Una suerte cruel - Kaylie Smith - E-Book

Una suerte cruel E-Book

Kaylie Smith

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Beschreibung

Calla siempre va contrarreloj, pero ahora se le ha acabado el tiempo. Calliope Rosewood es una bruja. Una bruja maldita y exiliada. Que, por si fuera poco, es medio siphon, la criatura más aborrecida del mundo mágico. Sí, es demasiado para una chica de diecinueve años. Pero eso no es todo: según una profecía, está destinada a ser la última Guerrera de Sangre y a desencadenar la Guerra Final que diezmará a su pueblo y aniquilará su magia.# El único ser capaz de ayudarla mora en lo más profundo del Bosque Interminable, uno de los lugares más peligrosos de Ilustros. Por suerte, Calla cuenta con la ayuda de sus mejores amigas y de una patrulla de brujos# uno de los cuales es la persona más traicionera que ha conocido jamás.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Imagen de cubierta

Para mis Meme y Baa,

Prólogo

Las constelaciones de medianoche sonreían al bosque con sus dientes brillantes. Los destinos estaban de buen humor esa noche.

El captor de la muchacha, sin embargo, no.

Se apartó de la ventana abierta de la cabaña y observó desde un rincón de la desordenada habitación cómo su carcelero tejía hilos frenéticamente en el antiguo mapa que colgaba de la pared. El hilo oscuro como la tinta, empleado normalmente para rastrear a los destinos y sus pactos, había desaparecido. En su lugar, esa noche, el hilo estaba teñido del color de la sangre.

La energía de la estancia era extraña, más de lo habitual en la cabaña. Se acercó a la gran mesa del comedor con curiosidad para echar un vistazo al delicado pergamino que su señor había desplegado momentos antes. La carta había aparecido de repente sobre la mesa, sin previo aviso –como solía ocurrir en el bosque demoniaco–, y estaba sellada con un lacre de cera dorada. Fuera lo que fuese, el ambiente cambió radicalmente.

Observó la tinta negra garabateada en el pergamino. Cuando extendió los dedos para tocarlo, al percibir la fuerte magia que impregnaba el texto, su sangre comenzó a bombear por sus venas negras, que se entrecruzaban como una tela de araña bajo su piel, tan pálida que parecía translúcida. Entrecerró los ojos para intentar descifrar las palabras y enseguida se dio cuenta de que no era una carta, sino un contrato.

Frente a ella, su captor seguía trabajando el hilo con sus dedos largos y grisáceos. Era como si intentaran correr más rápido que un reloj invisible para ella. Una y otra vez, tejían el hilo a través del mapa con un fervor creciente. Desde el rincón más alejado de Estrella hasta el corazón de las Cortes Feéricas Septentrionales, el hilo rojo como la sangre recorrió rápidamente todo Illustros, convirtiendo la claridad del mapa en un revoltijo de líneas entrecruzadas. Hasta que, finalmente, todo quedó inmóvil. Ni siquiera el monstruoso bosque que los rodeaba se atrevió a respirar o a dejar caer una sola hoja.

Su señor abandonó el tejido; algo en la mesa le había distraído, y ella tardó unos instantes en darse cuenta de qué le había perturbado. El contrato.

En la parte inferior, que un instante antes estaba en blanco, había cuatro nombres firmados con sangre.

1

Calliope Rosewood miraba al destino directamente a los ojos.

Una sonrisa diabólica caracoleó en los labios de su rival mientras manipulaba las cartas negras que llevaba barajando minutos.

–Tu turno, Calla.

Al oír su nombre, apartó finalmente las pupilas del dado brujo de color rojo que el otro brujo acababa de depositar en el centro de la mesa –con suma precaución de que el cubo mágico no le rozara la piel–. Observó entonces el poco dinero que tenía. Lo justo para apostar la última ronda.

Respiró hondo y acarició con la yema del pulgar los últimos espéctrals dorados que le quedaban mientras meditaba qué hacer. Si perdía y tenía que aceptar el dado, le quedarían exactamente dos tiradas para ser maldecida..., bueno, para ser más maldecida. Por otro lado, si se retiraba ahora, no solo tendría que aceptar el dado, sino que perdería todo el dinero que había apostado. Realmente no tenía opción, considerando que a ella y a sus amigas las iban a desahuciar en tres días. Otra vez.

Calla torció la boca con desdén mientras arrojaba al montón las monedas de oro que le quedaban. Cayeron sobre las demás apuestas con un tintineo metálico. No había vuelta atrás.

La sonrisa de su oponente se hizo más pronunciada.

Calla observó atentamente cómo barajaba unas cuantas veces más; sus ágiles dedos mezclaron las cartas con un ruidoso silbido. De pronto, alargó la mano y colocó el montón frente a ella.

–Corta.

No apartó los ojos del brujo mientras separaba el mazo en dos mitades al azar. Él puso una sobre la otra y finalmente repartió con movimientos rápidos y precisos.

Se hizo un silencio sepulcral. Calla abrió su mano de cartas e hizo un rápido barrido mágico para evaluar a los demás. Lo cual era, por supuesto, hacer trampas. Pero le daba igual.

A juzgar por la velocidad a la que fluía su sangre, Boone, el borracho descomunal que tenía a la derecha, estaba nervioso. El gigante era uno de los jugadores habituales de la posada Luz Estelar y no le hubiera hecho falta la magia para percibir su mirada nerviosa, que intentaba disimular sin éxito que iba de farol. Sin embargo, un atisbo de sonrisa, oculto tras las cartas de su auténtico rival, indicaba, sin lugar a duda, que estaba convencido de que tenía la suerte de su lado.

Enternecedor, pensó Calla, metiéndose un mechón castaño oscuro tras la oreja izquierda.

Calla contaba con dos ases. Aunque no le garantizaran la victoria, tenía todas las de ganar. Le echó un vistazo entre las largas pestañas al brujo ónice que se sentaba enfrente y disimuló su expresión de desdén, habitual en ella cuando lo tenía delante, para reemplazarla por la cara de póquer que había estado perfeccionando.

Ezra Black aún no lo sabía, pero Calla iba a ganar la partida.

En los últimos meses había pasado muchas noches allí, en la misma sala del sótano de la posada, con las mismas personas, jugando al mismo juego. Esa noche, sin embargo, era diferente. Las apuestas, más altas. Más letales. Por una vez, lo que le retorcía las tripas no era el perfume demasiado familiar de la magia oscura, que descendía flotando desde las plantas de arriba.

Calla volvió a mirar las cartas que tenía en la mano. Estaban relucientes y su superficie negra y brillante destacaba contra el monótono paisaje del sótano. Intentaba ignorar el retumbar de su corazón en la garganta mientras aguardaba a que los demás jugadores decidieran cuántas cartas iban a robar. Nunca había deseado tanto ganar una partida. Especialmente si era contra él. Sobre todo, después de su último encuentro.

Tensó momentáneamente los dedos contra las cartas resbaladizas al recordar su última noche juntos de borrachera y, si no hubiera tenido el don de cultivar la paciencia de forma excepcional, Calla era consciente de que le habría lanzado las cartas a la cara como si fueran dagas arrojadizas. No se esperaba encontrar en el alféizar de la ventana una nota cuidadosamente doblada con la firma de Ezra y, desde luego, no esperaba que fuera una invitación a una partida de cartas. Calla sabía que no debería haber permitido que Ezra la pinchara y la obligara a jugar contra él, pero no pudo resistirse a la oportunidad de bajarle los humos a ese cabrón presuntuoso.

Echó otro vistazo al centro de la mesa y casi se estremeció al mirar el dado brujo de color rojo sangre que brillaba sobre la madera. Ni siquiera la luz mortecina del sótano disimulaba el efecto del dado; la cara del cubo con seis puntos negros prácticamente la cegaba. La desafiaba.

Calla odiaba el número seis incluso más de lo que odiaba al brujo ónice que se sentaba frente a ella.

Ramor, un troll mayor, rubio y contrahecho al que le gustaba dar órdenes a Boone como si el gigante fuera su esbirro, gruñó a su izquierda. Calla volvió a mirar las cartas en juego y se dio cuenta de que le tocaba. Observó su mano un último instante y notó un zumbido en la sangre cuando su magia percibió que Ramor se enfurecía de pronto. Boone parecía más derrotado después de cambiar algunas de sus cartas con el brujo.

–¿Cuántas quieres, Calla? –preguntó Ezra en tono desafiante. Ella parpadeó. Él no apartó la mirada.

Todo lo que necesitaba era superar a Ezra. Ezra, que sabía exactamente de lo que era capaz su magia escarlata, estaba esforzándose por controlar su respiración para impedirle leer su presión sanguínea. Por desgracia para él, Calla siempre había sido capaz de leer su expresión.

Calla paseó la mirada por la mesa y entrecerró los ojos hacia el brujo ónice mientras ignoraba la asfixiante presión que ejercía el dado. En cuanto Ezra apretó la mandíbula –un gesto imperceptible para cualquiera que no conociera su rostro tan bien como ella–, le dedicó la sonrisa más altanera que pudo.

–Ninguna. Voy con todo.

Ramor emitió un gruñido de sorpresa indignada.

–Muy bien –murmuró Ezra, entrecerrando los párpados–. Lo veo.

Ramor y Boone mostraron sus cartas, pero ni Calla ni Ezra les prestaron atención. Cuando Calla lanzó sus dos ases, el golpe de las gruesas cartas sobre la áspera madera retumbó como si fuera un trueno.

–Has perdido, Black.

Ezra dejó escapar el aliento ante la declaración de victoria de Calla. Ramor y Boone gimieron con angustia al perder su dinero: sus espéctrals ahora le pertenecían a ella. Ezra palideció al alargar la mano, casi de forma involuntaria, cuando agarró con rigidez el dado brujo. Al ver cómo refulgía en su palma el dado, despidiendo un destello carmesí, Calla se sintió mal y estuvo a punto de arrepentirse, pero contuvo rápidamente la emoción. Se había librado esa noche de estar una tirada más cerca de unos cuantos siglos de esclavitud, y eso era lo único que importaba.

Calla se inclinó sobre la mesa; las monedas tintineaban unas contra otras mientras se apresuraba a guardarlas en la carterita de terciopelo que llevaba colgada del hombro. Ezra se levantó a la velocidad del rayo y arrastró la silla hasta que chocó con la húmeda pared de ladrillo que tenía a su espalda. El chirrido le hirió los oídos. Apretó el puño –cerrado en torno al dado– con una furia manifiesta y los nudillos blancos por la tensión. Calla no vaciló: guardó los últimos espéctrals en la bolsa, sin atreverse a mirarle a la cara. En cuanto la última moneda aterrizó en el interior de la cartera, se volvió en redondo hacia la puerta abierta.

Si Calla había olvidado que Ezra era un brujo ónice, el latigazo anormalmente rápido de su magia le recordó exactamente de lo que era capaz: desplazó una ráfaga de viento por la estancia para cerrar de golpe la puerta e impedirle escapar. Tenía un control férreo de la mayoría de los elementos, y Calla estuvo a punto de perder pie mientras se separaba lentamente de la mesa para acercarse a la puerta. Volvió la cabeza para mostrarle los dientes.

–No puedes hacer eso –afirmó–. ¡He ganado!

–Has hecho trampa, querrás decir –replicó él, fulminándola con la mirada.

–Si alguien ha hecho trampas, ¿no crees que sería el que se encargaba de repartir? –le acusó.

Los ojos de Ezra, del color del carbón, parecieron oscurecerse mientras avanzaba hacia ella, y le dio la impresión de que había dado en el blanco.

–Olvidas lo bien que te conozco, Calla –estiró los labios en una sonrisa siniestra–. Puede que a los demás les engañe tu bonita cara de póquer, pero a mí no. Llevas haciendo trampas toda la noche.

–Me alegro de que me sigas encontrando atractiva –respondió ella con una sonrisa burlona.

Las palabras le quemaron la boca como un ácido, pero suprimió rápidamente el recuerdo de los sentimientos que evocaban y se concentró en acercarse a la salida.

–¿Acaso he sugerido alguna vez que no lo fueras? –preguntó él, enarcando una ceja.

–Ah, error mío –bufó Calla con sarcasmo–. La última vez que nos vimos, me soltaste que no era lo bastante buena para ti.

–Te dije desde el principio que yo voy a lo que voy. ¿Creías que contigo haría una excepción?

Le costó un gran esfuerzo contener un estremecimiento.

–Así que ocultas tus intenciones dejándolas a la vista de todos. Qué inteligente por tu parte. Y pensar que hace tiempo creía que eras solo físico y tenías la cabeza hueca...

Ezra frunció el ceño.

–Basta. Has hecho trampas y no te marcharás de aquí hasta que me quites este dado.

–Deberías ser mejor perdedor, Black –comentó con aire bravucón y despreocupado, esforzándose por ocultar sus sentimientos–. No da muy buena imagen acusar a los demás de hacer trampas solo porque has sido derrotado...

El brujo se acercó más a ella.

–¿No fui yo quien pulió tus habilidades con el juego? ¿Acaso no nos hemos pasado los últimos meses estafando a cientos de idiotas exactamente del mismo modo? –se aproximó todavía más y Calla contuvo el aliento–. ¿Vas a negar que siento cuándo usas tu magia tan bien como tú sientes cuando uso la mía? –murmuró.

Si daba un solo paso más, el cuerpo de Calla sentiría el calor familiar de su magia. Se detuvo y ella se preparó para correr.

–¿Acabas de llamarte idiota a ti mismo? –bromeó.

Él arrugó la frente un segundo antes de taladrarla con la mirada, hastiado.

Necesitaba salir de ahí ya mismo.

Ezra abrió la boca para replicar y Calla aprovechó la oportunidad para lanzarle una ráfaga de poder. Se apoderó de cada gota de sangre del cuerpo del brujo ónice con su magia escarlata y lo arrojó contra la mesa. Rápidamente, se giró hacia la salida mientras la madera se astillaba con un sonoro crac.

Tal vez me he pasado al emplear tanta fuerza, pensó por un instante fugaz que reprimió de inmediato. No. Que le den.

Los pocos segundos que había ganado se esfumaron en cuanto una mano callosa le agarró la muñeca. La vibración eléctrica que le recorrió el brazo por el contacto contra la piel desnuda le arrancó un jadeo.

–El guapetón dice que has hecho trampas –gruñó Bonne, echándole el asqueroso aliento caliente a la cara mientras se cernía sobre ella. Ramor se acercó rápidamente por detrás para sujetarla.

Estaba tan preocupada por Ezra que se había olvidado por completo de los demás. Le daban ganas de darse cabezazos contra la pared por el descuido.

–Suéltame –siseó, tirando para liberarse.

Se estaba imaginando los moratones que le iban a salir en su pálida piel cremosa en los puntos donde los dedazos se clavaban en su muñeca. Tenía una fuerza extraordinaria y era extremadamente difícil luchar contra él.

–No hasta que nos devuelvas nuestro dinero –aseveró Ramor. Notó un fuerte pinchazo en los riñones y contuvo un grito. Intentó zafarse del cuchillo, pero el gigante la sujetaba con demasiada fuerza. La punta que tenía contra la espalda se clavó un poco más; el troll se estaba impacientando.

Calla empezó a sudar mientras intentaba encontrar la forma de salir de esa situación. Sabía que no tenía mucho tiempo. Ezra gemía en el suelo, sobre la mesa destrozada, que se había venido abajo con el impacto. Oyó sus gruñidos de frustración mientras intentaba ponerse en pie.

Parecía sumamente cabreado.

Mierda.

Fue entonces cuando lo sintió: había tardado en manifestarse tras haber dormido durante tanto tiempo, pero la llamada, desde lo más profundo de su ser, siempre era inconfundible. Su siphon.

Ese reclamo hambriento que sentía cuando se activaba traía consigo una sensación perturbadora. Jamás se acostumbraría a la oleada de calor antinatural que se extendía por su cuerpo cada vez que su piel entraba en contacto con la de otra persona. Como si sufriera una fiebre repentina, su cuerpo entero enrojeció, desde la coronilla hasta los dedos de los pies, y notó cómo la oscuridad de su interior ansiaba absorber la energía vital del gigante a través del tacto.

Contuvo el impulso de drenarle la vida y, en su lugar, invocó su magia. Le daba igual el lío en el que estuviera metida: se negaba a dejarse arrastrar por esa oscuridad.

Calla liberó su magia escarlata y empezó a reventar los vasos sanguíneos de la mano con la que Boone la sujetaba. El gigante soltó un aullido, aflojó el agarre y ella se apartó rápidamente. El cuchillo de Ramor le rajó la camisa por la espalda y le raspó la piel. Antes de que el troll la siguiera, extendió una mano hacia la cabeza de Boone e hizo que toda la sangre fluyera en dirección contraria, provocando que se desmayara. El gigante se derrumbó sobre Ramor y cayeron al sucio suelo.

En el tiempo que había tardado en derribar a Boone, Ezra se había puesto de pie y se sacudía las astillas y el polvo de la ropa.

Maldiciendo, Calla giró sobre sus talones y se lanzó hacia la puerta. Mientras Ezra se giraba hacia ella, agarró el manillar y lo giró frenéticamente; después subió los escalones del sótano a una velocidad que la sorprendió. El brujo saltó sin esfuerzo por encima de los dos cuerpos que se debatían en el suelo y, antes de que Calla pudiera abrir la puerta de arriba, sintió cómo el viento la envolvía. Resbaló en los escalones y se precipitó hacia abajo, intentando agarrarse a la piedra con todas sus fuerzas antes de caer de bruces. Con un gruñido, rodó de lado y levantó una mano. El viento cesó de caracolear alrededor de su cuerpo en cuanto tiró de los vasos sanguíneos de Ezra, haciendo que este desorbitara los ojos de la tensión y su magia se disipara en el aire.

Calla era consciente de que no debía gastar toda su magia escarlata, pero necesitaba sujetar a Ezra el tiempo suficiente para subir el resto de los escalones. Era solo medio bruja y Ezra un brujo completo; tenía mucha más fuerza que ella. Tiró de su dolorido cuerpo por las escaleras a toda la velocidad de que fue capaz, subiendo los escalones de dos en dos y manteniendo preso al chico. Cuando por fin llegó arriba, estaba a punto de derrumbarse y le soltó.

En cuanto salió a la planta principal, lo primero que notó fue que el olor a magia negra era mucho más intenso; la peste a chamusquina que impregnaba la vieja posada le provocó náuseas. Se abrió paso entre la bulliciosa multitud. Su escapatoria estaba cada vez más cerca. Unos pasos más y...

–No vas a ir a ninguna parte –gruñó Ezra, tirando de su camisa.

Cuando su espalda chocó con el torso del brujo, sintió los duros músculos de su pecho y abdomen a través del grueso jersey negro que llevaba. No era nada raro: la mayoría de los brujos ónice eran famosos por su fuerza y sus habilidades de combate además de por su magia elemental, pero Calla no pudo contener un escalofrío mínimo al apoyarse contra él.

Yavale, la amonestó una vocecita mental.

Le enfurecieron los recuerdos traicioneros y saber cómo eran exactamente los músculos que ocultaba bajo el jersey. Le vinieron a la mente imágenes de las pocas veces que le había echado un vistazo a su vientre plano y cómo se había imaginado en una ocasión que pasaba las manos por encima y subía hasta acariciarle la despeinada melena nocturna...

Apretó los dientes y le clavó el codo en el estómago tan fuerte como pudo. Ezra gruñó y aflojó el agarre mientras Calla se giraba hacia él.

–Es culpa tuya, no mía, que tengas que hacer una tirada del destino. Fuiste tú quien trajo el dado brujo –le atacó con rabia ardiente, frustrada por haber permitido el pensamiento intrusivo.

–Y fuiste tú quien hizo trampas –la acusó furioso. Los que estaban cerca se giraron hacia ellos.

–Yo voy a lo que voy. ¿Creías que contigo haría una excepción? –le espetó ella, repitiendo sus propias palabras en tono burlón.

–¿Hay algún problema? –preguntó una voz masculina en voz baja desde detrás de Ezra.

El recién llegado era unos cinco centímetros más alto que el brujo, y este le sacaba más de media cabeza al metro setenta y cinco de Calla. El desconocido tenía el pelo corto de un llamativo color azul cobalto, y los ojos plateados y brillantes. La magia escarlata de Calla se desplegó de inmediato para evaluar la posible nueva amenaza y, en cuanto identificó su poder, no pudo evitar apretar los dientes.

Otro brujo ónice.

Qué sorpresa.

Ezra taladró con sus ojos negros al otro brujo un breve instante, y eso fue todo lo que Calla necesitó para escabullirse hasta la puerta. Ignoró por completo las pocas exclamaciones de fastidio de los clientes a los que arrolló, con la adrenalina por las nubes. Salió disparada a la oscura calle adoquinada. Cuando dejó de sentir a Ezra, suspiró aliviada, confiando en que el otro brujo lo distrajera el mayor tiempo posible. El gélido viento invernal le cortó la piel y se estremeció al darse cuenta de que se había dejado la capa en el sótano. Con un suspiro irritado, se frotó los brazos para entrar en calor. Le daba rabia tener que comprar otra.

Bueno, al menos tengo el dinero, se consoló, palmeando la cartera que llevaba en la cadera para asegurarse de que aún la tenía. Con lo que había ganado esa noche podría comprarse una capa nueva y pagar el alquiler de los próximos meses. Además, ya no haría falta que Delphine usara su influencia para robar manzanas cada mañana para desayunar.

Al menos durante un tiempo.

Respiró hondo, giró a la izquierda por otra calle y comenzó a subir a paso ligero mientras los famosos astros azules y morados de Estrella parpadeaban sobre su cabeza.

2

Tras unos cuantos minutos avanzando por las calles, Calla distinguió el borde del bosque de fresnos a lo lejos. El viento traía el aroma familiar a cedro y pino y volvió a sufrir un escalofrío. Solo le quedaba cinco manzanas para llegar a su pequeño apartamento y empezaba a plantearse que quizás no sería mala idea aceptar la oferta de Delphine de hacer que Ezra desapareciera para siempre...

De pronto, se dobló hacia delante bruscamente agarrándose el cuello: el oxígeno se le estaba escapando violentamente de los pulmones. Con las manos en la garganta, se volvió en redondo: Ezra estaba ahí, acechándola. Su cabello y ropa negra se silueteaban contra la lechosa luz de la luna que se filtraba a su espalda. Se acercó a ella con aire demasiado indolente, con las manos metidas en los bolsillos delanteros del pantalón. Calla detestaba lo poco que parecía costarle dejarla sin aire con su magia de viento. Que fuera capaz de asfixiarla tan fácilmente, sin esfuerzo...

Decidió odiarle. Odiaba el recordatorio constante de que ella no era tan fuerte como quería ser. No importaba lo bien que le hubiera enseñado a jugar y a arriesgarse, él siempre tendría ventaja sobre ella.

Estásenmilistanegra, pensó. Sivuelvoaponertelasmanosencimaalgunavez...

Dejó de pensar cuando creció la presión en su pecho y cayó de rodillas por el dolor. El cabrón ónice se detuvo frente a ella y se agachó hasta quedar a la altura de sus ojos. Sus labios eran una línea siniestra en su rostro anguloso y sus ojos como el carbón estaban encendidos de ira.

–Esto es tuyo –sentenció con voz grave y pausada, mientras levantaba el puño y mostraba el dado maldito que tenía en la palma de la mano.

Ella sacudió la cabeza salvajemente, intentando sin éxito apartarle la mano.

–Lo aceptarás de buen grado o te asfixiaré aquí mismo.

Calla lo fulminó con la mirada y se concentró en invocar su magia para atacarle. Consiguió dispararle un solo chorro de poder y usó hasta la última gota de su magia escarlata para tirar de sus venas y conseguir que la soltara. Sin embargo, apenas le dio tiempo a tomar una bocanada de aire antes de que él recuperara el control. Era inútil volver a intentarlo; solo podía pensar en el fuego que le abrasaba la garganta y en las manchas negras que le nublaban la visión.

Calla sopesó sus opciones desesperadamente.

Hasta ahora solo había hecho tres de sus seis tiradas del destino. La mayoría de los brujos habían hecho todas sus tiradas a su edad: eran jóvenes y descuidados. A muchos no les importaba estar en deuda con la reina de su aquelarre, pero Calla era más inteligente. Sin embargo, tenía que admitir que sacrificar su cuarta tirada del destino en ese mismo instante, en lugar de darle la satisfacción de verla retorcerse más tiempo, empezaba a parecerle el menor de los dos males.

Miró fijamente al brujo ónice.

–¿Y bien? ¿Cuál es tu decisión? –insistió él.

Necesitó todo su control para asentir con la cabeza. En cuanto lo hizo, la liberó de su magia. Intentó mirarlo mientras jadeaba y tosía, tomando aire a bocanadas. Ezra volvió a acercarle el dado.

Le ignoró y se puso de pie, tambaleándose ligeramente por el mareo. Él la imitó con elegancia y aguardó a que controlara la respiración sin dejar de mirarla a los ojos. Sus pupilas negras reflejaban una emoción que no fue capaz de descifrar, y apartó rápidamente la mirada hacia el dado rojo que tenía en la mano.

Aún le costaba creer que, en la partida, Ezra hubiera puesto en el bote el dado. Calla nunca habría apostado algo tan serio; jamás habría hecho algo tan estúpido. Pero él, cuando se quedó sin espéctrals, sacó con cuidado el cubo rojo sangre de una bolsita de cuero y lo depositó en el centro de la mesa antes de guiñarle un ojo a Calla, como el bastardo presuntuoso que era.

Idiota, se reprendió a sí misma. Deberíahabérmeloimaginado.

Calla extendió lentamente la mano hacia el cubo que latía en la palma de la mano de Ezra. Se le entrecortó el aliento cuando el poder del dado palpitó en el aire y sintió calor en las yemas de los dedos al rozarlo. Tragó saliva y subió la vista hacia la muñeca de Ezra, a los puntos negros que tenía en el antebrazo, semejantes a una constelación. Podía contar sin problemas las tiradas a las que correspondían; era algo tan natural para ella como respirar.

Cinco, tres, dos, uno, dos.

No era de extrañar que fuera tan poderoso. Era el único brujo que había conocido con una tirada inicial superior a cuatro, aparte de ella misma, claro. Pero si se suponía que esa tirada le otorgaba algún tipo de ventaja, los dioses del destino se debían de estar riendo a carcajadas a su costa.

Calla respiró hondo y, finalmente, agarró el cubo. El pavor le atenazó el estómago como una losa. El dado zumbó en su mano y la magia chisporroteó en su interior cuando el destino del dado pasó de Ezra a ella. La magia que se asentaba en sus huesos era muy distinta de la que sentía cuando la reclamaba su siphon. La del dado era como una chispa que corría por sus venas del mismo modo que lo haría por una mecha; cuando su piel entraba en contacto con la de otra persona, la magia se parecía más a una explosión ardiente. Sabía que, si respondía a su llamada, apagaría el fuego y sofocaría su sangre hirviente, pero también era consciente de que, si se resistía, ardería ella sola. Si no lo hacía, estaría arrojando a las llamas a otro.

Derrotada, apretó el dado en el puño. Ezra no sonrió como creía que lo haría. De hecho, no parecía nada satisfecho, a pesar de haberse salido con la suya. Su rostro era tan cuidadosamente inexpresivo que Calla supo que ocultaba algo. Lo único que terminó diciendo fue: «Ya está hecho».

Le observó atentamente mientras se alejaba de ella.

–¿Por qué? –gimió con desesperación, maldiciéndose a sí misma a la vez por permitir que viera lo mucho que le había afectado. No le dio la oportunidad de responder: continuó hablando–. ¿Por qué apostaste un dado brujo? ¿Por qué jugaste otra ronda si no tenías nada más? ¿Por fanfarronear, o tanto me odias?

La miró fijamente durante lo que le pareció una eternidad antes de abrir la boca.

–Hago aquello por lo que me pagan.

Calla se quedó callada.

–No eres tan escurridiza como crees, Calla –continuó él–. Te llevo siguiendo la pista meses sin que sospecharas nada. ¿Creías que conociste a otro brujo en Estrella por accidente? ¿Que fue una coincidencia?

Notó que le temblaban las manos y se le disparaba el pulso.

–¿Qué...?

–Todos estos meses has ido bajando la guardia, tomándome aprecio poco a poco –la interrumpió. Se le veía casi agitado, con los ojos más encendidos que de costumbre–. Estúpida cría. Confías en los demás con demasiada facilidad, Calliope.

Calla enrojeció y se apartó de él. No le gustaba que la llamaran cría, ni que usaran su nombre completo como si fuera una niña y la estuvieran regañando. Sobre todo cuando Ezra solo le sacaba un año y, por tanto, era un bebé para los estándares inmortales.

Pero tenía razón en una cosa: había sido una estúpida al tomarle aprecio. El hecho de que, después de todo, se hubiera planteado verle esta noche... Su mayor debilidad era su tendencia al optimismo.

–¿Por qué tuviste que...? –insistió él.

–¡Ya basta! –gritó ella, incapaz de seguir escuchando–. Por favor, para.

–Ezra.

Ambos se giraron hacia la voz.

–Nos tenemos que ir –ordenó el brujo ónice del pelo azul que se habían encontrado en la posada. La autoridad absoluta de su voz no daba lugar a discusión.

Ezra bajó la barbilla en señal de reconocimiento antes de volverse hacia Calla.

–Disfruta de tu tirada –le espetó secamente–. Ah, ¿Calla? –la llamó. Ella le fulminó con la mirada. Todavía le hervía la sangre por todo lo que le había dicho–. Myrea te manda saludos.

Dicho eso, se dio media vuelta y se acercó a su compañero con pasos sigilosos. A ella se le heló la sangre.

3

Calla se preparó mentalmente para subir por la escalera oxidada que colgaba de forma precaria del lateral de su viejo edificio de piedra. Los peldaños metálicos estaban tan fríos que pensó que se le iba a helar la sangre. Llevaba la llave en el bolsillo interior de la capa que había dejado atrás, así que le tocaba entrar por la ventana.

En cuanto empezó a subir, descubrió que trepar por el inestable cachivache metálico mientras seguía sujetando el dado brujo en la mano iba a ser mucho más difícil de lo que suponía. Además, notaba los músculos como un flan: había agotado todas sus reservas de magia. A mitad de camino, resbaló en un peldaño y estiró el brazo frenéticamente para mantener el equilibrio. Aflojó momentáneamente la presión del puño que sostenía el dado, contuvo un siseo de dolor y aferró el cubito al instante. El dado se le clavó en la palma; su magia se negaba a permitir que lo soltara.

Cuando por fin consiguió recuperar el equilibrio y llegar hasta arriba, abrió la ventana y metió las piernas por el resquicio. La escalera crujió violentamente y rogó a todos los dioses que el chirrido metálico no fuera el último sonido que oyera. Se balanceó, retorciéndose para colar por el hueco su voluptuoso cuerpo, y se dejó caer en la cama, que, por suerte, estaba justo debajo de la abertura. Oyó el chasquido de la ventana al cerrarse.

Se quedó ahí tumbada, reflexionando sobre todo lo que había pasado esa noche. La mano todavía le escocía por la quemadura del dado. Pronto dejó de jadear y lo único que oía eran las últimas palabras de Ezra, que resonaban en su mente.

No le sorprendía que Myrea supiera dónde estaba. Lo que le daba miedo era que hubiera contratado a Ezra para que la engañara, para obligarla a realizar otra tirada. Se le escapó un gemido y se sentó en la cama.

En ese instante, la puerta del dormitorio se abrió de golpe.

–¡Calliope! –exclamó Hannah, corriendo hacia ella–. Hemos oído ruidos...

–¿Qué ha pasado? –preguntó Delphine, detrás de Hannah.

Calla suspiró, se levantó del colchón e intentó adecentarse un poco: lo primero en lo que se fijaría Delphine sería en que tenía la camisa rota. Las chicas la miraban con cara de preocupación. Bueno, Hannah. La expresión de Delphine más bien expresaba «qué infiernos». Como si se lo confirmara, la sirena miró de reojo a Hannah y parecieron mantener una conversación tácita.

Una bruja escarlata medio siphon, otra bruja escarlata y una sirena. Formaban un trío de lo más llamativo; tal vez por eso siempre estaban buscándose problemas. O los problemas las buscaban a ellas. Delphine era imposible de ignorar: sus ojos plateados, a juego con el tono de su elegante media melena, relucían como los astros de Estrella. Su piel azul hielo brillaba ligeramente a la luz, pero no tanto como su sonrisa. Su cuerpo ágil y atlético, tonificado y marcado de músculos, contrastaba con la complexión menuda y blanda de Hanna y las rotundas curvas de Calla.

Delphine finalmente volvió la vista hacia Calla, expectante, mientras ella las miraba de forma descarada.

Mejoracabarconesto.

Calla respiró hondo y extendió la mano. Delphine enarcó una ceja plateada en señal interrogante; entonces Calla abrió la palma y reveló el dado rojo brillante y la quemadura que tardaría en curarse. La tez de la sirena perdió su azul hielo habitual y se tornó de un malva enfermizo.

–Ay, Calla, ¿cómo demonios has acabado con eso? –exclamó Hannah, llevándose una mano a la boca–. ¿Apareció cerca de ti?

Calla negó con la cabeza. Hacía mucho tiempo que no presenciaba la aparición mágica de dados brujos en Illustros. Cuando nacía un nuevo brujo o bruja, los destinos creaban seis dados que podían aparecer en cualquier lugar donde hubiera otro brujo. La letra pequeña consistía en que este estaría obligado por arte de magia a buscar el dado y cogerlo... a menos que otro llegara antes. Desde que Calla había abandonado los Reinos Brujos, había dejado de pensar en ello; ya no le preocupaba que sucediera.

–Fue Ezra –admitió Calla, con la voz aún algo rasposa por el estrangulamiento del brujo ónice.

–¿Ezra? ¿Qué hacías con ese? –preguntó la sirena con una voz que contenía más preocupación que reproche.

–Me dejó una nota; me pidió que fuera a la posada esta noche y pensé que tal vez quería hablar, disculparse –gimió–. Acabamos jugando a las cartas. Lo único bueno es que gané suficiente dinero para pagar el alquiler...

Nohacefaltaquelesdigaahoraquenoseráelalquilerdeestesitio, le musitó su vocecilla mental. Esopuedeesperarhastamañana.

Calla se quitó la cartera y se la lanzó a Delphine, que la agarró al vuelo. Hannah levantó la solapa y se apartó el cabello rubio de la cara para echar un vistazo al interior.

–Dioses, ¿cómo has ganado todo esto? –abrió los ojos violetas de par en par al ver la cantidad.

–¿Sabes qué es más importante? Cómo has acabado con eso –insistió Delphine, señalando el dado y reconduciendo la conversación como siempre hacía cuando Hannah se distraía.

–Ezra lo puso en el bote –masculló Calla irritada, repasando los acontecimientos de la noche–. En cuanto saqué un as, me acusó de hacer trampas, y luego todo se me fue de las manos –concluyó.

–¿Estabas haciendo trampas? –preguntó Delphine.

–¡Por supuesto que estaba haciendo trampas! Ezra había apostado un dado brujo.

Hannah asintió, con los ojos brillantes de simpatía, y las pupilas de Calla se posaron en los puntitos de la muñeca de Hannah. Le costó contener un estremecimiento al ver las seis tiradas que tenía. La rubia había abandonado su aquelarre en cuanto hizo su última tirada y no volvió a mirar atrás. Calla sabía que, si alguien podía entenderla, esa era Hannah.

Delphine se pellizcó con delicadeza el puente de la nariz.

–Bueno, al menos tenemos dinero para el alquiler de los próximos... –volvió a echar un vistazo a la bolsa–. ¿Tres meses?

Hannah asintió y clavó los ojos en la mano de Calla.

–¿Vas a tirarlo ahora?

Calla tragó saliva.

–Supongo que debería. Casi ha pasado la hora y ya me ha quemado una vez...

Les hizo un gesto para que se sentaran en el suelo. Formaron un círculo y Calla agitó el dado en el puño.

–¡Cualquier cosa menos un seis! –exclamó Hannah sin poder evitarlo, y Delphine se volvió para mirarla fijamente.

–No seas gafe.

–¿Gafe? El destino es el destino –sentenció la bruja rubia, encogiéndose de hombros.

Calla bajó el puño.

–¿De verdad crees eso?

–Claro –la rubia subió los hombros–. Creo que los números que salen ya están fijados. Lo único que depende de ti es cuándo los saques.

A Calla no le gustaba pensar que fuera imposible controlar tu propio destino. Prefería considerar que, en última instancia, tu destino estaba en tus propias manos. Que no importaba lo que hubieran predestinado los dioses del destino, porque lo único que determinaba tu futuro era cada decisión que tomabas. Quizás fuera una esperanza estúpida.

Respiró hondo y finalmente dejó caer el dado. En esta ocasión, como la intención era tirarlo, se desprendió de su mano sin problemas. Golpeó el suelo bruscamente y rebotó un par de veces antes de rodar ruidosamente y detenerse. El cubo rojo sangre empezó a brillar y las tres chicas se inclinaron para ver el resultado.

Seis.

A Hannah y Delphine se les cortó la respiración.

El antebrazo izquierdo de Calla empezó a arder. Lo levantó y observó cómo aparecía lentamente la cuarta cifra: otro conjunto de seis puntos. El brillo del dado se apagó justo antes de que el cubo se desintegrara en el aire, una vez agotada su magia. Se sintió entumecida.

–Si vuelvo a ver a ese miserable brujo ónice, voy a arrancarle la garganta de cuajo –gruñó Delphine.

Hannah observó en silencio el punto donde había desaparecido el dado y estiró la mano para apretar la de Calla.

–Cal, no sabes si tú serás la sexta guerrera. Todavía existe la posibilidad de que...

Se soltó del agarre de Hannah, que contuvo una mueca de dolor. Los ojos de Calla se dulcificaron un poco, pero respondió de forma tajante:

–Tú y yo sabemos la verdad, Han.

Delphine suspiró. Extendió una esbelta mano azul y le apartó del hombro un largo mechón de cabello ondulado.

–Lo único que importa es que Myrea aún no tiene idea de dónde estás. Todo lo que sabe es lo que le dijeron en tu aquelarre sobre tus tiradas. Lo único que tienes que hacer ahora es tener cuidado: se acabaron las apuestas con dados brujos.

Calla apartó la vista con expresión culpable. No hacía falta ni mencionar que ya era lo bastante malo que Myrea tuviera el mínimo indicio de cuáles eran sus tiradas; no se sentía con fuerzas para confesar que la reina escarlata sabía perfectamente dónde estaba y que tenían que marcharse de ahí, y rápido. Ni para contarles que la responsable de que Ezra le hubiera entregado el dado era la propia Myrea, para empezar. Delphine ya estaba bastante decepcionada con Calla por tanto fantaseo y enamoramiento, y no estaba dispuesta a admitir lo estúpida que había sido con Ezra. Todavía no.

–Se acabaron las apuestas con dados brujos –repitió Calla.

Delphine asintió satisfecha.

–Vamos, Han –murmuró.

Se marcharon de la habitación para dejarle algo de intimidad, y Calla, todavía debilitada, se quitó la ropa empapada en sudor y se cambió para meterse en la cama.

Mientras se arrebujaba, dudaba que pudiera conciliar el sueño después de todo lo que había pasado. Los susurros de Hannah y Delphine se habían acallado rápidamente en la otra habitación. Se giró de lado y observó las sombras danzantes que proyectaban en la pared las velas de la mesilla. A la luz de las llamas, aún podía distinguir los arañazos y desconchones en la pintura, de cuando Ezra había intentado enseñarle a lanzar un cuchillo contra una manzana. Al final, después de insistirle lo suficiente, le había permitido usar la lujosa daga enjoyada que siempre llevaba en la cadera: «segadora de corazones», así la llamaba. Una idea desastrosa, porque Calla acertó más veces en la pared que en la fruta y la daga hizo mayores destrozos que los cubiertos sin filo que tenían en la cocina.

Aquello había sucedido tan solo hacía un mes. En cambio, parecía que hubieran pasado años.

Cuando Ezra le había pedido que se vieran esa misma noche, Calla se había sentido secretamente extasiada. Se le disparó el traicionero corazón ante la perspectiva de volver a verle; habían pasado dos semanas desde la noche que regresaron al apartamento tras ganar una partida de cartas y beberse una botella de ron. Dos semanas en las que había estado miserablemente tirada en el pequeño apartamento, ignorando los insistentes comentarios de Delphine de que lo olvidara o dejara que lo matara.

Se sentía patética.

Cuando Calla encontró su nota encajada en la ventana, fue como si todo su cuerpo dejara escapar un suspiro; como si hubiera estado sufriendo un síndrome de abstinencia sin darse cuenta. Durante los últimos tres meses había visto al brujo ónice casi todos los días. Habían pasado tanto tiempo juntos que la magia de Calla había empezado a reconocer la de él, como le pasaba con Hannah. Sentía el mismo zumbido cálido cada vez que notaba su presencia.

Gimió avergonzada y se dio la vuelta para aplastar la cara contra la almohada. Y pensar que se había sentido tan cómoda con él que su magia le había tomado cariño... Le daba tanta vergüenza que solo quería encogerse y desaparecer cuando pensaba en su doble traición.

Se llevó el antebrazo izquierdo a la cara para mirar el nuevo tatuaje de seis puntos. Su magia había curado por fin la quemadura de la palma de la mano, pero juraría que seguía notando cómo el dado le quemaba la piel. Hubo una época en que deseaba con todo su ser hacer una tirada; ansiaba cumplir los trece para lanzar su tirada inicial y recibir su magia escarlata. Era una imposición de las reinas brujas, pero Calla estaba tan desesperada por ocultar que era una siphon que se había aferrado a su sangre de bruja en su lugar. Le dolía recordar su ingenuidad infantil.

Ahí en su habitación, sola a la luz parpadeante de las velas, se avergonzó al darse cuenta de que no era pánico lo que sentía por esa cuarta cifra maldita, aunque un cuarto seis implicara que, sin duda alguna, se había convertido en un blanco. Más bien era tristeza por lo que había perdido esa noche. Al día siguiente tendría que decirles a las chicas que había que hacer las maletas y mudarse a otro sitio. Si pagaba el alquiler de ese mes por la mañana, tendrían una semana para recoger antes de huir a otra ciudad de Estrella, si es que quedaba alguna de la que no se hubieran marchado ya. Se sentía mucho peor que la vez que se olvidó de ocultar sus ojos con glamour y toda la gente que había en la botica entró en pánico al percatarse de que había un siphon entre ellos. Le mataba que una cosa tan tonta como olvidar cubrir sus ojos desparejados pudiera destrozarles la vida a sus amigas, pero aquello fue un accidente. En esta ocasión, se había metido voluntariamente en el lío.

Se tumbó boca arriba y aspiró el reconfortante aroma a lavanda y sal marina que desprendían las sábanas de la cama.

Undía, se prometió a sí misma, lascompensaréportodoslosproblemasqueleshecausado.

Tomó aire lentamente.

UndíameolvidarédeEzraBlack.

4

Calla se despertó con la luz en la cara y un cuerpo caliente a su lado.

Hannah.

Seguramente se había metido en su cama por la noche, cuando Calla estaba tan profundamente dormida que no se dio cuenta de su presencia. O eso, o Delphine la había echado. Apostaba por lo segundo.

La brillante luz matinal inundaba su diminuta habitación y parecía aclarar la pintura sucia, dándole un aspecto mucho más limpio. Se frotó distraídamente el brazo izquierdo hasta que, de repente, recordó los sucesos de la noche anterior. Se dio la vuelta y se acurrucó contra Hannah, tratando de reprimir la punzada de terror que le provocaba la nueva cifra.

Hannah y Calla siempre habían compartido cama, mientras que Delphine optaba por tener su propio espacio. En el gélido invierno de Estrella, Calla agradecía contar con alguien con quien compartir calor. No siempre había vivido así. En tiempos perteneció a un aquelarre que cubría todas sus necesidades, antes de que los destinos gobernaran su vida. Aunque, con lo bajas que eran las probabilidades de nacer con la maldición del siphon, quizás siempre la habían gobernado.

Calla supo el momento exacto en que debía abandonar su aquelarre: cuando el miedo a que los destinos la eligieran como la sexta y última guerrera de sangre se hizo tan palpable y denso que se notaba en el aire. Cuando empezaron a circular rumores de que su tercera tirada era un seis, sintió el peso de las miradas de todos, que la seguían allá donde fuera. Los aquelarres no eran tan grandes, así que los rumores se propagaban rápido. Las palabras que antes eran amables se volvieron venenosas y, finalmente, los miembros de su aquelarre dejaron de hablarle y supo que era cuestión de tiempo que aquellos que desaprobaban sus habilidades de siphon decidieran informar a Myrea de que había vuelto a sacar un seis. Aunque los aquelarres solían hacer todo lo posible por proteger a los suyos, no había ninguna forma de salvar a un miembro de la maldición del guerrero de sangre. Calla no sería la primera persona a la que asesinaban las reinas para evitar que los destinos tomaran posesión de su último guerrero, y no iba a poner en peligro a sus seres queridos.

Por si su vida era poco complicada, una vez que abandonara los Reinos Brujos, había pocos sitios adonde pudiera viajar sin tomar un barco. La Tierra de las Valquirias, al noroeste, no era una opción debido a su rivalidad con las brujas. Las Cortes Feéricas y los territorios humanos no eran demasiado acogedores para una bruja, pero no habría sido una elección terrible si no fuera por el detalle de que Calla era una siphon. En Estrella, un desliz con el glamour podía implicar que la expulsaran de la ciudad de malos modos, pero en las Cortes Feéricas Septentrionales, separadas de Estrella por el Bosque Interminable, supondría esquivar constantemente a los que intentaran emplear sus habilidades en su propio beneficio. Peor aún, en los territorios humanos al sur de Estrella, los siphon tenían una reputación nefasta, así que había un cincuenta por ciento de probabilidades de que estuviera más segura en medio de una ciudad mortal si gritaba que era una guerrera de sangre que si se paseaba con un ojo de color ámbar. Estrella era la mejor opción, pero también la más obvia. Ahí siempre iba contrarreloj. Y parecía que se le había acabado el tiempo.

Calla examinó la nueva cifra del brazo. Acercó la mano y restregó los seis puntos negros, frotando y frotando hasta que la piel se inflamó y enrojeció.

–¡Ugh! –gimió al ver que el tatuaje continuaba inalterable.

–Mmm... ¿Calla? –murmuró Hannah, parpadeando somnolienta a la luz de la mañana–. ¿Qué hora es? –preguntó con la voz ronca, mientras se incorporaba y se estiraba.

Calla se encogió de hombros, pero, a juzgar por la luz que inundaba la habitación, supuso que aún era bastante temprano. Bien, tenía que vestirse para ir a ver al casero, un humano llamado Jack, y pagarle con los espéctrals que había ganado la noche anterior. Iba a ser el último mes de alquiler y le daba miedo contárselo a las demás. Aunque se hubieran escabullido de otras ciudades sin pagar, Calla había oído hablar de Jack lo bastante como para saber que tenía clientes leales repartidos por Estrella. Si las delataba, estarían aún más jodidas de lo que ya estaban.

Pasó gateando por encima de Hannah y saltó de la cama. Rebuscó en el pequeño armario que compartían las tres y se puso una túnica negra de cuello alto, unos pantalones de cuero a juego y las botas desgastadas que llevaba siempre.

Justo cuando estaba terminando de atarse los cordones, la cabeza plateada de Delphine se asomó por la puerta.

–¿Estáis las dos despiertas?

–Sí –contestó Calla–. Iba a ir a pagarle a Jack el alquiler.

Supuso que el resto de la conversación podía esperar hasta la noche. Miró a su alrededor, intentando localizar dónde había dejado la cartera llena de dinero.

–Está aquí –dijo Delphine, agachándose para recoger la bolsa negra y lanzársela.

Calla la agarró al vuelo, se la metió por la cabeza y se la ciñó.

Hannah estaba abriendo la boca para decir algo cuando vislumbró a Delphine, vestida con su diminuto camisón de encaje. Probablemente fuera una de las prendas más cortas que tenía la sirena, lo cual era mucho decir, teniendo en cuenta lo que le gustaba lucir piernas. También era una de las prendas más transparentes que poseía su amiga.

Calla se percató de las manchas rosadas que florecieron en las mejillas de Hannah antes de que girara la cabeza para que Delphine no la viera.

–Bueno –declaró Calla con tono indiferente para que Delphine se fijara en ella–, me voy. ¿Nos vemos luego?

–Espera, te acompaño. Se supone que he quedado con Allex.

Calla se resistió a cruzar una mirada con Hannah ante la mención de Allex.

–Vale, espero a que te vistas.

Delphine salió del cuarto y Calla cerró la puerta de una patada antes de sentarse con cautela en la esquina de la cama. Hannah soltó un suspiro desgarrador.

–¿Cómo es posible que sigan? ¡Ni siquiera es inmortal! Va a partirle el corazón.

Para tener una vida inmortal, ambos progenitores debían ser inmortales. Allex viviría mucho más tiempo que la mayoría de los mortales al tener la mitad de la sangre humana y la otra mitad bruja, pero aun así acabaría envejeciendo y muriendo.

–No creo que la inmortalidad sea una buena excusa, Han –susurró Calla. Su amiga hizo un puchero y se tumbó de nuevo en la cama–. Sabes que tengo razón –añadió con suavidad.

Un «lo sé» mascullado entre dientes se escapó de los labios de la bruja justo cuando Delphine volvía a entrar en la habitación.

–¿Qué es lo que sabes? –preguntó Delphine.

–Nada –descartó Calla con naturalidad, levantándose de la cama.

Su amiga se había puesto una falda esmeralda hasta el suelo, con una abertura hasta la parte superior del muslo, y un top sin mangas a juego, a pesar de la gélida temperatura. El verde intenso le favorecía, y así se lo comentó.

–Gracias –respondió Delphine, sonriendo. Dio una palmada de pronto–. Vale, pues vámonos ya, que no quiero llegar tarde a ver a Allex.

–¿Llevo bien los ojos? –Calla se pasó una mano por la cara. Ya era un hábito, desarrollado a base de meter la pata. Sus iris naturales, de distinto color, delataban la maldición del siphon y tenía que cubrir de glamour constantemente el derecho, del color de la miel oscura, para que coincidiera con el tono violeta del izquierdo. A veces les rogaba a las estrellas poder mantener el glamour de forma permanente. Pero nunca sucedía.

–Sí, van a juego –le aseguró Delphine.

Calla le dedicó una rápida sonrisa de simpatía a Hannah antes de salir. Se estremeció por el frío, aunque hacía más calor que por la noche. A Delphine no parecía afectarle la temperatura.

–¿Dónde está tu capa? –inquirió la sirena mientras avanzaban por la carretera empedrada, en dirección al distrito norte.

–Me la dejé en la posada; voy a tener que comprar otra después de pagar a Jack. Que, aunque haga sol, hace demasiado frío para ir sin capa.

–¿No quieres volver a la posada a ver si sigue ahí?

–Ni de broma –replicó Calla–. No tengo la menor intención de regresar a ese sitio en una buena temporada.

–¿Crees que Ezra te va a volver a molestar?

–No. Creo que ha terminado conmigo.

Resonaron en su mente sus últimas palabras: «Myrea te manda saludos».

Las apartó rápidamente de su cabeza.

–Más le vale, si sabe lo que le conviene –murmuró Delphine, examinándose las uñas.

Cuando llegaron a la primera fila de puestos, señal de que entraban en la zona comercial del distrito norte, giraron a la izquierda. El mercado que tenían delante bullía de gente y la multitud se hacía más densa a medida que avanzaban.

–La verdad es que no creo que vuelva a verlo.

–Ojalá un día deambule por la parte chunga del Bosque Interminable y se lo coman los kelpies –declaró Delph, sonriendo con satisfacción.

Calla soltó una carcajada repentina y chocó un hombro contra su amiga, como si estuvieran conspirando.

–La esperanza es lo último que se pierde.

Avanzaron entre la multitud del mercado, observando cómo comerciantes y compradores se ocupaban de sus asuntos, como de costumbre. A Calla le encantaba la zona comercial, el bullicio constante de la muchedumbre y el olor a flores y hierbas que vendían algunos. Esquivaron a un centauro que regateaba con un mercader el precio del pescado y Calla se aclaró la garganta.

–Así que Allex... Os va bien, al parecer.

–Hum... –Delphine pareció pensarse su respuesta–. Es agradable –murmuró finalmente.

Cruzaron la zona más abarrotada y llegaron a unas calles flanqueadas por pequeños negocios construidos en ladrillo, donde compraban los clientes más adinerados. Más adelante, a la derecha, estaba la casa de Jack, oculta tras unos cuantos pinos plantados estratégicamente.

–Bueno... –comenzó Calla cuando la interrumpió un grito.

–¡Delph!

Allex se acercaba a grandes zancadas hacia ellas.

Delphine sonrió y corrió a su encuentro. Allex la estrechó entre sus brazos y la sirena le dio un beso en la mejilla sin esfuerzo: Allex apenas le sacaba un par de centímetros de altura. Calla se fijó en la complexión fibrosa de Allex, en sus músculos finos y sus miembros desgarbados. Tenía el pelo corto del color de la arena, los ojos azules brillantes y un poco de barba de dos colores distintos. No era exactamente el tipo habitual de su amiga, pero desde luego tenía su atractivo.

Delphine se volvió hacia Calla y su cabello plateado se sacudió con el movimiento.

–¿Vas tú sola? Íbamos a comprar unos pasteles en la panadería.

–Sí, tranquila –sonrió Calla.

–¡Venga, que nos esperan los rollitos de canela! –exclamó Delphine, tirando de Allex en otra dirección–. ¡Esta noche nos vemos! –le dijo a Calla.

Calla se despidió con la mano y siguió andando en dirección a la casa de Jack. Mientras subía por la acera, la sombra de la mansión se abatió sobre ella y le costó no quedarse boquiabierta ante la imponente arquitectura, aunque no era la primera vez que la veía. Subió a saltos los escalones de cuarzo blanco, se paró frente a la puerta y se puso de puntillas para llamar con la pesada aldaba metálica con forma de cabeza de zorro.

Esperó unos instantes antes de volver a llamar.

Quizáshayasalidoestamañana, pensó.