Un regalo para el griego - Michelle Smart - E-Book

Un regalo para el griego E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

Ella tenía un secreto… un secreto que era de él.   Para la gerente del Ice Hotel, Lena Weir, su trabajo lo era todo. Y precisamente por eso sabía que la tentación de sucumbir a una noche desenfrenada de pasión con su jefe multimillonario era una locura, pero una locura irresistible. Sin embargo, esa noche ardiente tendría una consecuencia que le acarrearía un problema ciertamente embarazoso… Porque la Navidad, la época más ajetreada del año en el Ice Hotel, se aproximaba, y ella estaba esperando un hijo de su jefe, Konstantinos Siopis. Una amarga experiencia del pasado había enseñado a Konstantinos a desconfiar de la gente. Por eso, cuando descubrió que Lena estaba embarazada de cinco meses y esta le dijo que el bebé era suyo, en un principio no la creyó, y luego lo enfureció que se le hubiera ocultado. Sin embargo, el deseo que sentía hacia ella haría que su ira se fuera disipando poco a poco…

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Seitenzahl: 190

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Michelle Smart

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un regalo para el griego, n.º 3128 - diciembre 2024

Título original: Christmas Baby with Her Ultra-Rich Boss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410741997

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A doscientos diez kilómetros al norte del Círculo Ártico, a orillas del río Torne, en el edificio principal del complejo hotelero Siopis Ice, el personal charlaba entre sí. Era una enorme cabaña de madera donde se encontraban la recepción y las oficinas de administración. Los acogedores chalets que lo rodeaban alojaban a los turistas que lo visitaban durante el año entero, pero era al llegar noviembre, cuando el río estaba lo suficientemente congelado como para que los artesanos se pusieran manos a la obra, cuando el complejo desplegaba toda su magia.

Lena Weir llevaba cuatro años trabajando allí, y seguían maravillándola el talento, la creatividad y el duro esfuerzo que conllevaba levantar con nieve y bloques de hielo lo que llamaban «El Iglú». Igual que cada año, con la llegada de la primavera, suspiraba con tristeza cuando aquella mágica creación se derretía.

Aunque aún faltaban meses para la primavera. Eran casi las dos de la tarde, pero parecía medianoche. Hacía tres días que el sol había hecho su última –y breve– aparición. Lena, el resto del personal y los huéspedes se habían quedado fuera, apurando sus débiles rayos los veintiséis minutos durante los que los había agraciado con su presencia. No volvería a mostrar su rostro más que como un breve destello en el horizonte hasta dentro de tres semanas.

En los inviernos que llevaba pasados allí en Suecia nunca la había molestado la falta de sol. De hecho, le gustaba poder experimentar lo que su madre había vivido en su juventud, antes de que se casara y abandonara el país. Se le hacían más cuesta arriba los meses de verano, cuando ocurría lo contrario: apenas se podían ver las estrellas y el sol no se ponía.

Dentro de tres días llegarían los primeros huéspedes de la temporada invernal, aquellos con el suficiente poder adquisitivo y lo bastante aventureros como para pasar una noche en El Iglú. El diseño exterior era siempre el mismo, como una especie de iglú gigante, de donde le venía el nombre, pero el diseño del interior era distinto cada año.

Mientras el personal se abrigaba para salir fuera, sonó el teléfono de recepción. Sven, que era el que estaba más cerca del aparato, fue quien respondió.

–Hotel Siopis Ice. ¿En qué puedo ayudarlo?

Los ojos de Sven se cruzaron con los de Lena, y el pánico repentino que vio en ellos la inquietó. Sven asintió con vehemencia a lo que la persona al otro lado de la línea le estaba diciendo, y respondió antes de colgar:

–Por supuesto; haré que alguien se encargue inmediatamente.

–¿Qué ocurre? –le preguntó Lena.

–Era Magda. La inspección se ha adelantado.

Oír aquello hizo a Lena enarcar una ceja, pero no la preocupó. Magda era la secretaria de Konstantinos Siopis, el dueño de la cadena de hoteles a la que pertenecía el Siopis Ice. Cada seis meses alguien de la junta directiva llevaba a cabo una inspección rutinaria. De hecho, a ella misma le había parecido que la fecha inicial –tres días antes del día de Navidad– era una locura. Tenía sentido adelantarla.

–Y el señor Siopis va a venir en persona a hacer la inspección –añadió Sven.

Lena se sintió palidecer. Se agarró con ambas manos al mostrador, se obligó a inspirar y preguntó con voz ronca:

–¿Cuándo?

–Llegará dentro de cuatro horas.

Lena hizo lo que pudo para que su voz no delatara el pánico que se apoderó de ella.

–Muy bien. Haré que vayan a recogerlo al aeropuerto. ¿Ha dicho Magda cuánto tiempo se va a quedar?

–No.

Lena no reprochó a Sven que no se lo hubiera preguntado. Magda era casi tan intimidante como su jefe, que también lo era de ella… además de ser el padre del hijo que llevaba en su vientre.

 

 

Konstantinos miró por la ventanilla. Fuera estaba oscuro como la boca del lobo. Tal vez hubiera a quienes les fascinaba aquel país gélido, pero ese no era su caso. Su hábitat natural eran las tierras bañadas por el sol y el mar, como Cos, una de las islas del archipiélago griego del Dodecaneso, donde había nacido.

El piloto estaba iniciando el descenso, y se encontraban tan al norte de Suecia que en aquella época del año el sol aún tardaría semanas en volver a asomar. El aterrizaje fue suave y sin contratiempos, pero el frío le azotó el rostro en cuanto la azafata abrió la puerta para que bajara por la escalerilla. Recorrió el corto trayecto hasta el coche que lo aguardaba, y cuando subió a la parte trasera agradeció el calor de la calefacción y pensó con ironía que aun tendría que sentirse afortunado por que no estuviera nevando.

De niño siempre había envidiado a los críos que veía en esas películas navideñas en las que con la nieve hacían muñecos y se lanzaban bolas unos a otros. Su primera experiencia real con la nieve había sido a sus veintiún años, en un viaje de fin de semana que había hecho con Cassia a Nueva York. A los cinco minutos ya había empezado a detestar el frío y la nieve, y a su regreso a Grecia había decidido que en lo posible evitaría ambas cosas durante el resto de su vida.

Entonces, ¿por qué había tomado aquella impulsiva decisión de retrasar su viaje a Australia para ir a aquel endiablado sitio donde ni siquiera había luz solar? En cada uno de sus hoteles llevaba a cabo una inspección rutinaria dos veces al año, pero en invierno delegaba esa tarea en otros cuando se trataba de los que estaban en los lugares más fríos del hemisferio norte.

Sin embargo, esa mañana lo habían informado de que Nicos, quien tenía que hacer la inspección en el hotel Siopis Ice había sido ingresado por piedras en la vesícula y tendría que estar de baja al menos seis semanas. La inspección estaba prevista para tres días antes del día de Navidad, y para eso faltaba menos de un mes.

El Siopis era la joya de su imperio hotelero. Durante todo el año recibían en Internet excelentes valoraciones por parte de sus visitantes, y cada invierno gente de todo el mundo volaba hasta allí para pasar una noche en El Iglú, una magnífica estructura que construían con hielo y nieve.

Desde su apertura, ocho años atrás, Konstantinos realizaba personalmente una de las dos inspecciones anuales, pero siempre en la temporada de verano, cuando hacía buen tiempo y los visitantes que se alojaban en el hotel eran aventureros ávidos de explorar los parajes naturales que lo rodeaban y de hacer rafting.

Retrasar la fecha de la inspección no habría supuesto ningún problema si no fuera porque cinco meses atrás Konstantinos había ascendido a gerente a Lena Weir, la candidata más joven y menos cualificada para el puesto.

Lena le enviaba un informe cada semana, como se esperaba de ella, y los visitantes seguían dando buenas valoraciones en Internet al hotel tras su estancia, pero solo una inspección concienzuda determinaría si las cosas iban tan bien como parecía desde fuera. Así que había tenido que apechugar, a pesar de lo mucho que detestaba el frío y la falta de sol, para ir a ocuparse él mismo de la inspección.

Sin embargo, como iba a pasar la Navidad con su familia en Cos, la fecha de la inspección le iba demasiado ajustada –sobre todo si se presentara algún imprevisto–, y por eso había decidido adelantarla.

Pero el motivo por el que se sentía tan incómodo con respecto a aquella inspección no tenía nada que ver con eso, sino con un error estúpido que había cometido una noche en ese mismo lugar cinco meses atrás.

Todo había empezado por una costumbre de su padre que él había adoptado. Hasta que se había jubilado, cada vez que había contratado a un nuevo empleado para el restaurante familiar, su padre lo había invitado a cenar a modo de bienvenida.

Konstantinos contrataba cada año a miles de personas en distintos lugares del mundo, así que habría sido imposible para él hacer lo mismo, por lo que había optado por invitar a cenar solo a cada nuevo gerente de uno de sus hoteles para continuar con la tradición. Y así fue como había acabado compartiendo una cena con Lena Weir después de ascenderla al puesto de gerente del hotel Siopis Ice.

Aunque el hotel estaba ubicado en el lugar más remoto imaginable, había unos pocos restaurantes selectos en torno a él, incluido el propio restaurante del hotel, galardonado con varias estrellas Michelin, donde habían cenado.

Habían elegido el menú degustación, acompañando cada plato con el vino recomendado, y de algún modo habían acabado bebiéndose un par de botellas entre los dos. Luego había acompañado a Lena a su cabaña, y hasta había aceptado su invitación a pasar para tomarse un café, como si fuera lo más natural del mundo. Una cosa había llevado a la otra, y habían acabado acostándose.

A la mañana siguiente habían sido extremadamente educados el uno con el otro, y él había abandonado Suecia más o menos convencido de que aquel desliz no afectaría a su relación de trabajo. Al fin y al cabo Lena Weir no era tonta. Sabría muy bien que un hombre no seguiría soltero a sus treinta y siete años a menos que fuera porque así lo quisiera.

Pero la cuestión, la razón por la que se sentía intranquilo, era que nunca se había emborrachado con una empleada, ni se había acostado con ninguna. Había sido un error, y los dos habían estado de acuerdo en ello a la mañana siguiente, un error del que jamás volverían a hablar.

 

 

Cuando el todoterreno se detuvo frente a la cabaña donde se encontraba la recepción, Lena evitó la mirada de Sven. Sabía que el temor que vería en sus ojos no haría sino avivar aún más el pánico que le estaba revolviendo el estómago.

Claro que ese temor que ella sentía no tenía nada que ver con el de Sven, ni con el del resto de los empleados, quienes, cuando les habían dicho que el dueño de la cadena iba a hacerles una visita sorpresa, habían empezado a correr de un lado a otro como pollos sin cabeza.

Aunque era natural, Lena sabía que su plantilla no tenía por qué angustiarse. Formaban un equipo sólido y se apoyaban los unos a los otros. Konstantinos Siopis no encontraría nada que no se ajustara a sus exigentes estándares. O eso esperaba ella. Konstantinos pagaba muy bien a sus empleados y era generoso en lo que se refería a los complementos salariales, pero a cambio esperaba de ellos que realizaran su trabajo a la perfección.

Tras una valoración negativa del hotel en Internet, Konstantinos insistía siempre en que se investigase a fondo si tenía fundamento. Y si se descubría que había habido negligencia por parte de algún empleado, este podría considerarse afortunado si únicamente le hacían una amonestación por escrito. No había segundas oportunidades.

En los cinco meses que Lena llevaba en el puesto de gerente solo había tenido que lidiar con tres incidentes de ese tipo. Como solo habían sido pequeñas infracciones y ningún cliente las había mencionado en sus valoraciones, había optado por no dejar constancia en los expedientes de esos empleados. Pero era imposible que Konstantinos se hubiese enterado de eso… ¿O no?

Tragó saliva y lo observó mientras se bajaba del todoterreno. Llevaba un abrigo largo de lana que poco calor debía darle cuando fuera la temperatura era de varios grados bajo cero, pero avanzó impasible sobre la nieve compactada hacia la entrada de la cabaña. Con cada paso que daba el corazón de Lena latía con más pesadez.

Aparte del doctor del hotel, que estaba obligado a la confidencialidad, nadie más sabía que estaba embarazada. No podía permitirse perder su trabajo. Sin él, no podría ahorrar lo suficiente como para mantenerlos a ella y a su bebé. Y tampoco tendría dónde vivir. Sabía que sus padres estarían dispuestos a acogerla en su casa en Inglaterra, pero su antiguo dormitorio se había convertido en un almacén improvisado donde guardaban el equipamiento médico que necesitaba su hermana.

Además, ella solo disponía de unos pocos ahorros, y los de sus padres habían mermado considerablemente tras el terrible accidente del que ella había salido ilesa, pero que había dejado a su hermana Heidi postrada en una cama y requiriendo cuidados las veinticuatro horas del día.

Mientras Sven se apresuraba a abrir la puerta, Lena tomó la gruesa carpeta que había preparado y la asió con ambas manos frente a su vientre, rogando para sus adentros que Konstantinos no se fijara en su figura.

La temperatura dentro de la cabaña era tan agradable que la mayoría del personal solo llevaba el polo de manga larga que formaba parte del uniforme, pero en las últimas dos semanas Lena había empezado a ponerse el grueso vestido de punto gris oscuro que vestían las empleadas que trabajaban de cara al público. Solo alguien muy observador sería capaz de atisbar la barriguita que estaba empezando a mostrar su estado. Además, llevaba una talla más, y así la disimulaba mejor.

 

 

Konstantinos dio unos cuantos pisotones en la alfombrilla frente a la puerta para sacudirse la nieve de las suelas y pasó al interior. Sus ojos se posaron en la mujer con la que había pasado la noche la última vez que había estado allí, y los grandes ojos castaños de ella se encontraron con los suyos. Pasó un instante antes de que esbozara una sonrisa y se acercara hasta llegar junto a él. Apartó la mano derecha de la carpeta que sostenía y se la tendió.

–Señor Siopis, qué sorpresa tan inesperada… –murmuró.

–No lo dudo –contestó él con ironía, estrechándole la mano.

Sin embargo, la sensación cálida que se expandió por su piel hizo que le soltara la mano de inmediato. Paseó la vista por el vestíbulo, y se fijó en la decoración navideña, típica del lugar, y en el abeto que alguien había adornado con buen gusto y maestría. Olía a pino, a canela y a naranja.

Aunque las cabañas que formaban el complejo hotelero estaban provistas de calefacción por energía geotérmica, la cabaña principal, donde estaba la recepción, tenía una enorme chimenea, algo que agradecían los huéspedes a su llegada, cuando llegaban medio helados. Y eso fue lo que hizo Konstantinos, acercarse al fuego para calentarse un poco.

Tras un instante en silencio con las manos levantadas hacia la chimenea, giró la cabeza hacia Lena, que estaba a su lado. Advirtió una expresión en su rostro que casi podría confundirse con miedo. Ambas emociones eran comprensibles. Él también había sentido un cierto nerviosismo ante la idea de volver a verla.

Desde la traición de Theo y Cassia solo había tenido alguna que otra relación de una noche, siempre con mujeres a las que acababa de conocer y a las que no tenía intención de volver a ver, mujeres a las que no había sentido deseo alguno de volver a ver.

A Lena en cambio sí, y esa era otra razón por la que estaba claro que era una mala idea cruzar la barrera del trato estrictamente profesional. Desde aquella noche juntos, cada vez que miraba su bandeja de correo en su despacho y se encontraba un mensaje de ella, el corazón le daba un brinco. Una reacción que no solo estaba fuera de lugar, sino que también se le antojaba inexplicable. Además los e-mails de Lena, siempre concisos y profesionales, eran los únicos que tenía que leer dos veces porque le costaba concentrarse. No volvería a dejar que ocurriera lo que había ocurrido aquella noche. Mezclar trabajo y placer solo podía acabar en desastre.

Y ahora la tenía allí, junto a él, con el fuego arrancándole brillos rojizos del cabello castaño, que llevaba suelto sobre los hombros. Era tan hermosa que haría que cualquier hombre que se cruzase con ella por la calle se girase para mirarla. Tenía unos ojos grandes y expresivos, la nariz recta y bonita, los labios carnosos y una figura esbelta con unos pechos voluptuosos que… Atajó sus pensamientos de golpe.

–¿Me han preparado una cabaña? –le preguntó bruscamente.

–Por supuesto –asintió ella–. Y tengo el balance del último cuatrimestre, si quiere…

–Hablaremos de eso más tarde –la interrumpió Konstantinos–. Mi prioridad es ver El Iglú.

Quería quitarse eso de encima lo primero para poder pasar el resto de su breve estancia resguardado del frío de mil demonios que hacía en aquel lugar.

Lena asintió y, esbozando otra de sus radiantes sonrisas señaló al tipo alto que estaba tras la mesa de recepción junto a una mujer joven.

–Quizá Sven podría…

–No. Usted es la gerente; le corresponde a usted enseñármelo.

Un nuevo destello de miedo relumbró en los ojos de Lena, pero volvió a esbozar una sonrisa y contestó:

–Claro. Solo iba a sugerir a Sven para acompañarlo porque su padre ha sido el arquitecto principal de la construcción de este año, y él ha diseñado una de las habitaciones.

–Pero supongo que estará usted informada de todo lo que haya que saber sobre El Iglú.

–Naturalmente; como todo el personal.

–Bien. Pues que Sven me lleve hasta mi cabaña. Se reunirá usted allí conmigo dentro de treinta minutos e iremos a visitar El Iglú.

–¿Cómo va a querer que vayamos? ¿Caminando o con esquís? ¿O mejor con una motonieve?

Ella personalmente prefería moverse por el complejo con un par de esquís. No había que descender por ninguna pendiente pronunciada ni nada de eso, pero era mucho más sencillo deslizarse con ellos sobre la nieve que caminar.

–Iremos a pie –respondió él sin vacilar.

–Bueno, como quiera.

Konstantinos asintió y se marchó con Sven.

 

 

Apenas se hubo cerrado la puerta tras Konstantinos, Lena suspiró aliviada y cerró los ojos un instante. Aquel debía haber sido uno de los momentos más angustiosos de su vida, después de la mañana siguiente a la noche que habían pasado juntos, meses atrás.

Con el corazón latiéndole como un loco, había mirado a Konstantinos, dormido en la cama, junto a ella, y se había levantado con cuidado de no despertarlo. Luego había recogido del suelo la camisa de él, se la había puesto y había descorrido las cortinas. El brillante sol de verano había acariciado su piel, marcada a fuego por los labios de Konstantinos, y se había vuelto hacia la cama con una risita boba, dispuesta a saltar sobre él para despertarlo con un beso, cuando vio que tenía los ojos abiertos, y el modo en que la estaba mirando hizo que se le atragantara la risa.

–Lo de anoche fue un error.

Esas palabras se le habían clavado en el alma como espinas, y en un abrir y cerrar de ojos la felicidad que la había desbordado se había desinflado igual que un globo.

Ella se había rodeado la cintura con los brazos antes de asentir.

–Sí.

Konstantinos había apartado las sábanas a un lado y se había bajado de la cama.

–No tengo por costumbre acostarme con mis empleadas –le dijo–. Y puedo asegurarte que esto no volverá a ocurrir.

El orgullo había obligado a Lena a responder:

–Achaquémoslo a que anoche bebimos demasiado y olvidémoslo.

Los ojos verdes de Konstantinos se habían clavado en ella y le había preguntado:

–¿Podrías hacer eso?

–Soy adulta, y perfectamente capaz de separar mi vida personal de mi vida profesional. Lo de anoche fue un desliz sí; un desliz en el que dudo que ninguno de los dos habríamos caído si hubiéramos estado sobrios. ¿Qué tal si aprendemos del error y no volvemos a hablar de ello?

Se había obligado a no apartar la vista mientras él la escrutaba en silencio, hasta que al final había asentido brevemente.

–Bien; siempre y cuando los dos estemos de acuerdo.

–Totalmente –había respondido ella, y con los dedos había hecho como que se cerraba los labios con cremallera.

Él casi había sonreído.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Tras ponerse unas cuantas capas más de ropa sobre el uniforme, Lena fue a la sala que usaban como almacén a por su mono de esquí, y volvió a la recepción para esperar a que volviera Konstantinos. Para su sorpresa ya había regresado y estaba de espaldas a ella, echándole un rapapolvo a Sven por no sabía qué.

Su corazón palpitó con fuerza solo con verlo, y cerró los ojos un instante e inspiró profundamente para calmarse. Aquella noche, meses atrás, jamás se hubiera imaginado que acabaría acostándose con él. Hasta el momento en que él la había acompañado de vuelta a su cabaña, y de pronto se había sentido triste de que la velada hubiese acabado, no lo había considerado ni remotamente atractivo.