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Un voluntario realista es la decimoseptima novela de los Episodios Nacionales de Benito Perez Galdos. Fue publicada en 1878. Recibe el nombre del protagonista: Pepet Argensola, que es miembro del cuerpo de voluntarios realistas catalanes.
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BENITO PÉREZ GALDÓS
La ciudad de Solsona, que ya no es obispado, ni plaza fuerte ni cosa que tal valga y hasta se ha olvidado de su escudo, consistente en cruz de oro, castillo y cardo de los mismos esmaltes sobre campo de gules, gozaba allá por los turbulentos principios de nuestro siglo la preeminencia de ser una de las más feas y tristes poblaciones de la cristiandad, a pesar de sus formidables muros, de sus nueve esbeltos torreones, de su castillo romano, indicador de gloriosísimo abolengo, y a pesar también de su catedral a que daban lustre cuatro dignidades, dos canonjías, doce raciones y veinticuatro beneficios. La que Ptolomeo llamó Setelsis, se ensoberbecía con la fábrica suntuosa de cuatro conventos que eran regocijo de las almas pías y un motivo de constante edifica-ción para el vecindario. Este se elevaba a la babilónica cifra de 2.056 habitantes.
Estos 2.056 habitantes setelsinos ocupaban ¿a qué negarlo? lugar muy excelso en el mundo industrial con sus ocho fábricas de navajas, tres de candiles y otras de menor importancia. También se dedicaban a criar mulas lechales que traían del cercano Pirineo; cultivaban con esmero las delicadas frutas catalanas y eran maestros en cebar aves domésticas así como en cazar la muchedumbre de codornices, palomas silvestres, ánades y becadas que tanto abundan en aquellos espesos montes y placenteros ríos.
No podían ser tales industrias de las menos lucrativas en tierra tan poblada de canónigos, racioneros y regulares.
En 19 de septiembre de 1810 los franceses que nada respetaban, entraron en Solsona con estrépito, y después de cometer mil desmanes se entretuvieron en quemar la catedral, con cuyo siniestro desplomáronse las torres y vinieron al suelo las campanas.
También pusieron mano en los conventos, encariñándose demasiado con los de religiosas, donde cometieron desafueros que mejor están callados que referidos. El convento de monjas dominicas llamado San Salomó por ser fundación del marqués de este nombre (1573) padeció diversos tormentos de los que no pocas memorias guardaron las espantadas vírgenes del Señor. Tan horribles desmanes no exi-mían a las santas casas de sufrir expoliaciones y derribos, y San Salomó, que perdiera en aquel horrendo día tantos tesoros, se quedó también sin copón, sin candeleros y sin las arracadas de la Virgen. Desaparecieron cuadros y estatuas, y un trozo del ala de Poniente fue derribado a cañonazos, quedando reducidas a escombros seis celdas del piso alto y el refectorio que estaba en el bajo.
Este convento de San Salomó exige de nosotros la mayor atención. Era edificio de muy diversas partes compuesto, que semejaba una vieja capa de riquísi-ma y descolorida tela, remendada con innobles trapos. Allí había algo del hermosos género ojival que domina en el Principado, restos de bóvedas románicas, puertas churriguerescas, trozos pertenecientes a la insulsa arquitectura del siglo pasado, paredes de ladrillo enyesado, tapias de adobes, muros hendidos, techos que se habían chafado cual sombrero; tragaluces bizcos, rodeados de una especie de marco palpebral hecho con blanco yeso; rejas comidas de moho, tras de las cuales estaban las podridas celosí-
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