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Allí estaba él, cuidando niños con la mujer a la que tanto había amado... Las maniobras militares secretas eran una rutina para Sam Pearce, pero los niños eran otra cosa... especialmente cuando se trataba de dos niñas gemelas. Por eso no podía rechazar la ayuda de nadie, aunque fuera la de una mujer que había prometido amarlo y después había desaparecido sin explicación alguna. Y ahora que volvía a tener a Michelle Guillaire en sus brazos, no iba a dejarla escapar hasta que le aclarara algunas cosas...
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Seitenzahl: 176
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Harlequin Books S.A.
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una proposición desesperada, n.º 1310 - agosto 2016
Título original: Did You Say Twins?!
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8734-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
The Texas Tattler
Lista de personajes
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
¡Sargento de Marines destinado a Operación Padre!
Todas las mujeres de Red Rock se preguntaban cómo echarle el guante al nuevo heredero de los Fortune, el sargento Sam Pierce. Parecía un regalo del Cielo para las mujeres de este pequeño pueblo texano que Sam se convirtiera en el tutor de las gemelas de unos amigos. Pero ahora parece que Michelle Guillaire ha decidido adelantarse a la desbandada general y correr al rescate de este codiciado soltero.
Así es, señoritas. Además de organizar la boda de Miranda Fortune con su amor de juventud, que tanto está dando que hablar, Michelle se ocupa también de cuidar de las dos pequeñas huérfanas. Y aunque todo apunta a que es demasiada responsabilidad para una sola persona, el brillo de sus ojos demuestra lo contrario.
¿Volverá a demostrar esta familia texana que donde hay un Fortune siempre surge un verdadero amor de Texas?
Sam «Tormenta» Pierce: para este sargento de Marines la batalla empezó cuando se hizo cargo de las gemelas. Pero cuando recibió los refuerzos, se encontró con una lucha aún peor… ¡contra la mujer a la que nunca había dejado de amar!
Michelle Guillaire: esta organizadora de festejos estaba acostumbrada a celebrar las bodas de otras parejas, pero ¿permitiría que un oscuro secreto se interpusiera en su segunda oportunidad para amar al hombre de su vida?
Llorona y Escupidora: las vidas de estas hermanas gemelas habían cambiado drásticamente por la muerte de sus padres. Por tanto, ¿no merecían una familia?
–Muy bien –se dijo a sí mismo el sargento de Marines Sam Pierce mientras recorría con la mirada los kilométricos pasillos del supermercado–. Que empiece la batalla.
En ese momento, una señora mayor que entraba en la tienda tras él lo golpeó con su carrito de la compra en el trasero y, cuando él se giró, le lanzó una mirada furiosa.
–Disculpe, señora –dijo él instintivamente.
–Por amor de Dios –dijo ella, asintiendo tan bruscamente que su sombrero rosa se le cayó sobre la frente–. ¿No ha aprendido en el ejército que no puede quedarse parado en una puerta?
–Soy un marine, señora –la corrigió él, intentando no poner una mueca de disgusto. A menudo los civiles no podían distinguir a un marine de un cadete.
La mujer se colocó el sombrero en su sitio y lo miró entornando sus azules ojos.
–Hijo, por mí como si eres el capitán Kirk que está esperando la nave Enterprise –le espetó–. Tengo que hacer la compra y tú estás en medio.
–Sí, señora –dijo él, apartándose en el acto.
La mujer dejó escapar un resoplido y pasó con el carrito a su lado.
–Maldito idiota –oyó Sam que murmuraba–. No debería permitirse la entrada a los hombres en los supermercados. Lo único que hacen es molestar.
Él estaba de acuerdo con eso, pensó Sam, y se apartó aún más para dejar pasar el siguiente carrito. Una joven que llevaba en la cesta a un bebé chillón le dedicó una sonrisa.
Estaba molestando. No había nada que odiase más que comprar. Un hombre podía vivir a base de perritos calientes y burritos congelados. Pero su vida estaba a punto de cambiar, se recordó a sí mismo al ver un carrito libre.
Agarró la fría barra de acero y soltó un gruñido. Lo mejor sería ver aquello como una misión militar. Había que examinar el terreno, encontrar lo que necesitaba y huir. A ser posible, vivo.
–Vaya, mira quién está aquí –dijo una voz femenina tras él.
Sam no pudo evitar un suspiro. Conocía aquella voz. Por lo visto, el día iba empeorando por momentos. Rindiéndose a lo inevitable, se giró y esbozó una media sonrisa.
–Señora –dijo, asintiendo ligeramente.
–¿Señora? –repitió Leeza Carter riendo–. Oye, chico, prácticamente somos familia.
Él no pensaba lo mismo. Leeza Carter había irrumpido en las vidas de los Fortune cuando llegó a San Antonio con Lloyd Wayne Carter, el ex marido de Miranda Fortune. Pero Lloyd murió en un rodeo, al intentar montar un bronco salvaje, y todo el mundo pensó que Leeza se marcharía tras la desgracia.
Pero deshacerse de esa mujer, de pelo teñido de rubio, ojos lavanda y una figura que recordaba a la de Mae West, era tan difícil como despegarse un chicle de la suela. Había pasado muchos años persiguiendo a los jinetes de rodeo, y ahora se había quedado sin su principal trofeo.
–Haciendo compras, ¿eh? –le preguntó, mirando el carrito vacío de Sam.
–Sí, señora, y tengo un poco de prisa, así que, si me disculpa… –no pretendía ser grosero, pero no tenía tiempo para quedarse charlando con una mujer que ni siquiera le gustaba, ni para preguntarse de lo que sería capaz aquella mujer. Con esa firme idea, se concentró en la tarea que tenía entre manos.
Mientras evitaba el choque con los otros carritos, levantó la mirada hacia los letreros que colgaban del techo: limpieza, higiene, maquillaje… Bueno, al menos había un pasillo que podía evitar.
La música sonaba por los altavoces, y de vez en cuando una voz interrumpía la melodía y anunciaba alguna ganga. Pero Sam apenas la oía. Estoicamente buscó el pasillo que necesitaba, intentando explicarse cómo demonios se había metido en eso.
Michelle Guillaire detuvo su carrito frente al surtido de pasteles y se preguntó si se había mantenido a dieta suficiente tiempo.
–Bueno –se murmuró a sí misma–, después de todo, una dieta de verduras sin nada de azúcar pone a cualquiera de malhumor –sonrió y tomó una caja de donuts de chocolate.
Le pareció absurdo recompensarse con pasteles por haber perdido algo más de dos kilos, pero estaba demasiado hambrienta como para que le importara. Rasgó el envoltorio y sacó un donut para zampárselo mientras hacía el resto de sus compras.
Era agradable salir y estar de nuevo entre las personas. Últimamente había pasado demasiado tiempo encerrada en la oficina con la única compañía del ordenador. Le sonrió a una niña que tiraba de la chaqueta de su madre e intentó ignorar la punzada que sintió en el corazón. Siempre había querido tener hijos.
Y sin embargo allí estaba, con treinta y un años y tan sola como aquel pobre y confundido soldado.
Michelle se detuvo en seco, frunció el ceño y volvió la vista para observar con atención al hombre de uniforme. El pulso se le aceleró mientras mantenía la mirada fija en él.
Era alto, pensó, con su pelo castaño claro pulcramente recortado al estilo de los marines. Su recia mandíbula, sus anchos hombros, sus altas piernas… Y aquellos penetrantes ojos verdes y aquellas tiernas manos que ella conocía tan bien. Cielos.
Habían pasado diez años desde la última vez que él la tocó, y sin embargo, Michelle sintió un hormigueo en la piel. Respiró hondo y se dijo a sí misma que ya eran personas adultas. Podrían ser amigos, aunque el repentino calor que recorrió su cuerpo desmentía por completo aquella idea.
Qué ridículo, pensó mientras se tragaba con dificultad el resto del donut. Se pasó la lengua por los dientes en busca de trocitos de chocolate, se palmeó cuidadosamente el pelo y se alisó la parte frontal de su jersey rojo. Se le ocurrió que tal vez debería salir de allí lo más rápida y silenciosamente posible. Fingir que no lo había visto. Pero eso era imposible, pues sus pies ya se dirigían hacia él.
La mente de Michelle estaba tan frenética como su corazón. Había oído que Sam estaba en la ciudad, pero ella no esperaba encontrárselo en un supermercado, y mucho menos solo en la sección de… miró alrededor y se quedó perpleja. ¿Comida de niños?
A medida que se acercaba lo oyó murmurar, y el sonido de su voz profunda y gruñona le provocó un fuerte estremecimiento. Imágenes del pasado pasaron por su cabeza a toda velocidad. Los dos, abrazados en la oscuridad, las manos de Sam recorriéndole el cuerpo y sus susurros vibrando por su espalda.
Frunció el ceño y se preguntó por qué hacía tanto calor en el supermercado.
–Zanahorias, espinacas… ¿En serio esperan que los niños se coman esto? –preguntó Sam en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular.
–Es difícil morder un buen filete cuando aún no se tienen dientes –dijo Michelle, y se abrazó a sí misma esperando su reacción.
Sam se quedó completamente inmóvil por unos segundos, hasta que, muy despacio, se volvió para mirarla. En cuanto aquellos ojos verdes se clavaron en los suyos, Michelle sintió que las rodillas le flaqueaban. Oh, Cielos… Era igual que en los viejos tiempos.
–Michelle.
No había un tono de bienvenida o afecto en aquella voz, pero al menos no le había gruñido. Michelle tragó saliva y forzó una sonrisa.
–Hola, Sam. Oí que habías vuelto a la ciudad –de hecho, todos sus conocidos se habían encargado de transmitirle la noticia.
Las manos de Sam se aferraron con tanta fuerza a los tarros de comida infantil que sus nudillos palidecieron.
–Sí, volví hace un mes.
Oh, qué bien estaba yendo todo, pensó ella.
–Estás… –empezó, pero se detuvo antes de pronunciar alguna palabra estúpida, como «increíble»–. Tienes buen aspecto –prefirió decir.
–Tú también –respondió él recorriéndole el cuerpo con la mirada. Michelle sintió cómo el calor la abrasaba por dentro.
–Disculpa –dijo una mujer por detrás de Michelle, quien dio un respingo y apartó su carrito a un lado del pasillo. Miró a la anciana señora, ataviada con un horrible sombrero rosa, y se preguntó por qué miraba tan furiosa a Sam al pasar junto a él–. Bueno, ¿qué haces por aquí?
–Colocándome una soga al cuello.
–¿Qué?
–Mira esto –le mostró el tarro de comida infantil que sostenía en la mano derecha e hizo un gesto hacia el estante–. ¿Cómo se puede elegir entre tanta variedad? ¿Qué clase de verduras? ¿De qué marca? ¿En tarros o en envases? ¿Cereales o papillas? –hizo una pequeña pausa–. Y si es papilla, ¿de qué clase? ¿En polvo o líquida?
–Creía que te gustaba más la cerveza –dijo ella con una media sonrisa.
Él la miró repentinamente a los ojos.
–Y así es. La verdad es que ahora mismo me vendría bien una.
Michelle creyó detectar un brillo de pánico en sus ojos, pero no, no podía ser. Nada ni nadie asustaba a Sam «Tormenta» Pierce. No se había ganado aquel sobrenombre por ser precisamente asustadizo.
–¿Qué pasa, Sam? –le preguntó, y se dijo a sí misma que era la curiosidad la que había provocado esa pregunta.
–Oh, nada –murmuró. Volvió a colocar con mucho tiento el tarro en el estante, como si temiera que se produjese una avalancha de tarros–. Sólo que esto es el fin del mundo.
–Creía que eso ya sucedió en marzo pasado.
–¿Qué?
Ella se encogió de hombros.
–Vi un artículo en el periódico. Ya sabes, ése que revelaba tu parentesco con los Fortune –se imaginaba lo extraño que tuvo que ser para él descubrir que era un miembro de la ilustre familia.
Sam cambió de posición y frunció el ceño.
–Esto no tiene nada que ver con eso. Se trata de… –negó con la cabeza–. Demonios, no creo que sea asunto tuyo.
De acuerdo, pensó ella. Su problema no tenía nada que ver con la inesperada pertenencia a una familia rica y poderosa. Entonces, ¿de qué se trataba?
–Parece algo serio.
–Lo es.
Bueno, por lo visto seguía tan locuaz como siempre. Tiempo atrás, ella solía burlarse de él diciendo que si alguna vez lo capturase el enemigo, no conseguirían arrancarle ninguna confesión. Ni siquiera la amenaza de la tortura podría conseguir de él más de una o dos frases.
Sam cruzó los brazos al pecho y separó las piernas en un gesto desafiante.
–Acabo de ser padre.
Michelle se quedó mirándolo, completamente perpleja. No se esperaba una noticia así. No había oído nada de que Sam tuviera una esposa. Una punzada de rencor la traspasó mientras intentaba imaginarse a la mujer que le había dado un hijo. Pero ¿qué se había esperado? ¿Que después de haberlo dejado diez años atrás él iba a ingresar en un monasterio? Ella misma se había mudado y tenía una vida propia. ¿Por qué no podía haber hecho lo mismo Sam?
–Yo… –se esforzó por encontrar las palabras adecuadas. Por la expresión de Sam, no parecía que quisiera oír la enhorabuena. Finalmente, se encogió de hombros y dijo–: Enhorabuena.
–Gracias –respondió él con una tensa sonrisa.
–¿Niño o niña?
–Gemelas.
Gemelas. Al imaginarse a dos bebés con los brillantes ojos verdes de Sam tuvo que ahogar un suspiro de envidia.
–¿Y… desde cuándo?
–Desde hace un par de horas.
–¿Lo dices en serio? –preguntó ella–. ¿No deberías estar en el hospital con tu mujer?
–¿Qué? –Sam la miró y negó con la cabeza–. No, no estoy casado. No lo entiendes. Las gemelas no son recién nacidas. Tienen ya nueve meses.
Otro carrito se acercaba por el pasillo. Una joven se excusó, se detuvo entre Michelle y Sam y agarró dos tarros de comida del estante. Un momento después los dos volvían a estar solos, escuchando la aburrida voz que anunciaba por los altavoces las ofertas de carne de vaca.
–Estoy confusa –dijo Michelle.
–Bienvenida al club –murmuró él, y echó un vistazo al extremo del pasillo, donde se apilaba una verdadera montaña de pañales–. Oh, Cielos…
–¿Qué pasa? –preguntó ella, más curiosa que nunca.
Sam volvió la vista hacia ella. La verdad era que preferiría mirar a Michelle. Demonios, cuánto había mejorado con el paso del tiempo… La sudadera roja que llevaba ocultaba su figura, pero los desgastados vaqueros que se ceñían a sus esbeltas piernas confirmaban que éstas no habían cambiado mucho. Su pelo negro azabache enmarcaba su rostro con forma de corazón y caía sobre los hombros como un espeso y suave oleaje, y sus ojos color violeta brillaban con preocupación y curiosidad.
Sonrió para sí mismo y recordó la insaciable curiosidad de Michelle y cuántas veces ella le había dicho que, aunque la curiosidad mató al gato, al menos murió informado.
Cuánto la había echado de menos… aun en contra de su voluntad. Después de todo, cuando una mujer rechazaba una propuesta de matrimonio, el instinto natural hacía olvidarla lo más rápidamente posible.
Por desgracia, olvidar a Michelle Guillaire era más fácil decirlo que hacerlo.
–¿Sam? –preguntó ella, devolviéndolo al presente–. ¿Vas a decirme qué te pasa o no?
Maldición, ni siquiera él mismo estaba seguro de lo que le pasaba. Se pasó una mano por la mandíbula, la miró fijamente a los ojos y reconoció que le hacía falta un poco de ayuda. Y en ese caso, ¿por qué no obtenerla de Michelle?
–Las niñas son mis ahijadas. Sus padres murieron hace unos días mientras hacían submarinismo. Dentro de unas horas salgo hacia Hawai para recogerlas.
–¿Tienes la custodia? –preguntó ella tranquilamente.
No podía culparla por estar tan sorprendida. Él mismo seguía en un estado de shock. Cuando Dave le pidió que fuera el tutor legal de las niñas, él había accedido, sin llegar a imaginarse que algún día tuviera que desempeñar ese papel. Por lo visto, el Destino tenía un curioso sentido del humor.
–Puedes llamarme Sargento Madre.
A Michelle le costó unos segundos asimilar la información. Se lamentó por los padres que nunca verían crecer a sus hijas, pero cuando lo pensó mejor, se dio cuenta de que aquél no era momento para la compasión. Después de todo, Sam sólo tenía un par de horas antes de que su avión saliera hacia Hawai. Lo menos que podía hacer era ayudarlo a prepararse, ¿no?
–Yo me encargo de la comida –le dijo, haciéndose cargo de la situación–. Tú ve a por los pañales.
Él tomó una prolongada inspiración y soltó el aire de golpe.
–A riesgo de parecer anticuado… no sé nada de bebés. ¿Qué talla de pañales debo elegir?
Michelle tampoco estaba segura de eso. Siendo hija única, no había estado rodeada de niños. Y, aunque tenía algunos amigos con hijos, nunca había profundizado en la talla de los pañales.
–No lo sé. ¿Qué tal grandes? Si son demasiado holgados, siempre puedes plegarlos para hacerlos más pequeños. Lo contrario te resultaría más difícil.
–Parece una idea razonable –dijo él, y se encaminó hacia la montaña de pañales como si fuera a acometer una misión importante.
Y, ciertamente, era una misión importante, pensó Michelle desviando la mirada hacia los estantes repletos de comida infantil. Al menos los fabricantes habían tenido el buen juicio de indicar las edades en las etiquetas de los tarros. Eligió verduras, carne y frutas, además de zumos y cereales. Sam volvió con dos paquetes de pañales, que arrojó en el carrito.
–¿Qué más? –preguntó él.
–Leche. Los niños con esa edad ya no necesitan tomar leche maternizada.
–Gracias a Dios –murmuró–. La leche es fácil de encontrar.
Michelle lo siguió empujando el carrito hasta el pasillo de la leche. Mientras caminaba, tuvo la posibilidad de admirar su trasero. Sam siempre había tenido un magnífico trasero.
–¿Normal?
–¿Mmm? –levantó rápidamente la mirada, igual que una adolescente a la que hubieran pillado leyendo un libro caliente–. Oh, sí. Normal está bien.
–¿Ya está todo? –preguntó, observando el contenido del carrito.
–Por ahora –respondió ella. Tenía la voz ronca, así que carraspeó para aclararse la garganta–. ¿Tu apartamento está listo para recibirlas?
–Vienen con tan sólo una bolsa de pañales. Ya les he comprado unas cunas, si es eso a lo que te refieres.
–En parte.
–¿Hay más? –preguntó él, como si temiera la respuesta–. Tienen comida y un lugar donde dormir. ¿Qué más se necesita?
–Muchas cosas –le dijo, y empezó a enumerarlas en una lista cuando se le ocurrió otra idea–. Oye, Sam, ¿por qué no voy contigo y te ayudo?
Los rasgos de Sam se endurecieron, y por un momento Michelle pensó que rechazaría su oferta. Y pensó también que tal vez fuera mejor así. Estar a solas con Sam en su apartamento no era tan buena idea. Habían pasado diez años, pero, a juzgar por los frenéticos latidos de su corazón, todo ese tiempo no había bastado para contener el deseo que sentían el uno por el otro.
Naturalmente, él no parecía tener dificultad en contenerse a sí mismo para no abalanzarse sobre ella, así que tal vez estaba todo en su cabeza. Por lo visto el pesar nunca desaparecía del todo. Y cuando una se encontraba cara a cara con el hombre al que había amado con todo su corazón, era normal sentirse un poco… o, más, bien, completamente aturdida.
Pero ella no era la misma chica que había sido años antes. Había cambiado, había crecido, se había casado y había enviudado. Seguramente Sam también había cambiado. Lo que ella estaba sintiendo no era más que las brasas de un amor que había ardido en el pasado. Su reacción era semejante a la de los perros de Pavlov, que se ponían a babear cada vez que escuchaban el tintineo que precedía a la comida. Por su parte, ella se ponía a babear si veía a Sam.
Pero eso no era un problema. Podía demostrarle a Sam y a ella misma que había hecho lo correcto al romper con él.
–Tú mismo has dicho que sólo tienes un par de horas antes de marcharte –le dijo, al ver que él seguía en silencio–. Si te ayudo, acabarás en la mitad de tiempo.
Él pensó en la propuesta durante un minuto y finalmente asintió con brusquedad.
–De acuerdo. Aprecio tu oferta.
–¿Para qué están los amigos? –preguntó Michelle, esbozando una sonrisa demasiado ancha.
–¿Es eso lo que somos? ¿Amigos?
–Podríamos serlo –respondió ella apaciblemente–. Es mejor que ser enemigos, ¿no te parece?
–Yo nunca fui tu enemigo, Michelle –le dijo con voz profunda.
–Ya lo sé. Es…
–Mira, será más fácil si no hablamos del pasado –la interrumpió él–. ¿Por qué no empezamos de cero? Desde ahora mismo.