Una noche con Zoe - Kate Hewitt - E-Book
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Una noche con Zoe E-Book

Kate Hewitt

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Beschreibung

Quinto de la saga. El nombre de Zoe Balfour, la heredera ilegítima, estaba en boca de todos. Zoe viajó a Nueva York para recabar información sobre su familia biológica y allí se sorprendió a sí misma pasando la noche en brazos de un guapísimo desconocido. Max Monroe, el poderoso magnate neoyorquino, sufría una pérdida de visión progresiva que lo había empujado a encerrarse en sí mismo. Una esposa y un hijo no entraban en sus planes. ¿Conseguiría Zoe acceder al corazón de un hombre que tal vez nunca pudiera ver a su propio hijo?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

UNA NOCHE CON ZOE, Nº 5 - junio 2011

Título original: Zoe’s Lesson

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-364-0

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: YURI ARCURS/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Inhalt

Introducción

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Promoción

LA DINASTÍA BALFOUR

Las jóvenes Balfour son una institución británica, las últimas herederas ricas. Las hijas de Oscar han crecido siendo el centro de atención y el apellido Balfour rara vez deja de aparecer en la prensa sensacionalista. Tener ocho hijas tan distintas es todo un desafío.

Olivia y Bella: Las hijas mayores de Oscar son gemelas no idénticas nacidas con dos minutos de diferencia y no pueden ser más distintas. Bella es vital y exuberante, mientras que Olivia es práctica y sensata. La madurez de Olivia sólo puede compararse con el sentido del humor de Bella. Ambas gemelas son la personificación de las virtudes clave de los Balfour. La muerte de su madre, acaecida cuando eran pequeñas, sigue afectándolas, aunque

Zoe: Es la hija menor de la primera mujer de Oscar, Alexandra, la cual murió trágicamente al dar a luz. Al igual que a su hermana mayor Bella, le cautiva la vida mundana y tiende al desenfreno, siempre está esperando el próximo evento social. Su aspecto físico es imponente y sus ojos verdes la diferencian de sus hermanas, pero tras la despampanante fachada se oculta un gran corazón y el sentimiento de culpa por la muerte de su madre.

Annie: Hija mayor de Oscar y Tilly, Annie ha heredado una buena cabeza para los negocios, un corazón amable y una visión práctica de la vida. Le gusta pasar tiempo con su madre en la mansión Balfour, huye del estilo de vida de los famosos y prefiere concentrarse en sus estudios en Oxford antes que en su aspecto.

Sophie: El hijo mediano es habitualmente el más tranquilo y ésta no es una excepción. En comparación con sus deslumbrantes hermanas, la tímida Sophie siempre se ha sentido ignorada y no se encuentra cómoda en el papel de «heredera Balfour». Está dotada para el arte y sus pasiones se manifiestan en sus creativos diseños de interiores.

Kat: La más pequeña de las hijas de Tilly ha vivido toda su vida entre algodones. Tras la trágica muerte de su padrastro ha sido mimada y consentida por todos. Su actitud tozuda y malcriada la lleva a salir corriendo de las situaciones difíciles y está convencida de que nunca se comprometerá con nada ni con nadie.

Mia: La incorporación más reciente a la familia Balfour viene de la mano de la hija ilegítima y medio italiana de Oscar, Mia. Producto de la aventura de una noche entre su madre y el jefe del clan Balfour, Mia se crió en Italia y es trabajadora, humilde y hermosa de un modo natural. Para ella ha sido duro descubrir a su nueva familia y la desenvoltura social de sus hermanas le resulta difícil de igualar.

Emily: Es la más joven de las hijas de Oscar y la única que tuvo con su verdadero amor, Lillian. Al ser la pequeña de la familia, sus hermanas mayores la adoran, ocupa el lugar predilecto del corazón de su padre y siempre ha estado protegida. A diferencia de Kat, Emily tiene los pies en la tierra y está decidida a cumplir su sueño de convertirse en primera bailarina. La presión combinada de la muerte de su madre y el descubrimiento de que Mia es su hermana le ha pasado factura, pero Emily tiene el valor suficiente para salir de casa de su padre y emprender su camino en solitario.

PROPIEDADES DE LOS BALFOUR

El abanico de propiedades de la familia Balfour es muy extenso e incluye varias residencias imponentes en las zonas más exclusivas de Londres, un impresionante apartamento en la parte alta de Nueva York, un chalet en los Alpes y una isla privada en el Caribe muy solicitada por los famosos…, aunque Oscar es muy selectivo respecto a quién puede alquilar su refugio. No se admite a cualquiera.

Sin embargo, el enclave familiar es la mansión Balfour, situada en el corazón de la campiña de Buckinghamshire. Es la casa que las jóvenes consideran su hogar. Con una vida familiar tan irregular, es el lugar que les proporciona seguridad a todas ellas. Allí es donde festejan la Navidad todos juntos y, por supuesto, donde se celebra el baile benéfico de los Balfour, el acontecimiento del año, al que asiste la crème de la crème de la sociedad y que tiene lugar en los paradisíacos jardines de la mansión Balfour.

CARTA DE OSCAR BALFOUR A SUS HIJAS

Queridas niñas:

Lo menos que se puede decir es que he sido un padre poco atento, con todas vosotras. Han sido necesarios los recientes y trágicos acontecimientos para que me dé cuenta de los problemas que semejante descuido ha provocado.

El antiguo lema de nuestra familia era Validus, superbus quod fidelis. Es decir, poderosos, orgullosos y leales. Esmerándome en el cumplimiento de los diez principios siguientes empezaré a enmendarme; me esforzaré por encontrar esas cualidades dentro de mí y rezo para que vosotras hagáis lo mismo. Durante los próximos meses espero que todas vosotras os toméis estas reglas muy en serio, porque todas y cada una necesitáis la guía que contienen. Las tareas que voy a encargaros y los viajes que os mandaré realizar tienen por objetivo ayudaros a que os encontréis a vosotras mismas y averigüéis cómo convertiros en las mujeres fuertes que lleváis dentro.

Adelante, mis preciosas hijas, descubrid cómo termina cada una de vuestras historias.

Oscar

NORMAS DE LA FAMILIA BALFOUR

Estas antiguas normas de los Balfour se han transmitido de generación en generación. Tras el escándalo que se reveló durante la conmemoración de los cien años del baile benéfico de los Balfour, Oscar se dio cuenta de que sus hijas carecían de orientación y de propósito en sus vidas. Las normas de la familia, de las cuales él había hecho caso omiso en el pasado, cuando era joven e insensato, vuelven a cobrar vida, modernizadas y reinstituidas para ofrecer la guía que necesitan sus jóvenes hijas.

Norma 1ª: Dignidad: Un Balfour debe esforzarse por no desacreditar el apellido de la familia con conductas impropias, actividades delictivas o actitudes irrespetuosas hacia los demás.

Norma 2ª: Caridad: Los Balfour no deben subestimar la vasta fortuna familiar. La verdadera riqueza se mide en lo que se entrega a los demás. La compasión es, con diferencia, la posesión más preciada.

Norma 3ª: Lealtad: Le debéis lealtad a vuestras hermanas; tratadlas con respeto y amabilidad en todo momento.

Norma 4ª: Independencia: Los miembros de la familia Balfour deben esforzarse por lograr su desarrollo personal y no apoyarse en su apellido a lo largo de toda su vida.

Norma 5ª: Coraje: Un Balfour no debe temer nada. Afronta tus miedos con valor y eso te permitirá descubrir nuevas cosas sobre ti mismo.

Norma 6ª: Compromiso: Si huyes una vez de tus problemas, seguirás huyendo eternamente.

Norma 7ª: Integridad: No tengas miedo de observar tus principios y ten fe en tus propias convicciones.

Norma 8ª: Humildad: Hay un gran valor en admitir tus debilidades y trabajar para superarlas. No descartes los puntos de vista de los demás sólo porque no coinciden con los tuyos. Un auténtico Balfour es tan capaz de admitir un consejo como de darlo.

Norma 9ª: Sabiduría: No juzgues por las apariencias. La auténtica belleza está en el corazón. La sinceridad y la integridad son mucho más valiosas que el simple encanto superficial.

Norma 10ª: El apellido Balfour: Ser miembro de esta familia no es sólo un privilegio de cuna. El apellido Balfour implica apoyarse unos a otros, valorar a la familia como te valoras a ti mismo y llevar el apellido con orgullo. Negar tu legado es negar tu propia esencia.

Para Maggie, una gran amiga de Nueva York.

Uno

Max Monroe observó los cerezos en flor que había al otro lado de la ventana. La consulta del médico estaba en Park Avenue. Los capullos estaban abiertos, suaves y rosados. Parpadeó. ¿Estaban los capullos pegados unos a otros formando una masa rosa indiscernible o se lo estaba imaginando?

Volvió a girarse hacia el médico, que le sonreía con compasión. Cuando Max habló, lo hizo con voz deliberadamente firme.

–¿De cuánto estamos hablando, un año? –tragó saliva–. ¿Seis meses?

–Es difícil saberlo –el doctor Ayers miró el informe que relataba la pérdida de visión de Max con una cuantas frases clínicas–. La enfermedad de Stargardt no es un proceso predecible. Como sabes, muchas veces se detecta en la infancia, pero la tuya se ha descubierto recientemente –se encogió ligeramente de hombros–. Podrías tener unos cuantos meses de visión borrosa, pérdida de la visión central, desmayos repentinos… –se detuvo.

–¿O? –preguntó Max abriendo la puerta a varias posibilidades no deseadas.

–O podría ser más rápido que eso. Podrías sufrir una pérdida de visión casi completa en cuestión de semanas.

–Semanas –Max repitió la palabra con frialdad y volvió a dirigir la mirada hacia los capullos en flor.

Tal vez no llegara a verlos caer, tal vez no presenciara cómo los pétalos rosas se volvían marrones y se arrugaban antes de caer desconsoladamente al suelo.

Semanas.

Max alzó la mano para detener las palabras de simpatía del médico. No quería compasión.

–Por favor –dijo en voz baja sintiendo un repentino nudo en la garganta.

El doctor Ayers sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro.

–Tu caso es único, ya que la conmoción cerebral que sufriste en el accidente podría exacerbar o incluso acelerar las condiciones de la enfermedad. Muchas personas que la padecen pueden arreglárselas…

–Mientras que otras se quedan ciegas –Max completó la frase con frialdad.

Había investigado cuando las primeras ráfagas de oscuridad le nublaron la visión. De eso hacía tres semanas, pero parecía toda una vida.

El médico volvió a suspirar y agarró un folleto.

–Vivir con pérdida de visión es un reto…

Max soltó una carcajada amarga. ¿Un reto? A él le gustaban los retos. Perder la visión no era un reto, era devastador. La oscuridad completa, como la que había sentido en el pasado cuando el miedo se apoderó de él, cuando escuchó los gritos… Abandonó aquellos pensamientos y se negó a perderse en los recuerdos. Sería demasiado fácil, y después no lograría encontrar el camino de regreso.

–Podría ponerte en contacto con algún grupo, te ayudaría a acostumbrarte a…

–No –Max apartó de sí el folleto y se obligó a mirar a los ojos al médico.

Inclinó la cabeza para poder ver su rostro borroso con visión periférica, con la que sus ojos se sentían más cómodos. Parpadeó, como si eso fuera a ayudarle. Como si pudiera cambiar algo. El mundo ya estaba perdiendo foco, suavizándose y oscureciéndose por los extremos como una fotografía antigua. Y cuando ya no pudiera ver, cuando el telón hubiera caído definitivamente, ¿sería la realidad como una antigua fotografía también, borrosa y distante, difícil de recordar y que se iría desvaneciendo con el tiempo? ¿Cómo iba a soportar la oscuridad sin fin? La había sentido una vez con anterioridad; no quería volver a enfrentarse a ella, pero no tenía alternativa. Ninguna.

Max sacudió la cabeza para bloquear aquella idea y también la sugerencia del doctor Ayers.

–No estoy interesado en unirme a ningún grupo –aseguró con firmeza–. Me ocuparé de esto a mi manera. Gracias –dijo levantándose de la silla.

Le dolía la cabeza y sentía dolor en la pierna. Durante un instante se sintió mareado y trató de apoyarse en la esquina del escritorio del médico. Falló y acarició el aire con la mano maldiciendo entre dientes.

–Max…

–Estoy bien –estiró la espalda y echó los hombros hacia atrás al estilo militar.

La cicatriz que le recorría la cara descendía desde el extremo de la ceja derecha hasta la boca, pasando por la nariz.

–Gracias –volvió a decir antes de salir de la consulta con pasos cuidadosos.

Al otro lado de la ventana, un pétalo de seda cayó indolentemente al suelo.

Zoe Balfour le tendió el chal, que no era más que un pedacito de seda con lentejuelas, a la mujer que estaba en el guardarropa y luego se pasó la mano por el cabello artificialmente rizado. Echó los hombros hacia atrás y se quedó un instante en la entrada del Soho esperando que las cabezas se giraran. Necesitaba que lo hicieran, buscaba atención y cumplidos. Necesitaba sentirse como siempre, como si su mundo no se hubiera venido abajo cuando los periódicos publicaron la historia de su origen ilegítimo tres semanas atrás. Entonces el mundo, su mundo, contuvo el aliento asombrado y ella dejó de saber quién era.

Aspiró con fuerza el aire y entró en la galería de arte agarrando una copa de champán de la primera bandeja que encontró. Dio un sorbo y se dio cuenta de que las cabezas se giraban, pero ahora no sabía por qué. ¿Se debía a que una mujer hermosa había entrado en la fiesta o a que sabían quién era… y quién no era?

Zoe dio otro sorbo a su copa de champán, como si el alcohol pudiera disolver la angustia que se alojaba en su alma, a pesar de sus intentos por divertirse, por olvidar. Sentía miedo y desesperación desde que los periódicos habían revelado la historia de su vergüenza, y más todavía desde su llegada a Nueva York tres días atrás, porque su padre la había llamado. No, se corrigió Zoe mentalmente. Su padre no, Oscar Balfour, el hombre que la había criado.

Su padre estaba allí, en Nueva York.

Aquella tarde por fin había reunido el valor para detenerse en el exterior del brillante rascacielos de la calle Cincuenta y Siete, esperando encontrarse con el hombre que había ido a ver. Anduvo de un lado a otro nerviosamente, se tomó tres cafés e incluso se mordió las uñas. Dos horas después seguía sin aparecer, y Zoe volvió al ático que los Balfour tenían en Park Avenue sintiéndose una impostora y una tramposa.

Porque ella no era una Balfour.

Durante veintiséis años había descansado en la certeza de que era una Balfour, miembro de una de las familias más antiguas, poderosas y ricas de Inglaterra y de Europa. Y de repente se había enterado, y nada menos que a través de la primera página de los periódicos de cotilleos, que por sus venas no corría ni una gota de sangre Balfour.

No era nadie. Era una bastarda.

–¡Zoe! –su amiga Karen Buongornimo, la organizadora de la inauguración de la galería, apoyó una maquillada mejilla en la suya–. Estás espectacular, como siempre. ¿Vienes dispuesta a brillar?

–Por supuesto –Zoe sonrió con voz alegre. Confiaba en haber sido la única en percibir el tono crispado–. Brillar es lo que mejor se me da.

–Sin duda –Karen le dio un pequeño apretón en el hombro y Zoe hizo un esfuerzo por sonreír. La cara le dolió al intentarlo–. Tengo que dar las gracias a nuestros patrocinadores, incluido Max Monroe.

Karen puso los ojos en blanco y Zoe alzó las cejas tratando de actuar como si aquel nombre significara algo para ella.

–Es el soltero más codiciado de la ciudad, pero esta noche no está ganando muchos puntos –aclaró Karen.

Zoe dio otro sorbo a su champán. Al parecer había otra persona que tampoco estaba disfrutando, pensó, aunque una parte de su cerebro seguía insistiendo en que se lo estaba pasando bien. Ella siempre era la alegría de la fiesta, y el accidente de su nacimiento no iba a cambiar eso.

–Está en una esquina con el gesto torcido. Parece como si tuviera una nube negra encima de la cabeza. No está precisamente comunicativo –Karen hizo un puchero–. Creo que ha consumido una buena dosis de champán, pero sigue siendo muy sexy. La cicatriz le quedaba bien, ¿no te parece?

–Me temo que no veo al hombre del que hablas –respondió Zoe mirando a su alrededor. Le había picado la curiosidad.

–Es difícil no verlo –aseguró Karen–. Es ése que parece que alguien lo está torturando. Tuvo un accidente hace aproximadamente un mes y desde entonces no es el mismo. Una lástima –dejó la copa en un bandeja vacía y le dio a Zoe besos al aire en ambas mejillas–. Bueno, tengo que ir a atraer la atención de la gente.

Zoe sonrió sin ganas y le dio otro sorbo a su copa de champán mientras veía cómo su amiga se abría paso entre los invitados. Normalmente era ella la que se adentraba entre la multitud, pero no encontraba ahora la energía ni las ganas de charlar y coquetear. Lo único que parecía capaz de hacer era recordar.

UN ESCÁNDALO PONE EN PELIGRO EL LEGADO DE LOS BALFOUR:

¡La sangre azul no es tan azul!

Los titulares de los periódicos se repetían en su mente desde que un periodista había logrado infiltrarse en el baile benéfico de los Balfour y había escuchado la discusión de sus hermanas. Éstas habían descubierto la verdad sobre el nacimiento de Zoe en el diario de su madre. Ojalá nunca hubieran abierto aquel viejo cuaderno, pensó ella. Deseaba poder olvidar la verdad que ya nunca la abandonaría.

El dolor y la vergüenza eran demasiado fuertes como para enfrentarse a ellos, así que no lo hizo. Aceptaba todas las invitaciones, iba a todas las fiestas para tratar de olvidar la vergüenza de su nacimiento. Buscó a sus amigos más juerguistas y actuó como si no le importara. Pero estaba paralizada, como entumecida. Maravillosamente entumecida.

Oscar había permitido durante dos semanas que apenas estuviera en casa, que llegara de madrugada y se pasara el día durmiendo. Después la llamó a su despacho, aquel santuario de caoba y cuero en el que flotaba el olor a tabaco de pipa. Siempre le había gustado aquella habitación tan masculina y los recuerdos de las tardes acurrucada en la butaca de su padre, leyendo enciclopedias y soñando con lugares lejanos y nombres de plantas y animales exóticos.

Pero aquella tarde no leyó ninguna enciclopedia. Se había limitado a quedarse en la puerta con el rostro pálido y una buena resaca.

–Zoe –su padre se giró desde el escritorio para mirarla con la compasión de un desconocido, pensó ella, no con un sentimiento paternal–. Esto no puede seguir así.

Zoe tragó saliva y se encogió ligeramente de hombros. Le dolía la cabeza.

–No sé qué…

–Zoe –repitió él con más firmeza–, llevas dos semanas de fiesta en fiesta, sabe Dios haciendo qué…

–Tengo veintiséis años –le respondió ella malhumorada–. Puedo hacer lo que me plazca.

–No en mi casa y no con mi dinero –afirmó Oscar con tal dureza en la mirada que Zoe bajó la vista–. Sé que la historia que ha contado ese asqueroso periódico te ha dolido, pero…

–No es una historia –lo interrumpió ella mirándolo desafiante–. Es la verdad.

Oscar guardó silencio durante un instante, un instante demasiado largo.

–Oh, Zoe –dijo finalmente sacudiendo la cabeza–. ¿Es eso? ¿Crees que acaso importa?

–Por supuesto que importa –replicó ella en voz baja–. A mí me importa.

–Bueno, pues te aseguro a que a mí no –contestó Oscar con firmeza–. Si quieres que te sea sincero, lo sospechaba desde antes de que tú nacieras.

–¿Cómo? –Zoe reculó como si le hubieran dado una bofetada–. ¿Tú lo sabías?

–Lo sospechaba –respondió él con voz pausada–. Tu madre y yo… bueno, hacía tiempo que tu madre y yo no éramos felices y…

–¿Lo has sabido todo este tiempo y nunca pensaste en decírmelo? –Zoe sacudió la cabeza y se tragó las lágrimas de furia.

–¿Para qué iba a decírtelo? –preguntó él con ternura–. Eres mi niña, siempre lo has sido.

Zoe se limitó a volver a sacudir la cabeza, era incapaz de ponerle voz al torrente de sentimientos que la atravesaba. ¿Cómo iba a explicarle a su padre que a ella sí le importaba? No era una Balfour. Aquél no era su sitio.

–Sé que esto es difícil para ti –continuó Oscar con voz pesarosa–. En cuestión de meses has perdido a tu madrastra, has descubierto que tienes otra hermana…

–No la tengo –Zoe miró a su padre directamente a los ojos–. Mia no lleva mi misma sangre.

Le dolía decirlo. Hacía unas semanas que ella y sus hermanas habían descubierto que Oscar había tenido una aventura antes de casarse con Lillian, y habían conocido a la hija resultante de aquella aventura de una noche. Mia había descubierto que era una Balfour mientras que Zoe había averiguado que ella no lo era. La ironía le sabía amarga.

–No es una cuestión de sangre –apuntó Oscar–. Sé que he cometido muchos errores a lo largo de los años, Zoe, pero seguro que sabes que te quiero y sientes que he sido un padre para ti.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y apartó la cara.

–Pero no soy una Balfour.

Oscar guardó silencio durante un largo instante.

–Entiendo –dijo finalmente con tono decepcionado–. Se trata sólo del apellido. ¿Te preocupa lo que vaya a decir la gente?

A Zoe se le subió la sangre al rostro y se giró hacia él de nuevo.

–¿Y qué si es así? No es tu fotografía la que sale en las páginas de todos los periódicos de cotilleos.

–Lo cierto es que sí, y también la de tus hermanas –Oscar suspiró–. Veo mi intimidad y mis errores divulgados a los cuatro vientos, y estoy aprendiendo a mantener la cabeza alta a pesar de todo. Espero que tú también lo hagas, porque ni tu apellido ni la sangre que corre por tus venas cambian quién eres.

Zoe no dijo nada, pero en el fondo sabía que no era así. De niña siempre se había sentido distinta, como si aquél no fuera su sito. Pensaba que se debía a que Bella y Olivia eran gemelas; tenían un vínculo que nadie podía romper. O tal vez se debiera a que era la única que no tenía recuerdos de su madre, ya que Alexandra murió al darla a luz a ella. Emily tenía a Lillian, a la que todo el mundo adoraba. Kat, Sophie y Annie tenían a su madre, Tilly, a la que las demás también querían.

Zoe no tenía a nadie. No tenía una madre propia. Y ahora entendía por qué se sentía tan distinta. Aquél no era su sitio. No se trataba sólo de una sensación; era la verdad.

–Quiero que vayas a Nueva York –dijo Oscar sacando una cartera de cuero del cajón.

Dentro había un billete de avión en primera clase.

–Puedes quedarte todo el tiempo que quieras en el apartamento.

Ella tomó la cartera.

–¿Por qué quieres que me vaya? –preguntó.

Oscar suspiró y se frotó el entrecejo.

–Yo también he leído el diario de tu madre, Zoe, y por las cosas que escribió me hago una idea de quién… de quién podría ser tu padre biológico –concluyó.

Zoe se puso tensa.

–¿Lo sabes? ¿Quién es?

Oscar señaló hacia la cartera.

–Los detalles están ahí. Vive en Nueva York, y creo que te hará bien saberlo… y tal vez incluso buscarlo –sonrió con cierta tristeza–. Eres más fuerte de lo que crees, Zoe.

Ella no se había sentido fuerte entonces ni se sentía en ese momento. Se sentía destrozada, demasiado débil incluso para mirar al hombre que había ido a buscar. Demasiado asustada para hablar siquiera con nadie en aquella fiesta.

Dio otro sorbo a su copa de champán. Valor. Dios sabía que lo necesitaba.

Max observó a la gente reunida en la galería de arte. Era una masa de formas brillantes y borrosas. ¿Había empeorado su visión desde que salió de la consulta del médico hacía unas horas o se trataba de un efecto psicológico? ¿Era su mente la que quería hacerle pensar que veía menos?

Dio un sorbo a su champán con el hombro apoyado en una de las columnas de metal de la galería. No deseaba ir allí aquella noche. La única razón por la que lo había hecho era que su empresa, Monroe Consulting, había donado una extraordinaria cantidad de dinero para financiar la exposición de los cuadros que colgaban de las paredes. Max los miró sin entender muy bien por qué había donado un cuarto de millón de dólares para apoyar lo que le parecía arte del malo, pero seguramente eso no importaba. Alguien de la junta había tomado la decisión meses atrás, y él firmó porque no le importaba demasiado. Estaba demasiado ocupado con su vida, dirigiendo la empresa, pilotando su avión y buscando a la siguiente mujer bella que colgarse del brazo. Todos aquellos pasatiempos, pensó con tristeza, le serían negados pronto de un modo u otro. Algunos, como volar, ya no podía llevarlos a cabo. El resto era sólo cuestión de tiempo.

–Max –una mujer le tomó la mano entre las suyas y él aspiró con fuerza su empalagoso aroma a flores–, me alegro mucho de que hayas venido, teniendo en cuenta que…

No terminó la frase, pero Max no estaba de humor para dejarla irse de rositas. No podía distinguir claramente sus facciones, pero el nauseabundo perfume y el modo de hablar, en susurros, le decían todo lo que tenía que saber. Era Letitia Stephens, una de las ancianas más conocidas de la alta sociedad de Nueva York, y una reconocida cotilla.

Max alzó una ceja y mostró su sonrisa más social.

–¿Teniendo en cuanta qué, Letitia?

Se hizo una pequeña pausa y la mujer apartó las manos de la suya.

–Oh, Max –dijo con falsa compasión–, todo el mundo está muy preocupado por ti desde el accidente.

El atisbo de buen humor de Max se evaporó al instante. No quería que le recordaran el accidente. El humo, la repentina oscuridad, la angustiosa certeza de lo que había sucedido, el dolor… No, no quería recordar.

Se estiró con el cuerpo tenso y los hombros hacia atrás, una postura que recordaba de sus años en el ejército y también de su infancia.

«Ponte recto. Actúa como un hombre».