Un sueño prohibido - Cuento de hadas - Kelly Hunter - E-Book

Un sueño prohibido - Cuento de hadas E-Book

KELLY HUNTER

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Beschreibung

Un sueño prohibido Iba a tenerla tan ocupada que ya no se marcharía jamás Siete años atrás, Gabrielle era la hija del ama de llaves y Luc Duvalier, heredero de una gran fortuna, era un sueño prohibido. Por culpa de un beso robado, Gaby fue desterrada de su hogar, pero había vuelto a casa decidida a mirar a Luc de igual a igual, de todas las formas posibles. La química entre ellos era tan intensa, que ambos sabían que solo era cuestión de tiempo que sucumbieran a ella, sin importar las consecuencias y el escándalo... Cuento de hadas Su vida no había sido un cuento de hadas… hasta que conoció a aquel atractivo doctor Cuando la princesa Bridget Devereaux tuvo que reclutar médicos para su pequeño país, se encontró con un problema. El atractivo doctor Ryder McCall era la clave para conseguir lo que se había propuesto, pero, como tutor temporal de dos pequeños gemelos, estaba demasiado ocupado para ayudarla. Para Bridget, la situación de aquel padre soltero era tan conmovedora como intensa la atracción que existía entre ambos. Ryder necesitaba encontrar una niñera. Al presentarse ella voluntaria para ayudarle a cuidar a los gemelos, Bridget sucumbió rápidamente al encanto de aquellos dos bebés… y se enamoró perdidamente de Ryder. Pero sus vidas les llevaban por caminos distintos.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 475 - diciembre 2024

© 2009 Kelly Hunter

Un sueño prohibido

Título original: Exposed: Misbehaving with the Magnate

© 2011 Leanne Banks

Cuento de hadas

Título original: The Doctor Takes a Princess

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1074-061-7

Índice

Créditos

Un sueño prohibido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Cuento de hadas

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

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Capítulo 1

RESPIRA, respira —murmuró Gabrielle Alexander, incorporándose y mirando hacia la impresionante puerta de madera que llevaba a las habitaciones de los sirvientes de Chateau des Caverness. Conocía muy bien esa puerta, conocía el tacto áspero de la madera bajo la yema de los dedos, el sonido hueco del llamador… La última vez que había atravesado aquella puerta tenía dieciséis años, y lo había hecho para no volver durante mucho tiempo, dejando atrás todo aquello que conocía y amaba. Aquellos tiempos turbulentos…

Gabrielle sonrió con nostalgia, recordando a la niña que una vez había sido. Cuánto le había suplicado a su madre para que la dejara quedarse… Cuánto había llorado… Pero la gente a la que ella quería no la quería. Con un corazón de piedra, tan frío como un iceberg, Josien Alexander la había desterrado a Australia sin contemplaciones, sin piedad. Y todo por un beso.

—Ni siquiera fue bueno —dijo para sí, mirando hacia la puerta y buscando el coraje para llamar.

Habían pasado siete años. Y ya había aprendido muchas cosas sobre los besos. Sabía cómo era dar un beso ardiente, dulce, en los labios… besos golosos, sedientos, sobre la piel…

—Fue un beso muy normal.

«Mentirosa…», dijo una vocecita que no quería callarse.

—Un beso de práctica, que no significó nada.

«Mentirosa… mentirosa…».

—Bueno, pues piensa lo que quieras —se dijo a sí misma—. Yo lo recuerdo a mi manera y tú a la tuya —agarró el llamador y lo levantó—. O mejor. Prefiero no recordarlo en absoluto.

Pero era mucho más difícil hacerlo que decirlo; sobre todo allí, rodeada por el veraniego aroma de las uvas, sintiendo el calor del sol en los hombros… Aquel lugar, aquella casa situada en el rincón más idílico de la Champaña francesa, era el único sitio al que podía llamar hogar. Y había pasado siete largos años alejada de él.

Y todo por un beso.

Agarró el llamador de hojalata y llamó con fuerza.

Bum, bum…

Aquel sonido la llevaba de vuelta a la infancia. Su corazón empezó a latir con más fuerza. Se le pusieron los pelos de punta.

Bum, bum, bum…

Pero la puerta no se abría. No se oían pasos provenientes del largo y oscuro corredor. Se volvió hacia el patio interior, dándole la espalda a los aposentos de su madre. Al otro lado estaba el edificio principal del castillo. No quería tener que llamar a todas esas puertas…

Josien tenía neumonía. Eso le había dicho Simone Duvalier en un mensaje. Su vieja amiga de la infancia se había convertido en la señora de Caverness. ¿Y si Josien estaba demasiado enferma como para levantarse de la cama? ¿Y si trataba de levantarse y se caía?

Mascullando un rezo dirigido a un Dios en el que apenas creía, metió la mano en el bolso y agarró una llave. Suave y fría… Ya no tenía derecho a abrir aquella puerta con llave. Esa ya no era su casa. La Gabrielle más prudente le decía que no debía abrir con la llave, pero ese nunca había sido su punto fuerte.

Caprichosa… Sí.

Eso solía decirle su madre.

Testaruda.

Alocada.

La llave giró con facilidad y bastó con un «clic» y un pequeño empujón para abrirla.

—¿Maman? —Gabrielle avanzó lentamente hacia el oscuro pasillo—. ¿Maman?

De pronto vio algo rojo que no debía estar ahí. Era una fila de lucecitas rojas que parpadeaban sin cesar en un cuadro de luces, un sistema de alarma de lo más moderno.

—¿Maman?

En ese momento se empezó a oír un ruido ensordecedor y discordante. Nada de pitidos discretos para aquella alarma… Sonaba como una sirena de aviso de bomba y seguramente se podía oír a varios kilómetros a la redonda.

«Oh, oh…».

Gabrielle corrió hacia las luces parpadeantes y abrió la caja. El teclado contenía tantos números como letras. Metió su fecha de nacimiento, pero el ruido continuó. Introdujo el nombre de Rafael, y después su fecha de nacimiento… Nada. Josien no era de las sentimentales. Probó a teclear la fecha en que había sido construido Chateau des Caverness; el nombre y el año de la mejor cosecha de champán, el número de tilos que flanqueaba el camino que conducía a la mansión… La alarma seguía sonando.

Gabrielle empezó a apretar botones de cualquier manera.

—Maldita sea. Merde. ¡Cállate!

—Me alegra saber que todavía sigues siendo bilingüe —dijo una voz profunda y aterciopelada desde muy cerca.

Gabrielle cerró los ojos y trató de serenar los latidos de su corazón. Conocía esa voz, ese timbre delicioso y cálido… Era una voz de Champaña, una voz de Rheims, una voz que desenterraba pensamientos prohibidos, ardientes… Llevaba muchos años oyéndola en sueños.

—Oh, hola, Luc.

Se dio la vuelta y… Ahí estaba él, la viva imagen del cabeza de familia de una de las dinastías más importantes de Champaña, con unos pantalones grises hechos a medida y una camisa blanca. Gabrielle podría haberse pasado todo el día observando a Luc Duvalier y clasificando los cambios que el paso del tiempo había obrado en él, pero las circunstancias eran apremiantes.

—Cuánto tiempo. ¿Por casualidad sabes cómo apagar esto?

Él pasó por su lado y tecleó algo rápidamente.

—Cinq, six, six deux, quatre, cinq, un.

La alarma dejó de sonar bruscamente y se hizo el silencio, un silencio ruidoso…

—Merci —dijo ella finalmente.

—De nada —le dijo él.

Los labios perfectos de Lucien Duvalier se tensaron ligeramente.

—¿Qué estás haciendo aquí, Gabrielle?

—Antes vivía aquí, ¿recuerdas?

—Pero no desde hace siete años.

—Cierto —dijo ella.

Miró atentamente a aquel hombre alto, moreno, de ojos oscuros… Quería creer que le era indiferente, pero era imposible. Tenía veintidós años la última vez que le había visto, pero entonces ya tenía aquella sexualidad poderosa y escandalosa que envolvía como un manto de terciopelo.

Para los empleados de la mansión siempre había sido «la noche». Rafael, en cambio, su cómplice de travesuras durante la infancia, era «el día», con sus ojos azules y el pelo rubio.

—Siento lo de la alarma —le dijo, encogiéndose de hombros—. No debería haber usado la llave.

Luc no dijo nada. Nunca había sido muy hablador.

Pero Gabrielle lo intentó de nuevo. Respiró hondo.

—Te veo bien, Lucien.

Como seguía sin decirle nada, Gabrielle miró más allá del patio, hacia el castillo acurrucado en la empinada colina.

—Caverness se ve de maravilla. Se ve cuidada, próspera. Me enteré de la muerte de tu padre hace unos años.

No quería decir nada más del tema. Si hubiera querido mentir, podría haberle dicho que lo había sentido mucho.

—Supongo que ahora eres el rey de la casa —añadió en un tono un tanto temerario.

Le miró a los ojos sin vacilar.

—¿Debería ponerme de rodillas?

—Has cambiado —le dijo él de repente.

Gabrielle guardó silencio.

—Te veo más dura.

—Gracias.

—Más guapa.

—Gracias de nuevo —Gabrielle contuvo un suspiro.

Ya que tenía tantas ganas de saber cómo había cambiado, podía hacerle un resumen rápido con los cambios más importantes. Ya no era una adolescente tonta. Y él ya no era el centro de su existencia.

—Míranos —le dijo—. Amigos de la infancia y te he saludado como si fueras un completo extraño. Tres besos, ¿no? Uno en cada mejilla y otro más, ¿verdad? —se acercó un poco y le rozó la mejilla izquierda con los labios.

Un aroma a madera, sutil y embriagador, invadió los sentidos de Gabrielle de repente.

—Uno —dijo ella, retrocediendo para besarle en la otra mejilla.

Él parecía haberse vuelto de piedra.

—Dos —esa vez se detuvo un poco más.

—Déjalo —la voz de Luc sonó grave y peligrosa. La acarició un momento en la barbilla y deslizó la mano hasta agarrarla de la nuca—. Por tu propio bien si no quieres hacerlo por el mío.

Una advertencia… Lo más sabio era hacerle caso, pero Gabrielle se sentía obstinada. De repente sintió un escalofrío a lo largo de la espalda. Cerró los ojos. Él todavía tenía ese efecto en ella. Pero no había nada de qué preocuparse porque ella ya no era una chiquilla ingenua. El tiempo le había dado unas cuantas lecciones y ya sabía que perder la cabeza por un miembro del clan Duvalier era una locura.

—¿Te has casado, Luc?

—No.

—¿No sales con nadie?

—No.

—¿Estás seguro? —le preguntó ella, rozándole el lóbulo de la oreja con los labios—. Te veo un poco… Tenso. Solo es un beso inocente a modo de saludo.

Los dedos que la sujetaban de la nuca se tensaron.

—Tú no eres inocente.

—Te has dado cuenta —ella retrocedió suavemente, obligándole a retirar la mano.

Le dedicó una sonrisa indiferente.

—Siempre fuiste muy observador. A lo mejor a ti te basta con dos besos. ¿Dejamos el tercero para otro momento?

—¿Por qué estás aquí, Gabrielle?

Allí donde nadie la quería… Luc no podría habérselo dejado más claro.

—Simone me llamó y me dejó un mensaje. Decía que mi madre había estado enferma. Decía que… —titubeó un momento. No quería revelarle más debilidades—. Decía que Josien llamaba a los ángeles.

Era difícil saber si Josien realmente llamaba a sus hijos, que llevaban nombres de esas criaturas aladas. Rafe, por su parte, creía que no. De hecho, opinaba que la decisión de Gabrielle de atravesar medio mundo por una súplica desesperada era un error colosal, pero aun así… Aunque Josien no quisiera verla…

Algunos errores eran inevitables.

Gabrielle trató de encogerse de hombros con indiferencia.

—Así que aquí estoy.

—¿Sabe Josien que venías? —le preguntó Luc con tranquilidad.

—Yo… —nerviosa, Gabrielle empezó a juguetear con el puño de su elegante chaqueta color crema—. No.

La mirada de Luc se oscureció. De repente Gabrielle creyó ver en sus ojos algo que parecía empatía…

—Siempre fuiste demasiado impetuosa —le dijo él—. Imagino que tu hermano se negó a acompañarte.

—Rafe está muy ocupado —le dijo ella en un tono cauto—. Y supongo que tú también lo estás. Luc, si me dices dónde puedo encontrar a mi madre…

—Ven —le dijo él, dándose la vuelta bruscamente y dirigiéndose hacia la puerta—. Josien se está quedando en una de las suites del ala oeste hasta que se recupere. Un enfermero se ocupa de ella. Instrucciones del médico. O eso o de vuelta al hospital.

Gabrielle cerró la puerta detrás de ellos, se guardó las llaves en el bolsillo y trató de seguir las zancadas largas de Luc.

—¿Está muy mal?

—Un poco débil. Pensamos que la habíamos perdido dos veces.

—¿Crees que querrá verme?

Los rasgos de Luc se endurecieron.

—No tengo ni idea. Deberías haber llamado antes, Gabrielle. Deberías haberlo hecho.

Los miedos de Gabrielle se le clavaron en el corazón nada más acceder a la mansión por la puerta oeste. Josien Alexander siempre había sido un misterio para sus hijos. Siempre dura y seca, crítica, exigente… Gabrielle se había pasado toda la infancia intentando complacer a su madre, pero era imposible. No obstante, aunque ya nada fuera lo mismo, aunque hubieran pasado siete largos años sin contacto alguno con la mujer que les había dado la vida, ella seguía intentando satisfacerla, estar a la altura. El enfermero que los recibió en el salón de la suite era un hombre de unos cincuenta años de edad. Hans la recibió con un apretón de manos, una sonrisa y una mirada clara.

—Es la paciente más testaruda que he tenido —dijo—. Acaba de tomarse su medicación, así que tenéis unos cinco minutos antes de que empiece a dormirse. Aunque seguro que intenta mantenerse despierta. Siempre lo hace —Hans señaló una puerta cerrada—. Está ahí.

—Gracias —Gabrielle tenía los nervios tensos como las cuerdas de una guitarra y el cuerpo exhausto, después de un vuelo de veintitrés horas desde Sídney.

No obstante, aquel era el camino que había elegido y lo seguiría, sin importar lo que Rafe o Luc pensaran. Había ido hasta allí para ver a su madre.

Algunos errores eran inevitables.

—¿Quieres que te acompañe? —le preguntó Luc en un tono calmo.

—No.

Su ofrecimiento hacía mella en ella, la avergonzaba. Algunas humillaciones debían afrontarse en privado. No obstante, quizá el reencuentro fuera mejor con la presencia de otra persona. Si Luc estaba presente, a lo mejor Josien veía que ya había pagado por los errores del pasado, por lo menos en lo que a él se refería. Y había pagado, ¿no?

Había pagado.

—Sí.

Luc hizo una pequeña mueca.

—Bueno, ¿te decides?

Gabrielle le miró un instante y apartó la vista de inmediato.

—Sí.

—Cuatro minutos —dijo Hans.

—Gracias.

Armándose de valor, Gabrielle agarró el picaporte, abrió la puerta y entró. Hacía más calor dentro, y estaba más oscuro. La luz de la tarde se colaba a través de las cortinas de gasa en forma de rayos mortecinos. Una enorme cama con dosel dominaba la estancia y la persona que estaba arropada debajo de las mantas blancas parecía muy pequeña. Siete años antes, el cabello de Josien Alexander era de color negro azabache y le llegaba casi hasta la cintura. Pero ya no. La mujer que tenía delante tenía el pelo corto y cubierto de vetas plateadas. No obstante, seguía siendo la mujer más hermosa que Gabrielle había visto jamás. Los ojos de Josien, aquellos ojos azul violeta que observaban y juzgaban, pero que jamás sonreían, estaban cerrados. Gabrielle lo agradeció. Necesitaba ese momento para atar bien corto las emociones.

—Josien —dijo Luc suavemente—. Pardonnez-moi por la hora, pero tienes una visita.

Josien volvió la cabeza y abrió los ojos muy lentamente. Primero miró a Luc y después a Gabrielle. Nada más ver a su hija, tomó aliento con dificultad, volvió a cerrar los ojos y apartó la cara.

Gabrielle sintió el picor de las lágrimas más amargas en los ojos, pero logró contenerlas. Se obligó a hablar, aunque las palabras apenas le salieran.

—Hola, maman.

—No deberías haber venido —Josien mantenía la cara volteada.

—Eso me dice la gente —Gabrielle miró a Luc.

Él tenía una expresión dura, impenetrable, como si estuviera hecho de las mismas piedras que Chateau des Caverness.

—He oído que no te encuentras bien.

—Ce ne’est rien —dijo Josien—. No es nada.

Gabrielle no opinaba lo mismo. Luc tenía razón. Su madre parecía muy débil.

—Te he traído un regalo —Gabrielle metió la mano en el bolso y sacó el álbum de fotos que tanto trabajo le había costado confeccionar.

Rafe la hubiera matado de haber sabido todas las fotos de él que había incluido en la selección. Pero no lo sabía, y ella no iba a decírselo.

—Pensé que te gustaría saber qué hemos estado haciendo Rafe y yo durante todos estos años. Compramos unos viñedos en ruinas, maman, y los hemos devuelto a la vida. Lo hemos hecho muy bien. Rafe es un hombre de negocios brillante. Deberías estar orgullosa de él.

Josien no dijo nada y Gabrielle sintió una tensión en los labios. ¿Y qué si Rafael se había alejado todo lo que podía tanto de Josien como de aquel lugar? Eso era lo que pasaba cuando la gente crecía en un ambiente de críticas incisivas combinadas con la indiferencia más cruel. Rafe jamás se había merecido el trato que le había dado Josien. Jamás.

—Lo dejaré aquí al pie de la cama, por si quieres verlo en algún momento.

—Recógelo y vete.

—Me voy a quedar en el pueblo, maman. Me quedaré unas cuantas semanas. Sé que estás muy cansada ahora, pero a lo mejor cuando te sientas mejor, me puedes llamar. Toma —sacó una tarjeta de negocios del bolso—. Te dejaré mi número.

Las palabras de Gabrielle fueron recibidas con silencio una vez más. La joven se mordió el labio. Esperaba que el dolor físico aplacara ese otro dolor, pero el rechazo de Josien le había hecho mucho daño. Nunca debería haber ido allí. Debería haber escuchado a Rafe y a Luc, en lugar de escuchar lo que le decía el corazón.

—Bueno… —Gabrielle sintió que el mundo se movía a su alrededor y entonces notó la mano de Luc, justo debajo del codo.

—Jet lag —murmuró.

No era el jet lag lo que la hacía tambalearse, y ambos lo sabían, pero él le había ofrecido una buena excusa y tenía que aprovecharla.

—Sí. Ha sido un día muy largo.

—Espérame fuera —le dijo, conduciéndola hacia la puerta con suavidad—. Me parece que aún no ha terminado.

Luc esperó hasta que la puerta se cerró y entonces se volvió hacia la mujer que estaba en la cama. Josien Alexander era una mujer exquisitamente hermosa y siempre lo había sido. Siempre fría e imperturbable, estaba al frente del servicio de la mansión y desempeñaba su trabajo con mano de hierro. Con ella nunca había segundas oportunidades y había criado a sus hijos de esa manera.

Siete años atrás, Luc se había sometido a la voluntad de Josien porque su decisión de mandar lejos a Gabrielle tenía sentido para él. Sin embargo, su indiferencia ya no estaba justificada. Todo lo que quedaba era un profundo dolor.

Los ojos de Josien seguían cerrados. Luc volvió junto a la cama.

—Mi padre me habló de nuestro deber para contigo antes de morir —le dijo con solemnidad—. He hecho todo lo que he podido para seguir sus deseos. Me he esforzado mucho para justificar lo que haces, Josien, pero si no hablas con tu hija, entonces haz la maleta y vete en cuanto te recuperes. ¿Me oyes, Josien?

Josien asintió. Lágrimas de dolor corrían por sus mejillas. Luc trató de contener la rabia y la frustración.

—Nunca has sido capaz de verlo, ¿verdad? No importa el daño que les hagas o lo mucho que intentes apartarlos de ti… Simplemente no lo entiendes… —miró el álbum de fotos.

Las emociones más arrolladoras hicieron una bola en su estómago; una bola de furia dirigida contra la mujer que yacía en aquella cama, por muy frágil o hermosa que fuera.

—Nunca has podido ver lo mucho que te quieren tus hijos.

Luc alcanzó a Gabrielle a mitad del pasillo. Necesitaba una copa. Y, según podía ver, Gabrielle también.

—Por aquí —le dijo, conduciéndola hacia la biblioteca que solía usar a modo de despacho cuando quería entretener e impresionar a algún cliente.

—¿Dónde te hospedas? —le preguntó. Fue hacia la barra y sirvió dos copas generosas de brandy.

—En el pueblo —contestó ella, intentando no rozarle los dedos al tomar la copa en la mano.

Se bebió el brandy de un trago.

—Gracias —le dijo.

De repente reparó en la etiqueta de la botella. Sus ojos se volvieron enormes.

—¿Qué…? Por Dios, ¡Luc! Este licor debe de tener cien años por lo menos y no tiene precio. Deberías avisar antes de dar una copa de esta botella. La próxima vez me gustaría saborearlo un poco si se puede.

—¿Dónde te quedas en el pueblo? —le sirvió otra copa.

Esa vez sí podría saborear aquella exquisitez un poco.

—He alquilado una habitación encima del viejo molino.

—Mandaré a alguien para que recoja tus cosas —le dijo él, directo y parco en palabras. Se bebió el brandy de un trago y puso la copa sobre el mostrador con un golpe seco.

Gabrielle se sobresaltó al oír el ruido. Parecía nerviosa, ansiosa… Parecía sentirse igual que él.

—Puedes quedarte aquí —añadió—. Hay mucho sitio.

Gabrielle sacudió la cabeza.

—No puedo —le dijo, haciendo ese gesto testarudo que tan bien recordaba Luc—. Ya la has oído —Gabrielle sonrió con amargura y agitó la copa—. No me quiere aquí.

—La última vez que lo comprobé… —le dijo Luc, en un tono persuasivo y paciente—. El señor de Caverness era Luc Duvalier, no Josien. Hay mucho sitio aquí para ti. No tienes que quedarte en el pueblo. Seguro que Simone estará encantada de tenerte aquí.

—¿Y tú? —le preguntó ella —Gabrielle bajó la copa y le miró fijamente con aquellos ojos grises que parecían vibrar de dolor—. ¿También te alegrarás de tenerme aquí? En otra época estabas deseando que me fuera.

—Entonces tenías dieciséis años, Gabrielle. Y si no entiendes las razones por las que quería que te fueras, entonces no eres tan lista como yo pensaba. Una semana más, y hubieras terminado desnuda debajo de mí. En tu cama, en la mía, o en las escaleras… Me hubiera dado igual… Y a ti también.

La había sorprendido. La había avergonzado. Podía verlo en su mirada.

—Bueno, entonces… Me alegro de que lo hayamos aclarado —Gabrielle bebió otro sorbo de brandy y puso la copa sobre el mostrador con sumo cuidado, como si ese movimiento tan simple le robara la poca energía que le quedaba—. Supongo que debería darte las gracias.

Pero no lo hizo.

—Perdí mi virginidad con un muchacho australiano guapísimo cuando tenía diecinueve años —le dijo en un susurro ronco y cómplice—. Era encantador, divertido… Me aceleraba el corazón y me volvía loca —le dijo en un tono dramático—. Era todo lo que una chica podía desear para una primera vez, y todavía me quedé con ganas de más —se dirigió hacia la puerta.

Luc se quedó clavado en el lugar.

—Me quedaré en el molino durante las próximas tres semanas. Si pudieras avisarme si mi madre empeora, te lo agradecería mucho.

—¿Por qué te quedaste con ganas de más? —Luc sentía un nudo en la garganta y las palabras le salían ásperas y cortantes. Pero tenía que saberlo—. Gabrielle, ¿por qué no fue suficiente?

No pensaba que ella fuera a contestar, pero, justo en el último momento, al llegar junto a la puerta, ella se volvió y lo atravesó con una mirada burlona y sarcástica.

—No lo sé. A lo mejor era porque no eras tú —dijo y salió por la puerta.

Luc masculló un juramento. Siempre había estado muy orgulloso de su gran capacidad de autocontrol. Había luchado duro para conseguirla y aún más duro para conservarla. Solo una mujer le había hecho perder la cabeza en una ocasión… Y los resultados habían sido desastrosos… Josien se había puesto furiosa, su padre se había vuelto loco, y Gabrielle… La inocente Gabrielle había terminado exiliada.

Había perdido la virginidad con un australiano guapísimo…

Una flecha de furia lo atravesó de la cabeza a los pies. Agarró el vaso de brandy y lo arrojó contra la chimenea. El cristal explotó en un millar de pedacitos brillantes…

Capítulo 2

NO deberías haber dicho eso.

Gabrielle tenía la manía de hablar consigo misma cuando estaba estresada. Desde su llegada a Francia no había hecho otra cosa que hablar consigo misma. Sus pasos resonaban sobre el suelo de gravilla del patio mientras avanzaba hacia el coche de alquiler. Con cada zancada se alejaba un poco más de Caverness y de la gente que vivía en ella. Tenía que irse antes de romperse en pedazos. Tenía que salir de aquel lugar.

Consiguió llegar al pueblo sin contratiempos. Logró mantenerse pegada al lado derecho de la carretera y no se perdió ni por un segundo. Incluso estuvo pendiente del límite de velocidad. Y cuando llegó a la vieja casa del molino, se encerró en su habitación y se tumbó en la cama, dejando que el cansancio se apoderara de ella. Se tapó los ojos con el antebrazo y trató de borrar de su memoria la conversación que había tenido con Lucien.

—No deberías haberlo dicho.

Habían pasado siete años desde la última vez que le había visto; siete años de completa indiferencia por parte de él. Ni llamadas de teléfono, ni cartas, ni mensajes… Ni siquiera una vez. Aquella chica de diecisiete años que se había marchado a Australia había llegado a creer que simplemente había jugado con ella cuando la había besado en aquella ocasión. Había llegado a creer que la hija del ama de llaves jamás podría significar nada para él.

Jamás, jamás se le había ocurrido pensar que Luc hubiera querido protegerla de una relación para la que no estaba preparada. En realidad, tampoco lo estaba en ese momento, a juzgar por la reacción que había tenido un rato antes.

El tiempo había pasado. Tenía dinero, autoestima y mucha más riqueza intelectual que ofrecerle a un hombre. Sin embargo, eso no era suficiente para lidiar con alguien como Luc Duvalier. Luc, ese hombre cuyos ojos negros e insondables la hacían perder el instinto de autoprotección, el sentido común…

¿Cuánto tiempo a su lado había necesitado para poner a prueba la fuerza de la atracción que sentía por él? ¿Dos minutos? ¿O quizá tres? ¿Cuánto tiempo había tardado en descubrirse ante él? ¿Cómo había podido decirle que su primer amor había sido una decepción? Gabrielle gruñó y rodó sobre sí misma, cambiando de postura. Escondió la cara contra la almohada y se tapó con la manta de seda azul. ¿Qué clase de mujer le decía algo así a un hombre?

Una mujer que jamás había olvidado la gloria y la agonía de un beso robado…

Era imposible hacer callar a la vocecita que hablaba desde un rincón de su cabeza.

Una mujer que había sabido desde el principio que no sería bienvenida en Caverness.

Una mujer enloquecida…

Normalmente Luc no esperaba con tanta impaciencia la llegada de su hermana del trabajo. Pero ese no era un día cualquiera. Nada más oírla se fue a buscarla a la cocina. Ni siquiera la dejó apoyar en la mesa la caja de fruta fresca que llevaba en las manos antes de abordarla.

—Bonjour, hermanito —le dijo ella con entusiasmo—. Traigo comidita rica y muy buenas noticias. Las ventas han despegado por fin —le dijo, poniendo las bolsas sobre la encimera—. Y no nos va nada mal.

—Enhorabuena —dijo Luc.

No obstante, algo en su voz debió de poner en alerta a Simone. Dejó la caja de fruta y le miró fijamente.

—Pasa algo, ¿no? ¿Qué pasa?

—Josien ha tenido una visita esta tarde.

—¿Quién?

—Gabrielle.

Luc vio cómo se iluminaba la cara de su hermana. Simone y Gabrielle habían sido muy buenas amigas durante la infancia, las mejores. Eran como hermanas, sin importar la diferencia de clases.

—¿Gaby está aquí? —le preguntó Simone—. ¿Está aquí en la casa? ¿Dónde?

—Está en el pueblo, y antes de que me sueltes un sermón, sí. Le ofrecí una habitación aquí, pero ella no aceptó. ¡Maldita sea, Simone! ¿Por qué no me dijiste que te habías comunicado con ella? ¿Y por qué demonios no se lo dijiste a Josien?

La expresión de Simone se volvió cauta.

—Le dejé un mensaje de voz en el contestador automático. Le dije que su madre estaba enferma. Eso es todo. ¿Qué más iba a decirle?

—Sabías que vendría —murmuró Luc en un tono de pocos amigos.

—Pensé que llamaría primero.

—Bueno, pues no lo hizo.

—¿Y qué pasó? —preguntó Simone, perdiendo la paciencia.

Luc se lo dijo tal y como ocurrió.

—Josien no ha querido hablar con ella. Ni siquiera ha querido mirarla.

Simone masculló una sarta de juramentos, nada propios de una señorita de su categoría.

—¿Y después qué pasó? —le preguntó a su hermano?

—¿Le diste una buena bienvenida?

—Bueno, digamos que sí.

—¿Digamos que sí? ¡Por Dios, Luc! ¡Eres un hombre hecho y derecho! ¿Es que era tan difícil comportarse como tal?

—Sí que me comporté como tal —le dijo él en un tono serio.

Simone se detuvo a medio camino entre el frigorífico y la encimera.

—Oh, seguro que sí. Todavía la quieres.

Luc no lo negó. Pero lo que no le dijo a su hermana fue lo intenso que había sido su deseo por ella entonces. Apenas había podido controlarlo. Pero tenía que hacerlo.

—Gabrielle necesita un amigo ahora, Simone, y no puedo ser yo —le dijo en un tono cascarrabias—. No quiero volver a hacerle daño.

La mirada de Simone se suavizó.

—Cariño, tal y como yo lo recuerdo, tú nunca les has hecho daño. Otros sí, pero tú no.

—Creo que tu perspectiva está un poco sesgada.

Simone sonrió.

—Un poquito, nada más.

—Se hospeda en la casa del molino.

Simone puso una cesta llena de naranjas sobre la encimera y empezó a llenarla aún más con otros comestibles.

—¿Vas a ir a buscarla?

—Claro —le dijo ella—. ¿No es eso lo que quieres? Alguien tiene que hacerla sentir bienvenida.

Gabrielle se despertó con el ruido de alguien que llamaba a la puerta con mucha energía. Se incorporó con un quejido, bajó las piernas por un lado de la cama, se apartó el cabello negro y rizado de la cara y miró el reloj.

Eran las ocho en punto. Hora de Francia. En Australia debía de ser muy pronto. Había dormido durante casi tres horas. Pero ya no volvería a ser capaz de dormirse.

—¿Quién es?

—Simone… —dijo otra voz del pasado, una voz impaciente.

Gabrielle fue hacia la puerta, quitó el pestillo y la abrió de par en par. No sabía si sería capaz de enfrentarse a más recuerdos del pasado ese día. Con Luc y con Josien bastaba. Se quedó mirando durante unos segundos a la belleza que tenía delante, una joven elegante con el pelo negro azabache, vestida con un traje azul oscuro. Aquella joven no tenía nada que ver con la chiquilla alborotadora que una vez había sido Simone Duvalier. Y entonces vio la botella de champán que sostenía en la mano, y la cesta llena de comida que estaba a sus pies… La chiquilla alegre y entusiasta seguía ahí, viva y escondida debajo de aquella ropa de firma, cara y sofisticada.

—Mírate, dormilona —dijo Simone, dándole un abrazo—. No me lo podía creer cuando Luc me lo dijo. ¿Por qué no me llamaste? Te hubiera recogido en el aeropuerto. Habría hecho todos los preparativos. ¡Oh, mírate! —los preciosos ojos marrones de Simone se llenaron de lágrimas—. Siempre supe que serías más guapa que tu madre. Siempre lo vi claro. En tus ojos, y en tu corazón —Simone retrocedió un poco—. Luc me dijo lo que pasó con Josien. Gaby, me dan ganas de agarrarla por el cuello —dijo, exagerando el gesto—. Josien sí que te llamó. Juro que sí. Yo pensaba que quería hacer las paces. Jamás te hubiera dejado ese mensaje si hubiera creído otra cosa. Jamás.

—Lo sé —dijo Gabrielle—. Sabía que mi recibimiento sería un poco… frío. Pero vine de todos modos. Debes de creer que estoy loca.

—No —dijo Simone en un tono dulce—. No estás loca. Tienes esperanza. He traído unas cositas —dijo, echándose atrás para recoger la cesta—. Y me da igual dónde comamos —levantó la botella para enseñarle la etiqueta—. El día que te fuiste robé dos botellas de nuestro champán más añejo y exclusivo y las escondí en las cuevas. Juré sobre la tumba de mi madre que nos tomaríamos una el día que volvieras. Claro que nunca imaginé que estarías lejos durante tanto tiempo. ¿Por qué has tardado tanto en volver?

Gabrielle sintió que una sonrisa le tiraba de los labios. No podía evitarlo.

Por fin le daban la bienvenida entusiasta que tanto necesitaba.

—He estado muy ocupada creciendo y buscándome la vida en Australia —le dijo a su amiga de la infancia—. Y quiero saber para qué guardas la segunda botella.

—Ya lo verás —dijo Simone—. En cuanto a esta pequeña fiesta de bienvenida… ¿Comemos aquí en la cama o nos vamos a algún sitio fuera? Podríamos ir a nuestro viejo escondite.

—Sí, podríamos —Gabrielle miró a Simone con ojos escépticos—. Te veo convertida en esa mujer de negocios de éxito, esa que siempre quisiste ser. ¿Pero estás segura de que podrás caminar por el campo con esos zapatos sin romperte el cuello?

Simone miró los tacones de aguja que llevaba puestos y frunció el ceño.

—Tienes razón. No lo había pensado. Luc me echó de la casa tan rápidamente que olvidé cambiarme —miró la pequeña cama de matrimonio y después miró a su alrededor—. No vamos a comer aquí, ¿no? Volvamos a Caverness, me cambio de ropa y nos vamos.

—No —se apresuró a decir Gabrielle—. Ni hablar. Lo siento, Simone. Te veré en el sitio si quieres, pero ya no quiero volver a Caverness por hoy.

—Solo es una casa —dijo Simone.

Gabrielle la miró con ojos escépticos.

—Muy bien. Un castillo. Es un castillo.

—No.

—Te colaré y te sacaré sin que te vea nadie —dijo Simone—. Como en los viejos tiempos. Nadie se enterará.

—Luc se enterará.

—De acuerdo —dijo Simone—. Analicemos la situación como mujeres adultas e inteligentes que somos. Me prestas algo de ropa y me cambio aquí.

—Esa idea me gusta más —dijo Gabrielle—. Pero debo advertirte que me compré ropa en Singapur durante el viaje y tuve que sentarme encima de la maleta para cerrarla. No me responsabilizo de los destrozos.

—Venga, ábrela ya —dijo Simone.

Sacó el corcho del champán sin derramar ni una gota.

—Me encantan los destrozos —dejó la botella en la mesita de noche y empezó a rebuscar en la cesta—. Hubiera jurado que había metido unas copas de champán aquí dentro. Unas especiales para picnic.

—¿De plástico? —preguntó Gabrielle.

—No seas tonta —le dijo Simone—. Hereje. ¿Dónde has estado viviendo en los últimos siete años? Ah, aquí están —las sacó haciendo un gesto pomposo—. No son de plástico. Son de cristal pulido, con una forma perfecta y exquisita. Copas de champán de plástico —masculló Simone, estremeciéndose. Llenó dos copas y le dio una a Gabrielle—. Que Dios nos proteja. Bienvenida a casa.

Comieron en lo alto de una colina, rodeadas de viñedos. Los techos de Caverness asomaban entre la vegetación y, a lo lejos, se divisaban las torres de la iglesia del pueblo.

—¿Qué vas a hacer mientras estés aquí? —le preguntó Simone después de terminarse los últimos pedacitos de queso y paté—. Luc me ha dicho que tenías pensado quedarte unas semanas.

Gabrielle asintió.

—Vine por negocios y también para ver a Maman. Rafe y yo hacemos vinos.

—¿En serio? —dijo Simone, sorprendida—. ¿Qué clase de vino?

—Cabernet sauvignon, sobre todo, y también cabernet merlot. Para el sector más exigente del mercado. Vale su peso en oro. Estamos intentando aumentar las exportaciones por Europa y crear una infraestructura de distribución. Pensamos buscar ayuda en el sitio que mejor conocemos.

—¿Rafael quiere volver? —preguntó Simone.

—No. No Rafe. Solo yo.

—Oh.

—No te pongas tan triste —Gabrielle miró a su amiga de reojo.

—No estoy triste —dijo Simone, dando un golpe de melena—. En absoluto. Solo siento… curiosidad. ¿En qué estabas pensando exactamente? ¿Quieres tener instalaciones aquí o quieres establecerte?

—Las dos cosas.

—¿Con o sin tierras?

—Depende de la tierra —dijo Gabrielle—. ¿Por qué?

—Los viejos viñedos de los Hammerschmidt están en el mercado —le informó Simone—. Las vides están en un estado lamentable. La infraestructura tiene más de cincuenta años y la casa necesita muchas reformas, pero las bodegas son excelentes y el lugar es inmejorable. Luc estaba detrás de la propiedad.

—¿En serio? —dijo Gabrielle en un tono seco—. ¿Y por qué me cuentas esto?

—Porque creo que te vendrá bien saberlo.

—Pero si así fuera, entonces entraría en una competición directa con Luc.

—¿En serio? —dijo Simone en un tono malicioso—. Podría ser divertido.

—¿Para quién? —dijo Gabrielle—. En serio, Simone, te agradezco tu ayuda, pero… ¿Dónde está tu sentido de la lealtad familiar? ¿Dónde está tu fidelidad hacia Luc y hacia el negocio de tu familia? En otra época anteponías la lealtad hacia tu familia a tu propia felicidad. ¿Qué fue de aquella Simone?

La expresión de Simone se transformó.

—Esa Simone creció y se arrepintió mucho de no haberse aferrado a su felicidad con uñas y dientes. Ahora soy más vieja, más sabia.

—Y más lista —murmuró Gabrielle.

—Eso también —Simone bebió un sorbo de champán y miró hacia el valle que se extendía a sus pies. Casi la totalidad del terreno era de su propiedad—. Bueno, ¿cómo está? —preguntó en un tono inseguro—. Rafael.

—Un tanto obsesionado —dijo Gabrielle, haciendo una mueca amarga.

—¿Es feliz?

—No lo sé.

—¿Está casado?

—No —Gabrielle sintió pena por su amiga de la infancia y le dio la información que buscaba—. Ha tenido unas cuantas relaciones a lo largo de los años, muchas menos de las que podría haber tenido. Pero nada ha estado nunca por delante de su trabajo —Gabrielle bebió un poco de champán—. Está construyendo un imperio —añadió en un tono suave—. Demostrándoles todo lo que vale, una y otra vez, a una madre que nunca lo quiso, a una heredera que no creyó en él, y a una buena amiga que no le apoyó lo suficiente.

—Eso no es justo, Gabrielle —la voz de Simone sonaba tirante y grave—. No fueron así las cosas.

—Lo sé —dijo Gabrielle—. Y, pensándolo de forma racional, Rafe estaría de acuerdo contigo. Él sabe que Luc tenía las manos atadas en lo que se refería a montar un negocio con él. Puede comprender perfectamente que tanto él como tú erais demasiado jóvenes para pensar en el matrimonio, y no digamos ya para fugarse a Australia. Me dice que trabaja como un esclavo porque le gusta. Pero, si quieres saber mi opinión, y sé que es así, la verdadera razón por la que trabaja tanto es que los fantasmas del pasado no le dejan parar.

—Creo que necesito más vino —dijo Simone.

Gabrielle le dio su propia copa de champán al tiempo que Simone intentaba alcanzar la botella.

—Pégame.

—No me tientes —le dijo Simone mientras rellenaba las copas—. Creo que no deberíamos hablar de nuestros hermanos.

—No. No deberíamos —Gabrielle sonrió suavemente—. Por cierto, vi al tuyo hoy. Pensé que podría lidiar con la situación, lidiar con él. Pero no pude.

—No me extraña —dijo Simone—. Todavía no he conocido a la mujer que pueda hacerlo. Déjame que te dé un consejo, Gaby, de corazón. Luc cambió mucho cuando te fuiste. Creció, se volvió un tipo duro, demasiado, siempre precavido, en guardia. Ya no es una persona fácil de tratar, y tampoco es fácil quererle. Créeme. Muchas lo han intentado.

—¿Eso es una advertencia?

—Más bien es una petición, un ruego. Ten cuidado. Antes le hacías volverse hacia ti con solo pasar por su lado y echarle una mirada, y no creo que hayas perdido eso, pero lo de ganarse su corazón es algo muy distinto. Solo… ten cuidado.

Gabrielle se puso a juguetear con la hierba que estaba a sus pies.

—No volví por él, Simone. Ni siquiera sé si todavía le quiero. No he olvidado lo que pasó por quererle tanto.

—Creo que él tampoco lo ha olvidado —murmuró Simone—. Mi consejo era por si seguías interesada en él. Si no es así, entonces a lo mejor lo único que tienes que hacer es hablar con él sobre lo que pasó y tratar de dejarlo atrás de una vez. A lo mejor esa es la mejor manera de acercarse a este asunto.

—Quieres decir que seamos civilizados —dijo Gabrielle—. Luc y yo.

Simone esbozó una sonrisa pícara.

—Sí.

—Eso suena fenomenal —dijo Gabrielle con tristeza—. Pero lo de desenterrar el pasado… ¿Sabes si hay alguna forma de comportarse de forma civilizada y cordial sin tener que sacar el pasado a colación?

—Bueno, podrías intentarlo —dijo Simone, pensativa—. ¿Por qué no vienes a Caverness mañana por la tarde y damos un paseo por los jardines? Podrías quedarte a comer. Puedes volver a intentarlo con Josien, si quieres, aunque no te lo recomiendo. Podrías intentar hablar civilizadamente con Luc, a ver si podéis encontrar un punto de encuentro que no esté anclado en el pasado. Pregúntale qué le parece la idea de exportar vuestros tintos a Europa. Hazle sentir útil. Eso es lo que más les gusta a los hombres.

—¿Y después qué? —dijo Gabrielle en un tono escéptico.

—Y después mencionas a tu prometido.

—No tengo.

—No sé si necesitas mencionarlo —Simone sonrió y no fue por las burbujas—. Muy bien. Olvida lo del prometido ficticio. Intenta poner barreras a tu relación con Luc de otra forma, pero no dejes de ponerlas. A lo mejor Luc hace lo mismo.

—¿Y si no es así?

—Corre —le dijo Simone y siguió sonriendo—. Maldita sea, te he echado mucho de menos. Por los reencuentros y los picnics —dijo, levantando su copa—. Por las mujeres dignas y prudentes que saben tratar con hombres problemáticos, y por aquellas que dejan atrás los fantasmas del pasado.

—Chin-chin —dijo Gabrielle y se llevó la copa, casi vacía ya, a los labios—. ¿Prudencia has dicho? —le preguntó a Simone.

¿Adónde había ido a parar todo el champán?

—Prudencia y dignidad —añadió Simone—. No es tan difícil. ¿Más champán?

Gabrielle titubeó.

—¿Pero no me acabas de llenar la copa?

—Son muy pequeñas —dijo Simone en un tono de complicidad—. ¿Tengo que recordarte que nos estamos tomando una botella de Chateau Caverness de 1955? No se trata de un champán cualquiera.

Y desde luego no era así.

—Muy bien —dijo Gabrielle.

Agarró la copa y Simone se echó a reír.

—Solo una más.

Capítulo 3

A LAS cinco de la tarde del día siguiente, después de una noche de fiesta con Simone seguida de medio día de sueño, Gabrielle volvió a Chateau des Caverness y aparcó su coche sobre la gravilla del patio cercano a los dormitorios del servicio. Ignorando la puerta que tantas veces había cruzado de niña, encendió el teléfono móvil y encontró el número que Simone le había grabado la noche anterior.

—¿Dónde estás? —preguntó cuando Simone le contestó.

—En el jardín, esperándote —dijo Simone—. Y si has esperado hasta ahora para decirme que no vienes, entonces me enfadaré mucho.

—Estoy aquí —dijo Gabrielle—. Pero no quería atravesar varias hectáreas de jardín, buscándote. Eso es todo. No llevo unos zapatos cómodos que digamos.

—Bueno, me tienes intrigada —dijo Simone—. Pensaba que ibas a ponerte algo más «civilizado».

—Llevo algo muy civilizado —dijo Gabrielle.

Llevaba un vestido color ciruela hasta la rodilla y se había hecho un moño alto, al estilo de las princesas. Se había puesto un maquillaje muy sutil y muy caro y unas gotitas de perfume. Era la viva imagen de la compostura y el decoro.

—Excepto los zapatos.

Aquellas sandalias de cuero, con todas aquellas tiras entrelazadas y los tacones de aguja, eran toda una provocación; una idiotez tan grande como haber aceptado la invitación a cenar de Simone. La dignidad y la compostura estaban muy bien en la teoría, pero no perderlas en la práctica era bastante difícil.

—Quítate los zapatos entonces y ven por el camino de delante, por encima de la hierba —sugirió Simone.

—Eso es no muy civilizado que digamos —dijo Gabrielle—. Es un poquito atrevido, ¿no?

—Hazlo de todos modos —le dijo Simone con una risita—. Desinhíbete y saca a la Gabrielle más desenfrenada. Así, cuando te cruces con Luc, ya no te quedará nada para él.

—Tiene mucho sentido todo lo que dices —murmuró Gabrielle.

—Como siempre —dijo Simone al tiempo que Gabrielle llegaba a la pared de piedra.

Se quitó los zapatos y atravesó el arco, entrando así en los jardines de la casa. Años antes había un laberinto de setos en aquel jardín; las paredes de plantas parecían muy altas por aquella época… Aquel había sido el lugar de juegos favorito de todos los niños de la casa. Simone, Rafe, Luc, ella misma…

Gabrielle se llevó una grata sorpresa al descubrir que el laberinto seguía en su sitio, aunque ya no parecía tan alto. En realidad solo le llegaba hasta el pecho y desde fuera de él se divisaba la glorieta de verano que estaba en su centro.

—Todavía está el laberinto —dijo por el teléfono.

—Todavía está el laberinto —dijo Simone—. ¿Tienes pensado dar el paseo por teléfono o quieres que sigamos charlando cara a cara?

—De acuerdo. No te pongas así —dijo Gabrielle—. He traído unas cuantas cosas para la cena. Las dejaré en la terraza de camino. Te veo enseguida.

Con las sandalias en una mano y la bolsa de comestibles en la otra, Gabrielle rodeó el laberinto, atravesó el jardín de estatuas y se dirigió a la gran entrada de la mansión castillo. Al ver que había gente en la terraza, se detuvo un instante. Se puso erguida y siguió adelante. Los escalones de piedra estaban duros y fríos bajo sus pies, después de haber sentido la suave calidez de la hierba. Pero no iba a quedarse mucho tiempo, así que no se puso los zapatos de nuevo.

—Buenos días, maman, Hans —le dijo a la pareja que estaba sentada en la terraza.

Entonces le lanzó una mirada seria a la otra persona que estaba allí. Luc estaba de pie y no daba la impresión de haberse sentado en ningún momento. Parecía que simplemente pasaba por allí.

—Luc.

Hans la recibió con efusividad. El recibimiento de Josien, en cambio, fue mucho más sobrio, pero por lo menos se dignó a saludarla. Luc guardó silencio.

—He quedado con Simone —dijo Gabrielle, sintiéndose como una intrusa, fuera de lugar—. Quiere llevarme a dar un paseo por los jardines.

Josien miró a Gabrielle de arriba abajo, examinando su ropa, su pelo, las sandalias que le colgaban de las puntas de los dedos… Gabrielle tuvo que contener las ganas de mirarse bien, por si se había manchado con algo. Sí. Quería recuperar a su madre, pero no si eso significaba volver a ser la prisionera de Josien. Se había convertido en una mujer hecha y derecha, y si a Josien no le satisfacía su apariencia o su comportamiento, no había nada que hacer.

Gabrielle respiró hondo, dejó la bolsa de compras encima de la mesa, junto a su madre, y se irguió un poquito más. Luc seguía sin decir ni una palabra. Sin duda el último encuentro que habían tenido había sido un poco… tenso, y a lo mejor él tampoco la quería allí. ¿Pero ni siquiera podía decirle «Hola»? ¿Cómo iba a comportarse civilizadamente si él ni siquiera se dignaba a saludarla?

—Simone se ocupa de los jardines desde hace años —dijo Luc, rompiendo el incómodo silencio—. Últimamente ha estado arreglando esa zona de los árboles. La mayoría de ellos ya no están. Ha puesto rosales en su lugar. Pero todavía quedan algunos.

Gabrielle se sujetó un mechón de pelo detrás de la oreja con dedos temblorosos. Por fin, una conversación. Podía conversar un poco.

—Qué bien —sacó un ramito de violetas de la bolsa. Su delicado aroma flotaba a su alrededor.

Las puso sobre la mesa.

—Para ti, maman. Iba a dejárselas a Hans, pero ya que estás aquí…

Gabrielle dio media vuelta antes de que Josien le dijera algo desagradable.

—Gracias —la respuesta de Josien le llegó con una ráfaga de viento. Era una respuesta tensa y formal, pero por lo menos era algo.

Gabrielle se volvió hacia su madre un momento. Josien le sostuvo la mirada un instante y entonces apartó la vista. Tenía las manos cruzadas sobre su regazo. Luc parecía más serio que nunca. Hans miraba a Josien con curiosidad.

De repente el cuidador se levantó de su silla lenta y pausadamente, fue hacia la mesa y recogió el ramito.

—A mi madre también le gustaban mucho las violetas —dijo con su voz grave y ronca. Se las puso en la mano a Josien.

Gabrielle no se quedó para ver el resultado. Atenazada por el miedo a ser rechazada, huyó de allí.

Luc la alcanzó al pie de las escaleras que conducían al jardín.

—¿Te importa si te acompaño?

—No —ella le miró con recelo.

—Te dejaste la bolsa en la mesa —le dijo él—. No sabía si lo habías hecho a propósito. La dejé allí.

No lo había hecho a propósito. Pero ya no podía volver a buscarla.

—Ya la recogeré más tarde.

Cuando Josien se marchara.

¿Qué era lo que Simone le había sugerido como tema de conversación civilizada? No lo recordaba. Su mente estaba demasiado ocupada tratando de reprimir la atracción imparable que sentía por el hombre que caminaba a su lado.

El día anterior Luc llevaba ropa de trabajo; un traje elegante propio del jefe del clan Duvalier. Pero en ese momento iba vestido de manera informal. Llevaba una camisa azul con una raya en relieve a lo largo de la espalda que le acentuaba la anchura de los hombros. La prenda tenía pequeños botones de carey que eran toda una invitación. Gabrielle quería soltarlos uno a uno; tanto así, que sentía cosquillas en las yemas de los dedos.

Apartó la vista de su potente pectoral y miró todo lo demás.

Un gran error.

Los pantalones que llevaba y las botas de trabajo eran más adecuados para un día en el campo que para la sala de juntas, pero a él todo le quedaba bien, en cualquier circunstancia u ocasión. El look le daba un toque peligroso a su arrebatadora sexualidad. Luc podía dejarse llevar tanto como ella. De eso estaba segura.

—¿Qué tal es vivir en Australia? —le preguntó él cuando echaron a andar por el jardín, con sus setos cuidados y perfectos.

Era una pregunta que cualquiera podría haberle hecho, una pregunta civilizada, una pregunta que alejaba sus pensamientos del rumbo que habían tomado inicialmente.

«Gracias a Dios…», pensó.

—Está muy bien —le dijo, esbozando una sonrisa—. Australia es un país muy grande. Hay muchas oportunidades, y las clases sociales no son tan importantes —su sonrisa se tornó triste—. Cuando llegué a Australia dejé de ser la hija del ama de llaves y me convertí en la chica francesa y sofisticada con un padre australiano y un hermano que compró unas viejas bodegas y las llamó Angels Winery. Podía ser lo que quisiera en Australia. Podía ser yo misma. Fue muy liberador.

—Me lo imagino —murmuró Luc con una sonrisa fugaz—. ¿Te desmelenaste mucho?

—Bueno, por extraño que parezca, no —Gabrielle movió el brazo mientras hablaba. Las sandalias empezaron a mecerse en el aire como un péndulo—. Cuando ya no tuve nada contra lo que rebelarme, dejé de hacerlo.

—Apuesto a que fue un gran alivio para Rafe.

—A lo mejor —dijo Gabrielle—. Y a lo mejor siempre supe que en cuanto saliera de este lugar, encontraría mi camino.

—Hablas como si odiaras este lugar.

—No lo odiaba —Gabrielle sacudió la cabeza y miró a su alrededor, contemplando la mansión y los vastos terrenos que la rodeaban—. Y no lo odio. ¿Cómo podrías odiar algo tan hermoso? No. Solo odiaba mi papel, el sitio que me tocaba ocupar. No es que quisiera haber sido la dueña de Caverness, ¿entiendes? Pero no quería que Caverness se apoderara de mí.

—Entiendo —le dijo él. Sus ojos se oscurecieron—. ¿Y qué tal ha sido volver?

—Bueno, ha sido una experiencia un tanto confusa —le dijo Gabrielle con sinceridad—. Una parte de mí siente que ha vuelto a casa. Pero la otra trata de huir desesperadamente. Sé que no hay lugar para mí aquí, Luc. Ni en la mente de Josien, ni en la tuya, ni en la de Simone, aunque os agradezco que hayáis sido tan amables conmigo.

—Te equivocas —le dijo Luc—. Siempre habrá sitio aquí para ti, Gabrielle.

—Bueno, ya veremos.

—Gabrielle, si alguna vez necesitas mi ayuda con algo, solo dímelo —le dijo él—. Y la tendrás.

—¿Por qué?

—Porque fuisteis expulsados de vuestra casa por mi culpa.

—Hasta donde yo recuerdo —dijo Gabrielle, admirando su perfil grave y serio— aquella noche estábamos los dos en aquella cueva. Además, puede que haya perdido un hogar, pero enseguida encontré otro y me encontré a mí misma en el camino. Sé que al principio no quería irme, Luc —hizo una mueca al recordar la escena, las súplicas, las lágrimas, la profunda tristeza que todos habían presenciado—. Pero me ayudó a crecer. Me hizo más fuerte.

—¿Y tu distanciamiento de tu madre?

—Eso hubiera ocurrido de todas formas —dijo ella, encogiéndose de hombros—. No te sientas culpable, Luc. No es propio de ti.

Los ojos de Luc echaron chispas.

—Cuidado, Gabrielle.

—Así está mucho mejor —murmuró ella—. Todo ese fuego contenido… Eso sí que es muy propio de ti.

De repente, Luc la agarró del brazo y la acorraló contra las paredes de la mansión. La fulminó con la mirada, sin decir ni una palabra.

—¿Por qué haces eso? —le preguntó por fin—. Me provocas y me provocas. Te lo he advertido, pero no parece que me escuches.

—Ahora te estoy escuchando —le dijo ella.

De pronto tenía los labios muy secos. Dio un paso atrás y se topó con la sólida pared de piedra.

—Te estoy escuchando con mucha atención.

—Bien, porque voy a escoger muy bien mis palabras. ¿Recuerdas cómo fue cuando perdí el control contigo, Gabrielle? ¿Lo recuerdas? ¿Es eso lo que quieres de mí?

—No.

«Sí…», dijo una vocecita maliciosa desde un rincón de su mente.

—No —repitió, esa vez con más firmeza—. Quiero que nos llevemos bien, civilizadamente. Eso es todo.

—Civilizadamente —repitió él sin entusiasmo—. ¿Tú y yo?

—Sí.

—Que Dios me ayude.

—Por lo menos podrías intentarlo —dijo ella—. Ni siquiera eres capaz de saludarme como debe ser.

—¿Alguna vez te has preguntado por qué? —le dijo él.

Gabrielle nunca lo había hecho. Lo único que veía era la falta de algo que él les daba muy fácilmente a todos los demás.