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Un regalo para el griego Michelle Smart Ella tenía un secreto… un secreto que era de él. Para la gerente del Ice Hotel, Lena Weir, su trabajo lo era todo. Y precisamente por eso sabía que la tentación de sucumbir a una noche desenfrenada de pasión con su jefe multimillonario era una locura, pero una locura irresistible. Sin embargo, esa noche ardiente tendría una consecuencia que le acarrearía un problema ciertamente embarazoso… Porque la Navidad, la época más ajetreada del año en el Ice Hotel, se aproximaba, y ella estaba esperando un hijo de su jefe, Konstantinos Siopis. Una amarga experiencia del pasado había enseñado a Konstantinos a desconfiar de la gente. Por eso, cuando descubrió que Lena estaba embarazada de cinco meses y esta le dijo que el bebé era suyo, en un principio no la creyó, y luego lo enfureció que se le hubiera ocultado. Sin embargo, el deseo que sentía hacia ella haría que su ira se fuera disipando poco a poco… Recuerdos de pasión Annie West Reclamar a su inesperada heredera… ¡significa coronar a Avril como su reina! Cuando Avril, asistente personal virtual, conoció en persona a su jefe, el príncipe heredero Isam, se quedó abrumada de deseo. A medida que su relación se iba estrechando, la electrizante pasión que había entre los dos se volvía imposible de resistir. Por eso, cuando semanas después Avril se puso en contacto con él para darle una noticia bomba, se quedó consternada al no obtener respuesta. Un año después, Isam volvió a Londres siendo un hombre distinto: el accidente de helicóptero que le había arrebatado a su padre también le había arrebatado la memoria. Después de que el recién coronado jeque se enterara de que tenía una hija con la cautivadora Avril, tomó una decisión: ¡proteger a su heredera y convertir a Avril en su esposa! Atrapados en el deseo Heidi Rice Solos bajo la aurora boreal... ¡La química arderá al rojo vivo! El huidizo multimillonario, Logan Coltan III, tras el trágico suceso de su infancia, se refugió en la Laponia salvaje para huir del constante acoso de los medios. Por eso se enfureció cuando descubrió que Cara Doyle, la mujer a la que había rescatado en mitad de una tormenta, llevaba consigo una cámara fotográfica. Cara, fotógrafa de fauna salvaje, valoraba su independencia como la única manera de evitar problemas sentimentales. Pero atrapada en la lujosa vivienda de Logan mientras duraba el temporal, no pudo huir de la creciente pasión que empezaba a sentir por su arrogante y poco recomendable anfitrión. Pero después de una imprudente noche con su enemigo, no deseará otra cosa...
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Seitenzahl: 570
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca, n.º 408 - diciembre 2024
I.S.B.N.: 978-84-1074-356-4
Créditos
Un regalo para el griego
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Recuerdos de pasión
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
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Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
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Atrapados en el deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
A doscientos diez kilómetros al norte del Círculo Ártico, a orillas del río Torne, en el edificio principal del complejo hotelero Siopis Ice, el personal charlaba entre sí. Era una enorme cabaña de madera donde se encontraban la recepción y las oficinas de administración. Los acogedores chalets que lo rodeaban alojaban a los turistas que lo visitaban durante el año entero, pero era al llegar noviembre, cuando el río estaba lo suficientemente congelado como para que los artesanos se pusieran manos a la obra, cuando el complejo desplegaba toda su magia.
Lena Weir llevaba cuatro años trabajando allí, y seguían maravillándola el talento, la creatividad y el duro esfuerzo que conllevaba levantar con nieve y bloques de hielo lo que llamaban «El Iglú». Igual que cada año, con la llegada de la primavera, suspiraba con tristeza cuando aquella mágica creación se derretía.
Aunque aún faltaban meses para la primavera. Eran casi las dos de la tarde, pero parecía medianoche. Hacía tres días que el sol había hecho su última –y breve– aparición. Lena, el resto del personal y los huéspedes se habían quedado fuera, apurando sus débiles rayos los veintiséis minutos durante los que los había agraciado con su presencia. No volvería a mostrar su rostro más que como un breve destello en el horizonte hasta dentro de tres semanas.
En los inviernos que llevaba pasados allí en Suecia nunca la había molestado la falta de sol. De hecho, le gustaba poder experimentar lo que su madre había vivido en su juventud, antes de que se casara y abandonara el país. Se le hacían más cuesta arriba los meses de verano, cuando ocurría lo contrario: apenas se podían ver las estrellas y el sol no se ponía.
Dentro de tres días llegarían los primeros huéspedes de la temporada invernal, aquellos con el suficiente poder adquisitivo y lo bastante aventureros como para pasar una noche en El Iglú. El diseño exterior era siempre el mismo, como una especie de iglú gigante, de donde le venía el nombre, pero el diseño del interior era distinto cada año.
Mientras el personal se abrigaba para salir fuera, sonó el teléfono de recepción. Sven, que era el que estaba más cerca del aparato, fue quien respondió.
–Hotel Siopis Ice. ¿En qué puedo ayudarlo?
Los ojos de Sven se cruzaron con los de Lena, y el pánico repentino que vio en ellos la inquietó. Sven asintió con vehemencia a lo que la persona al otro lado de la línea le estaba diciendo, y respondió antes de colgar:
–Por supuesto; haré que alguien se encargue inmediatamente.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Lena.
–Era Magda. La inspección se ha adelantado.
Oír aquello hizo a Lena enarcar una ceja, pero no la preocupó. Magda era la secretaria de Konstantinos Siopis, el dueño de la cadena de hoteles a la que pertenecía el Siopis Ice. Cada seis meses alguien de la junta directiva llevaba a cabo una inspección rutinaria. De hecho, a ella misma le había parecido que la fecha inicial –tres días antes del día de Navidad– era una locura. Tenía sentido adelantarla.
–Y el señor Siopis va a venir en persona a hacer la inspección –añadió Sven.
Lena se sintió palidecer. Se agarró con ambas manos al mostrador, se obligó a inspirar y preguntó con voz ronca:
–¿Cuándo?
–Llegará dentro de cuatro horas.
Lena hizo lo que pudo para que su voz no delatara el pánico que se apoderó de ella.
–Muy bien. Haré que vayan a recogerlo al aeropuerto. ¿Ha dicho Magda cuánto tiempo se va a quedar?
–No.
Lena no reprochó a Sven que no se lo hubiera preguntado. Magda era casi tan intimidante como su jefe, que también lo era de ella… además de ser el padre del hijo que llevaba en su vientre.
Konstantinos miró por la ventanilla. Fuera estaba oscuro como la boca del lobo. Tal vez hubiera a quienes les fascinaba aquel país gélido, pero ese no era su caso. Su hábitat natural eran las tierras bañadas por el sol y el mar, como Cos, una de las islas del archipiélago griego del Dodecaneso, donde había nacido.
El piloto estaba iniciando el descenso, y se encontraban tan al norte de Suecia que en aquella época del año el sol aún tardaría semanas en volver a asomar. El aterrizaje fue suave y sin contratiempos, pero el frío le azotó el rostro en cuanto la azafata abrió la puerta para que bajara por la escalerilla. Recorrió el corto trayecto hasta el coche que lo aguardaba, y cuando subió a la parte trasera agradeció el calor de la calefacción y pensó con ironía que aun tendría que sentirse afortunado por que no estuviera nevando.
De niño siempre había envidiado a los críos que veía en esas películas navideñas en las que con la nieve hacían muñecos y se lanzaban bolas unos a otros. Su primera experiencia real con la nieve había sido a sus veintiún años, en un viaje de fin de semana que había hecho con Cassia a Nueva York. A los cinco minutos ya había empezado a detestar el frío y la nieve, y a su regreso a Grecia había decidido que en lo posible evitaría ambas cosas durante el resto de su vida.
Entonces, ¿por qué había tomado aquella impulsiva decisión de retrasar su viaje a Australia para ir a aquel endiablado sitio donde ni siquiera había luz solar? En cada uno de sus hoteles llevaba a cabo una inspección rutinaria dos veces al año, pero en invierno delegaba esa tarea en otros cuando se trataba de los que estaban en los lugares más fríos del hemisferio norte.
Sin embargo, esa mañana lo habían informado de que Nicos, quien tenía que hacer la inspección en el hotel Siopis Ice había sido ingresado por piedras en la vesícula y tendría que estar de baja al menos seis semanas. La inspección estaba prevista para tres días antes del día de Navidad, y para eso faltaba menos de un mes.
El Siopis era la joya de su imperio hotelero. Durante todo el año recibían en Internet excelentes valoraciones por parte de sus visitantes, y cada invierno gente de todo el mundo volaba hasta allí para pasar una noche en El Iglú, una magnífica estructura que construían con hielo y nieve.
Desde su apertura, ocho años atrás, Konstantinos realizaba personalmente una de las dos inspecciones anuales, pero siempre en la temporada de verano, cuando hacía buen tiempo y los visitantes que se alojaban en el hotel eran aventureros ávidos de explorar los parajes naturales que lo rodeaban y de hacer rafting.
Retrasar la fecha de la inspección no habría supuesto ningún problema si no fuera porque cinco meses atrás Konstantinos había ascendido a gerente a Lena Weir, la candidata más joven y menos cualificada para el puesto.
Lena le enviaba un informe cada semana, como se esperaba de ella, y los visitantes seguían dando buenas valoraciones en Internet al hotel tras su estancia, pero solo una inspección concienzuda determinaría si las cosas iban tan bien como parecía desde fuera. Así que había tenido que apechugar, a pesar de lo mucho que detestaba el frío y la falta de sol, para ir a ocuparse él mismo de la inspección.
Sin embargo, como iba a pasar la Navidad con su familia en Cos, la fecha de la inspección le iba demasiado ajustada –sobre todo si se presentara algún imprevisto–, y por eso había decidido adelantarla.
Pero el motivo por el que se sentía tan incómodo con respecto a aquella inspección no tenía nada que ver con eso, sino con un error estúpido que había cometido una noche en ese mismo lugar cinco meses atrás.
Todo había empezado por una costumbre de su padre que él había adoptado. Hasta que se había jubilado, cada vez que había contratado a un nuevo empleado para el restaurante familiar, su padre lo había invitado a cenar a modo de bienvenida.
Konstantinos contrataba cada año a miles de personas en distintos lugares del mundo, así que habría sido imposible para él hacer lo mismo, por lo que había optado por invitar a cenar solo a cada nuevo gerente de uno de sus hoteles para continuar con la tradición. Y así fue como había acabado compartiendo una cena con Lena Weir después de ascenderla al puesto de gerente del hotel Siopis Ice.
Aunque el hotel estaba ubicado en el lugar más remoto imaginable, había unos pocos restaurantes selectos en torno a él, incluido el propio restaurante del hotel, galardonado con varias estrellas Michelin, donde habían cenado.
Habían elegido el menú degustación, acompañando cada plato con el vino recomendado, y de algún modo habían acabado bebiéndose un par de botellas entre los dos. Luego había acompañado a Lena a su cabaña, y hasta había aceptado su invitación a pasar para tomarse un café, como si fuera lo más natural del mundo. Una cosa había llevado a la otra, y habían acabado acostándose.
A la mañana siguiente habían sido extremadamente educados el uno con el otro, y él había abandonado Suecia más o menos convencido de que aquel desliz no afectaría a su relación de trabajo. Al fin y al cabo Lena Weir no era tonta. Sabría muy bien que un hombre no seguiría soltero a sus treinta y siete años a menos que fuera porque así lo quisiera.
Pero la cuestión, la razón por la que se sentía intranquilo, era que nunca se había emborrachado con una empleada, ni se había acostado con ninguna. Había sido un error, y los dos habían estado de acuerdo en ello a la mañana siguiente, un error del que jamás volverían a hablar.
Cuando el todoterreno se detuvo frente a la cabaña donde se encontraba la recepción, Lena evitó la mirada de Sven. Sabía que el temor que vería en sus ojos no haría sino avivar aún más el pánico que le estaba revolviendo el estómago.
Claro que ese temor que ella sentía no tenía nada que ver con el de Sven, ni con el del resto de los empleados, quienes, cuando les habían dicho que el dueño de la cadena iba a hacerles una visita sorpresa, habían empezado a correr de un lado a otro como pollos sin cabeza.
Aunque era natural, Lena sabía que su plantilla no tenía por qué angustiarse. Formaban un equipo sólido y se apoyaban los unos a los otros. Konstantinos Siopis no encontraría nada que no se ajustara a sus exigentes estándares. O eso esperaba ella. Konstantinos pagaba muy bien a sus empleados y era generoso en lo que se refería a los complementos salariales, pero a cambio esperaba de ellos que realizaran su trabajo a la perfección.
Tras una valoración negativa del hotel en Internet, Konstantinos insistía siempre en que se investigase a fondo si tenía fundamento. Y si se descubría que había habido negligencia por parte de algún empleado, este podría considerarse afortunado si únicamente le hacían una amonestación por escrito. No había segundas oportunidades.
En los cinco meses que Lena llevaba en el puesto de gerente solo había tenido que lidiar con tres incidentes de ese tipo. Como solo habían sido pequeñas infracciones y ningún cliente las había mencionado en sus valoraciones, había optado por no dejar constancia en los expedientes de esos empleados. Pero era imposible que Konstantinos se hubiese enterado de eso… ¿O no?
Tragó saliva y lo observó mientras se bajaba del todoterreno. Llevaba un abrigo largo de lana que poco calor debía darle cuando fuera la temperatura era de varios grados bajo cero, pero avanzó impasible sobre la nieve compactada hacia la entrada de la cabaña. Con cada paso que daba el corazón de Lena latía con más pesadez.
Aparte del doctor del hotel, que estaba obligado a la confidencialidad, nadie más sabía que estaba embarazada. No podía permitirse perder su trabajo. Sin él, no podría ahorrar lo suficiente como para mantenerlos a ella y a su bebé. Y tampoco tendría dónde vivir. Sabía que sus padres estarían dispuestos a acogerla en su casa en Inglaterra, pero su antiguo dormitorio se había convertido en un almacén improvisado donde guardaban el equipamiento médico que necesitaba su hermana.
Además, ella solo disponía de unos pocos ahorros, y los de sus padres habían mermado considerablemente tras el terrible accidente del que ella había salido ilesa, pero que había dejado a su hermana Heidi postrada en una cama y requiriendo cuidados las veinticuatro horas del día.
Mientras Sven se apresuraba a abrir la puerta, Lena tomó la gruesa carpeta que había preparado y la asió con ambas manos frente a su vientre, rogando para sus adentros que Konstantinos no se fijara en su figura.
La temperatura dentro de la cabaña era tan agradable que la mayoría del personal solo llevaba el polo de manga larga que formaba parte del uniforme, pero en las últimas dos semanas Lena había empezado a ponerse el grueso vestido de punto gris oscuro que vestían las empleadas que trabajaban de cara al público. Solo alguien muy observador sería capaz de atisbar la barriguita que estaba empezando a mostrar su estado. Además, llevaba una talla más, y así la disimulaba mejor.
Konstantinos dio unos cuantos pisotones en la alfombrilla frente a la puerta para sacudirse la nieve de las suelas y pasó al interior. Sus ojos se posaron en la mujer con la que había pasado la noche la última vez que había estado allí, y los grandes ojos castaños de ella se encontraron con los suyos. Pasó un instante antes de que esbozara una sonrisa y se acercara hasta llegar junto a él. Apartó la mano derecha de la carpeta que sostenía y se la tendió.
–Señor Siopis, qué sorpresa tan inesperada… –murmuró.
–No lo dudo –contestó él con ironía, estrechándole la mano.
Sin embargo, la sensación cálida que se expandió por su piel hizo que le soltara la mano de inmediato. Paseó la vista por el vestíbulo, y se fijó en la decoración navideña, típica del lugar, y en el abeto que alguien había adornado con buen gusto y maestría. Olía a pino, a canela y a naranja.
Aunque las cabañas que formaban el complejo hotelero estaban provistas de calefacción por energía geotérmica, la cabaña principal, donde estaba la recepción, tenía una enorme chimenea, algo que agradecían los huéspedes a su llegada, cuando llegaban medio helados. Y eso fue lo que hizo Konstantinos, acercarse al fuego para calentarse un poco.
Tras un instante en silencio con las manos levantadas hacia la chimenea, giró la cabeza hacia Lena, que estaba a su lado. Advirtió una expresión en su rostro que casi podría confundirse con miedo. Ambas emociones eran comprensibles. Él también había sentido un cierto nerviosismo ante la idea de volver a verla.
Desde la traición de Theo y Cassia solo había tenido alguna que otra relación de una noche, siempre con mujeres a las que acababa de conocer y a las que no tenía intención de volver a ver, mujeres a las que no había sentido deseo alguno de volver a ver.
A Lena en cambio sí, y esa era otra razón por la que estaba claro que era una mala idea cruzar la barrera del trato estrictamente profesional. Desde aquella noche juntos, cada vez que miraba su bandeja de correo en su despacho y se encontraba un mensaje de ella, el corazón le daba un brinco. Una reacción que no solo estaba fuera de lugar, sino que también se le antojaba inexplicable. Además los e-mails de Lena, siempre concisos y profesionales, eran los únicos que tenía que leer dos veces porque le costaba concentrarse. No volvería a dejar que ocurriera lo que había ocurrido aquella noche. Mezclar trabajo y placer solo podía acabar en desastre.
Y ahora la tenía allí, junto a él, con el fuego arrancándole brillos rojizos del cabello castaño, que llevaba suelto sobre los hombros. Era tan hermosa que haría que cualquier hombre que se cruzase con ella por la calle se girase para mirarla. Tenía unos ojos grandes y expresivos, la nariz recta y bonita, los labios carnosos y una figura esbelta con unos pechos voluptuosos que… Atajó sus pensamientos de golpe.
–¿Me han preparado una cabaña? –le preguntó bruscamente.
–Por supuesto –asintió ella–. Y tengo el balance del último cuatrimestre, si quiere…
–Hablaremos de eso más tarde –la interrumpió Konstantinos–. Mi prioridad es ver El Iglú.
Quería quitarse eso de encima lo primero para poder pasar el resto de su breve estancia resguardado del frío de mil demonios que hacía en aquel lugar.
Lena asintió y, esbozando otra de sus radiantes sonrisas señaló al tipo alto que estaba tras la mesa de recepción junto a una mujer joven.
–Quizá Sven podría…
–No. Usted es la gerente; le corresponde a usted enseñármelo.
Un nuevo destello de miedo relumbró en los ojos de Lena, pero volvió a esbozar una sonrisa y contestó:
–Claro. Solo iba a sugerir a Sven para acompañarlo porque su padre ha sido el arquitecto principal de la construcción de este año, y él ha diseñado una de las habitaciones.
–Pero supongo que estará usted informada de todo lo que haya que saber sobre El Iglú.
–Naturalmente; como todo el personal.
–Bien. Pues que Sven me lleve hasta mi cabaña. Se reunirá usted allí conmigo dentro de treinta minutos e iremos a visitar El Iglú.
–¿Cómo va a querer que vayamos? ¿Caminando o con esquís? ¿O mejor con una motonieve?
Ella personalmente prefería moverse por el complejo con un par de esquís. No había que descender por ninguna pendiente pronunciada ni nada de eso, pero era mucho más sencillo deslizarse con ellos sobre la nieve que caminar.
–Iremos a pie –respondió él sin vacilar.
–Bueno, como quiera.
Konstantinos asintió y se marchó con Sven.
Apenas se hubo cerrado la puerta tras Konstantinos, Lena suspiró aliviada y cerró los ojos un instante. Aquel debía haber sido uno de los momentos más angustiosos de su vida, después de la mañana siguiente a la noche que habían pasado juntos, meses atrás.
Con el corazón latiéndole como un loco, había mirado a Konstantinos, dormido en la cama, junto a ella, y se había levantado con cuidado de no despertarlo. Luego había recogido del suelo la camisa de él, se la había puesto y había descorrido las cortinas. El brillante sol de verano había acariciado su piel, marcada a fuego por los labios de Konstantinos, y se había vuelto hacia la cama con una risita boba, dispuesta a saltar sobre él para despertarlo con un beso, cuando vio que tenía los ojos abiertos, y el modo en que la estaba mirando hizo que se le atragantara la risa.
–Lo de anoche fue un error.
Esas palabras se le habían clavado en el alma como espinas, y en un abrir y cerrar de ojos la felicidad que la había desbordado se había desinflado igual que un globo.
Ella se había rodeado la cintura con los brazos antes de asentir.
–Sí.
Konstantinos había apartado las sábanas a un lado y se había bajado de la cama.
–No tengo por costumbre acostarme con mis empleadas –le dijo–. Y puedo asegurarte que esto no volverá a ocurrir.
El orgullo había obligado a Lena a responder:
–Achaquémoslo a que anoche bebimos demasiado y olvidémoslo.
Los ojos verdes de Konstantinos se habían clavado en ella y le había preguntado:
–¿Podrías hacer eso?
–Soy adulta, y perfectamente capaz de separar mi vida personal de mi vida profesional. Lo de anoche fue un desliz sí; un desliz en el que dudo que ninguno de los dos habríamos caído si hubiéramos estado sobrios. ¿Qué tal si aprendemos del error y no volvemos a hablar de ello?
Se había obligado a no apartar la vista mientras él la escrutaba en silencio, hasta que al final había asentido brevemente.
–Bien; siempre y cuando los dos estemos de acuerdo.
–Totalmente –había respondido ella, y con los dedos había hecho como que se cerraba los labios con cremallera.
Él casi había sonreído.
Tras ponerse unas cuantas capas más de ropa sobre el uniforme, Lena fue a la sala que usaban como almacén a por su mono de esquí, y volvió a la recepción para esperar a que volviera Konstantinos. Para su sorpresa ya había regresado y estaba de espaldas a ella, echándole un rapapolvo a Sven por no sabía qué.
Su corazón palpitó con fuerza solo con verlo, y cerró los ojos un instante e inspiró profundamente para calmarse. Aquella noche, meses atrás, jamás se hubiera imaginado que acabaría acostándose con él. Hasta el momento en que él la había acompañado de vuelta a su cabaña, y de pronto se había sentido triste de que la velada hubiese acabado, no lo había considerado ni remotamente atractivo.
Los menos misericordiosos dirían incluso que era feo, con esas facciones angulosas, la nariz larga, afilada y algo torcida, los labios casi siempre apretados en un gesto de irritación. Además, llevaba el cabello –negro y rizado– muy corto, y el hecho de que soliese vestir en tonos oscuros y que casi nunca sonriese le daban un aire intimidante. Si fuera un actor, sería de esos a los que encasillan en el papel del malo.
Pero aquella noche, meses atrás, le había sonreído varias veces mientras cenaban y charlaban en el restaurante. Y sus ojos, de un verde increíble en el que hasta entonces no había reparado, habían perdido su frialdad y se habían tornado más amables. Tal vez el vino hubiese tenido algo que ver, pero a medida que avanzaba la velada había encontrado fascinante su rostro, el color aceitunado de su piel y aquella voz profunda que siempre le había dado un poco de miedo.
Aunque hablaba inglés con absoluta corrección y fluidez, su acento griego era tan fuerte, que siempre parecía que estuviera al límite de su paciencia, pero aquella noche su tono también se había suavizado, y cuando llegaron a su cabaña se había sentido completamente hechizada por él.
Lo había invitado a pasar con la excusa de ofrecerle un café, y los besos habían dado paso a más besos y apasionadas caricias, y habían acabado haciendo el amor. Y a la mañana siguiente, al verlo aún dormido al despertarse junto a él, su corazón había palpitado con fuerza y se había bajado de la cama para descorrer las cortinas, sintiéndose como una colegiala enamorada. Inexplicablemente, había sido el momento más feliz de su vida en los últimos seis años. Pero entonces él se había despertado y había pronunciado aquellas horribles palabras que habían sido como un jarro de agua fría para ella.
Y en ese momento, mientras avanzaba aprensiva hacia él, se preguntó por enésima vez cómo había pasado de encontrar a Konstantinos poco atractivo a increíblemente sexy en el espacio de una noche.
Al verla acercarse, Konstantinos la saludó con un breve asentimiento de cabeza y continuó abroncando a Sven mientras ella permanecía a un lado, sintiéndose de lo más incómoda. Konstantinos se había quitado el traje y el abrigo con los que había llegado, y ahora llevaba unos vaqueros negros y un grueso jersey gris de lana.
–¿Está lista? –le preguntó cuando finalmente dejó a Sven volver a sus tareas.
–Sí, solo tengo que ponerme el mono y las botas –dijo ella, rodeando la mesa de recepción.
Él asintió y fue hasta uno de los sillones junto a la chimenea, sobre cuyo respaldo le habían dejado un mono de esquí a él también. Mientras cada uno se ponía el suyo, Lena no pudo evitar que los nervios le atenazaran el estómago cuando se calzó las botas.
Había visitado El Iglú hacía tres días, y aunque sus botas eran recias y resistentes al hielo, le daba verdadero pánico dar un traspié y caerse sobre el trasero. No la preocupaba hacerse daño ella, sino al bebé. Sabía que era difícil que se resbalase con aquel calzado, pero aun así… Y a esa preocupación se añadía el hecho de que iría acompañada de la persona que precisamente quería que no descubriese su embarazo.
Detestaba ocultárselo, pero la frialdad con que la trataba era tan enervante, que se convenció de que había tomado la decisión correcta. Había pocas probabilidades de que aceptase que el bebé era suyo sin una prueba de paternidad, y muchas de que la despidiese en el acto si llegaba a enterarse.
Cuando los dos estuvieron debidamente abrigados, con gruesos gorros de lana, bufandas y guantes además del mono y las botas, salieron al frío helador. El vasto complejo hotelero estaba dividido en dos secciones principales. Una era la cabaña de recepción, rodeada por las cabañas de los huéspedes, varios restaurantes, boutiques, un spa, los edificios donde guardaban las motonieves y los equipos de esquí para alquilar entre otras instalaciones. A la izquierda había un camino que conducía a la segunda sección, más conocida como «El Iglú».
–¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte? –le preguntó Lena unos minutos después, dejándose de formalidades ahora que estaban a solas.
Acababan de pasar la pista de patinaje y la cabaña que utilizaban como recepción para El Iglú. La enorme cúpula, hábilmente iluminada, emergió de entre la oscuridad.
–Una noche –contestó él con aspereza.
–¿Y ya es mucho? –adivinó ella, suspirando de alivio para sus adentros.
Eso significaba que esperaba haber terminado la inspección antes de que acabara el día siguiente. Con suerte abandonaría Suecia sin descubrir nada. No quería ni pensar en lo furioso que se pondría cuando finalmente se lo contase. Aquellos ojos verdes en los que había visto el fuego del deseo, la mirarían llenos de desprecio, y los labios que con tanta pasión la habían besado, se torcerían en una mueca iracunda.
–Desde luego. Para mí, en esta época del año, tener que pasar aquí más de una hora ya es demasiado.
–Detestas el frío, ¿eh?
–Con todas mis fuerzas –masculló él.
La entrada a El Iglú era una estructura permanente. Las puertas automáticas se abrieron cuando se acercaron, y entraron a un mundo de un blanco deslumbrante. El vestíbulo era una sala adornada con sillas de respaldo alto y mesas bajas hechas de hielo, y también había una chimenea en la que el hielo tallado creaba la ilusión de un fuego de gélidas llamas blancas.
Año tras año replicaban esa misma sala, que siempre arrancaba gemidos de admiración por parte de los huéspedes cuando llegaban. Y esa fascinación no hacía sino aumentar a medida que los conducían por el resto de la fabulosa construcción.
Konstantinos sabía que allí dentro la temperatura era más cálida que en el exterior –si es que podía decirse algo así a estar a cinco grados bajo cero–, pero estaba sintiéndose tentado de marcharse de aquel condenado país en cuanto saliesen de allí. Podría volar a su hotel en el sur de España, hacer noche allí y por la mañana partir hacia Australia para ocuparse de unos asuntos de negocios antes de regresar a Grecia por Navidad, como había planeado desde un principio. Que Nicos completase la inspección cuando se hubiese recuperado por completo.
Sin embargo, marcharse de esa manera sería como admitirse derrotado, y no solo por el frío, sino también por Lena. No iba a huir porque sintiera mariposas en el estómago cada vez que la miraba. Era una mujer muy hermosa –eso no podía negarlo–, pero hasta aquella cena meses atrás solo había sido para él una más de sus empleadas. Y eso era lo único que era: una empleada, se dijo, intentando convencerse.
Al fondo del vestíbulo con su bóveda en forma de cúpula había varios túneles de hielo que conducían a las docenas de habitaciones individuales de que disponía El Iglú, y Lena lo condujo por el más cercano.
Las habitaciones que le enseñó estaban diseñadas por artesanos de manera individual, por lo que cada una era única. Lo que tenían todas en común era la cama, con un somier de hielo tallado sobre el que descansaba un grueso colchón cubierto con pieles de reno.
–¿Has pasado alguna noche aquí? –le preguntó él mirando a su alrededor.
La habitación en la que acababan de entrar tenía un mural tallado que representaba un bosque de abetos con renos.
–Una vez durante mi primer invierno aquí –contestó Lena.
–¿Y?
–Me resultó tan claustrofóbico que no lo volvería a hacer.
Él la miró sorprendido, esperando una explicación, y ella se encogió de hombros y añadió:
–Es por la oscuridad.
–Pero en esta época del año aquí es de noche todo el día –repuso él.
–Sí, pero aquí dentro la oscuridad es total. Las paredes son tan gruesas que no penetra nada de luz ni llega ningún ruido de fuera. Hay un silencio absoluto. Además, la habitación en la que yo dormí tenía puerta –le explicó.
–La mayoría solo tenían cortinas de piel a modo de puerta, y por los lados se colaban rendijas de claridad de las luces LED de los túneles, que se mantenían encendidas a todas horas por motivos de seguridad. Las habitaciones con puerta eran las más caras puesto que la puerta –entre otros añadidos– hacía que el frío fuese un poco menos intenso. Ella había pensado que era una suerte poder dormir en una habitación con puerta hasta que se apagaron las luces y se encontró sumida en la más completa oscuridad.
–Fuera siempre hay algo de luz… ya sean la luna o las estrellas, o la aurora boreal, pero aquí dentro… –Lena se estremeció y se frotó los brazos con las manos–. Es como dormir en una tumba.
–Espero que no le digas eso a los huéspedes –masculló él.
–Pues claro que no –replicó ella, dolida por su tono áspero. A la mayoría de los huéspedes les encantaba la experiencia–. Me has pedido que te explicara por qué no me gustó y lo he hecho. Además, tanto en la web como en nuestros folletos se especifica que alojarse en El Iglú está desaconsejado para personas con claustrofobia.
–¿Y si tú la tienes, por qué dormiste aquí?
–Porque hasta esa noche no lo sabía.
No hasta que, tendida en la cama, la oscuridad y el silencio la habían retrotraído a la terrible noche en que se había quedado atrapada con su hermana. Recordó cómo había rezado incesantemente para que Heidi se despertase y llegase pronto alguien para auxiliarlas, y casi le pareció que podía oler la sangre que manaba de las heridas de su hermana.
–Bueno, creo que ya hemos visto bastantes habitaciones –dijo Konstantinos, devolviéndola al presente–. Llévame al bar.
El bar estaba al fondo de El Iglú, cerca del túnel que llevaba a los huéspedes a unos vestuarios que no estaban hechos de hielo y contaban con calefacción. Cuando llegaron, mientras Konstantinos miraba en derredor, Lena se sentó en el asiento de uno de los reservados, también hecho de hielo y cubierto con piel de reno.
En su opinión el artesano que había creado el bar se había superado a sí mismo aquel año. El nivel de detalles de los bloques de hielo tallados era increíble. Era como estar en un bar, con su barra y sus taburetes, sus mesas, las paredes recubiertas de madera de las que «colgaban» cuadros divertidos…, solo que todo era de hielo. Hasta había un perchero con abrigos. Lo único que no eran ilusiones eran las pieles que recubrían los asientos y las bebidas que se ofrecían.
Miró a Konstantinos, que estaba examinando un vaso tallado en hielo con auténtica fascinación.
–¿Quieres tomar algo? –le preguntó él de repente, para su sorpresa.
Lena sacudió la cabeza. Konstantinos tomó una botella de whisky y se sirvió una pequeña cantidad en el vaso. Se lo bebió de un trago e hizo una mueca.
–Demasiado frío para mi gusto –dijo–. Regresemos.
Mientras regresaban, Konstantinos se dio cuenta de lo arrogante que había sido al creer que podría mantener la cabeza fría con Lena a su lado mientras le mostraba El Iglú. Además, el hecho de que en todos esos meses no hubiera podido dejar de pensar en ella lo irritaba profundamente. No sabía si estaba irritado con ella, consigo mismo o con ambos.
Lo había exasperado verla moverse vacilante por El Iglú, poniendo la mano en la pared a cada paso que daba, como si el hielo bajo sus pies le diese miedo. Lo cual era imposible, cuando llevaba años viviendo y trabajando allí. Lo exasperaba porque la hacía parecer vulnerable y eso despertaba en él un estúpido instinto protector.
Mientras caminaban se dijo que debería haber optado por las motonieves para desplazarse. Si lo hubiera hecho ya estarían de regreso en la cabaña de recepción. Y allí, rodeados de otras personas, al menos las conversaciones a su alrededor sofocarían los recuerdos de aquella noche que asaltaban su mente todo el tiempo.
–¿Cómo te estás adaptando a tu nuevo puesto? –le preguntó abruptamente a Lena.
La idea de encerrarse con Lena en su despacho se le antojaba insoportable. Mejor aprovechar para hacerle ya las preguntas que tenía que hacerle y quitárselo de encima. Pasaría la noche repasando los libros de cuentas y así podría largarse cuanto antes de allí.
–Bien, gracias.
–¿Y la carga de trabajo? ¿Te parece que puedes sobrellevarla o…?
Casi estaba deseando que le confesara que le resultaba demasiado estresante y que le presentara su dimisión en ese mismo momento.
–Bueno, cuando me presenté como candidata para el puesto era consciente de que la carga sería mayor –contestó ella.
–¿Y las responsabilidades que conlleva? Ha sido un salto muy grande para ti.
No todo el mundo estaba preparado para tomar decisiones de envergadura y lidiar con los problemas. Con suerte tal vez admitiera que ella no lo estaba.
–Es verdad –asintió–, pero cuento con un equipo estupendo. Todo el mundo hace su parte.
–¿Algo que te preocupe o que creas que requiere mi atención?
–No, nada reseñable desde mi último informe.
Habían llegado a la cabaña. Konstantinos se detuvo para sacudirse la nieve de las botas, y le preguntó:
–¿No hay nada que hayas omitido?
Le pareció atisbar un destello de inquietud en los ojos de Lena, pero esta sacudió la cabeza y respondió:
–No, te he puesto al corriente de todo lo que debías saber.
Konstantinos entornó los ojos, preguntándose si no estaría mintiéndole. Era consciente de que los gerentes de sus hoteles a menudo maquillaban un poco sus informes y omitían pequeños incidentes. Pero hacía la vista gorda. No podía estar pendiente de cada pequeño detalle, y no le quedaba más remedio que fiarse de su criterio en cuanto a lo que les parecía que no era lo bastante serio como para comunicárselo.
Sin embargo, ocasionalmente llegaban a sus oídos ciertos incidentes que no deberían haber sido escondidos bajo la alfombra, y no podía evitar preguntarse si Lena estaría tapando alguno de poca importancia, o algo más grave. Por su reacción sospechaba que se trataba de lo segundo.
Cuando entraron, Konstantinos se quitó el gorro y, mientras se bajaba la cremallera del mono de esquí le dijo a Lena:
–Creo que tu turno ha terminado, ¿no? Déjame abierto tu despacho; quiero hablar con unos cuantos miembros de la plantilla.
Ella se quedó muy quieta y de nuevo le pareció ver inquietud en sus ojos castaños.
–¿Sobre mí?
Convencido ya de que estaba ocultando o tapando algo, esbozó una media sonrisa.
–Bueno, parece que todo está en orden, pero creo que no está de más que hable con otras personas. Si hubiera algo que necesite que me expliques, te avisaré. Entretanto, aprovecha y disfruta de tu tiempo libre.
Bien entrada la medianoche, mientras se desvestía en la cabaña en la que lo habían alojado, Konstantinos no sabía muy bien si sentirse aliviado o decepcionado. Las únicas faltas que Lena no le había notificado eran tan insignificantes que lo habría irritado que las hubiese incluido en un informe. La realidad era que Lena era una gerente ejemplar que contaba con el respeto y la lealtad de toda la plantilla.
Con un vaso de whisky en la mano se metió en la bañera que había llenado para entrar en calor, porque estaba helado hasta los huesos, e intentó no trazar mentalmente la ruta hasta la cabaña de Lena. De hecho, ahora que la había ascendido a gerente seguramente ya no ocupaba la misma cabaña en la que habían pasado la noche juntos meses atrás.
Tras tomar un sorbo del vaso recostó la cabeza contra el borde de la bañera, cerró los ojos e inspiró profundamente, en un intento por ignorar la punzada de deseo que estaba notando en la entrepierna.
Debería haber aceptado la proposición de aquella mujer en California la semana anterior. La había conocido en una conferencia sobre inversiones en tecnología a la que había asistido, y había mostrado un interés más que evidente por él desde el momento en que había visto su nombre en la placa de identificación que llevaba prendida en la solapa.
No dejaba de sorprenderlo cómo aumentaba su sex-appeal cuando las mujeres descubrían quién era. Mujeres hermosas que apenas lo miraban dos veces cuando pensaban que era un don nadie, de repente empezaban a flirtear con él. Cualquiera pensaría que lo que les interesaba era su dinero. Y cualquier hombre con sangre en las venas se sentiría tentado de dejarse seducir por ellas y disfrutar de una noche de sexo sin compromiso.
De hecho, si hubiera aceptado la invitación de aquella mujer de tomar una copa en su habitación –invitación que le había hecho mientras deslizaba el dedo por su corbata–, tampoco le habría venido mal. Pasar cinco meses sin sexo no era sano. Nunca había pasado tanto tiempo sin hacerlo, y quizá por eso no hacía más que pensar en Lena, la última mujer con la que se había acostado. Apuró el resto del whisky de un trago. En cuanto se despertase a la mañana siguiente se marcharía. Mantendría las apariencias, felicitaría a Lena por su buena gestión y se largaría de aquel condenado lugar dejado de la mano de Dios.
Frente al espejo, Lena se aplicó con la yema del dedo el corrector para disimular las ojeras que tenía porque apenas había dormido y un poco de cacao en los labios. Finalmente se puso el mono de esquí y salió de su cabaña para recorrer el corto trayecto hasta la recepción. Estaba tan nerviosa que tenía el estómago encogido. Antes de meterse en la cama había pasado toda la tarde temiendo que en cualquier momento sonara el teléfono y que Konstantinos le dijera que fuese a la cabaña de recepción.
Había estado convencida de que iba a perder su trabajo, de que descubriría el incidente del dinero que había descubierto que faltaba –y que había sido devuelto al día siguiente por quien lo hubiera tomado–, y la riña entre dos miembros de la plantilla que habían bebido, aunque ningún huésped la había presenciado, y que habían pagado de su bolsillo los muebles que habían roto.
Al llegar, colgó el mono de esquí y se dirigió a su despacho.
Konstantinos ya estaba allí, sentado tras su escritorio, sin afeitar pero vestido con camisa y corbata y un suéter negro mirando algo en la pantalla de su ordenador. El estómago le dio un vuelco y el corazón le palpitó tembloroso.
Debía haber subido la calefacción, porque el aire estaba tan cargado que parecía que hubiera entrado en una sauna. De algún modo logró inyectar en sus palabras un tono alegre cuando lo saludó.
–Buenos días –le dijo–. ¿Todo bien?
Él levantó la vista de la pantalla y la saludó con un breve asentimiento.
–Tienes un e-mail de uno de los proveedores de alimentos. Te escriben para avisar de que hoy se retrasarán en la entrega.
–¿Estás leyendo mi correo?
–Tampoco es que sea una cuenta personal –puntualizó él–. Y no estaba leyendo tu correo. Hace un par de minutos ha saltado una notificación de que había llegado un mensaje nuevo y el asunto era «retraso en la entrega» –añadió–. ¿Supondría un problema para ti que leyera tu correo?
El modo en que sus ojos verdes la escrutaron hizo que a Lena le ardieran las mejillas, pero se mantuvo erguida y respondió con calma:
–En absoluto. ¿Cómo va la inspección?
Si estaba a punto de perder su empleo, preferiría saberlo cuanto antes.
–Ya he terminado.
–¿Ya?
Konstantinos volvió a clavar los ojos en ella.
–Sí. Y tengo que felicitarte: sabes delegar cuando es necesario, llevas el timón con mano firme, el estado de las instalaciones es impecable, los huéspedes están contentos y la plantilla también.
Lena, que había estado conteniendo el aliento, se sintió tan aliviada al oírle decir eso que se rio y murmuró:
–Uf, menos mal.
–Pareces sorprendida.
–Bueno, no puedo decir que me engañara pensando que mi opinión de cómo llevo las cosas fuera a ser la misma que la tuya.
–Creo que te exiges a ti misma tanto como yo exijo para que todo esté al más alto nivel –respondió él. Miró su reloj y se levantó–. Me marcho.
En vez de alegrarse de que se fuera tan pronto, a Lena el estómago le dio un vuelco y no pudo evitar un ligero temblor en su voz cuando le preguntó educadamente:
–¿Y a dónde te diriges ahora?
–A Australia.
–Supongo que el clima allí es más de tu gusto, ¿no?
Él esbozó una media sonrisa antes de asentir con un gruñido y le tendió la mano por encima de la mesa. Los latidos de su corazón se volvieron más rápidos y fuertes, y cuando ella extendió el brazo y los dedos de él, largos y cálidos, estrecharon los suyos, sintió una punzada en el pecho.
–Bien, pues hasta el verano que viene –dijo él bruscamente.
Lena reprimió a duras penas el impulso de lanzarse a sus brazos, confesarle que esperaba un hijo y suplicarle que no se fuera y que lo criaran juntos.
Él entornó los ojos y la miró preocupado.
–¿Ocurre algo?
Lena apartó la mano, tragó saliva y sacudió la cabeza.
–No, es que aquí hace un poco de calor –murmuró. Tampoco era mentira.
Él se quedó mirándola un momento, pero luego rodeó la mesa, se despidió de nuevo y abandonó su despacho, dejando tras de sí el olor de su colonia.
El vehículo en el que iba Konstantinos aún no se había puesto en marcha cuando este se dio cuenta de que se había dejado el móvil en la mesa del despacho de Lena. Le pidió al conductor que le diera un par de minutos para ir a por él y se bajó, sintiéndose como un idiota.
Si no hubiera tenido tanta prisa por alejarse de Lena no se habría olvidado del maldito chisme y ahora no tendría que volver a verla. Con un poco de suerte tal vez hubiera salido a ocuparse de algún asunto. Lo descolocaba que con solo mirarla se encontrara rememorando aquella noche en que la había hecho suya.
En todos esos meses había hecho todo lo posible por olvidar ese encuentro. El tiempo debería haberlo convertido en recuerdos vagos, pero era como si el volver a verla hubiese hecho que esos recuerdos saliesen a flote. Con solo cerrar los ojos y pensar en esa noche, podía sentir el peso de sus pechos en las palmas de las manos, la suavidad de la piel de Lena contra la suya, y el exquisito placer de hundirse una y otra vez dentro de ella.
Recordaba vívidamente cómo se habían agrandado las pupilas de Lena cuando la había penetrado, cómo había aspirado bruscamente por la boca y de su garganta había escapado un gemido que lo había excitado aún más.
Cuando entró en la cabaña saludó con un asentimiento de cabeza a Anya, una de las recepcionistas, que estaba atendiendo a una pareja recién llegada y se dirigió al despacho de Lena. Como la puerta estaba abierta, entró sin llamar.
Lena estaba de espaldas, abriendo por arriba la ventana. Se había quitado aquel suéter enorme, y la camisa entallada de manga larga y el pantalón negro que llevaba resaltaban su figura. Le dio la impresión de que había puesto un poco de peso.
Lena giró la cabeza en ese momento y dio un respingo al verlo, como sobresaltada.
–Me he dejado el móvil –le explicó él de mala gana, tomándolo de la mesa y metiéndoselo en el bolsillo trasero.
Lena no dijo nada, pero el modo en que se quedó mirándolo le recordó a un ciervo deslumbrado por los faros de un coche. Él salió del despacho, cerrando tras de sí, pero apenas había dado unos cuantos pasos cuando se paró en seco. Algo, tal vez un sexto sentido, lo hizo girarse lentamente y con pies de plomo volvió sobre sus pasos.
Cuando empujó la puerta Lena estaba poniéndose de nuevo el suéter a todo correr. Tiró de él hacia abajo para cubrir lo que parecía una incipiente barriguita, y en el momento en que alzó el rostro Konstantinos atisbó una expresión patente de culpabilidad en sus grandes ojos castaños.
–Levántate el suéter –le ordenó con aspereza.
Ella contrajo el rostro y se rodeó el estómago con los brazos.
–No hagas que te lo repita, Lena –le advirtió él–. Levántatelo.
El gélido tono de Konstantinos hizo que Lena se quebrara. Lo que tanto había temido estaba convirtiéndose en realidad. Las lágrimas que había estado conteniendo empezaron a rodar por sus mejillas. Con manos temblorosas se levantó el suéter. Él bajó la vista a su barriga, palideció y fue a sentarse algo tambaleante en una de las sillas frente a su mesa. Puso las manos en las rodillas e inclinó la cabeza un momento antes de alzar la vista de nuevo para mirarla a los ojos y preguntarle:
–¿Es mío?
Ella estaba temblando de tal manera que apenas logró articular un «sí».
La ira tensó las facciones de Konstantinos, que se puso en pie y masculló:
–Víbora taimada y embustera…
La furia que sentía era tal, que tuvo que abandonar el despacho para no seguir soltándole improperios aún peores. Sin importarle el frío que hacía fuera ni que hubiera empezado a nevar, salió por la puerta de emergencia que daba a la parte trasera del edificio. Pisoteó con rabia el camino que algún empleado había abierto con una pala y se acercó al montón de nieve apilada a uno de los lados. Con las manos desnudas hizo una bola y la lanzó tan lejos como pudo con un gruñido y volvió a hacer lo mismo una y otra vez hasta que se hubo desahogado lo bastante como para calmarse un poco. Con las manos congeladas, los pulmones ardiéndole y la ropa empapada, volvió dentro.
Cuando entró en el despacho, Lena estaba sentada en una de las sillas frente a su escritorio y tenía los ojos y la cara enrojecidos de llorar y una pañuelo de papel en la mano.
–Ponte el traje de esquí y ven conmigo –le ordenó él.
–¿A dónde? –inquirió ella en un hilo de voz.
–A mi cabaña, para que podamos hablar sin que nos molesten –respondió Konstantinos–. Supongo que aún no se la habrán dado a ningún huésped, ¿no?
Cuando Lena sacudió la cabeza, él asomó la cabeza al pasillo y gritó:
–Anya, avise para que no le den a nadie la cabaña en la que estaba alojado. Y llame a Sven para que venga y se quede al mando hasta nueva orden.
Luego se volvió hacia la mujer que lo había engañado, que deliberadamente le había ocultado que esperaba un hijo suyo, y al ver que no se había movido la instó con un brusco:
–No me hagas repetírtelo: levántate y ve a ponerte el traje de esquí.
Con el corazón en un puño, Lena obedeció y cuando regresó, con su traje de esquí, su gorro, su bufanda y sus botas, vio que él aún no se había abrigado.
–¿Vas a salir así? –le preguntó vacilante.
–¿Para qué me voy a poner nada más encima? –masculló él con ironía–. Total, ya estoy medio congelado…
Por su expresión Lena supo que era mejor no discutir con él. Salieron por la puerta de emergencia. Lena agradeció el aire frío, y cuando llegaron a la cabaña de Konstantinos tenía la mente más despejada.
Aquella cabaña era mucho mayor que la suya, y mucho más lujosa. Lena se quitó toda la ropa de abrigo que se había puesto, y él colgó su abrigo empapado en el perchero del vestíbulo y se quitó los zapatos y los calcetines, que también estaban calados. A pesar de la agradable temperatura en el interior de la cabaña, Lena sabía que debía estar congelado.
–Deberías tomar un baño para entrar en calor –le dijo en un murmullo.
–No finjas ahora que te preocupa mi bienestar –le espetó él.
Se quitó el jersey, la corbata y la camisa y lo dejó caer todo al suelo antes de alejarse hacia el cuarto de baño tieso como un palo y cerrar de un portazo tras de sí. Al poco rato se oyó el ruido de un grifo, y Lena dedujo que debía haber seguido su consejo a pesar de todo.
Para no volverse loca con todas las preocupaciones que la agitaban, Lena optó por ocuparse en hacer algo. Recogió del suelo la ropa que Konstantinos se había quitado para meterla en el cesto de plástico que había en un rincón del vestíbulo, y sin saber por qué hundió la nariz en las prendas e inspiró. El aroma de la colonia de Konstantinos hizo que se le saltaran las lágrimas, y se apresuró a echar la ropa en el cesto para no salir llorando.
Les vendría bien beber algo caliente, pensó, y fue al salón, donde había una máquina para preparar bebidas. Como sabía que a Konstantinos el café le gustaba solo, colocó una cápsula de expreso y luego se preparó para ella un chocolate caliente.
Se acercó a la puerta del baño con la taza de café y vaciló un instante antes de llamar con los nudillos.
–Te he preparado una bebida caliente –dijo.
Al poco rato la puerta se abrió y Konstantinos, con el móvil en la mano y una toalla liada en torno a las caderas, se quedó mirándola ceñudo. Lena no era baja de estatura –medía casi un metro setenta–, pero en ese momento se sentía diminuta.
Konstantinos le quitó la taza de la mano y soltó un gruñido, que ella interpretó como un «gracias», antes de volver a cerrar la puerta.
Lena exhaló un suspiro y volvió al salón, tratando de tomarse como algo positivo que hubiera aceptado el café. Se dejó caer en uno de los sillones y pensó en la época en la que buscar el más mínimo signo positivo había sido lo que la había ayudado a no desesperar. Los parpadeos que indicaban que Heidi entendía lo que le decían, su primera sonrisa después del accidente, la primera vez que había intentado volver a hablar, cuando había logrado hacerlo…
Luego, por desgracia, había llegado un punto en el que los médicos les habían dicho que no habría más avances, que tenían que aceptar que su hermana no podría recuperarse por completo.
Lena no comprendía que Heidi no estuviera resentida de que hubiera salido ilesa del accidente mientras ella había quedado condenada por la parálisis que padecía. Le entraban ganas de llorar de solo pensar en la vida que podría haber llevado Heidi. Había llorado tanto… Pero las lágrimas no cambiaban nada. Heidi no podría ser madre, no podría formar la familia que siempre había ansiado.
Ella, en cambio, ni se había planteado tener hijos. Solo tenía veinticinco años. La posibilidad de casarse y tener hijos le había parecido algo tan lejano…
Al notar que el bebé se movía, se puso una mano en la barriguita, cerró los ojos y se la acarició, preguntándose una vez más cómo se tomaría Heidi la noticia de que iba a ser tía cuando le contase a su familia lo del embarazo.
En ese momento oyó abrirse la puerta del baño. Abrió los ojos y sus pensamientos se disiparon. Konstantinos apareció en albornoz y con la taza de café en la mano, y fue a sentarse en el sillón junto al de ella. La frialdad de la mirada en sus ojos verdes cuando se clavaron en ella la hizo estremecer por dentro.
–¿Estás segura de que el niño es mío? –le preguntó.
–Completamente. Eres el único hombre con el que he tenido relaciones en los últimos seis años.
Konstantinos apretó la mandíbula y sus ojos relampaguearon.
–¿Esperas que me crea eso?
–Es la verdad.
Los ojos de él siguieron fijos en los de ella, y Lena se dio cuenta de que estaba escrutándola, sopesando si creerla o no. Ella no podía hacer otra cosa sino sostenerle la mirada y confiar en que se diera cuenta de que no estaba mintiendo. Porque si no la creía…
Volvió a estremecerse por dentro. Sabía lo que le esperaba si Konstantinos decidía que no estaba diciéndole la verdad. La despediría y sin un empleo no le quedaría otro remedio más que pedir ayuda a su familia hasta que el bebé naciera y pudiera obligarle a someterse a una prueba de paternidad.
Konstantinos tomó un sorbo de su café y dejó la taza en la mesita alta junto a su sillón.
–Si lo que dices es verdad, contéstame a esto –murmuró con voz ronca–: si soy el padre de ese niño, ¿qué diablos te dio derecho a ocultármelo todo este tiempo?
La expresión aturdida de Lena irritó a Konstantinos. Debía estar al menos de cinco meses, y ella tenía que haber notado síntomas de que podía estar embarazada hacía al menos cuatro meses. Tres, como mínimo, siendo generoso. Tres meses durante los cuales le había ocultado que esperaba un hijo que supuestamente habían concebido juntos.
Y que esperara que creyera que no había estado con ningún otro hombre en seis años, cuando había sido ella quien había dado el primer paso aquella noche… ¿Acaso lo tomaba por tonto?
Además, sabía de buena tinta que había habido varios romances entre el personal del hotel. Este estaba en un lugar tan aislado que todo el personal vivía allí, y por eso mismo era el único de sus hoteles en el que hacía la vista gorda a ese respecto. En tanto no afectara a su rendimiento en el trabajo, ¿quién era él para juzgar cómo pasaban las noches cuando estaban de permiso?
Sin embargo, más de una vez en esos meses se había encontrado preguntándose con quién podría estar compartiendo cama Lena, y se le habían revuelto las entrañas al imaginársela con cualquier otro hombre tocándola, aspirando su delicado olor a mujer, besándola…
–Te he hecho una pregunta –masculló–. Si esperas que crea que soy el padre de ese niño, ¿por qué me lo has ocultado todo este tiempo?
Todo el mundo sabía lo rico que era, así que resultaba difícil de creer que, si tan segura estaba de que él era el padre, Lena no hubiera pensado que le había tocado la lotería. La codicia era lo que movía a las mujeres que se habían acercado a él. Su conciencia le susurró que Lena no parecía de esa clase, pero la acalló sin miramientos.
Desde la traición de su hermano había decidido que jamás se casaría ni volvería a tener pareja, y por supuesto que no tendría hijos. Cada vez que se acostaba con una mujer se cuidaba mucho de no olvidarse de usar preservativo. O así había sido hasta aquella noche en que había perdido la cabeza con Lena y se había dado cuenta de que no llevaba ninguno encima.
–No pasa nada –le había susurrado ella, recorriendo con la lengua el borde de su oreja–; estoy tomando la píldora.
Irritado por el cosquilleo que lo recorrió al recordarlo, le espetó antes de que ella pudiera contestar a su pregunta:
–Me dijiste que estabas tomando la píldora.
–Y era verdad –contestó ella. Los ojos se le humedecieron de nuevo.
–Ahórrate las lágrimas –masculló él.
Lo enfurecía pensar que, solo porque en el ardor del momento le había parecido que se moriría si no la hacía suya, había sido tan estúpido como para hacerlo con ella sin tomar ninguna precaución.
Lena se enjugó los ojos y se rodeó la barriga con los brazos y se inclinó hacia adelante.
–Tienes todo el derecho a estar enfadado conmigo, pero te aseguro que no miento. Sí estaba tomando la píldora, pero es una que tienes que tomar cada día a la misma hora, y la verdad es que yo no llevaba demasiado control porque la tomaba para regular mis periodos y no como anticonceptivo. Y siento no haberte contado lo del embarazo antes, pero tenía miedo de cómo reaccionarías y pensé que sería mejor esperar a que naciera el bebé porque sabía que querrías que se hiciera una prueba de paternidad antes de reconocerlo como hijo tuyo.
–¿Y cómo esperabas seguir ocultándomelo hasta entonces sin que lo descubriera?
Era evidente que no podría seguir disimulándolo mucho tiempo.
En ese momento llamaron a la puerta. Konstantinos fue a abrir, y una ráfaga de aire gélido se coló en la cabaña antes de que entraran sus maletas y volviera a cerrar.
–No puedo creer que tenga que quedarme más tiempo en este maldito lugar –masculló mientras se agachaba para abrir una de las maletas. Le lanzó a Lena una mirada acusadora y le dijo–: Se suponía que debía estar camino de Australia. Magda está teniendo que posponer todas mis citas y reuniones.
Lena apretó los labios.
–¿Ya le has dicho que empiece a buscar a otra persona para mi puesto?
–No me des ideas –gruñó él, rebuscando algo en la maleta.
–Me sorprende que no me hayas despedido ya. Al fin y al cabo ya has puesto a Sven al mando.
–Alguien tiene que estar al mando y es evidente que no puedes ser tú después del desaguisado que has provocado.
–Lo habré provocado yo, pero tú contribuiste, y no precisamente en contra de tu voluntad –le recordó ella con amargura–. Además, los dos sabemos que vas a despedirme, así que ¿por qué no acabamos ya con esto? ¿O es que disfrutas prolongando mi sufrimiento?
Konstantinos, sacó unos bóxers negros de la maleta y se los puso por debajo del albornoz antes de dedicarle otra mirada furibunda.
–Así que no solo diste por hecho cómo reaccionaría a tu embarazo, ¿sino también que voy a despedirte?
–Fue lo que hiciste con la persona que precedió en el puesto al gerente anterior a mí.
Konstantinos, que se estaba quitando el albornoz, lo arrojó al suelo y exclamó:
–¡¿Qué?!
Lena se apresuró a apartar la vista de su tentador cuerpo medio desnudo.
–Despediste a Annika porque se quedó embarazada.
–Por supuesto que no.