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No había visto en su vida a Tula Barrons ni mucho menos se había acostado con ella. Sin embargo, Simon Bradley, un hombre multimillonario, aceptó que ella y su primo, un bebé que ella afirmaba que era de Simon, vivieran en su mansión hasta que tuviera pruebas de si él era el verdadero padre. Pero al vivir con Tula bajo el mismo techo, Simon se enteró de algo inesperado: era la hija del hombre que había estado a punto de arruinarlo. La oportunidad era perfecta para vengarse. Seduciría a Tula y se quedaría con el niño al que ella tanto quería.
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Seitenzahl: 185
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Maureen Child. Todos los derechos reservados.
UN CAMBIO DE VIDA, N.º 1788 - mayo 2011
Título original: Have Baby, Need Billionaire
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-320-6
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Promoción
A Simon Bradley no le gustaban las sorpresas.
Su experiencia le indicaba que se producía un desastre cada vez que a un hombre se le pillaba desprevenido.
Orden. Reglas. Era una persona disciplinada, por lo que le bastó mirar a la mujer que estaba en su despacho para saber que no era su tipo.
«Aunque es guapa», se dijo mientras la recorría con mirada atenta de arriba abajo. Medía aproximadamente un metro y sesenta y cinco centímetros, pero parecía más baja por su delicada constitución. Tenía el pelo rubio y corto. Llevaba grandes aros de plata en las orejas y lo miraba pensativa con sus grandes ojos azules. Tenía la boca curvada en lo que parecía un esbozo de sonrisa permanente y un hoyuelo en la mejilla izquierda. Vestía vaqueros negros, botas del mismo color y un jersey rojo que se ajustaba a su cuerpo delgado pero curvilíneo.
Simon hizo caso omiso del interés que, como hombre, había despertado en él. La miró a los ojos y se puso de pie tras su escritorio.
–La señorita Barrons, ¿verdad? Mi secretaria me ha dicho que insiste usted en verme por algo muy urgente.
–Sí, hola. Y, por favor, llámeme Tula –contestó ella. Las palabras salieron deprisa de su deliciosa boca mientras avanzaba hacia él con la mano extendida.
Él se la estrechó y, de pronto, sintió una oleada de intenso calor. Antes de que pudiera preguntarse por el motivo, ella lo soltó y retrocedió. Miró hacia la ventana que había detrás de él y exclamó:
–¡Menuda vista! Se ve todo San Francisco.
Él no se dio la vuelta, sino que la miró. Aún sentía cosquillas en los dedos y se frotó las manos para eliminar la sensación. No, desde luego no era su tipo, a pesar de lo que le gustaba mirarla.
–No se ve todo, pero sí buena parte.
–¿Por qué no tiene el escritorio mirando hacia la ventana?
–Porque, si lo hiciera, estaría de espaldas a la puerta.
–Es verdad. De todos modos, creo que valdría la pena.
«Es guapa, pero desorganizada», pensó él. Echó una ojeada a su reloj.
–Señorita Barrons…
–Tula.
–Señorita Barrons –insistió él– si ha venido a hablar de las vistas, me temo que no tengo tiempo. Tengo una reunión dentro de un cuarto de hora y…
–Ya, es un hombre ocupado. Lo entiendo. Y no he venido a hablar de las vistas. Me he distraído, nada más.
«Las distracciones», pensó él con ironía, «son probablemente lo que componen la vida de esta mujer». Ella se había puesto a observar el despacho en vez de ir al grano. La miró mientras ella contemplaba los muebles de diseño funcional, los premios municipales enmarcados y las fotos de los grandes almacenes Bradley diseminados por todo el país.
Se sintió orgulloso al mirar, él también, las fotos.
Llevaba diez años trabajando sin descanso para reconstruir una dinastía familiar que su padre había estado a punto de arruinar. En esa década no sólo había recuperado el terreno perdido a causa de la falta de instinto para los negocios de su padre, sino que había llevado la cadena familiar de centros comerciales mucho más lejos que ningún otro.
Y no lo había conseguido distrayéndose, ni siquiera a causa de una mujer bonita.
–Si no le importa –dijo rodeando el escritorio para acompañarla a la puerta– estoy muy ocupado.
Ella le sonrió abiertamente y Simon sintió que el corazón le daba un vuelco. Los ojos de ella se iluminaron y el hoyuelo de la mejilla se le marcó más, y de pronto se convirtió en lo más hermoso que había visto en su vida. Trató de apartar ese pensamiento de su mente y se dijo que tenía que controlarse.
–Perdone, perdone –dijo Tula–. De verdad que he venido para hablarle de algo muy importante.
–Muy bien, ¿qué es eso tan importante que ha hecho que jurase que se pasaría una semana esperándome si no la dejaban hablar conmigo inmediatamente?
–Lo mejor será que se siente.
–Señorita Barrons…
–Muy bien, como guste. Pero no diga que no se lo advertí.
Él miró el reloj de forma harto significativa.
–Ya sé. Es un hombre ocupado. Pues ahí va. Felicidades, señor Bradley, es usted padre.
Él se puso rígido y perdió toda su cortesía y la tolerancia divertida que hasta entonces había desplegado.
–Se le han acabado los cinco minutos, señorita Barrons –la agarró del codo y la condujo a la puerta con firmeza. Aunque fuera guapa, no le iba a salir bien el juego que se trajera entre manos. Él no tenía hijos: lo sabía perfectamente.
–¡Eh! ¡Espere un momento! ¡Vaya forma de reaccionar!
–No soy padre –declaró él con los dientes apretados–. Y créame que si me hubiera acostado con usted me acordaría.
–No he dicho que yo fuera la madre.
No la escuchó y siguió tirando de ella hacia la puerta.
–Se lo hubiera dicho más despacio –balbuceó ella–. Ha sido usted quien ha querido que lo hiciera directa y rápidamente.
–Ya veo. Lo hubiera hecho en mi propio beneficio.
–No, bobo, en beneficio de su hijo.
Simon vaciló a pesar de que sabía que mentía. ¿Un hijo? Imposible.
Ella aprovechó su momentánea detención para soltarse y alejarse de él. Lo miró con amabilidad pero con determinación.
–Comprendo que se haya sorprendido. Cualquiera lo hubiera hecho.
Simon negó con la cabeza. Ya estaba bien. No tenía ningún hijo y no iba a aceptar el plan para enriquecerse que ella hubiera urdido en sus fantasías.
–No la he visto en mi vida, señorita Barrons, por lo que es evidente que no tenemos un hijo. La próxima vez que trate de convencer a alguien para que le pague por un niño que no existe, trate de que sea un hombre con quien se haya acostado.
Ella lo miró momentáneamente confusa, pero después se echó a reír.
–No, no, ya le he dicho que no soy la madre. Soy la tía. Pero es evidente que es usted su padre. Nathan tiene sus mismos ojos y la misma barbilla que demuestra obstinación. Lo cual no es una buena señal, supongo. Pero la obstinación a veces es una cualidad, ¿no cree?
Nathan…
El supuesto niño tenía nombre.
Eso no implicaba que aquella situación fuera real.
–Esto es una locura –afirmó él–. Es evidente que busca algo, así que, ¿por qué no lo suelta y acabamos de una vez?
Ella se dirigió de nuevo hacia el escritorio y él se vio obligado a seguirla.
–Me había preparado un discurso, pero usted me ha metido prisa y ahora todo es confuso.
–Creo que la única confusa aquí es usted –dijo él mientras se acercaba al teléfono para llamar al personal de seguridad para que la acompañaran a la calle y él pudiera seguir trabajando.
–No estoy confusa, ni tampoco loca –declaró ella al ver su expresión–. Deme cinco minutos.
Simon colgó sin saber por qué, tal vez por el brillo de sus ojos azules. Pero tenía que averiguar si había una mínima posibilidad de que estuviera diciendo la verdad.
–Muy bien –dijo él mirando el reloj–. Cinco minutos.
–De acuerdo –ella inspiró profundamente–. ¿Recuerda haber salido con Sherry Taylor, hace aproximadamente año y medio?
–Sí –afirmó él con cautela.
–Soy su prima, Tula Barrons. En realidad me llamo Talullah, como mi abuela, pero es un nombre tan horrible que prefiero que me llamen Tula.
Él no la escuchaba pues se había concentrado en el vago recuerdo de una mujer de su pasado. ¿Sería posible?
–Sé que cuesta admitirlo –continuó ella–, pero mientras Sherry y usted estuvieron juntos se quedó embarazada. Dio luz a su hijo hace seis meses en Long Beach.
–¿Qué?
–Ya lo sé. Tenía que habérselo dicho. De hecho traté de convencerla para que lo hiciera, pero me respondió que no quería inmiscuirse en su vida, así que…
Inmiscuirse en su vida.
Eso era quedarse corto. Por Dios, ¡ni siquiera recordaba el aspecto de aquella mujer! Se frotó el entrecejo como si quisiera aclarar sus borrosos recuerdos, pero lo único que halló fue la vaga imagen de una mujer a la que había visto en algunas ocasiones durante un periodo de dos semanas.
¿Y se había quedado embarazada? ¿De él? ¿Y no se había molestado en decírselo?
–¿Por qué? ¿Cómo?
–Buenas preguntas –afirmó ella volviendo a sonreír-le, esta vez compasivamente–. De verdad que siento darle esta sorpresa, pero…
Simon no quería su compasión. Buscaba respuestas. Si realmente tenía un hijo, tenía que saberlo todo.
–¿Por qué ahora? ¿Por qué su prima ha esperado hasta ahora para decírmelo y por qué no está aquí?
A ella se le empañaron los ojos y Simon pensó, horrorizado, que se iba a echar a llorar. No soportaba ver llorar a una mujer, se sentía totalmente impotente. Pero un instante después, ella recuperó el control y consiguió evitar las lágrimas, cosa que a él, sin esperárselo, le resultó admirable.
–Sherry murió hace dos semanas –dijo ella.
Otro sobresalto en una mañana repleta de ellos.
–Lo siento –dijo él, aunque sabía que lo hacía sin convicción, pero ¿qué otra cosa podía decir?
–Gracias. Fue en un accidente de coche. Murió instantáneamente.
–Mire, señorita Barrons…
Ella suspiró.
–Si se lo ruego, ¿me llamará Tula?
–Muy bien, Tula –se corrigió él pensando que era lo mínimo que podía hacer si tenía en cuenta las circunstancias. Por primera vez en mucho tiempo lo habían pillado desprevenido.
No sabía cómo actuar. Su instinto le indicaba que buscara al niño y que, si era su hijo, lo reclamara. Pero lo único con lo que contaba era con la palabra de aquella desconocida y con sus propios recuerdos, demasiado borrosos para fiarse de ellos.
¿Por qué, si aquella mujer se había quedado embarazada, no había acudido a él si el niño era suyo?
–Mira, lamento decirte que no recuerdo bien a tu prima. No estuvimos juntos mucho tiempo y no sé por qué estás tan segura de que el niño es mío.
–Porque Sherry dio tu nombre en el certificado de nacimiento del bebé.
–¿Y no se molestó en decírmelo? Podía haber puesto el nombre de cualquiera.
–Sherry no mentía.
Simon se echó a reír ante una afirmación ridícula.
–¿Ah, no?
–Muy bien. Te mintió, pero no hubiera mentido a su hijo sobre su apellido.
–¿Por qué voy a creerme que el niño es mío?
–¿Tuvisteis relaciones sexuales?
–Bueno, sí, pero…
–Y sabes cómo se hace un niño, ¿verdad?
–Muy graciosa.
–No intento serlo. Sólo pretendo ser sincera. Mira, puedes hacerte la prueba de la paternidad, pero te aseguro que Sherry no se habría referido a ti como el padre de Nathan en su testamento si no estuviera segura.
–¿En su testamento? –una señal de alarma sonó en la cabeza de Simon.
–¿Todavía no te he contado eso?
–No.
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza y se dejó caer en una de las sillas frente al escritorio.
–Perdona, pero llevo dos semanas en que no he parado entre el accidente de Sherry, la organización del funeral, el cierre de su casa y el traslado del niño a la mía, en Crystal Bay.
Al darse cuenta de que aquello iba a ser mucho más largo que los cinco minutos que le había concedido, Simon se sentó a su escritorio. Al menos, desde allí, dominaba la situación.
–Me estabas hablando del testamento.
Tula metió la mano en el gran bolso que le colgaba del hombro, sacó un sobre de papel Manila y lo dejó en el escritorio.
–Es una copia del testamento de Sherry. Si lo lees, verás que me ha nombrado tutora temporal de Nathan hasta que esté segura de que estás preparado para ser su padre.
Simon lo leyó rápidamente hasta encontrar lo referente al niño: La custodia del menor, Nathan Taylor, es del padre del niño, Simon Bradley.
Se recostó en la silla y releyó aquellas palabras hasta estar seguro de que se le habían grabado en el cerebro. ¿Eran verdad? ¿Era él el padre?
Alzó la vista y se encontró con los grandes ojos azules de Tula que lo estudiaban. Estaba esperando que dijera algo.
Pero él no sabía qué decir.
Siempre había tenido cuidado en su relación con las mujeres. No quería ser padre. Recordaba vagamente haber estado con Sherry Taylor, pero sí se acordaba con precisión de la noche en que se le había roto el preservativo. Un hombre no olvida esas cosas. Pero ella nunca le había dicho nada de un niño, así que se había olvidado del incidente.
Era posible.
Podía tener un hijo.
Tula lo observaba mientras él aceptaba la nueva situación. Y lo que vio hizo que a sus ojos ganara puntos. Era cierto que al principio, había estado algo tenso… bueno, grosero. Pero era algo que cabía esperar pues no todos los días uno descubría que tenía un hijo.
Mientras leía el testamento, Tula reconoció que Simon no era en absoluto como se lo esperaba. Sherry y ella no estaban muy unidas, pero Tula creía conocer qué clase de hombres le gustaban a su prima.
Y no eran precisamente los altos, morenos, guapísimos y refunfuñones. Normalmente Sherry se inclinaba por los tipos tranquilos y cariñosos. Y Simon no encajaba de ninguna manera en aquella descripción. Desprendía energía y fuerza. Desde el momento en que había entrado en su despacho se había sentido atraída hacia él, lo cual no le hacía ninguna gracia, ya que no quería complicarse aún más la vida.
–¿Qué es lo que quieres de mí exactamente?
La voz de Simon interrumpió sus pensamientos. Lo miró a los ojos.
–Me parece que es evidente.
–Pues no lo es –afirmó él mientras dejaba los papeles sobre el escritorio.
–Bueno, ¿qué te parece esto? ¿Por qué no vienes a mi casa y conoces a tu hijo? Después hablaremos para ver qué hacemos.
Simon se frotó la nuca. Tula se dijo que le había dado demasiada información de golpe y que necesitaría tiempo para asimilarla.
–Muy bien –dijo él–. ¿Cuál es la dirección?
Se la dijo y vio que se levantaba, lo cual era una clara indicación de que la estaba echando. No le importó porque tenía cosas que hacer y, de momento, no había nada más que decir. Se puso de pie y le tendió la mano.
Tras un segundo de vacilación, él se la estrechó. En el momento en que sus palmas se juntaron, ella sintió una descarga eléctrica, al igual que le había sucedido antes. Él debió de sentir lo mismo, ya que la soltó rápidamente y se metió la mano en el bolsillo.
Ella sonrió forzadamente.
–Entonces hasta esta noche.
Mientras salía sintió la mirada de él en la espalda y el calor que le produjo le duró todo el largo trayecto de vuelta a casa.
–¿Cómo ha ido?
Tula sonrió al oír la voz de su mejor amiga. Tenía la certeza de que Anna Cameron Hale era el único ser humano en el que podía confiar, así que, en cuanto volvió de San francisco de ver a Simon Bradley, marcó su número de teléfono.
–Como me habías dicho.
–¿No sabía nada del niño? –preguntó Anna.
–No –Tula se giró para mirar a Nathan, sentado en su sillita. La señora Klein, la canguro, le había dicho que el niño se había portado de maravilla mientras ella estaba fuera. Al mirar al niño, el corazón le dio un vuelco. ¿Cómo era posible querer tanto a alguien en cuestión de un par de semanas?
–Hay que decir en su defensa que tiene que haber sido un shock enfrentarse a algo así sin esperárselo –afirmó Anna.
–Es verdad. Yo, que sabía de la existencia de Nathan, me quedé anonadada cuando Sherry murió y tuve que hacerme cargo de él –aunque no había tardado más de cinco minutos en aceptar la nueva situación–. Pero cuando se lo dije a Simon fue como si le hubiera atropellado un camión.
–Siento que no te haya ido bien. ¿Qué vas a hacer?
–Simon va a venir esta noche a conocer a Nathan y después hablaremos –recordó la sensación que había experimentado al estrecharle la mano y trató de borrar el recuerdo.
–¿Va a ir a tu casa?
–Sí, ¿por qué?
–Por nada, pero estaba pensando que podría pasarme para ayudarte.
Tula sabía a lo que Anna se refería y se rió.
–No vas a venir a limpiarme la casa. No se trata de un miembro de la realeza ni nada parecido.
Anna también se rió.
–Muy bien, pero adviértele al entrar que mire por dónde pisa.
Tula se alejó de la encimera de la cocina y echó una ojeada a su minúsculo salón. El suelo estaba lleno de juguetes, su ordenador portátil estaba abierto en la mesa y el último manuscrito se encontraba a su lado. Lo estaba revisando y, cuando trabajaba, descuidaba otras cosas, como ordenar la casa.
Se encogió de hombros y reconoció que, aunque limpia, la casa estaba desordenada, sobre todo desde que Nathan vivía con ella.
–¡Por qué te habré llamado! –exclamó Tula.
–Porque soy tu mejor amiga y sabes que me necesitas.
–Justo por eso –Tula sonrió mientras le alisaba el pelo a Nathan, que parloteaba alegremente–. Es extraño, Anna. Simon ha sido grosero y desdeñoso, y sin embargo…
–¿Qué?
Sentía interés por él. Lo pensó, pero no lo dijo. No se lo esperaba ni hubiera querido que fuera así, pero no podía pasarlo por alto. Esa clase de hombres trajeados era justamente la que menos le interesaba.
Y lo único que le faltaba era sentirse atraída por el padre de Nathan. La situación ya era bastante complicada de por sí. No obstante, no podía negar el calor que había sentido cuando sus manos se habían tocado.
Lo cual no implicaba que tuviera que hacer algo al respecto.
–¿Me oyes? –preguntó Anna–. Acaba lo que estabas diciendo. Y sin embargo…
–Nada –respondió Tula con repentina determinación. No iba a permitirse sentir atracción por un hombre con el que no tenía nada en común salvo un niño del que hacerse cargo.
–¿Y esperas que me lo crea?
–Te lo pido como amiga.
Anna suspiró de forma dramática.
–Muy bien. De momento. Entonces, ¿qué vas a hacer esta noche?
–Simon va a venir y hablaremos de Nathan. Organizaremos el modo de que conozca al niño y yo pueda observarlos juntos. Puedo manejar a Simon –afirmó sin saber si trataba de convencer a Anna o a sí misma–. Recuerda que me crié con hombres como él.
–Tula, no todo el que lleva un traje es como tu padre.
–Todos no, pero la mayoría.
No había quien pudiera saberlo mejor. Toda su familia prácticamente había nacido con el traje puesto y llevado una vida aislada y agobiante dedicada exclusivamente a ganar dinero. Tula estaba casi convencida de que sus familiares no sabían que había un mundo más allá de la estrecha parcela que constituía el suyo.
Por ejemplo, sabía lo que Simon Bradley pensaría de su minúscula casa porque sabía exactamente lo que habría pensado su padre si se hubiera dignado visitarla: que era vieja y pequeña y que era una vergüenza que su hija viviera allí.
–Mira, la verdad es que no importa lo que el padre de Nathan piense de mí o de mi casa. Nuestro único vínculo es el niño, así que no voy a montar un número ni a cambiar mi vida para tratar de convencer a un hombre al que no conozco de que soy lo que no soy.
–Lo entiendo perfectamente –dijo Anna riéndose suavemente.
–Llevamos mucho tiempo siendo amigas.
–Probablemente, y por eso sé que vas a hacer pollo al romero esta noche.
Tula sonrió. Anna la conocía muy bien. Siempre preparaba ese plato cuando tenía compañía. Y a no ser que Simon fuese vegetariano, todo iría bien. Pero ¿y si lo era? No, los hombres como él iban a comer carne con sus clientes.
–Has acertado. Y después de cenar fijaremos un horario para que conozca a Nathan.
–¿Tú? ¿Un horario?
–Puedo ser una persona organizada –se defendió Tula–. Pero prefiero no serlo.
–Vale. ¿Cómo está el niño?
–Es una maravilla. De verdad es un crío buenísimo. Y muy listo. Esta mañana le he preguntado dónde tenía la nariz y se la ha señalado.
La realidad era que estaba agitando un conejito de peluche y se lo había aplastado contra la cara. No era lo mismo, pero se acercaba.
–O sea que irá a Harvard.
–Mañana mismo lo apunto en la lista de espera –Tula se rió–. Tengo que colgar. He de preparar el pollo, bañar a Nathan y tal vez bañarme yo también.
–De acuerdo, pero llámame mañana para decirme cómo ha ido todo.
–Lo haré –colgó y echó una ojeada a la cocina, pequeña pero alegre, con armarios blancos, una encimera azul y cacerolas de cobre que colgaban sobre la cocina.
Le encantaba su casa. Y le encantaba su vida.
Y quería a aquel niño.
Simon Bradley iba a tener que esforzarse mucho para convencerla de que era digno de ser el padre de Nathan.
Horas después, el olor a romero flotaba en la casita al lado de la bahía.
Tula bailaba en la cocina las canciones de rock que oía en la radio y, cada pocos pasos, se inclinaba a besar al niño, sentado en su silla. Nathan le sonreía y el corazón de Tula se esponjaba de alegría.
–Riéndote de cómo bailo no vas a conseguir que te quiera –dijo Tula mientras lo besaba en la cabeza y aspiraba su olor a limpio.
El niño volvió a sonreír y pateó con fuerza.