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¡Una invitada inesperada… un deseo innegable! Arlo Milburn, un explorador multimillonario, regresó a su recóndita mansión y se encontró a una belleza inesperada ¡durmiendo en su cama! Enterarse de que Frankie Fox era una influencer de las redes sociales no sirvió para inspirarle confianza. Además, llevaba mucho tiempo sin tener relación con nadie… Sin embargo, al quedar atrapado con Frankie mientras pasaba la tormenta, Arlo descubrió que bajo su imagen glamurosa se escondía una joven mujer, cálida y herida, que lo afectaba de una manera que nunca creyó posible. La atracción los había unido, ¿pero podría destruir por completo las barreras que él había erigido?
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Seitenzahl: 196
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Louise Fuller
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una belleza en su cama, n.º 2909 - febrero 2022
Título original: Beauty in the Billionaire’s Bed
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-374-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
EL TREN salió del túnel y se adentró en la luz tenue. Frankie Fox se tensó al sentir que el vagón se movía hacia los lados.
Le había costado dos años de duro trabajo y persistencia, pero por fin había sucedido. Dos días antes, su perfil en redes sociales, –@StoneColdRedHotFox–, había alcanzado el millón de seguidores.
Y mejor aún, el hombre de sus sueños la había invitado a pasar el fin de semana en Hadfield Hall, su casa familiar en Northumberland.
Ella debería sentirse de maravilla, sin embargo, estaba contemplando malhumorada el oscuro paisaje a través de la ventana.
Sentirse así era culpa suya.
Por primera vez en dos años se había permitido soñar, y tener la esperanza de que quizá pudiera tener una segunda oportunidad para sentir que pertenecía a algún lugar. Que quizá se había esforzado lo suficiente como para ganar un lugar en la vida de alguien.
Y el día había comenzado de forma tan prometedora…
Después de semanas de lluvia, aquel día de marzo despertó con sol y un cielo despejado.
Milagrosamente, ella había llegado a la estación con tiempo de sobra y Johnny la estaba esperando bajo el reloj, tal y como le había dicho que haría.
Se habían conocido hacía tres meses en la presentación de un producto. Técnicamente, ella había estado trabajando, pero de eso se olvidó rápidamente porque para ella fue amor a primera vista.
Johnny Milburn era un actor muy atractivo y prometedor. Tenía el cuerpo esbelto y rasgos de superhéroe. El cabello rubio, una sonrisa poderosa, y unos ojos preciosos de color chocolate.
El sábado anterior, ella estuvo a punto de derretirse cuando él la tomó de las manos y le dijo que estaba trabajando demasiado duro. Que alguien tenía que decirle que necesitaba un descanso, y que esa persona era él.
Ella respiró de forma agitada, recordando cómo la había mirado fijamente, como si no existiera nadie más en el mundo. No la había besado, pero increíblemente la había invitado a pasar el fin de semana con ella en Hadfield Hall, la finca familiar que tenía en una isla de la costa de Northumberland. Le había parecido algo sumamente romántico. Como algo sacado de una novela de Georgette Heyer…
Ella miró hacia el otro lado de la mesa, donde Johnny debía haber estado sentado.
No obstante, las novelas románticas necesitaban un héroe y una heroína, y su héroe estaba sobrevolando algún punto del Atlántico de camino a una audición en Los Ángeles, y ella estaba sola, de camino a Northumberland.
Recostándose en el asiento, suspiró.
Había intentado decirle a Johnny que ella no podía aparecer sola en la casa de su familia, pero él no quiso escucharla.
–Por favor, Frankie. Ya es bastante malo que yo no pueda ir, pero si tú tampoco vas será mejor que cancele mi viaje a Los Ángeles porque no seré capaz de dejar de pensar en cómo lo he estropeado todo para ti.
–¿Y qué se supone que debo decirle a tu hermano? –le había preguntado ella.
–¿A Arlo? No hace falta que le digas nada. Creía que estaría en casa, pero, al parecer, está en algún lugar de la Antártida. Probablemente no regrese durante meses.
«Algo es algo», pensó ella, mirando el cristal cubierto de lluvia.
Arlo Milburn, el hermano de Johnny, no solo era un antiguo militar de la marina y un renombrado experto en temas medioambientales, sino que también era un explorador de los polos. Ella había temido encontrarse con él con Johnny en la casa, pero si iba a estar sola…
Se estremeció.
Tenía suerte de que él no estuviera, porque el sentimiento de culpa había hecho que Johnny se volviera cabezota.
–Mira, es perfecto para ti –le había mostrado una foto en el teléfono–. Podrás estar al mando del lugar. No habrá nadie allí, excepto Constance…
–¿Quién es Constance?
Él frunció el ceño.
–Cuida de la casa.
–¿No le parecerá extraño que aparezca yo sola por allí?
–No –repuso Johnny–. Ella detesta cuando Arlo está fuera. En serio, le encantará tenerte allí. Y a ti también te encantará –le agarró la mano–. Además, ya le he dejado un mensaje diciéndole que vas a ir, así que tienes que ir, Frankie.
Él había insistido tanto… Y, además, ¿qué alternativa le quedaba a ella? ¿Regresar a casa con el rabo entre las piernas?
Estaba oscureciendo y, durante un instante, contempló su reflejo.
«¿Y luego qué?».
Si se marchaba tendría que fingir que todo estaba bien, y no tenía energía para hacer tal cosa, pero si se quedaba, permanecería a solas con sus pensamientos…
No. Con Johnny o sin Johnny, necesitaba un descanso, un cambio de escenario. Pasar unos días en Northumberland se correspondía exactamente con lo que el médico le había recomendado.
De pronto, su corazón se aceleró y, aunque podía sentir sus manos y ver el color pálido de sus nudillos, sintió como si estuviera perdiendo fuerza.
Por supuesto, lo cierto era lo contrario.
Ella era la única que había sobrevivido.
Su familia regresaba de las vacaciones de verano que habían pasado en Provenza. Su padre pilotaba el avión que se estrelló. En el accidente fallecieron también, su madre, y su hermana y su hermano gemelos.
Ella era la única que había sobrevivido.
Y cada día se preguntaba por qué.
–En breves momentos, el tren llegará a Berwick-upon-Tweed.
La grabación interrumpió su pensamiento mientras ella trataba de tranquilizarse.
–Por favor, recuerde recoger todas sus pertenencias antes de abandonar el tren.
Ella se agarró con fuerza al reposabrazos. Después de recibir la noticia había tenido que rellenar cientos de papeles, reunirse con los abogados y, finalmente, la investigación judicial.
Se estremeció de nuevo.
Ella había dicho la verdad, pero nada marcó ninguna diferencia. Fue entonces cuando comenzó a escribir en blogs y, desde entonces no había parado. Trabajar sin descanso durante dieciocho meses le había pasado factura. Dormía mal, tenía problemas para concentrarse, y además tenía una extraña e inquietante sensación, como si la estuvieran borrando… como si el dibujo no fuera lo bastante bueno…
Volviendo a la realidad, miró a su alrededor y vio que el vagón estaba vacío. Se puso en pie y recogió la maleta del maletero.
Todo saldría bien. Cuando llegara podría relajarse. Y si necesitaba un poco de actividad podría dar un paseo por la playa y observar las nubes.
«Hay nubes de sobra», pensó veinte minutos más tarde, mientras se cerraba la chaqueta tratando de calentarse. De hecho, el cielo era una completa nube oscura y la lluvia caía con fuerza mientras ella golpeaba la puerta con la aldaba de hierro.
Esperó y se fijó en la enorme casa de piedra que se alzaba frente a ella.
Imaginó que Constance abría la puerta sonriendo, pero no apareció nadie y por las ventanas se veía todo oscuro.
Tratando de mantener la calma, sacó el teléfono. Quizá debería llamar a Johnny.
No había cobertura.
¿Eso significaba que Constance no había recibido el mensaje de que ella iría hasta allí sola?
Se dio la vuelta y vio que el taxi que la había llevado hasta allí desaparecía entre la lluvia.
No pensaba regresar caminando con ese tiempo. Encontró la llave que Johnny le había dado y abrió la puerta.
En la oscuridad, buscó un interruptor y encendió la luz.
«Guau».
El recibidor era del tamaño de una pista de tenis. Estaba empapada y le chorreaba agua por las piernas, pero estaba demasiado distraída como para darle importancia.
Se fijó en la enorme escalera de caoba, en el techo de estuco y en los cuadros con marco dorado que colgaban de las paredes.
Ella sabía que Johnny venía de una familia con dinero, que tenían un piso en Eaton Square y una finca. También que tenía un primo que era lord, o conde o algo parecido.
No obstante, nunca lo había puesto en contexto, hasta ese momento.
Sintió un nudo en el estómago. ¿Cómo sería vivir allí? ¿Ser la señora de a casa? Claro que la gente corriente como ella no vivía en lugares así. Como mucho pasaban allí un fin de semana o, en su caso, una noche.
Al día siguiente tomaría un taxi hasta el hotel más cercano. Johnny lo comprendería.
Quizá por la mañana podría echar un vistazo a la casa. En esos momentos, solo deseaba irse a la cama.
En el piso de arriba había numerosos dormitorios decorados con alfombras persas, y cuadros de caballos. Sintiéndose como Ricitos de Oro, entró en cada habitación y presionó con la mano en los colchones.
«Ese es demasiado blando, el otro es demasiado duro, pero este…».
Estaba en una habitación muy grande, como las demás, pero la sensación era diferente. Había una estantería, un baúl a los pies de la cama y una cesta para perros bajo la ventana.
Se sentó en el borde de la cama con dosel y el colchón cedió bajo su peso.
«Este es perfecto».
Se lavó la cara y se cepilló los dientes en el baño. Tenía una bañera enorme y una butaca de piel que parecía sacada de un club de caballeros. También un palo de críquet apoyado contra la pared, como si alguien acabara de entrar de un partido.
Ella lo miró en silencio, frunció el ceño y lo agarró. Quizá estuviera en una isla, en una casa que parecía que se había construido para evitar que entraran los invasores del otro lado del mar, pero no le vendría mal tener un poco de protección extra.
De regreso al dormitorio, se quitó la ropa mojada y buscó en la maleta la vieja camisa de su padre que utilizaba para dormir. Al meter la mano, tocó el picardías de seda azul que había llevado en caso de que sucediera algo con Johnny.
Con un nudo en la garganta, recordó el momento exacto en que lo vio en el escaparate.
Ella había deseado parecer sexy y segura de sí misma. Después de todo, así era ella. O al menos así era quien fingía ser, ya que en realidad no se sentía así para nada.
Con un nudo en la garganta, agarró la prenda con fuerza.
Se lo pondría de todas maneras. ¿Quién sabía si algún día tendría la oportunidad de volvérselo a poner?
Se metió en la cama y se fijó en las cortinas que colgaban del dosel. En aquel lugar se sentía como si estuviese en un cuento de hadas. Y si Johnny hubiese estado allí con ella, sería perfecto.
Pero no estaba.
Agarró una de las almohadas y la abrazó.
La vida no era un cuento de hadas, al menos la suya no lo era. Y su supuesto príncipe estaba en el otro lado del océano.
Estiró el brazo, y apagó la luz. Al momento, la casa cobró vida. Las ventanas vibraban, las tuberías hacían ruido y, en la distancia, se oyó como una puerta cerrándose.
Ella bostezó. El sonido de la lluvia provocó que se sintiera somnolienta…
De pronto, oyó el sonido de los pasos.
Se apresuró para sentarse y notó que tenía el corazón muy acelerado.
«Es tu imaginación», pensó con el vello de la nuca erizado.
Excepto que los pasos se oían cada vez más cerca.
En la oscuridad, buscó el palo de criquet. Y al cabo de un instante, se abrió la puerta.
–¿Qué diablos…?
Se oyó un golpe… El hombre que había entrado se había chocado con algo en la oscuridad y blasfemaba en voz alta.
El pánico se apoderó de ella. Su corazón latía de manera incontrolada y no paraba de temblar, cuando una luz la cegó de golpe.
Después de pestañear, consiguió ver la habitación.
Su maleta giraba en el suelo. Había un hombre junto a la puerta, iba cubierto con una capucha y llevaba una bolsa de cuero. Un perro jadeaba a su lado.
El hombre dejó la bolsa y dio un paso adelante. Ella sujetó el palo de criquet en el aire y dijo:
–No se acerque.
El hombre se quitó la capucha y la miró.
–¿O qué?
–Acérquese y lo descubrirá –dijo ella.
Él se apoyó en el cerco de la puerta y puso una medio sonrisa.
–¿Es una invitación?
Ella notó que se le ponía la piel de gallina.
«¡Una invitación!».
Sorprendida, lo miró boquiabierta.
Era un hombre alto y de rasgos marcados. Tenía la boca demasiado grande y barba y bigote. Parecía que le habían roto la nariz en varias ocasiones y tenía una cicatriz en la mejilla izquierda.
Quizá, si se hubiesen conocido en otra situación, lo habría descrito como un hombre de un atractivo poco convencional, pero teniendo en cuenta lo que acababa de suceder…
–Mira, ya he llamado a la policía –mintió ella–. Si yo fuera usted, me marcharía.
–Ah, ¿sí?
La miró con frialdad, de forma que a ella le costaba respirar.
–Justo ahora la cosa empieza a ponerse interesante…
Ella se cubrió un poco más con la colcha al ver que él la miraba.
–De hecho, debería llamar otra vez a la policía y pedirles que traigan una pelota. Así podríamos usar el bate que sujeta con tanto entusiasmo.
Frankie lo miró confusa. Nunca había imaginado una conversación así con un ladrón.
–¿Le parece divertido?
–No –contestó él sin dejar de mirarla–. ¿Y a usted?
–Por supuesto que no.
–En ese caso… ¿Le importaría decirme exactamente que está haciendo en mi cama?
Frankie lo miró sorprendida.
«Su cama».
Miró la bolsa que él había dejado en el suelo y vio unas iniciales.
A.M.
En otras palabras, Arlo Milburn…
–¿Qué estás haciendo aquí? –tartamudeó ella–. Se supone que no deberías estar aquí.
Él se acercó y se detuvo a los pies de la cama.
–Creo que esto me toca decirlo a mí –repuso con frialdad.
Al ver que la mujer palidecía, Arlo Milburn apretó los dientes. Los últimos días habían sido los más estresantes y frustrantes de su vida.
Había salido de la estación de investigación en Brunt Ice Shelf para dirigirse a una conferencia sobre el clima que se celebraba en Nairobi. Era una conferencia importante. Todas lo eran. No obstante, al aterrizar en Durban, uno de los ingenieros detectó un fallo eléctrico en el avión, así que, se pasó ocho horas paseando por un hangar, perdiendo la conexión de su siguiente vuelo y también la oportunidad de participar en la conferencia.
Además, por si no era suficiente, Emma, su asistente, lo había llamado para contarle que se había roto un brazo y que no podría ir a trabajar durante las siguientes seis semanas.
Así, decidió regresar a casa.
Gran error.
Debido a la llegada de la tormenta Delia a la costa británica, el viaje estuvo plagado de retrasos. Sentía frío, estaba mojado, cansado, y quería irse a la cama.
Aunque su cama ya estaba ocupada por una mujer desconocida que parecía sacada de un cuadro de los de la entrada. Y que sujetaba un palo de cricket en la mano.
Arlo frunció el ceño.
–¿Y bien? ¿Qué haces aquí? ¿En mi casa? ¿En mi cama? Y cuéntamelo rápido porque, si no, llamaré a la policía de verdad.
Al ver que ella se sonrojaba sintió cierta gratificación.
–Deja de interrogarme como si fueras un sargento. No estás en el ejército.
–Nunca lo estuve. Era marine. Y eso es la armada. Además, era capitán, no sargento.
–Muy bien… Lo que sea. Creía que Johnny había hablado contigo. Me dijo que te había llamado.
Arlo apretó los dientes y blasfemó en voz baja, preguntándose qué más le habría contado su hermano a aquella mujer. Él había cuidado de Johnny desde que, tras la muerte de su madre, su padre se había retirado a su estudio de artista, muy afectado.
Quería a su hermano de forma incondicional, pero también conocía sus fallos.
Nunca hacía lo que decía que haría. Y se negaba a juzgar a alguien por su apariencia, algo de lo que evidentemente se había aprovechado aquella pelirroja.
–¿Dónde está él?
Ella contestó con voz temblorosa.
–No lo sé.
Sus miradas se encontraron y, durante un segundo, él olvidó la rabia, el frío y el cansancio. La miró en silencio, cautivado por la mirada de sus ojos azules.
Eran del mismo color azul que el cielo del verano antártico. Un azul que casi parecía morado, como las flores del romero que crecía en el jardín de aromáticas.
Quizá por eso él tuvo que controlarse para no acercarse más e inhalar su aroma.
Johnny siempre tenía una mujer en su vida, pero por algún motivo, la idea de que su hermano pequeño estuviera con aquella mujer le molestaba.
Probablemente porque ella era una mujer que no dudaba ni un instante a la hora de cautivar a los hombres con esa mirada.
Pero no a él.
–Mira, he pasado los dos últimos días en trenes, aviones y taxis. Tengo frío, estoy cansado y casi me parto el cuello al tropezar con tu maleta, así que, no estoy de humor para jugar al escondite.
–No estoy jugando. Johnny no está aquí, está…
–¿Qué quieres decir con que no está aquí? Si tú estás aquí, él tiene que estar también –miró hacia la cama y vio como una silueta bajo la colcha–. ¿Qué diablos…?
La mujer se sentó en la cama al ver que él le retiraba la colcha de las manos.
–¿Estás loco? ¿Qué haces?
Arlo miró la almohada y después otra vez a ella. Un intenso calor se instaló en su entrepierna. Al encontrarla en su cama solo se había fijado en sus ojos, pecas y cabello. Sin embargo, en esos momentos, podía contemplar su cuerpo casi desnudo.
Ella llevaba un picardías azul oscuro que provocó que a él se le acelerara el corazón. Se sentía como si el suelo se hubiera convertido en hielo y él no pudiera dejar de resbalar.
Ella tenía la piel pálida, y él sabía que sería muy suave, pero era lo que imaginaba bajo aquella prenda de ropa lo que provocaba que le doliera el cuerpo. La forma de sus pezones, la curva provocativa de su trasero…
Él cerró los ojos un instante para recuperarse y después le echó la colcha por encima.
–No está aquí.
–Ya te lo he dicho –dijo ella–. Se suponía que íbamos a venir juntos, pero lo llamaron para un papel y tuvo que marcharse a Los Ángeles. Entonces, me dio una llave y me dijo que podía hacerme cargo de la casa.
–Ah, ¿sí? –arqueó una ceja–. Muy generoso por su parte.
–Él no sabía que tú estarías aquí. Solo trataba de tener un gesto amable conmigo.
–¿Y tú eres…?
–Frankie Fox.
¿Qué clase de nombre era ese?
De pronto, sintió una mezcla de exasperación y deseo de besarla en los labios.
–Por el pelo, supongo –la miró un instante–. ¿Te cambias el nombre cuando te tiñes de un color diferente?
–Es mi color de pelo de verdad. Y el nombre es el que me pusieron mis padres.
–Imagino que también eres actriz. Las chicas de Johnny suelen serlo…
–No soy actriz. Soy una influencer de las redes sociales.
–¿Una qué?
Sabía lo que eran las redes sociales, pero… ¿una influencer?
–Una influencer de las redes sociales. Básicamente, las marcas me envían ropa y complementos y me pagan por contarles cosas sobre las prendas a mis seguidores.
Él suponía que con seguidores se refería a un puñado de hombres con la lengua fuera.
–Suena fascinante –se fijó en los tirantes del picardías que caían por sus hombros.
–¿Y cómo piensas influir vestida con esa ropa? –le preguntó.
–De ninguna manera. Es evidente que no estoy trabajando.
–No estás trabajando. Y tampoco vas a quedarte –dijo él con frialdad.
Se dio la vuelta, agarró la maleta y la tiró sobre la cama.
–Recoge tus cosas. Puedes pasar aquí el resto de la noche, pero por la mañana te quiero fuera de mi casa. Y ahora mismo, te quiero fuera de mi cama.
Ella lo miraba boquiabierta, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. Él tampoco podía creerlo. No lo habían educado para echar a los invitados de sus camas.
Aunque Frankie Fox no era una invitada.
Él conocía bien ese tipo de mujer y sabía que eran un problema envuelto en seda. Quizá otro hombre más confiado, o con menos experiencia, como Johnny, podía verse tentado a descubrirla. Él era más listo. Había aprendido después de su corto y desastroso matrimonio con Harriet.
–No puedes hacer esto –repuso ella con voz temblorosa–. No puedes echarme sin más.
–Es mi casa –dijo él–. Puedo hacer lo que quiera. Y lo que quiero es irme a dormir. He tenido un día muy largo y mañana tengo que escribir una serie de artículos. A mí no me pagan por mostrar mi ropa interior, como a ti. Y tampoco gestiono un hotel para alojar a las amiguitas de mi hermano.
–¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo?
–Me atrevo sin más, señorita Fox –la miró fijamente–. Sé perfectamente cómo va esto. Has venido aquí para jugar a las casitas con mi querido hermano y quizá convencerlo de algo más serio. Solo que, como ha fallado el plan A, has cambiado al plan B. Es decir, yo.
–¿Qué? –ella se sonrojó y dejó caer la maleta.
–Por desgracia, estás perdiendo el tiempo. En estos momentos me estoy tomando un respiro en mis relaciones con mujeres y, aunque no fuera así, nunca me interesaría por una oportunista como tú.
–A ver si lo he entendido… ¿Crees que quiero seducirte? ¡Ni lo sueñes!
–Entonces, no te importará salir de mi cama –soltó él, más molesto por su respuesta de lo que le gustaría admitir.
–¿Importarme? –se puso en pie–. Preferiría dormir en la cesta del perro que contigo.
–Yo no lo haría –dijo él, mientras se quitaba el jersey–. Ronca. Y basta de teatro. Hay otro pasillo lleno de dormitorios. Aunque seguro que ya lo sabes porque habrás recorrido la casa.
Frankie se sonrojó de nuevo y, satisfecho, él comenzó a desabrocharse la camisa.
–¿Qué haces?
–Desvestirme –contestó él sin mirarla, pero consciente del pánico que mostraba su tono de voz.
Sin pensarlo, él miró hacia el espejo que había sobre la chimenea y, en el reflejo, vio cómo ella agarraba sus pantalones vaqueros y su chaqueta. La melena cobriza caía sobre sus hombros desnudos y todavía tenía el rostro sonrosado. La imagen era exquisita.
Él sintió un nudo en la garganta. Ella no se parecía en nada a su ideal de mujer.
Se volvió para mirarla y se fijó en sus piernas desnudas.
–Deja las llaves.
Frankie buscó en el bolsillo de su chaqueta y, al sacar las llaves, se le engancharon en la tela.
–A ver, déjame…
Sus dedos se rozaron y saltó una chispa de electricidad estática.
–No me toques –ella se retiró respirando de forma agitada.