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Creían que no volverían a verse y resultó que iban a tener un hijo... Lucas Halliday llevaba meses sin ver a Reba Grant, y le esperaba una gran sorpresa: Reba estaba embarazada... y el niño era suyo. Además estaba a punto de dar a luz. Reba no podía creerlo, el bebé se había adelantado. Lucas no debía ser su compañero de parto, de hecho ella había creído que no volvería a ver al millonario empresario a pesar de todo lo que había ocurrido entre ellos. Ahora, mientras su pequeña trataba de sobrevivir, Reba descubrió sorprendida que Lucas era en realidad un padre cariñoso y entregado. Y eso le dio esperanzas de que quizá también pudiera ser un buen marido...
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Seitenzahl: 225
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Melissa Benyon
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un precioso milagro, n.º 1576- julio 2017
Título original: Their Baby Miracle
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-061-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
EN Biggins, Wyoming hacía frío en marzo.
Lucas, mientras se bajaba del todoterreno que su padre había comprado a finales del año anterior para desplazarse por el nuevo rancho de la Corporación Halliday, percibió la amenaza de nieve en el aire. Al otro lado de la calle, el asador de carne a la plancha y la parrilla Longhorn atraía por su calidez; así que ignoró su titubeo respecto a entrar.
Reba Grant seguramente estaría trabajando en la enorme parrilla de la cocina, tras las puertas de vaivén. Había ido con la esperanza de verla, «necesitando» verla, pero no lo atraía la idea. Iba a ser una reunión espinosa y emocional; incómoda para ambos.
Abrió la puerta y lo recibió una oleada de aire cálido que olía a buena comida y café fresco; era viernes por la noche, y la multitud podía camuflar su llegada un rato, si necesitaba tiempo. Una camarera pelirroja lo condujo a una pequeña mesa que había en la esquina. Le ofreció una carta y le preguntó si quería beber algo.
—Sólo agua, gracias.
—Enseguida —sonrió, esquiva, y giró con prisa. Reba le había sonreído así la última vez que se vieron, antes de navidades. Había sido una conversación corta e incómoda. Había percibido su hostilidad. Una semana después la había visto en la ciudad y estaba casi seguro de que ella también a él, pero cruzó la calle rápidamente y entró en la ferretería, sin saludarlo.
Tenían que hablar esa noche.
Había pasado los dos últimos meses y medio en Nueva York, trabajando quince horas al día en los negocios de la empresa Halliday. Lucas había tardado en tomar una decisión, pero se había convencido.
Tenían que hablar.
Reba no tenía derecho a ser hostil, pero lo estaba siendo, eso sólo podía significar una cosa. Ella no tenía ni idea de hasta qué punto Lucas había compartido su dolor por lo que habían perdido en noviembre.
Necesitaba explicarle su dolor allí, en su territorio, y ambos tenían que llegar a un entendimiento y una forma de manejar los encuentros superficiales que pudieran tener en el futuro, dado que él pensaba pasar más tiempo en el rancho Seven Mile.
Se dijo que quizá «superficiales» no era la palabra correcta. Reba Grant nunca había tenido nada de superficial, y tampoco era una palabra que la gente soliera aplicarle a Lucas. No había habido nada de superficial en cómo habían conectado seis meses antes, en septiembre. Que ninguno de ellos hubiera deseado o considerado que su atracción pudiera tener futuro, no implicaba que hubiera sido una relación superficial.
Miró de nuevo a la camarera, atendiendo a las mesas ocupadas. Era de estructura fuerte y compacta y debía tener veintitantos años, como Reba. Antes de sonreír lo había mirado con curiosidad, como sugiriendo que sabía exactamente quién era, pero que aun así tardaría un rato en atenderlo, a pesar de que era un Halliday.
Si Reba trabajaba esa noche, también estaría muy ocupada. Se dijo que quizá debería esperar para verla, pero no quería. Había volado desde Nueva York esa tarde y quería solucionar ese asunto lo antes posible.
Decidió lo que iba a pedir y observó a la camarera desaparecer tras la puerta de vaivén con un montón de platos vacíos. Sujetó la puerta con un codo para darle paso a una camarera que salía. Observó el caos que había alrededor de la parrilla y vio la espalda de Reba. La reconoció sin dificultad: su postura expresaba una extraña mezcla de gracia y dureza, realzada por la brillante cascada de pelo oscuro.
El recuerdo del deseo lo invadió como una ola.
Y también el del deseo satisfecho.
Sabía cómo se movía ese cuerpo llevado por el éxtasis. Recordaba su piel cremosa y suave como la seda como si la hubiera visto y tocado el día anterior. Conocía el olor de su pelo, sencillo y fragante, y el sonido rasposo de su risa.
Era Reba, sin duda alguna.
La puerta se cerró y ella se dio media vuelta para alcanzar algo. Por un momento pensó…
No. Era imposible.
Pero siguió mirando la puerta y se puso de pie, para ver mejor. La puerta se abrió de nuevo unos segundos después y no le quedó ninguna duda.
Reba estaba embarazada. Todavía.
Hasta ese momento había creído que ella había perdido al bebé en el primer trimestre de embarazo.
—Alguien quiere hablar contigo —oyó decir Reba, pero no se fijó en qué camarera había hablado.
Levantó la cabeza y vio a Lucas Halliday, inmóvil como una estatua, justo como habría sabido que ocurriría cuando volvieran a verse. Ejerció el mismo efecto instantáneo y poderoso en sus sentidos; lo recordaba con tanta intensidad que era casi doloroso.
Parecía tan enfadado como había esperado, aunque pensaba disputar su derecho a sentirse así con toda su energía.
—No es un buen momento, Lucas —afirmó con voz tranquila.
—Puede que no lo sea desde tu punto de vista. Desde el mío, es perfecto —miró su abultado vientre con frialdad—. Tienes muchas cosas que explicar, Reba, desde que nos vimos en navidades, y no veo por qué habría de esperar más.
—Estamos muy liadas —su cuerpo llevaba protestando más de una hora. Le dolía el estómago, bajo la curva abultada y dura del embarazo. Era un dolor sordo que sentía como un incómodo cinturón a ratos, luego se calmaba y lo olvidaba hasta que volvía.
—Tómate un descanso —dijo su mejor amiga, Carla, tocándole el brazo con gesto de preocupación. Debía haber visto a Lucas y había estado cerca, esperando para aparecer cuando Reba la necesitase.
Las dos se conocían desde el colegio. Carla trabajaba allí como camarera; tenía dos hijos, uno de ellos aún bebé. Reba se preguntó si ella también había sentido ese incómodo dolor a esa altura de sus embarazos. Las dos veces había trabajado hasta un par de semanas antes del parto y nunca había mencionado problemas ni dolores.
—No me toca descanso —contestó Reba.
—Tienes que hablar con él —dijo Carla en voz baja—. Será mejor que lo hagas ahora. El tipo parece debatirse entre dar un puñetazo a la pared o desmayarse.
—Carla…
Lucas seguía allí, rígido y enfadado, dispuesto a saltar en cuanto estuvieran solos.
—Pensaste dos veces que todo había acabado entre vosotros, ¿no? —masculló Carla—. Una en septiembre, por acuerdo mutuo, otra cuando perdiste al gemelo, en noviembre. Tienes una historia con él Reba.
—Y un futuro también —Reba cerró los ojos. Un futuro, fuera bueno o malo. Era el padre del bebé, y resultaba obvio que no iba a dejarlo correr—. De acuerdo, Carla, lo sé.
—¿Gordie no ha venido esta noche, Reba? —preguntó la nueva camarera risueña, sin notar que la tensión que había en el ambiente no tenía nada que ver con Gordie McConnell. La larga relación de Reba con Gordie había terminado hacía más de ocho meses, aunque ni Gordie ni media población de Biggins parecían haberlo asimilado aún. Reba apretó los dientes.
—No lo he visto, Dee —contestó.
—Vete. Ahora. Al despacho del gerente —siseó Carla en su oído—. O a tu casa. Habla con Lucas. Antes de que aparezca Gordie y las cosas se pongan aún más difíciles —le quitó la espumadera de la mano y la empujó hacia la puerta—. Alguien te sustituirá.
—Tengo una mesa en la esquina —ofreció Lucas con voz fría y el cuerpo tenso.
—No. No voy a hablar de esto aquí, delante de medio Biggins —contestó Reba—. Iremos al despacho del gerente —empezó a ir en esa dirección y él la siguió.
—Me alegra que entiendas que tenemos que hablar —dijo él.
—No tendría sentido negarlo, a estas alturas.
—Pero lo habrías hecho si no hubiera aparecido.
—No, sabía que tendrías que enterarte antes o después. Esperaba que no fuese hasta después del nacimiento del bebé. Y quiero dejarte claro, Lucas, que no te considero involucrado.
—¿Cómo diablos no voy estar involucrado? ¿Por eso fuiste tan fría en Navidades? Temías que lo adivinara?
—No. Entonces no lo sabía. Estaba enfadada y tenía buenas razones.
—¿No lo sabías? Eso no tiene sentido.
—Lo tendrá enseguida —abrió la puerta del despacho.
—Bien, estoy deseando oírlo —farfulló con dureza. Entró en el atiborrado despacho y cerró la puerta—. Lo que veo me parece imposible. Empieza desde el principio. Dime cómo conseguiste montar esa escena en el restaurante de Cheyenne, y en el hospital. ¿Cómo convenciste a un médico de que habías perdido al bebé?
—No sé cómo puedes creerme capaz de algo así.
—No lo haría, sin la evidencia. Pero suelo confiar en los hechos, no en los sentimientos.
—No fue ningún montaje, Lucas —se volvió hacia él, volviendo a sentir el dolor rodeando su estómago y espalda. Desapareció enseguida. Deseó sentarse en un sillón cómodo con una almohada en la espalda.
Lucas Halliday seguía pareciéndole demasiado guapo y seguía llenándola de emociones contradictorias, igual que casi seis meses antes y, de nuevo, en noviembre. Ira y resentimiento, interés involuntario en lo que le gustaba, atracción y respeto.
—Además, eso no fue el principio, y tú lo sabes —le reprochó.
—Entonces, empieza con lo que defines como principio —dijo él—. ¿Esa primera tarde en la cabaña? ¿La noche que intentamos despedirnos en la puerta de mi habitación del motel? ¿El día que viniste a verme al rancho, en noviembre?
—Ninguna de esas veces.
—No, supongo que no. Supongo que se remonta más atrás, ¿verdad?
Sus ojos se encontraron. Los de él parecían oscuros y nublados con múltiples capas de recuerdos; ella supo que él tendría que definir «el principio» de la misma forma que ella: ese día de septiembre que se vieron por primera vez…
PARA Lucas Halliday no era problema comprar un rancho para su padre. Ya había comprado cuatro en los últimos dos años. Los cuatro habían resultado buenas inversiones; él los visitaba para supervisar cómo iban y contrataba a gente capaz para dirigirlos.
Pero la nueva compra era distinta. La última esposa de su padre, la tercera desde que se divorció de la madre de Lucas, tenía la fantasía de comprar un auténtico rancho ganadero como cuarta vivienda. Quinta, si se contaba el yate.
Raine quería paisaje de cuento, una cabaña de madera digna de Vogue,ganado como el de las películas, sin olor, y un arroyo para pescar. A su padre le parecía bien, siempre y cuando el rancho diera beneficios.
Lucas tenía que encontrar esa combinación imposible. Había reducido la búsqueda al sur de Wyoming, porque estaba cerca de las pistas de esquí de Colorado y de Denver, que tenía aeropuerto. Ya había eliminado dos propiedades. Si no podía dar a Raine y a su padre un informe favorable de Seven Mile, les diría que buscaran ellos. Prefería ocuparse de adquirir empresas a satisfacer las fantasías de madrastras mimadas.
Le dijo al agente inmobiliario que dedicaría tres días a ver la propiedad, pero volvería a Nueva York en medio día si Seven Mile no cumplía sus expectativas.
Llegó a Denver en un vuelo tardío, alquiló un coche y condujo hasta Biggins. Después de registrarse en el mejor motel de la ciudad y cenar sorprendentemente bien en el asador Longhorn, estaba convencido de que se iría al día siguiente.
Biggins no tenía boutiques, ni tiendas de artesanía o antigüedades. Sólo había tres moteles, dos restaurantes y un salón de belleza. Raine esperaba las atracciones de la ciudad cerca de la belleza rural, y allí no las tendría.
Jim Broadbent recogió a Lucas a las ocho y media de la mañana, y fueron juntos a Seven Mile. El camino era bonito. Se veía la sierra de Medicine Bow en la distancia y la hierba de las praderas parecía dorada a la luz de la mañana.
Jim habló de ganado, cosechas y derechos de riego. Era un agente inmobiliario experto, de unos cincuenta años, y daba la impresión de que le resultaría fácil vender el rancho, incluso si Empresas Halliday Continental no lo quería. Lucas supuso que era una estrategia comercial y no lo tuvo en cuenta.
Se aproximaron a las montañas. Cruzaron un arroyo ancho y poco profundo, de agua plateada. Lucas supo que, tuviera o no las cualidades apropiadas, el rancho Seven Mile iba a ser precioso. Después tomaron un camino de tierra. Más adelante se veían corrales y edificios de granja, modestos y bien conservados. Parecían perderse bajo el cielo y la cordillera.
—¿Quién me enseñará la propiedad? —preguntó cuando se acercaban a la casa, pintada de color rojo desvaído—. ¿Tú?
—Joe Grant o su hija —Broadbent aparcó—. Parece que será la hija. Rebecca. Todos la llaman Reba.
Rebecca Grant debía haber estado sentada en los escalones del porche, esperando. Cuando Lucas la vio, se sacudía el trasero de los vaqueros para quitarse el polvo.
No se había vestido para impresionar. Llevaba unos vaqueros viejos, botas y una camisa de franela. Una melena de brillante pelo oscuro rodeaba su rostro y caía por su espalda. Mientras Lucas la observaba, sacó una goma roja del bolsillo y se hizo una cola de caballo. El movimiento alzó sus pechos dentro de la camisa.
—Hola —saludó. Esbozó una sonrisa forzada. Ojos desconfiados, color océano, brillaron como el agua.
—Reba —contestó Jim—. Hace una mañana preciosa.
El agente hizo las presentaciones. Reba le ofreció la mano a Lucas. Al estrecharla, él percibió el contraste entre los dedos largos y femeninos, y la palma callosa.
—¿Está tu padre? —preguntó Jim.
—Ha llevado a mamá a Cheyenne.
—¿Al médico?
Ella asintió, pero no comentó más.
—¿Tienes un programa para el señor Halliday?
—Hoy nos centraremos en la parte comercial del rancho. La infraestructura. Veremos las zonas recreativas mañana, señor Halliday, si sigue interesado. Podemos conducir hasta Steamboat Springs, y visitar los límites de la propiedad. Hay una cabaña y podrá hacerse una idea de las posibilidades de pesca y caza. Si después de eso sigue aquí, nos centraremos en el ganado.
—Me parece bien.
—Empezaremos con la casa —dijo ella—, aprovechando que no molestaremos a mamá. Después los corrales y los cobertizos de maquinaria.
—Olvide la casa —dijo Lucas, pensando en voz alta. A Raine no le impresionaría la residencia principal del rancho. Querría derribarla y construir algo mucho más grandioso—. La tiraremos.
Rebecca apretó los labios y sacó la barbilla; él comprendió que había sido un comentario cruel. Seguramente ése había sido su hogar toda la vida.
No se imaginaba lo que era eso. Desde que sus padres se divorciaron, cuando él tenía tres años, su madre había vivido en cuatro casas y su padre… había perdido la cuenta. Al menos siete. Lucas había ido de una a otra de esas casas hasta que se fue a la universidad a los dieciocho años, pero no echó raíces en ninguna.
En cierto sentido había sido divertido, pero… Recordó una vaga sensación de pérdida y, por un instante, casi envidió a Rebecca Grant.
Tensó la mandíbula y se planteó pedir disculpas. Decidió que sería aún peor. No estaba acostumbrado a esas situaciones. Sus compras no solían tener el poder de herir a alguien concreto, en un sentido personal.
Comprendió la sonrisa tensa, los ojos desconfiados y el brusco apretón de manos. Ella no quería vender.
—¿Quieres entrar a tomar un café antes de que empecemos, Jim? —preguntó Reba. El agente negó con la cabeza. Probablemente estaba ansioso por escapar de la tensa y pesada atmósfera que se respiraba.
—¿Llevarás al señor Halliday a la ciudad cuando acabéis, Reba?
—Lo haré yo o papá —su voz sonó un poco más grave y profunda de lo que Lucas habría esperado. Lo envolvió como una nube de humo aromático.
Se dijo que debería haber ido en el coche de alquiler. Pero había hecho caso a Jim. No le gustaba la idea de depender de la quisquillosa y enigmática Reba Grant.
—Lucas, este sitio te va a impresionar —dijo Jim subiendo al coche. Un segundo después, arrancó y se alejó por el camino de tierra hacia la carretera.
—Bueno, a mí sí me apetece un café —dijo ella arrastrando las palabras. Giró y fue hacia la casa.
Él pensó que no andaba con gracia. Sus movimientos eran demasiado bruscos y determinados. Su lenguaje corporal era directo y expresivo.
Atractivo, incluso.
—Suena bien —dijo él.
—Al final, tendrá que perder tiempo en la casa —dijo ella con sarcasmo, por encima del hombro.
—Escuche, señorita Grant…
—Seguramente no tiene ni idea de lo que es sentir algo por un sitio como éste, ¿verdad?
—No, tiene razón, no la tengo —repuso él.
—Debe pensar que sólo se puede sentir algo por una casa de dieciséis habitaciones, con techos de cinco metros de altura y valiosas obras de arte en las paredes.
—La verdad es que no tengo sentimientos por ninguna casa.
Ella se detuvo, giró y lo observó un momento. Él le devolvió la mirada, entrecerrando los ojos para enmascarar la inesperada vulnerabilidad que sentía.
—Ah, bueno —sonó menos desafiante y sus ojos se ablandaron un poco—. Mientras toma el café puede decidir desde que ángulo será mejor demoler.
Él no se molestó en decirle que no sería necesario hacerlo. Podían levantarla y trasladarla a otro lugar, como alojamiento para los vaqueros o para el personal doméstico que necesitarían su padre y Raine.
Ésa era la solución ideal. Práctica y barata. Podían montarla en un camión y trasladarla, no tenía sótano. Se preguntó si eso sería una buena noticia para Reba y decidió que no. La casa parecía haber crecido en ese sitio, como musgo en una roca. No le gustaría la idea.
Ella abrió la puerta mosquitera. Daba a un porche que recorría la parte delantera y un lateral de la casa. Bamboleó el trasero al empujar la puerta para entrar en casa y él se obligó a no mirarla.
No se podía decir que fuera bonita. Y guapa era una palabra carente de significado. Todas las mujeres a las que conocía eran guapas. Pero tenía algo. Energía en las venas, magnetismo, una fuerza innegable. Tomara la decisión que tomara sobre el rancho, no se aburriría.
Rebecca lo condujo a una cocina de granja con muebles cómodos y usados, y ventanas con vistas a las montañas. Olía a café recién hecho. Ella sirvió dos tazas. No le preguntó si quería leche o azúcar. Alzó el cartón y el azucarero y una ceja.
—Sólo, gracias —dijo él.
Ella se puso una generosa cantidad de leche y azúcar.
—Ahí tiene —dijo Reba, deslizando la taza en su dirección.
Se alegraba de que su madre y su padre no estuvieran allí. Forzó otra sonrisa. No quería vender.
Si no fuera por la salud de su madre, que estaría más cómoda en Florida, donde vivía su hermana, no venderían. Ni tampoco si Reba no hubiera roto su largo compromiso con el ranchero vecino, Gordie McConnell, dos meses antes. Gordie y ella habrían gestionado los dos ranchos, pero ella no tenía la capacidad necesaria para hacerlo sola.
Había sabido que enseñar su casa a posibles compradores sería duro, había odiado la idea, pero la realidad era aún peor.
La realidad era Lucas Halliday, un empresario heredero del imperio familiar, vestido con botas elásticas, vaqueros perfectos y un ligero suéter de algodón con una exclusiva marca bordada en el bolsillo izquierdo.
La ponía nerviosa. Se movía como un hombre acostumbrado a que la vida fuera un camino de rosas.
No era guapo en el sentido convencional. El labio superior era más grueso que el inferior y los prominentes pómulos levemente desiguales. Tenía la nariz desviada, justo debajo del puente. La piel era irregular, como si hubiera tenido acné en la adolescencia. Pero tenía los ojos color ámbar, la barbilla fuerte y el cabello color sirope y arena; y su cuerpo habría servido para vender equipo gimnástico a cualquier hombre.
Que comprase el rancho si lo quería. Esperaba que tomase una decisión rápidamente y saliera de su vida, de su espacio. Parecía llenarlo con su poderío.
Tomó un sorbo de café y fue a la habitación que su padre utilizaba como despacho. Recogió los papeles que había preparado. Eran mapas de la propiedad, con notas, hojas de cifras sobre las cosechas de forraje, el consumo de las reses en invierno y el inventario de la maquinaria agrícola incluida en la venta.
—Puede echar un vistazo a esto mientras se toma el café —dijo, poniendo los documentos sobre la mesa—. Así no perderemos tiempo.
Ella podría haber estado trabajando con los vaqueros, o arreglando vallas. En cambio, tenía que pasar el tiempo con un hombre que pensaba destruir su casa y no se privaba de decírselo.
Sin embargo, cuando intentó atacarlo, le había parecido ver una chispa de algo suave en él. Comprensión. O quizá envidia. Eso había encendido cierta curiosidad en ella, que se avivaba lentamente, como una colilla mal apagada en verano, que seguía ardiendo hasta incendiar un bosque.
Él tomó un trago de café y se recostó en la silla, admirando el paisaje. No miró los documentos.
—Esto es fantástico —dijo.
—Espero que se refiera al café —dijo ella, dando un paso atrás. Él se había movido y su hombro estaba a centímetros de la cadera de ella.
—En realidad me refería a todo… —él calló.
Ella lo miró con ira, desafiante. Esperaba que no se atreviese a elogiar la vista desde las ventanas de una casa que iba a destruir.
—Sí, me refería al café —corroboró él—. Un café excelente —cerró la boca con firmeza, sin sonreír.
Se llevó la taza a los labios y buscó los ojos chispeantes de ira de ella. Si sentía arrepentimiento, comprensión o la vulnerabilidad que ella creía haber visto antes, sus ojos no lo demostraron. Sostuvo su mirada con aire pensativo.
Ella empezó a sentir calor. Inquietud.
Nunca había sentido una respuesta física tan rápida ante un hombre, y no sabía por qué le ocurría. No era la primera vez que veía a un hombre de aspecto impresionante. Se preguntó si era la descarga de adrenalina que le provocaba luchar en su contra, por el rancho.
Tenía poco sentido vincular atracción y lucha.
—Mire —dijo él—. Sé que habría preferido que Jim me enseñase el rancho.
—Pues sí —cruzó los brazos sobre el pecho y curvó los hombros—. He vivido aquí toda la vida. No me apetece hacer esto.
—Supongo que será la idea de vender y marcharse, no pensar en los cambios —sus ojos la miraron, claros y firmes—. Cualquier comprador hará cambios.
—Preferiría no enterarme, si puedo evitarlo.
—Va a quedarse en la zona, ¿no?
—Sí, de momento —en realidad, no sabía qué esperaba del futuro. Le encantaba vivir allí.
Él encogió los hombros, como si no hiciera falta decir más.
Ella supuso que tenía razón. Enterrar la cabeza en la arena sería poco práctico e imposible, si se quedaba en Biggins. Un comprador podía hacer cambios peores que demoler una casa sencilla que había sido la suya durante veintiséis años, y de su familia muchos más.
Apretó la boca, detestando a Lucas Halliday por tener razón, por decirlo claramente, por excitar sus nervios sin saberlo y por haber adivinado que, en ese momento, prefería la brusquedad a la simpatía.
—Siento que tenga que ocuparse de eso —dijo él, con mesura—. Pero mi padre espera detalles que sólo puede proporcionar alguien que conozca la propiedad a la perfección. Si le sirve de consuelo, no regateará en el precio si decide que éste es el rancho que quiere; sería una compra rápida —extendió las manos con un gesto que era casi una disculpa—. Raine, mi madrastra, quiere pasar una blanca Navidad, en una cabaña de troncos.
—Podemos ofrecer la cabaña —contestó ella con tono igual de templado—. Pero no hay garantías respecto a la nieve. Eso tendrá que negociarlo con el poder superior. ¿Tiene algún favor que cobrarle?
Él se rió. Eso debería haber aligerado el ambiente, pero no fue así. Reba, bebiendo, lo observó hojear los documentos. Él bebía con aire ausente, dando la impresión de que apenas saboreaba el fuerte café.
Sacó una calculadora del bolsillo y tecleó varias cifras, absorto. Ella se preguntó si revisaba las matemáticas de su padre. Garabateó unas líneas en una libreta.
Incómoda por observarlo, pasó una bayeta a la cocina, limpió la bandeja de migas del tostador y regó las violetas africanas que había en la repisa de la ventana.
Casi regó a Lucas Halliday, de paso. Él había ido al fregadero a dejar la taza. Ella, con el grifo abierto, no lo oyó. Cuando se dio la vuelta, con la intención de regar los ciclámenes del dormitorio de sus padres, se encontraron cara con cara y pecho con regadera.
—¡Vaya! —exclamó él. Sujetó la regadera, mientras una lluvia de gotas oscurecía la manga de su suéter.
—¡Ay!
—No es problema
Él tenía la taza en la mano. Ella se la quitó con brusquedad y la dejó, con la regadera, en el escurridor.
Lo sentía detrás de ella, en los huesos, en la raíz del pelo y en la pared de los pulmones, que se negaban a inspirar. La asombró la fuerza que ejercía sobre su cuerpo. Sintió alivio cuando él habló.
—¿Está lista para salir?
Reba lo mantuvo ocupado toda la mañana. Lucas pensó que hacía muy bien el trabajo que le habían encargado. Era aparente cuánto adoraba el lugar, aunque se esforzaba por no demostrarlo. Él, volviendo a sentir una chispa de envidia, se preguntó cómo sería esa sensación.
Terrible, para una familia que tenía que vender. Por suerte, él nunca tendría ese problema.
Vieron toda la infraestructura y equipo incluidos en la venta. Establo para los terneros, corrales, cobertizo para maquinaria, cuarto de aperos y barracón. Camionetas, remolque, empacadora, equipo de siega. Un tractor, un tractor con pala… La lista era interminable.
Todo parecía en buen estado, y si no lo estaba, Reba lo decía: «Ese camión de plataforma necesita ruedas nuevas» o «Una de las furgonetas no va bien».
Lucas perdió la cuenta de las veces que vio su cadera ladearse y su redondo trasero deslizarse por el asiento de la destartalada furgoneta. Se acostumbró al chirrido de las marchas, al intenso olor a polvo, hierba y aceite.
No sabía que una furgoneta requiriese tanto gasto energético. Reba no alzaba la voz ni maldecía, pero daba volantazos y pisaba el acelerador y el freno como si conducir el vehículo fuera un combate.
Cada vez que paraban, se daba una palmada en los muslos, tiraba del freno de mano, lo miraba con sus enormes ojos azul-verde-grisáceo y, sin sonreír, decía qué iban a ver, como si acabasen de cruzar el Amazonas y estuviera acostumbrada a hacerlo a diario.