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Nadie encuentra su camino sin haberse perdido varias veces y hay que pasar por caminos difíciles para encontrar un destino maravilloso. Estrella es mona, simpática, graciosa, extrovertida, alocada. Pero Estrella está rota; parece de hierro y, en realidad, es de cristal. Ha tocado fondo y necesita ayuda. Necesita sus viejos recuerdos para volver a ser ella misma, para encontrarse de nuevo y ser quien quiere ser. Sergio es serio, tranquilo y decidido, un buen chico, aunque un poco soso. En cuanto ve a Estrella le parece un ángel, un hermoso ángel atormentado, y enseguida decide darle la paz que tanto necesita. Aunque no sea fácil. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 304
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 María Esther García Ferrero
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una estrella para ti, n.º 310 - noviembre 2021
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1105-222-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Hoy vi tu foto, sonreí unos segundos y estuve el resto del día con un enorme vacío en el pecho…
Dedicado a mi abuelito.
La taza de cerámica se estrelló contra el suelo de manera estrepitosa, rompiéndose en mil pedazos.
Como su corazón.
Todas las miradas del control de enfermería se dirigieron hacia ella.
Hacia el líquido caliente que se esparcía por el suelo y su blanco uniforme, sin que Estrella reaccionase.
Hacia el café derramado con miles de esquirlas de cerámica que habían salido volando en todas direcciones.
—¡Hala! —exclamaron riendo algunos enfermeros y médicos, que se levantaron de sofás y sillas para ayudar a reparar el desastre.
—Pero ¿estás tonta o qué? ¡Ay, Dios! ¿Con quién estarías tú anoche y hasta qué horas? —dijo otro.
Todos rieron ante la arrolladora juventud y alegría de la que Estrella siempre hacía gala.
Pero Estrella no reía. No reaccionaba. Se había quedado bloqueada por completo.
Me caso con Anabel, acababa de decir él delante de todos los compañeros, que ahora celebraban la buena nueva entre abrazos, besos y palmadas cómplices.
Estaba perdida en medio de una especie de limbo. Notaba cómo su corazón se había acelerado de forma anormal, cómo sus latidos se agolpaban en la garganta amenazando con prohibirle la respiración, cómo su campo visual comenzaba a cerrarse en torno a ella, cómo sus piernas temblaban, incapaces de sostenerla por más tiempo…
Y, de repente, alivio.
—¡Estrella! —gritó una compañera lanzándose hacia ella.
Fue lo último que llegó a escuchar antes de que la oscuridad la engullese de manera cruel e implacable y la anulase por completo.
Un último pensamiento: ¿Con quién estarías anoche?
Con él.
Se despertó en un box de urgencias, de esos que tanto conocía, llena de cables conectados a un monitor, que pitaba de manera anormal, y con el oxígeno puesto.
—¡Joder, Estrella! —Reconoció la voz de su mejor amiga—. Pero ¿qué coño te ha pasado? ¡Menudo susto, tía!
¿La estaba regañando?
Típico de Isa, su eterna voz de la conciencia.
Se giró con dificultad hacia el rostro de su amiga. Todavía veía borroso y le dolía horrores la cabeza. Pero no solo vio a Isa. Él estaba también allí y recordó todo de manera arrolladora.
El monitor repiqueteó de forma alarmante anunciando que la frecuencia cardiaca se disparaba de nuevo. Su respiración se tornó dificultosa.
—¡Estrella, joder! —exclamó Alberto con cara ceñuda mientras observaba alarmado el electrocardiograma que Isa imprimía a toda velocidad.
—¡Estrella, por Dios! —susurró Isa, con cara de disgusto.
—Es una puta crisis de ansiedad. ¡No le pasa nada!, ¿vale? —gruñó Alberto amenazante a Isabel—. Solo tenemos que dejarla tranquila. ¿Puede ser? Además, ¿no tienes más pacientes a los que atosigar? —sugirió enfadado, dirigiendo una mirada enfurecida e inquisitiva a la inseparable amiga de Estrella.
—¿Por qué será? —contestó ella entre dientes.
Isabel levantó el mentón orgullosa y salió del box dirigiéndole una mirada asesina, no sin antes contemplar a su amiga prometiéndole un rápido regreso en cuanto Alberto, aquel médico desgraciado, se largase de allí.
Al quedarse solos, el aire del cubículo se cargó, de forma inmediata, de un pesado e incómodo silencio solo roto por la respiración alterada de Estrella. Pero Alberto se acercó de forma lenta a la camilla, mientras su cara cambiaba radicalmente.
—Princesa —suspiró zalamero—, no puedes ponerte así. Mira, lo siento.
—Anoche estuvimos juntos… —susurró Estrella al borde del llanto—. ¿Cómo has podido? Tú me juraste…
—¡Nunca te juré! ¡Tú no lo entiendes, Estrella!
—¿Qué tengo que entender? —cuestionó Estrella—. ¿Que me has estado mintiendo todo este tiempo? Te prometo que voy a dejarla. No la quiero a ella, yo te quiero a ti. Dame tiempo… —dramatizó, tratando de imitarlo—. ¡Y yo enamorada de ti, ciegamente! —Hizo una pausa para poder respirar y contener el incipiente llanto—. Creo que, muy en el fondo, ya no guardaba muchas esperanzas. Pero, lo que acabas de hacer ahora mismo…
Estrella se incorporó en la camilla con lágrimas no derramadas en los ojos y una furia como Alberto nunca antes había visto. Se alarmó.
—¡Estrella! Te pido, por favor, que no montes una escena —rogó levantando las manos para apaciguarla, ya que de sobra sabía que Estrella era muy visceral.
—Eres un cerdo —siseó con tanto dolor que no pudo evitar comenzar a llorar de rabia e impotencia—. Un maldito cabrón, hijo de la grandísima puta que ha sido incapaz de decirme a la cara que se casaba con su novia. Un asqueroso cobarde que para comunicármelo ha tenido que soltarlo, sin previo aviso, delante de todos los compañeros, hace un momento, en el control de enfermería. ¿Se te olvidó comentármelo anoche? ¿No te das cuenta de que eres un maldito enfermo que, ayer mismo por la noche, acudió a mi casa para follarme mientras me juraba amor eterno? Eres un…
—¡Ya basta, por favor! ¡Te lo suplico! —rogó Alberto, rindiéndose a los ataques de Estrella, mientras se sentaba en la silla junto a la camilla y hundía las manos en su pelo.
—¿Me lo suplicas? —preguntó atónita.
—Mira, Estrella, hemos vivido una historia de amor preciosa y créeme cuando te digo que estoy completamente enamorado de ti, pero no podía romper un noviazgo tan largo por… —Dudó por un instante.
—¿Por qué? ¿Por mí? ¿Por una enfermerucha recién salida de la carrera, comparada con tu maravillosa abogada? ¿Porque tu familia no lo comprendería? ¿Porque sois todos unos malditos esnobs? Eso sí, mientras tanto, me tiro a la de veinticuatro, que está más prieta, ¿no?
—Mira, no vayas por ahí…
—¡Largo! —gruñó Estrella, con todo el acopio de valor del que fue capaz.
Alberto se levantó avergonzado y se dirigió a la puerta corredera del box. Antes de salir, se giró con una súplica en la cara.
—Puedes estar tranquilo. Tu secreto morirá con nosotros. No seré yo la que le diga a la flamante novia que se va a casar con un mezquino, mentiroso y manipulador, con un hombre infiel que algún día la hará la mujer más desgraciada sobre la faz de la Tierra. Si hasta me has hecho un favor, ahora que veo la clase de asqueroso que eres.
Alberto salió del box con la cabeza gacha.
Isa no se hizo esperar, entró como un abanto.
—¡No me jodas, Estrella! —estalló Isa, con cara de pocos amigos—. ¡Me dijiste que lo habíais dejado!
—Pero, ¿qué quieres que haga? —contestó al borde de las lágrimas—. ¡Le quiero, Isa, joder!
Isabel se compadeció de su amiga al ver su carita de perrito pachón rota en mil pedazos y aflojó el tono de su voz.
—Eres patética, lo sabías, ¿verdad? —expuso con una sonrisa tierna, mientras se sentaba al borde de la camilla.
—Dos años más de mi vida haciendo el imbécil —añadió sorbiéndose los mocos—. Dos patéticos años de amor no correspondido. Dos años nefastos pasando las peores vacaciones, las peores navidades, los peores cumpleaños… Y todo por estar pendiente de él, esperando que pudiera escaparse de «su suplicio», para que me regalase unas tristes migajas…
—Es un joputa. Pero es que siempre estáis juntos, Estrella. Si hasta cambia los turnos para estar contigo. Así es imposible comenzar de nuevo. Y yo, tonta de mí, te creí cuando me dijiste que ya no había nada entre vosotros. Pero claro, ¿cómo iba a renunciar ese cerdo cuarentón a tirarse a una de veinte? —soltó, sin cortarse un pelo—. ¿Por qué has seguido con él? Es que no lo entiendo.
—Porque me dijo que me quería —susurró con voz temblorosa por el incipiente llanto—, y yo le creí como una imbécil. —Rompió a llorar de forma estrepitosa.
—Deberías haberlo mandado a tomar por culo en vez de seguirle como un perrito faldero por ahí —espetó cabreada, mientras abrazaba a su amiga ahogada en llanto.
—¿Hago eso? —Hipó contra el pecho de su amiga—. Pero si es él el que me llama constantemente, se pega horas hablando conmigo diciéndome cosas bonitas. Y me invita a restaurantes caros para comer o cenar… cuando no está con ella. —Esto último lo dijo llorando amarga y abiertamente.
—Lo dicho, un hijo de la grandísima puta. Los hombres son unos cerdos. Siempre consiguen lo que quieren de nosotras en nombre del amor y, cuando ya no les servimos, «si te he visto, no me acuerdo».
—¡Dos años! —Lloró desgraciada.
—Mujer, eres joven. Dos años de aprendizaje —intentó consolar a su amiga—. Además, los anteriores no los echaste a perder… La vida se comportó de manera muy puta contigo, pero tú lograste salir con mucho coraje de todo. Te admiro por ello, ¿sabes?
Estrella sonrió. Isa era un verdadero encanto y siempre estaba cuando ella la necesitaba para animarla. Aunque pensó que no se podía ser más imbécil y patética a pesar de los esfuerzos de su amiga; que lo tendría que haber visto venir; que no se podía haber caído más bajo de lo que ya lo había hecho.
Pero estaba equivocada.
Se podía ser todavía más imbécil y patética, y se podía caer todavía más bajo.
Solo que ella todavía no lo sabía.
Estrella se dio de baja.
No fue difícil.
Solo tuvo que entrar en la consulta del médico de atención primaria con aquellos ojos rojos hinchados como dos hostias, el moqueo incesante acompañado de la congestión nasal —la que los ríos de las lágrimas de sus ojos le habían producido aquella noche— y hablar con la temblorosa voz, que en realidad tenía debido al disgusto, para simular el «trancazo del siglo» y… voilà.
Baja al canto.
Nunca había usado un truco tan rastrero, pero se veía incapaz de acudir al trabajo y no llorar por todos los rincones como si su puta mierda de vida fuese a terminar.
Así que, ante la vergüenza de sus malas artes para ocultarse del resto de la humanidad, decidió esforzarse al máximo para recuperarse y volver cuanto antes al trabajo.
Decidió llorar con todo el énfasis del que era capaz para desahogarse hasta que sus lágrimas se secasen.
Lloraba en bajo, lloraba en alto, lloraba gritando, lloraba sonándose o sorbiendo de forma sonora los mocos…
Lloraba en la ducha, en la bañera, en la cama, mientras cocinaba, en el sofá…
Lloró todo lo que pudo leyendo libros como La ladrona de libros, A dos metros de ti, Cumbres borrascosas, Yo antes de ti, Bajo la misma estrella…
Lloró viendo pelis como Titanic, Hachiko, Los puentes de Madison, Un monstruo viene a verme, Quédate a mi lado…
Hasta acompañó a Renée Zellweger en su borrachera en la peli de Bridget Jones, mientras cantaba con voz atronadoramente mala All by myself.
Y la música… mejor ni hablar de ella.
Lloró, lloró y lloró.
También se emborrachó bastante, para qué mentir.
Pero no se secó.
Hasta que él decidió ir a verla a su casa.
¿De veras acababa de acostarse con Alberto otra vez?
Volvió a girar la cabeza hacia su derecha, en la cama, para confirmar que no había soñado. Alberto había ido a buscarla porque estaba preocupadísimo —¡qué mono!— y habían acabado follando como si no hubiese un mañana. Y no una ni dos ni tres. Había perdido la cuenta de las veces que lo habían hecho de la manera más romántica que ella hubiese imaginado. Con promesas de amor en la mirada, con disculpas entreveradas en medio de besos infinitos, con caricias con sabor a «nunca te voy a dejar porque eres la única mujer que ha existido realmente en mi vida».
No es que se lo hubiese dicho de ese modo, con esas palabras, pero ella así lo había interpretado cuando él le dijo que la echaba de menos y que no podía vivir sin ella; que había ido porque deseaba verla, porque la necesitaba.
Estrella estaba fascinada y emocionada. No podía evitar sentirse atraída por Alberto. Un hombre inteligente, fuerte y muy seguro de sí mismo. Un hombre con carácter, que cuando entraba en cualquier lugar conseguía atraer todas las miradas con su apariencia aplastante. No es que fuera muy guapo, pero sí un hombre imponente en cuanto a conocimientos y autenticidad. Para Estrella era uno de esos hombres que naufragan contigo en una isla desierta, les das una navaja y un trapo sucio, y te construyen una mansión en una hora. Y luego tenía sentido del humor y era tan cariñoso con ella…
Sí, Estrella estaba demasiado enamorada… y ciega.
Se movió un poco en la cama tratando de no despertarlo para ir al baño, pero él la atrapó con su brazo y sonrió. No estaba dormido. Estrella sonrió a su vez y se tendió de nuevo enfrentando sus caras con gesto bobalicón.
—Tienes una cama muy cómoda —comentó pícaro.
Estrella rio con vergüenza.
—Y ahora, ¿qué?
Él se puso serio y suspiró.
—Mira, Estrella, no sé lo que me pasa. Lo he pasado fatal estos días al no verte por el hospital pensando que no volverías y, además, no tenía noticias tuyas, no me devolvías las llamadas, ni un triste wasap… No quiero perderte, amor. Todo mi universo se ha vuelto del revés y solo sé que no quiero volver a sentirme así.
¡Amor! ¡No quería perderla! ¿Se podía ser más feliz?
—¿De veras? Entonces, ¿has dejado a tu novia? —preguntó ilusionada—. ¿Podremos, por fin, tener una relación normal?
La cara de Alberto fue todo un poema.
—Amor, he venido hasta aquí por ti. ¿Sabes todo lo que he tenido que hacer para poder pasar toda la tarde contigo?
A Estrella se le saltó un latido el corazón y se incorporó de un salto de la cama, arrastrando con ella el edredón para cubrirse.
—¡No puede ser! —replicó levantando la voz—. ¡Otra vez, no! ¿En serio hemos hecho el amor, me has dicho todas esas cosas preciosas y te vas a casar con otra?
—Amor, no puedes estar hablando en serio.
—¡Deja de llamarme amor! —voceó al borde de la histeria—. ¡Me has roto el puto corazón y encima haces que parezca que la puñetera culpa es mía! Pero, ¿tú de qué vas? ¿Piensas salirte siempre con la tuya porque sabes que estoy enamorada?
—Mira, cielo, necesito tiempo para pensar. Lo que te he dicho es cierto, pero no puedo enfrentar todo mi mundo en dos días. Solo te pido tiempo.
—¿Tiempo? —preguntó atónita—. Pero, ¡si te vas a casar! —chilló fuera de sí.
Estrella trató de entender semejante comportamiento y esperó que él comprendiese su posición. Esperó a que él dijese algo, pero solo bajó la mirada con lo que a ella le pareció preocupación. Preocupación por no saber qué contestarle a ella mientras continuaba con su vida como si nada.
—¡Largo! ¡Fuera de mi casa!
—No, no lo dices en serio —expuso confundido.
—¡Que te largues!
—Mira, ¿por qué no nos tranquilizamos y tratamos de…?
—¡Que me dejes! ¡Que no quiero tranquilizarme! ¡Que quiero que te largues y lo hagas ya!
Y se encerró en el cuarto de baño con un sonoro portazo en espera de que Alberto se fuera de allí, para poder ocultar su tremenda estupidez y vergüenza.
¿Cómo podía haber estado tan ciega? ¡Joder, se quería morir! No volvería a salir de aquel baño en toda su vida.
Oyó al rato la puerta de su casa cerrarse al salir él, pero ella se vio incapaz de salir de aquella estancia. Las piernas no la sostenían y ella no quería sostenerse.
Así que se quedó planeando su suicidio allí mismo. Se ahogaría, dejaría de respirar, se colgaría de la lámpara…
¡Dios, pero qué gilipollas era! No acabaría con su vida, era incapaz, pero sí que iba a terminar con aquello de manera radical y para siempre.
Y sabía cómo.
—¿Cómo que te vas a Otero? ¡Pero si está en el puto fin del mundo! —exclamó Isa, confundida.
—Necesito alejarme de todo esto, Isa. Bueno, necesito alejarme de Alberto —expresó abatida.
—¡Que se joda Alberto! ¿Es que piensas huir con el rabo entre las piernas porque un hijo de puta te haya engañado? ¡Tú eres la víctima! No tienes nada que ocultar. Es él el que debería meter la cabeza en un puto cubo de basura y no sacarla jamás de ahí.
—Ya, pero la que lo está pasando de pena soy yo —argumentó con pesimismo—. Además, es que no me veo capaz de enfrentarlo.
—¡¿Qué?! —reaccionó sorprendida—. Pues cambia los turnos, pero no te vayas como si pareciese que estás huyendo.
—¡Es que quiero huir! ¡Necesito huir! —Sollozó a punto de derrumbarse de nuevo—. ¿No entiendes que quedarme no serviría de nada? Él me busca de manera constante. Y en ese momento —tembló su voz—, yo… yo vuelvo a caer.
Isa observó a su amiga con pena. Estaba enamorada de manera incondicional de aquel cerdo. En el fondo, sabía que lo mejor era que se alejase, pero, ¿tanto? Ella tampoco quería perderla. Era su mejor amiga.
—Vale, lo entiendo. Es que —dijo cabizbaja—, ¿no has encontrado un sitio más cerca? Sabes que estoy casada y con mi niña me es muy difícil visitarte siempre que quiera.
—Yo sí puedo venir a visitarte cuando quiera —adujo con una sonrisa de esperanza—. Quiero alejarme de él, no de ti.
Isa no levantaba la cabeza. No le gustaba demostrar sus sentimientos y Estrella era una de sus debilidades. Desde que había llegado a la urgencia del hospital, hacía un par de años, con su juventud, su avasalladora alegría, su descarada manera de actuar tan atolondrada, pero tan profesional… Y luego, cuando la había conocido de verdad, cuando Estrella se abrió a ella y descubrió a la niña asustada e inocente que ocultaba, con un pasado tan turbulento… Isa se había convertido en su confidente, en su mentora, en su amiga, en su hermana del alma. ¡La quería tanto!
—¿De veras? —murmuró.
—Pues claro, vendré a visitarte a menudo. Después de todo, cuando libre, ¿qué voy yo a hacer en un pueblo de ciento cincuenta habitantes con una media de edad de ciento ochenta años? —Sonrió con ternura.
El camino al pueblo era largo, así que Estrella se armó de paciencia. Hizo un equipaje más que considerable para estar a finales de primavera. Tampoco necesitaba tanto, pero ¿y si…? Así que, al final, llevaba el coche a reventar, como uno de esos buhoneros que antes se ganaban la vida yendo de pueblo en pueblo vendiendo las más variadas mercancías.
Otero de Bodas era el pueblo de su madre. Ella lo consideraba el suyo, aunque hubiese nacido en Zamora capital. Ubicado en la comarca de La Carballeda, se encontraba a tan solo treinta kilómetros de Puebla de Sanabria, uno de los pueblos más bonitos de España, popular por su arquitectura medieval tan bien conservada y, por supuesto, su famoso lago.
Aparte de los veranos que pasó allí, desde que tenía uso de razón, había vivido de manera continua desde los quince —edad a la que sus padres fallecieron en un accidente de tráfico— hasta los dieciocho —edad en la que falleció su abuelo—. Hija única de hija única. Se quedó sola en el mundo. Eso sí, con la preciosa casa de su abuelo en el pueblo, una serie indeterminada de tierras allí mismo —de las que dudaba tuviesen algún valor económico—, el precioso piso de sus padres en Zamora capital y una nada desdeñable suma de dinero en el banco. ¡Qué suerte! ¿Verdad?
A los dieciocho decidió comprarse un piso en Madrid y estudiar allí Enfermería. Fue terminar la carrera y comenzar a trabajar. Madrid era el lugar perfecto para ocuparse cuando acabas de terminar la carrera, no tienes ni un solo punto y quieres optar a un trabajo medianamente digno.
Pero ahora regresaba a sus orígenes. Al pueblo al que se había trasladado desde Zamora cuando sus padres fallecieron. Al pueblo donde había pasado sus veranos cuando era niña y su abuela aún vivía.
Según se adentraba en Castilla y León y avanzaba por la A-6, la opresión en el pecho era mayor. Se alejaba de un dolor para penetrar en uno mucho más hondo y peligroso; el de la pérdida. La pérdida de todas las personas que ella había amado y la de todas las personas que la habían amado.
Como si la climatología quisiese reflejar sus sentimientos, el cielo se fue tornando más y más gris. A lo lejos, allá donde se suponía que se ubicaba su pueblo, se veían rayos de tormenta que iluminaban el cielo del atardecer.
Abandonó la autovía para adentrarse en la carretera que la conduciría hasta su pueblo, mientras la nostalgia la invadía. No lo había vuelto a pisar desde la muerte de su abuelo. Demasiado dolor junto para soportarlo.
Aun así, estaba convencida de que lo necesitaba. Necesitaba volver al principio y enfrentar su vida, su pena, sus errores, sus irresponsabilidades. Y creía que estar sola para pensar en un lugar tranquilo, sosegado y alejado del mundo, era, con exactitud, lo que su conciencia le pedía. Porque, ¿a dónde va uno cuando no quiere estar en ninguna parte?
La localidad era pequeñita. Tanto que, a poco que uno se descuidase, se había salido de los límites del casco urbano nada más poner un pie en él. Pasado el cartel que anunciaba en la carretera la entrada al pueblo, giró a la derecha para bajar por una calle que la llevaría directa a la plaza del pueblo y allí, con otro pequeño giro, en unos metros, llegó a la fachada de su último hogar verdadero.
La sensación de melancolía que la invadió fue aplastante. Volvía al lugar donde un día fue feliz, pero esta vez acompañada solo de recuerdos; recuerdos de una bicicleta en aquella misma calle en la que su abuelo le enseñó a montar, lanzándola sin más por una pendiente; recuerdos de carreras con su madre por aquella misma calle; recuerdos de su padre riñéndola —cómo no— la primera vez que estrelló la bici; recuerdos de su abuela observándola desde el jardín, que ahora tenía delante, para protegerla de los chicos que querían acercarse a ella, con malísimas intenciones, a la triste edad de diez años…
Llevaba más de diez minutos dentro del coche cuando se decidió a salir de él. Ni siquiera era consciente de que había comenzado a llover. La visión de la casa la dejó desconsolada. Era consciente del caos que habría en el jardín delantero. Estaría manga por hombro después de haber estado abandonado tanto tiempo, pero no imaginaba cuánto.
Un atronador sonido la hizo salir de su mundo, de esas ganas de llorar, de esas ganas de querer estar sola y, a la vez, necesitar tanto un abrazo. Levantó la vista al cielo y un relámpago lo iluminó, mientras la lluvia caía impenitente y el trueno amenazaba de nuevo con hacerla temblar.
Entró a través de la verja de hierro del patio. Una verja que en su momento, antes de estar tan oxidada, había sido negra. Se abrió paso por el caminito empedrado de la entrada, ahora invadido por las malas hierbas y ramajos de árboles, arbustos y la enorme parra que daba sombra a toda la fachada principal de la casa. Apenas pudo leer en el suelo las letras que su abuelo había construido con trozos de azulejo donde rezaba Villa Estrella, no por ella, sino por su abuela, que se llamaba igual.
Corrió hacia la puerta de la casa y abrió sin dificultad. Entró apurada al recibidor, donde había una enorme cristalera que lo iluminaba todo. ¡Otra bofetada de nostalgia! Intentó sacudirse el agua que la había empapado y se quitó los zapatos, mientras observaba el mobiliario antiguo que tantos recuerdos le traía.
Las sillas con patitas tan cortas que parecía que te ibas a sentar en el suelo, con los cojines de cuadraditos de colores hechos a ganchillo por mamá. ¡Madre mía! Cuánto habían intentado su madre y su abuela que ella aprendiese a bordar y tejer. Sonrió y se fijó, sin poder evitarlo, en todos aquellos muebles tan viejos y desgastados que escondían, bajo todo aquel polvo, toda su vida y sus recuerdos. Se obligó a no pensar y abrió la caja de los fusibles con la esperanza de que aún funcionasen. Levantó los botones y se hizo la luz, pero hacía un frío invernal, pese a estar bien entrada la primavera, y el olor a humedad en la casa era casi insoportable.
Volvió a salir y se fue derecha al cobertizo que tenían en la parte trasera de la casa, donde siempre guardaban la leña. Esperaba que estuviera medianamente seca para poder prender. Recogió algunos leños y muchas astillas en un cesto; volvió a la carrera dentro de la casa. Se adentró hasta la cocina y, sin mirar su estancia preferida de la casa, por miedo a romper a llorar allí mismo, trató de encender la estufa de leña que su abuelo había conectado a todos los radiadores de la casa.
Tras meter la leña con periódicos y prender, absorbió cada rincón de la cocina, mientras trataba de calentarse de manera inútil al lado de la estufa que comenzaba a iluminarse con una pequeña llama. La estancia era pequeña, pero suficiente para acoger a su abuela, a mamá y a ella, mientras cocinaban para las reuniones familiares. La añoranza y los recuerdos acudieron de nuevo: la encimera, ridículamente baja ya que su abuela era muy pequeñita, donde adoraba verla cocinar junto a su madre, mientras charlaban risueñas; su abuela, sacando de manera tímida la lengua, con ridículos esfuerzos que hacían parecer que filetear ajos fuera la tarea más complicada sobre la faz de la Tierra, aunque ella lo hiciese con asombrosa facilidad; mamá batiendo huevos para triplicar su volumen y hacer deliciosos bizcochos, como si su brazo fuese un robot de cocina incansable; el olor del vinagre que su abuela siempre echaba en la carne para que se mantuviese más tiempo; los pucheros que siempre estaban al fuego; las risas; la alegría; el amor…
La muerte lo cambia todo. El tiempo no cambia nada. Estrella echaba de menos el sonido alegre de sus voces; la sabiduría de sus palabras, incluso cuando la regañaban; las historias del pasado, de la postguerra y de la vida en general; extrañaba su olor, el de la colonia de su abuela y el del cuello de mamá; extrañaba sus caricias, sus abrazos, sus besos. No, el tiempo no cambiaba nada. Ella los echaba de menos como el mismo día que murieron cada uno de ellos.
Comenzaba a entrar en calor y decidió salir al coche a por una de sus maletas para poder secarse, cuando, en la puerta de su cocina, tropezó de manera atropellada con el cuerpo empapado de un hombre.
—¡Hola! —exclamó impresionada, sin saber muy bien qué hacía aquel hombre, que ella no conocía, dentro de su casa.
El desconocido, que era lo más parecido a un cura que ella hubiese visto jamás, levantó las manos de manera tranquila y pacífica, al ver la cara de susto de Estrella. Llevaba un chubasquero con su gorro empapado y estaba dejando caer el agua sobre el suelo de su cocina, debido al diluvio de fuera. Y esa expresión seria, aunque decidida.
—¡Tranquila! —Apaciguó, al reconocer su cara sobresaltada—. Soy Sergio, el nieto de la tí Jesusa. Su vecina —aclaró al ver el desconcierto en su cara, con una voz impostada y varonil, que la dejó impresionada.
¿La tí Jesusa seguía viva? Pero, ¿cuántos años tenía esa mujer?
Estrella intentó recapacitar en medio de los latidos desenfrenados de su corazón y aclarar su mente tras el susto. ¡Vale! Era cierto que en el pueblo todo el mundo se llamaba «tí», de «tía» o «tío», aunque ni siquiera fueran tus parientes. Además, la tía Jesusa era su vecina de toda la vida, y tan toda la vida.
—He llamado, pero no debe de haberme escuchado —explicó tímido.
Estrella reaccionó con este último comentario y se reprochó parecer una estúpida que no sabía hablar. De sobra sabía que allí la gente entraba hasta la cocina, nunca mejor dicho, estuvieses o no. Entre otras cosas, porque nadie cerraba con llave. Sin saber muy bien por qué, consiguió relajarse y poder articular alguna palabra.
—Sí, disculpe —consiguió decir al fin descolocada—. No le he oído, no. Me he asustado. Sergio, ¿no? —Le tendió la mano para estrechársela—. ¿Cómo está la tía Jesusa?
—Bien, gracias, mejor que usted y que yo.
¿Acababa de sonreír? No podría afirmarlo ya que ese triste atisbo había aparecido casi tan rápido como había vuelto a desaparecer. Además, ¿por qué le hablaba de usted? No era un hombre tan mayor, alrededor de los cuarenta, no pensaba que llegase. Eso sí, se reafirmaba en que tenía aspecto de cura, puede que esa fuera la explicación a tanta cortesía. Sabía que la Jesusa tenía un nieto, pero nunca lo había visto por allí, a lo mejor era uno de esos curas recluidos en sus seminarios o que iba de misiones.
—Me ha enviado porque la ha visto a usted llegar y se ha alegrado muchísimo, pero dice que esta casa no debe de estar habitable y quiere que vaya usted a la suya hasta entonces— explicó, mientras se ajustaba unas enormes y desfasadas gafas sobre el puente de la nariz, y así trataba de evitarla con la mirada.
—Bueno —admitió titubeando—, en muy buenas condiciones no está. No recordaba que aquí el calorcito de la primavera nunca llega, pero tranquilos, estaré bien. Dígale a la tía Jesusa que mañana mismo iré sin falta a verla.
—¿Está usted segura? —preguntó desconcertado, sintiendo el frío y la humedad en sus huesos—. Se va a coger usted una pulmonía, como poco, quedándose esta noche aquí. Veo que tiene la estufa encendida. Déjela puesta hoy y véngase a la casa de mi abuela, aunque solo sea esta noche. Le dará tiempo a la casa a calentarse y a mí me evitará una discusión con ella.
Estrella se quedó mirando al tal Sergio con suspicacia. Debajo del ligero abrigo con gorro no pudo apreciar ningún alza cuellos. Era un tipo extraño. Le hablaba de usted, se empeñaba en mirar al suelo en vez de a ella y cuando levantaba la vista y sus miradas se cruzaban, volvía a bajarla enseguida, como avergonzado. Parecía tímido, pero era insistente al hablar y no parecía que se fuese a dar por vencido.
Lo volvió a mirar desde un plano más lejano. Complexión normal, alto —bueno, más alto que ella, lo cual no era mucho decir ya que ella no superaba el metro sesenta y cinco— e intuía debajo de aquel gorro un pelo castaño oscuro y unos ojos almendrados que hasta hubiese calificado de pillos y bonitos, si no hubiese sido por la molesta insistencia que tenía de esconderlos agachando la mirada. Por no hablar de las monumentales gafas de pasta negra que llevaba puestas y que le ocupaban media cara, además de una barba cortita, tras la cual se podía ocultar con facilidad. Sin saber cómo, terminó por relajarse del todo.
—Está bien —cedió al fin—. Lo cierto es que me vendrá bien dormir en una cama seca esta noche. Mañana será otro día, ¿le parece?
Desplegó una enorme sonrisa blanca que la dejó eclipsada por unos instantes. Le desconcertó aquel contento genuino y su autenticidad.
Pero ¿y este hombre?
Estrella no se dio cuenta hasta que no cerraron la puerta de la casa de su abuelo de que este hombre había conseguido que ella también sonriera de manera franca y natural. Hacía días que no lo hacía y no comprendía por qué ese individuo lo había conseguido con tanta facilidad, pero desprendía confianza y tranquilidad. La paz que ella justo necesitaba.
Lo primero que vio Sergio desde su ventana, cuando su abuela lo avisó de manera alegre porque volvía la Estrella, fue un nada discreto y pintoresco Citroën C4 de color rosa fucsia chillón y negro. Tuvo que reconocer que iba a dar de qué hablar en el pueblo. Después de unos minutos eternos, y cuando ya se iba a retirar de la ventana cansado y aburrido, la puerta del coche se abrió dando paso primero a unos zapatos de tacón imposible, calzados en unas larguísimas y estilizadas piernas desnudas, que terminaban en una minúscula falda negra; la cazadora rosa a juego con su bolso —y con su coche— y un fular negro que le cubría gran parte del rostro; de estatura media y delgada, era bastante sugerente y demasiado sofisticada; y menudo pelo, largo hasta casi la cintura, castaño claro y apenas ondulado, brillante y sedoso hasta que se terminó por empapar.
Bonita, sin duda, y eso sin apenas verle la cara, solo un poco de refilón. Y llamativa, muy llamativa.
Sergio no era muy dado a fijarse tanto en una mujer y por eso se quedó perplejo, al darse cuenta de la cantidad de tiempo que llevaba parado en aquella ventana.
—Sergio, hijo —pidió su abuela—, ve a buscarla para que pase aquí la noche. Esa casa debe de estar fría como el hielo y la niña no puede pasarla ahí. Si sus abuelos levantasen la cabeza y vieran que no hago nada por ella me maldecirían. Seguro. ¡Ve, hijo! ¡Hala, ve, ve!
—¡Abuela! —cuestionó Sergio, abrumado por tener que ir a hablar con una desconocida a la que había estado espiando como un tonto—. No sabes si se va a quedar o qué.
—¡Hijo, son las ocho de la tarde! Hora de cenar y acostarse, no puede haber venido a mirar una casa destartalada para irse al minuto.
Obviando el tema de que su abuela se acostaba a la hora de las gallinas y pensaba que todo el mundo era igual, Sergio no pudo evitar sonreír con ternura, aunque volvió a la carga.
—Abuela, no sabemos qué planes tiene y…
—¿Vas a ir tú a averiguarlos o tengo que ir yo con mi silla de ruedas con