10,49 €
La civilización etrusca dominó el norte de Italia durante casi siete siglos, aunque su época de mayor esplendor abarca del siglo VII al IV antes de Cristo. Los etruscos ocuparon una amplia franja geográfica entre los ríos Tíber al sur y Arno al norte, con el mar al este. Etruria, que no fue nunca un país sino, al igual que la Grecia clásica, un conjunto de ciudades que compartían una cultura, nos ha dejado una profunda impronta. En muchas de aquellas urbes —Orvieto, Tarquinia, Volterra, Cortona, Arezzo, Perugia y Viterbo—, los etruscos construyeron sus ciudades en amplias mesetas o colinas sobre las tierras que les rodeaban. «Pienso, de nuevo, hasta qué punto Italia es mucho más etrusca que romana: sensible, tímida, en busca constante de símbolos y misterios, capaz de deleitarse, violenta en sus espasmos, pero sin ansia natural de poder», escribe D. H. Lawrence. En Tumbas etruscas, Lawrence puso de manifiesto la fascinación contemporánea por los etruscos, y también el misterio que, como pueblo, les ha rodeado desde entonces.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Portada
Tumbas etruscas
Tumbas etruscas
d. h. lawrence
Traducción de Miguel Temprano García
Título original: Etruscan Places
© de la traducción: Miguel Temprano García, 2016
© de esta edición, 2016:
Gatopardo ediciones
Rambla de Cataluña, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: febrero de 2016
Diseño de la colección y de la cubierta:
Rosa Lladó
Imagen de la cubierta:
Tumba de los Leopardos (detalle).
Necrópolis de Monterozzi, Tarquinia, Italia
Imagen de interior:
D. H. Lawrence en Córcega (Italia) a principios de los años veinte
eISBN: 978-84-17109-06-6
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,
la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
D. H. Lawrence en Córcega,
a principios de la década de 1920.
Índice
Portada
Tumbas estruscas
Cerveteri
Tarquinia
Las tumbas pintadas de Tarquinia (I)
Las tumbas pintadas de Tarquinia (II)
Vulci
Volterra
D. H. Lawrence
Otros títulos publicados en Gatopardo
Tumbas estruscas
Cerveteri
Los etruscos, como todo el mundo sabe, eran el pueblo que ocupaba el centro de Italia al principio de la época romana y a quienes los romanos, con su habitual política de buena vecindad, exterminaron para hacer sitio a Roma con R mayúscula. No habrían podido exterminarlos a todos, eran demasiados. Pero sí exterminaron la existencia etrusca como nación y como pueblo. No obstante, tal parece ser el inevitable resultado de la expansión con E mayúscula, que es la única raison d’être de un pueblo como los romanos.
Hoy lo único que sabemos de los etruscos es lo que encontramos en sus enterramientos. Hay referencias a ellos en los escritores latinos. Pero el único conocimiento de primera mano que tenemos es el que nos ofrecen las tumbas.
Así que hemos de ir a las tumbas, o a los museos que conservan lo que se saqueó de ellas.
Por mi parte, la primera vez que vi con atención objetos etruscos, en el museo de Perugia, me sentí atraído de manera instintiva por ellos. Y al parecer esto funciona así: o bien se produce una simpatía o bien un desprecio e indiferencia instantáneos. La mayoría de la gente desdeña todo lo anterior a Cristo que no sea griego, por la sencilla razón de que debería ser griego aunque no lo sea. Así, los objetos etruscos se menosprecian como malas imitaciones grecorromanas. Y un gran historiador científico como Mommsen apenas admite que los etruscos existieran. Su existencia le resultaba antipática. El prusiano que llevaba dentro se embelesaba con el carácter prusiano de los romanos conquistadores del mundo. Y por eso, al ser un gran historiador científico, casi niega la existencia misma del pueblo etrusco. No le gustaba la idea de que hubiesen existido. Era demasiado para un gran historiador científico.
Además, los etruscos eran depravados. Lo sabemos porque es lo que decían sus enemigos y quienes los exterminaron. Igual que conocimos las indecibles profundidades de nuestros adversarios en la última guerra. ¿Quién no es depravado para su enemigo? Para mis detractores soy la viva imagen de la depravación. À la bonne heure!1
Sin embargo, esos puros, limpios y amables romanos, que aplastaban una nación tras otra y destruían la libertad de un pueblo tras otro, gobernados por Mesalina y Heliogábalo y otros angelitos parecidos, dijeron que los etruscos eran depravados. Así que ¡basta!2Quand le maître parle, tout le monde se tait.3 ¡Los etruscos eran depravados! Probablemente el único pueblo depravado de la faz de la tierra. Usted y yo, querido lector, somos dos querubines inocentes, ¿verdad? Estamos en nuestro derecho de juzgar.
Por mi parte, si los etruscos eran depravados, me alegro. Como dijo no sé quién, a los puritanos todo les parece impuro. Y los malvados vecinos de los romanos al menos se libraron de ser puritanos.
Pero ¡vayamos a las tumbas, a las tumbas! Una soleada mañana de abril nos ponemos en camino. Desde Roma, la Ciudad Eterna, ahora con un sombrero negro. No había que ir muy lejos, unos treinta kilómetros por la Campaña, en dirección al mar, en la línea de Pisa.
La Campaña, con su enorme y verde extensión de trigo, vuelve a ser casi humana. Pero todavía quedan franjas húmedas y vacías, donde los pequeños narcisos crecen agrupados o cubren campos enteros. Y hay sitios verdes y blancos como la espuma, cubiertos de camomila, en una mañana soleada a principios de abril.
Vamos a Cerveteri, que era la antigua Caere, o Cere, y que también tuvo un nombre griego: Agylla. Es probable que fuese una alegre y colorida ciudad etrusca cuando en Roma se construyeron las primeras casuchas. En cualquier caso, ahora hay tumbas.
La gruesa e inestimable guía de ferrocarril dice que la estación es Palo y que Cerveteri está a ocho kilómetros y medio: unas cinco millas. Pero hay un autobús.
Llegamos a Palo, una estación en mitad de la nada, y preguntamos si hay un autobús para Cerveteri. ¡No! Una especie de carromato viejo con un viejo caballo blanco espera fuera. ¿Adónde va? A Ladispoli. Sabemos que no queremos ir a Ladispoli, así que contemplamos el paisaje. ¿Podría conseguirse algún carruaje? Difícil. Es lo que siempre dicen: ¡difícil! Significa imposible. O al menos no mueven un dedo por ayudar. ¿Hay hotel en Cerveteri? No lo saben. Nadie ha estado, y eso que dista unos ocho kilómetros, y hay tumbas. En fin, dejaremos nuestras dos bolsas en la estación. Pero no pueden aceptarlas. No están cerradas. Pero ¿desde cuándo se ha cerrado una bolsa de viaje? ¡Difícil! Bueno, pues permitan que las dejemos y roben ustedes lo que quieran. ¡Imposible! ¡Menuda responsabilidad moral! Es imposible dejar una bolsa de viaje pequeña sin cerrar en la estación. ¡Pues vaya con los funcionarios!
De todas formas, probamos suerte con el hombre del restaurante. Es muy callado, pero parece un buen tipo. Dejamos las cosas en el pequeño y oscuro comedor, y partimos a pie. Por suerte no son más que las diez de la mañana.
Un camino llano y blanco con una noble avenida de pinos piñoneros en los cien primeros metros. Un camino no muy lejos del mar, un camino llano, desnudo, blanco y caluroso sin nada más que un inclinado carro de bueyes en la distancia, como un enorme caracol con cuatro cuernos. Al lado de la carretera, los altos asfódelos sueltan sus chispazos rosados intermitentes, más bien al azar, y su olor a gato. A lo lejos, a la izquierda, está el mar; más allá de la llana extensión de trigo verde, el Mediterráneo centellea liso y mortal igual que en la orilla. Por delante están las montañas, y un pequeño pueblo desperdigado y gris en el que destaca un feo edificio grande y deslucido: es Cerveteri. Seguimos andando penosamente por el camino. Al fin y al cabo, son sólo poco más de ocho kilómetros.
Nos acercamos y empezamos la ascensión. Caere, como casi todas las ciudades etruscas, estaba en lo alto de una montaña con escarpes como acantilados. Aunque esta Cerveteri no es una ciudad etrusca. Caere, la ciudad etrusca, fue engullida por los romanos, y dejó de existir después de la caída del Imperio. Pero revivió débilmente, y hoy llegamos a un viejo pueblo italiano, rodeado de murallas grises, con unas cuantas casas y chalets nuevos de color rosa y forma de caja, extramuros.
Cruzamos la puerta, donde conversan unos hombres y hay atadas unas mulas, y buscamos un sitio para comer en el laberinto de callejuelas estrechas. Vemos el cartel «Vini e Cucina», «Vinos y cocina»; pero es sólo una profunda cueva donde los muleros beben vino turbio.
No obstante, le preguntamos al hombre que está limpiando el autobús en la calle si hay algún otro sitio. Responde que no, así que nos adentramos unos pasos en la cueva.
Todo el mundo es amabilísimo. Pero la comida es la misma de siempre: un caldo de carne muy ligero, con finos macarrones, la carne con la que se preparó el caldo, callos y espinacas. El caldo es insípido; la carne aún más; las espinacas lo mismo: las han cocinado en la grasa de la ternera hervida. La comida, con un trozo de eso que llaman queso de oveja, está rancia y salada, y probablemente proceda de Cerdeña; y el vino sabe a vino tinto de Calabria rebajado con agua, y probablemente lo sea. Pero es comida. Iremos a las tumbas.