Emma sacudiendo la cabeza–. ¿De qué estás hablando?

–Ahora no tengo ganas de explicártelo. Pronto lo entenderás. ¿Te apetece darte un baño?

–¿Un baño? –repitió ella sorprendida, mirando el agua–. Hace frío para mí.

–Para mí, no –dijo Larenzo, quitándose la ropa y quedándose solo en calzoncillos antes de sumergirse.

Hizo un largo y al llegar al otro lado de la piscina se apartó el pelo mojado del rostro.

–Ven –la llamó–. El agua está muy buena.

Emma negó con la cabeza.

–Acabo de encender el calentador. Tiene que estar helada.

–Da igual –respondió Larenzo, arqueando una ceja y sonriendo de manera tentadora.

Emma no pudo evitar clavar la vista en su pecho musculoso y bronceado.

–Venga, te reto –añadió él.

Aquello era completamente surrealista. ¿Cómo se iba a meter con su jefe en una piscina de agua congelada?

–Ven, Emma –insistió este, tendiéndole la mano–. Salta.

Era evidente que se trataba de una locura, era peligroso y… al mismo tiempo, ver a Larenzo en la piscina, medio desnudo, bajo la luz de la luna y con las gotas de agua brillando en su piel, resultaba irresistible. De todos modos, la velada ya había comenzado de manera muy extraña.

–Cobarde –la provocó.

Ella se echó a reír.

–Veo que estás empeñado en que me meta al agua.

–Quiero nadar con alguien.

Aquello la puso nerviosa. No pensaba que Larenzo estuviese coqueteando con ella, nunca lo había hecho, pero…

–Está bien –se decidió por fin, quitándose el jersey y tirándose a la piscina completamente vestida.

Cuando salió a la superficie, en el lado de la piscina opuesto al que estaba él, dijo:

–Y ahora me salgo. El agua está helada.

–No pensé que fueses a hacerlo –comentó Larenzo riendo.

Y Emma se alegró de haber conseguido hacer que se olvidase de aquello que lo preocupaba, aunque para ello hubiese tenido que entrar en estado de hipotermia.

–Pues estabas equivocado –le respondió, nadando hacia el borde de la piscina.

Con la ropa puesta era difícil salir de ella.

Entonces notó a Larenzo justo detrás, sintió que apoyaba las manos en sus hombros. Emma tomó aire y él la agarró por la cintura y la levantó.

Consiguió salir y una vez en el bordillo se puso de rodillas, sorprendida por lo mucho que la afectaba que su jefe la hubiese tocado y temblando del frío.

–Ven –le dijo él mientras salía de la piscina y se dirigía al armario en el que estaban las toallas–. Tápate.

–Será mejor que vaya a cambiarme –respondió ella, bajando la vista y dándose cuenta de que se le trasparentaba el sujetador y tenía los pezones erguidos por el frío–. Gracias.

Agarró la toalla contra su pecho y vio que Larenzo sonreía a pesar de no haber bajado la vista allí. Emma fue hasta la mesa sin soltar la toalla.

–Debería irme a la cama.

–No, no te vayas todavía –le dijo él.

Se puso una toalla alrededor de los hombros y se sentó enfrente antes de servir vino en las dos copas. Emma vio las dos copas llenas y el pecho desnudo de Larenzo y se sintió como si acabase de sumergirse en una piscina completamente diferente.

–Estoy helada… –empezó.

Él señaló el armario.

–Ahí tienes albornoces. Quítate la ropa mojada. No quiero que te enfríes.

–Larenzo… –volvió a protestar ella, sin saber realmente lo que le iba a decir.

De todos modos, ¿por qué se quejaba tanto? Estaba bajo la luz de la luna con un hombre muy atractivo. Y, en cualquier caso, Larenzo no iba a intentar nada con ella. Estaba segura de que no era de los que mezclaban los negocios con el placer.

Aunque Emma estuviese deseando que lo hiciese…

–Está bien.

Fue hasta el armario y, utilizando la puerta para esconderse, se quitó la ropa mojada y se puso un albornoz que le quedaba muy grande, pero al menos ya no tenía frío.

–Cuéntame qué sitio fue tu favorito para vivir cuando eras niña –le ordenó su jefe mientras Emma se sentaba en su sitio y tomaba la copa de vino.

Ella se quedó pensativa. Si se ponía a responder preguntas al menos no estaría tan pendiente del pecho de Larenzo. No sabía por qué estaba sintiéndose tan atraída por él. Tal vez se debiese todo a que era una noche muy rara.

–Supongo que Cracovia –respondió por fin–. Pasé dos años allí cuando tenía diez. Es una ciudad preciosa.

Y habían sido los últimos años en que se había sentido parte de la familia, antes de que su madre hubiese anunciado que se marchaba, pero no quería pensar en aquello, mucho menos hablar de ello.

–¿Dónde creciste tú? –preguntó a su vez.

La expresión de Larenzo se endureció ligeramente.

–En Palermo.

–Por eso tienes una casa en Sicilia, imagino.

–Es mi casa.

–Pero vives casi todo el tiempo en Roma.

–Es donde están las oficinas centrales de Cavelli Enterprises –dijo él–. De todos modos, Palermo nunca me gustó.

–¿Por qué no?

Larenzo apretó los labios.

–Tengo demasiados recuerdos duros.

Emma lo miró con curiosidad. Él no parecía dispuesto a contarle más, pero era evidente que era un hombre que tenía muchos secretos.

Larenzo miró a su alrededor y después clavó la vista en las montañas.

–Voy a echar esto de menos –comentó.

–Entonces, estás pensando en marcharte –dijo Emma.

–No lo estoy pensando, no –contestó él, saliendo de repente de aquel estado pensativo y mirándola fijamente–. Gracias, Emma, por la comida y también por la compañía. No tienes ni idea de lo mucho que has hecho por mí.

–Si hay algo más que pueda hacer…

Para su sorpresa, Larenzo le tocó la mejilla, tenía la mano fría.

–Bellisima –susurró–. No. Ya has hecho suficiente. Gracias.

Entonces tomó su plato y su copa, se levantó de la mesa y la dejó allí sola.