Una herencia compartida - Kim Lawrence - E-Book

Una herencia compartida E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Si la enfermera se negaba a irse… ¡El italiano se instalaría!   El padre de Theo Ranieri, un despiadado magnate tecnológico, solo le había dejado la mitad del palacete familiar. Y la otra mitad a su enfermera, Grace Stewart. Theo, enfurecido tras la negativa de Grace a vender su parte, recurrió al plan B: instalarse en la casa y hacerle la vida imposible hasta que cambiara de opinión... Decidida a preservar el legado de su difunto jefe, Grace se sintió desconcertada ante su ardiente deseo por Theo. Dormir bajo el mismo techo alimentaría su agonizante atracción. Su enfrentamiento solo podía terminar en un lugar: ¡la cama de Theo!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Kim Lawrence

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una herencia compartida, n.º 3107 - septiembre 2024

Título original: Awakened in Her Enemy’s Palazzo

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410741867

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Theo estaba de pie junto a la cristalera, las manos hundidas en los bolsillos. Tenía sus defectos, era el primero en reconocerlos, aunque no en disculparse por ellos, pero la vanidad no era uno de ellos, a pesar de que incluso sus críticos más severos afirmaban que tenía muchos motivos para ser vanidoso.

Su más de metro noventa y un físico impresionantemente atlético, enfundado en un impecable traje a medida, aseguraban que Theo llamara la atención en cualquier lugar. Además, poseía un gran instinto y buena reputación como analista, lo que significaba que nadie llegaba a una reunión en la que él estuviera presente sin estar preparado.

En ese momento, su capacidad para concentrarse en los detalles no funcionaba. No asimilaba más de una palabra de cada tres, algo evidente para los asistentes a la reunión. Pero aparte de unos sutiles intercambios de miradas y cejas enarcadas de los nerviosos hombres trajeados que ofrecían sus carísimos consejos, nadie mencionó su aparente falta de interés.

El orador hizo una pausa y perdió el hilo cuando Theo se volvió y clavó en él un par de ojos negros como el azabache, inescrutables. Se irguió y exhaló suavemente cuando el italiano, se volvió de nuevo a la vista panorámica, con el ceño fruncido de irritación.

Irritación dirigida a sí mismo. Odiaba perderse en sus pensamientos. Aunque lo cierto era que sabía exactamente dónde estaban: en la Toscana.

A su mente acudió una imagen del palacete donde había crecido. La apartó, pero no sin antes verse a sí mismo de niño, depositando flores en la tumba de su madre, las lágrimas mojando el suelo seco y polvoriento mientras juraba odiar eternamente a su padre.

Se fijó por primera vez en la lluvia que caía desde hacía media hora.

¿Llovía en la Toscana mientras Salvatore era enterrado en la cripta familiar junto a su difunta esposa? ¿O brillaba el sol mientras lo más granado, también lo peor, de la sociedad italiana escuchaba las mentiras del cura sobre lo buen hombre que había sido su padre?

Él también lo había creído una vez. Había adorado al hombre. Hasta que descubrió la verdad. Tenía trece años, todavía con su traje negro de funeral, escondido en un armario para llorar las lágrimas que había retenido durante el entierro de su madre, porque a ella no le gustaba que llorara. La entristecía.

–¿Por qué no vas al funeral de tu padre? –había preguntado Cleo al despedirlo esa mañana.

Cleo no lo había juzgado cuando él no respondió. Por eso era la compañera perfecta. Además de su voraz apetito sexual, respetaba sus silencios, y no exigía nada… hasta esa mañana.

Porque la situación cambió, cuando ella pronunció las palabras…

–¿Y ahora, qué?

–Ahora, nada –su respuesta había sido breve y directa. Otras personas equiparaban la honestidad con la crueldad, pero Theo creía que la verdad era solo verdad, nada emotiva, solo un hecho.

Había terminado como le gustaban a él las cosas: limpias, sencillas y sin complicadas emociones.

Le preocupaba que la química con una mujer pudiera hacerle revocar su decisión de que el matrimonio no era para él. Una preocupación injustificada.

Si fuera posible, razonó, ya habría sucedido. Había sentido mucha química, pero ninguna mujer le había hecho perder la cabeza como para olvidar que nada era eterno, mucho menos la atracción sexual. ¿Y qué si no mantenía unidas a dos personas?

Había dos tipos de matrimonios: los que acababan en divorcio y los que continuaban con mentiras.

El primero era, aunque complicado y costoso, infinitamente preferible. Él había asistido en primera fila al segundo. Para el mundo, el matrimonio de sus padres había sido perfecto, pero solo había sido una actuación para ocultar su mutua desgracia.

Se volvió hacia la sala llena de abogados. Los observó, aparentemente relajado en contraste con la tensión expectante que emanaba del grupo.

–Quiero vender.

Las sencillas palabras fueron acogidas por un silencio atónito.

–¿Vender? –preguntó tímidamente uno de ellos.

–¿Algunas tierras? –interrumpió otro–. Buena idea. La zona forestal es un terreno de primera con grandes posibilidades de desarrollo. El lobby ecologista sufrirá un ataque, pero nunca he visto una orden de protección que no sea rompible, y el terreno del límite sur…

Las imágenes de un oasis verde y fresco… luz mortecina, silencio, altos árboles meciéndose, un encuentro con un ciervo o un jabalí… empezaron a deslizarse por la mente de Theo.

Encajó la mandíbula. Quería despojarse de cualquier recuerdo del pasado, y se enorgullecía de no ser sentimental, pero pensar en ese oasis destruido le provocó una opresión en el pecho.

–¿El bosque de la ladera norte? –Theo clavó una mirada de obsidiana en el hombre.

–Norte, eso creo. Todo montaña. No es adecuado para… pero un pueblo vacacional sería…

–Imposible –contestó Theo con frialdad–. Es zona protegida, y hay cláusulas en las escrituras del palacete.

–Por supuesto. Palazzo della Stellato…

Theo reaccionó con una mirada pétrea a la afectada pronunciación italiana del abogado.

–Hay otras zonas que han despertado el interés de varios promotores A ver… Wenger Group…

Como un solo hombre, todo el equipo jurídico comenzó a consultar en sus dispositivos.

–Aquí tengo los detalles. Abordaron a su padre el año pasado, pero él nunca… sin ánimo de crítica, era de la vieja escuela, comprensible dada la naturaleza histórica de la propiedad.

–No me interesa la historia –«solo escapar de ella»–. Y no, no quiero vender algunas tierras.

Theo deslizó impaciente una mano por su pelo oscuro.

–Todo. El palacete, su contenido, el terreno… quiero deshacerme de todo.

Salvo del retrato colgado en el estudio de su padre. ¿Aún estaría allí? ¿Lo habría conservado su padre para recordar su culpa? ¿O había reescrito el pasado para que fuera más fácil vivir con él?

Sintió las miradas de sorpresa siguiéndolo al salir de la habitación. No le importaba, aunque se alegró de haber reprimido la réplica que tenía en la punta de la lengua:

«No quiero ningún recuerdo de ese bastardo».

 

 

–¿La mitad? –repitió Grace–. ¿La mitad de los libros?

El abogado ocupaba el sillón en el que se sentaba Salvatore cuando ella le leía, y eso convertía su ausencia en una realidad más dolorosa que el entierro.

–Qué amable. Pero no podría dividir la colección… es demasiado valiosa. ¿Quizá uno o dos libros?

–Señorita Stewart, creo que no lo entiende… –contestó el hombre lentamente–. Cuando digo «la mitad», me refiero a la mitad de todo: el palacete, la finca, el dinero…

Grace lo miró aturdida, y luego soltó una carcajada. Era una locura.

–¿Me ha dejado…? –debía estar mal–. No puede ser. Compruébelo otra vez. Descubrirá que… –Grace se incorporó ligeramente en su asiento y volvió a caer, su voz apagada.

–¿Quiere un vaso de agua? –el hombre, sonrió amablemente.

Grace sacudió la cabeza, si le hubiera ofrecido un brandy… Apretó las manos sobre el regazo, sin disimular el temblor, y respiró hondo.

–¿Es una broma? –casi inmediatamente descartó la idea–. Lo siento, no… no, claro que no.

«¿Los abogados suelen bromear?».

Pensó en su hermano, también abogado, y decidió que no. Su otro hermano, el psiquiatra, tampoco se reía nunca de sus chistes. Ni su hermana ecologista, cuyas series de televisión acababan de ser vendidas a Estados Unidos de Norteamérica.

Los Stewart eran un grupo de superdotados que intentaban mostrarse amables con ella, no tan dotada académicamente. Su padre, profesor en Oxford, y su madre, historiadora, reconocidos expertos y autores de bestsellers en sus respectivos campos, se habían mostrado desolados cuando Grace, para sorpresa de todos, incluida la suya propia, había obtenido la nota necesaria para asegurarse una codiciada plaza en Oxford, pero había optado por estudiar enfermería.

–Es usted una joven muy rica.

–¿Rica? –Grace se arrastró de vuelta al surrealista presente–. Creo que se equivoca. Volveré a casa. Tengo una semana de vacaciones antes de empezar mi siguiente… –se detuvo y respiró entrecortadamente–. No puede ser. ¿Por qué me dejaría algo Salvatore? Yo solo era su enfermera, desde hacía un par de meses. «¿Qué pensará o dirá la gente?».

Grace sabía la respuesta. Pensarían lo peor, como la última vez.

El corazón le dio un vuelco cuando los recuerdos escaparon de la caja marcada como «He pasado página», en la que los había encerrado.

Era su segundo trabajo en la agencia de enfermería. Una familia encantadora con la que se había llevado de maravilla, hasta que desapareció un collar muy valioso y un montón de dinero.

La encantadora familia la había acusado de ser la ladrona. La verdad había salido a la luz de inmediato, demostrando su completa inocencia, pero el suceso le había dejado cicatrices.

«Esto no es lo mismo». «Esto es… surrealista».

–Comprendo que haya supuesto un shock, pero… ¿agradable? –el abogado sonrió benévolamente.

–No… sí… Pero solo lo conocí… esto no está bien. ¿Puedo devolverlo?

–¿Devolver qué?

–Todo… el personal puede quedárselo. Marta y…

–Los empleados han sido mencionados muy generosamente en el testamento –el abogado detuvo el torrente de palabras ansiosas–, y a los inquilinos se les ha concedido una tenencia vitalicia. Nadie ha sido olvidado. Debería tomarse un tiempo para hacerse a la idea, y luego…

–No. Yo era su enfermera. No puedo beneficiarme económicamente de la muerte de alguien. La gente pensará que me aproveché.

–En absoluto –la tranquilizó el abogado, que evitó mirarla a los ojos. Porque, obviamente, algunas personas lo harían–. Hay otra opción, aunque le aconsejo no tomar ninguna decisión todavía.

–¿Qué opción?

 

 

Una hora más tarde, Grace entró en la enorme cocina de última generación sobre el suelo original de losa, entre pesadas vigas y el hogar original de la cocina. No era acogedora, pero era la estancia más informal del palacete, repleto de habitaciones y diseñado a escala palaciega.

Marta, el ama de llaves, estaba sentada a la mesa, consultando en su portátil las hojas de cálculo. Levantó la vista cuando apareció Grace.

–Se supone que los ordenadores están pensados para hacer la vida más fácil, pero sinceramente… –la sonrisa desapareció de su rostro al ver la expresión de Grace.

–Qué pálida estás –la mujer chasqueó la lengua–. Ojalá accedieras a retrasar tu vuelo.

Grace sonrió. A su llegada, hacía diez semanas, el ama de llaves, muy protectora de su jefe, había sospechado de la enfermera inglesa. Había preguntado descaradamente por qué una agencia especializada en cuidados paliativos no había enviado a una enfermera de habla italiana.

La propia Grace se había preguntado lo mismo, y le habían dicho que su paciente no tenía ningún problema con que ella no hablara italiano.

–Aquí ya tenemos un ejército de enfermeras de guardia. ¿Acaso tú haces milagros? –había preguntado Marta con desdén, producto del dolor–. ¿Vas a hacer que viva?

–Espero poder ayudarlo a estar algo más cómodo –había contestado amablemente Grace.

La actitud de Marta había cambiado al ver el efecto en su jefe del nuevo régimen paliativo del dolor que Grace había introducido.

Grace había visto lágrimas en sus ojos el día que entró en la cocina y encontró a Salvatore, hasta entonces postrado en cama, sentado a la mesa.

–Solo sobrevivía –había dicho Marta tras el emotivo funeral–. Gracias a ti, las últimas semanas vivió.

Grace aseguró que solo hacía su trabajo, pero las palabras fueron ahogadas en un abrazo.

–Me quedo –anunció Grace, dejándose caer en una silla.

–¿De verdad?

–Salvatore, me ha dejado la mitad de todo.

Marta se llevó una mano a la boca, mirando fijamente a Grace con los ojos desorbitados.

–Le he dicho al abogado que no puedo aceptarlo, que no sería apropiado. Dijo que Theo, su hijo –siguió con los ojos entornados–, quiere comprar mi parte. Ha ofrecido una cantidad disparatada de dinero. Yo no quiero dinero, Marta. No quiero nada –se lamentó, con voz temblorosa.

–Ya lo sé. Todos lo sabemos. Te conocemos, Grace, pero Theo pensará que un lugar tan importante, con tanta historia, debería permanecer en la familia…

–Yo también lo pensé –Grace asintió–, y dije que podía quedárselo. Aunque al parecer… –Grace se mordió la lengua.

«Aguántate, Grace». Inexplicablemente, al menos para ella, los empleados del palacete nunca hablaban mal del hijo ausente. Grace tenía su propia opinión sobre Theo Ranieri, que ni una sola vez había visitado a su padre moribundo, y ni siquiera había asistido al entierro.

–Theo no es pobre. No deberías regalárselo.

–No tengo intención de hacerlo –el gesto de Grace se endureció–. Quiere comprármelo, para… –lágrimas de rabia anegaron sus ojos azules– ¡para venderlo todo! Es como si quisiera borrar todo lo que su padre amó. Su herencia –sus suaves labios temblaron–. ¿Cómo puede…? –empezó. Pero se detuvo y sacudió la cabeza.

–Me temía algo así –admitió el ama de llaves, repentinamente pálida.

–Tranquila. No se lo permitiré. Puedo detenerlo –gruñó Grace.

–Theo puede ser muy testarudo cuando se decide –Marta la miró dubitativa.

–Yo también –prometió Grace sombríamente.

–Es tan triste haber llegado a esto.

«¿Triste?», pensó Grace. Era totalmente indignante. Por decirlo suavemente.

No tenía ni idea de por qué se había roto la relación entre padre e hijo y, aunque sentía curiosidad, nunca había considerado apropiado preguntar, ni siquiera en esos momentos.

«¿Por qué odia tanto a su padre?».

–Quizás Salvatore sospechaba lo que haría su hijo, y el testamento fue su manera de… bueno, de lo que sea –añadió Grace, encogiéndose de hombros–, su hijo no podrá vender si yo digo que no, y vivo aquí –sus ojos azules brillaron–. Y digo que no. El palacete, la finca, la gente –declaró–. Era la vida de Salvatore, y no dejaré que su hijo la destruya. Me voy a mudar aquí, y no cederé.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Grace presentó su dimisión en la agencia y comunicó a sus padres que no regresaría a casa. En esos momentos, hablaba por Internet con toda su familia, reunida en el salón de sus padres.

Simon, su hermano abogado, había sugerido que el hijo podría anular el testamento, advirtiendo que la cosa podría ponerse fea y preguntando qué medicamentos tomaba Salvatore.

–¿Podría decir el hijo que…?

–Permaneció tan agudo como tú o yo, hasta el final –Grace comprendió enseguida por dónde iba

–Está bien… no te sulfures. Solo estoy cubriendo las posibilidades.

–Estoy segura de que eres un muy buen abogado, Simon, pero también eres mi hermano.

–Exactamente –intervino Rob, el psiquiatra–, Grace necesita apoyo –antes de que ella pudiera agradecérselo, él añadió: –¿Te acostabas con el viejo? He visto fotos. Era atractivo para su edad.

«Serías el único en no juzgar», pensó ella sombríamente. El director de la agencia había hecho un par de comentarios mordaces sobre los pacientes ancianos vulnerables y la ética.

Llegó el turno de su hermana, y fue casi un alivio que Hope pareciera más preocupada por la posible interferencia con su agenda.

Grace se apartó de la pantalla mientras su hermana se acercaba tanto que le habría podido ver cualquier mancha en la piel. Si la tuviera. Porque su hermana tenía una piel perfecta.

Y un aspecto de supermodelo, lo tenía todo perfecto.

También al único hombre que Grace había amado.

A veces se preguntaba si todavía amaba a George… si por eso no había tenido otro novio después.

George no había cambiado nada, excepto que ya no tenía ese flequillo del que Grace se había enamorado, ni el hueco entre los dientes delanteros que su hermana había insistido en eliminar.

–Tienes que volver a casa, Grace. Sabes que George y yo pasaremos el fin de semana en París.

Detrás de ella, su marido la saludó con la mano. Se había disculpado al confesarle que estaba enamorado de su hermana, pero que seguía queriéndola como a una hermana. Al parecer, pensaba que eso lo compensaría. Pero no.

–He estado muy ocupada con la nueva serie. Y, por si a alguien le interesa, estoy agotada y George estresadísimo.

–En realidad, no…

–Grace, prometiste hacer de canguro. Sabes que solo podemos dejar a Artie contigo. Es tan sensible. Y, bueno, Aria se muestra totalmente intransigente –Hope hizo un mohín al hablar de la niñera–. Estoy segura de que su hermana entendería que no fuera a la boda.

–Lo siento –Grace se mordió la lengua. Artie era un amor, seguramente el bebé más fácil de cuidar del planeta, pero no iba a dejarse convencer.

–Hope, no todo gira en torno a ti.

La defensa en línea llegó del lugar más inesperado: su madre.

–Es una gran oportunidad para tu hermana. Ella no tiene carrera…

–Sí la tengo…

–No tiene pareja. Está siendo muy sensata al plantarse y demostrar que no es una pusilánime. Es una buena táctica para sacar más dinero. Procura no ser tan complaciente con la gente. Defiéndete.

Grace suspiró. Era raro que recibiera la aprobación de sus padres, y si la recibía en esa ocasión era porque habían confundido sus motivos.

–Buena chica, Grace –añadió su padre–. No dejes que este tipo te intimide. Lo he buscado en Internet. Es brillante, por supuesto, pero tiene fama de despiadado y manipulador.

–No quiero sacar más dinero, papá. No me interesa el dinero. Y la muerte de Salvatore no es una oportunidad.

–Claro que no, cariño. Adopta una postura moral –interrumpió su madre–. La sinceridad es tan propia de ti. Pero hay que ser práctica en la vida, especialmente alguien sin perspectivas. No sabes cuánto nos preocupamos por tu futuro, cuando nos hayamos ido.

La imagen de su enérgica madre, que se levantaba a las cinco de la mañana para hacer ejercicio y prohibía el pan blanco en casa, en el lecho de muerte obligó a Grace a contener una carcajada. Su enfado se desvaneció ante lo ridículo de la situación. Hacía tiempo que había decidido que la mejor manera de lidiar con su familia y no pelearse cuando intentaban «animarla», era considerarlos un número cómico.

A veces se sentía como un poni de Shetland en una familia de purasangres.

–No creo que sea inminente, mamá. Y en cuanto a cuidar de mí misma, me fui de casa a los dieciocho.

En cuanto las palabras salieron de su boca, supo que había sido una mala decisión sacar el tema, aún delicado, de su marcha de casa.

Rechazar una plaza en Oxford para estudiar enfermería en Londres no había conseguido que su familia la repudiara, pero casi. Los quería mucho, pero eran una panda de esnobs intelectuales de alto nivel. Aunque sabía que, si alguna vez se encontrara en apuros, estarían allí para ayudarla.

–Realmente no me interesa el dinero. ¡Vaya! –añadió rápidamente–. Se va la señal.

Grace cortó la conexión sin sentirse ni un poco culpable.

 

 

Theo se aflojó la corbata y la arrojó junto a la chaqueta al asiento trasero. Había conducido directamente desde la oficina de Florencia al palacete. Aunque trabajaba principalmente en Estados Unidos de Norteamérica y el Reino Unido, conservaba su base original en Italia.

No había recorrido ese trayecto desde los dieciocho años, en la dirección opuesta, su medio de transporte los pies y el pulgar, su combustible la ira.

Recordaba la euforia al sentirse libre por fin. Había contado los días para cortar todas las ataduras desde el fatídico día en que descubrió quién era su padre. Gracias al internado en Inglaterra, solo vivía en casa durante las vacaciones que, cuando podía, pasaba con los amigos. Pero cuando se veía obligado a regresar al palacete, ignoraba a su padre. Salía todos los días a las colinas, solo o con Nico, el hijo del administrador de la finca, que odiaba ese lugar tanto como él.

La ira seguía allí, pero el ruido de las pisadas había sido sustituido por el rugido silencioso del motor eléctrico que impulsaba el descapotable.

Theo había jurado no volver a pisar aquel lugar. Había anunciado a su padre que aquel ya no era su hogar.

Pero allí estaba.

Y todo por culpa de una tal Grace Stewart. Cuando su equipo legal había anunciado que ella no vendería, se había enfurecido y dado órdenes para descubrir qué pedía, y dárselo.

Ella decía no querer nada, pero todo el mundo tenía un precio, y esa mujer no sería la excepción.

El escueto expediente que había llegado a su correo no contenía nada que pudiera utilizar en su contra. Aunque, para asegurarse, había contratado a Rollo Eden para que indagara un poco más.