Washington Square - Henry James - E-Book

Washington Square E-Book

Henry James

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Beschreibung

Washington Square (Washington Square) es una novela del escritor estadounidense nacional británico Henry James publicada en 1880.Es una tragicomedia que narra el conflicto entre una hija dulce, ingenua y decididamente poco atractiva y su padre, una persona dura e incapaz de mostrar afecto. 

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Henry James

Washington Square

Henry James

WASHINGTON SQUARE
Greenbooks editore
ISBN 978-88-3295-223-0
Edizione digitale
Octubre 2017
www.greenbooks-editore.com

www.wikibook.it

ISBN: 978-88-3295-223-0
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

tabla de contenidos

WASHINGTON SQUARE

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WASHINGTON SQUARE

Henry James

1

Durante una porción de la primera mitad de la centuria presente, y más particularmente durante la última parte de ella, ejerció y prosperó en la ciudad de Nueva York un médico que gozó, quizás, de una excepcional parte de la consideración que en los Estados Unidos se ha tributado siempre a los miembros distinguidos de la profesión médica. Dicha profesión ha sido siempre muy honrada en Norteamérica, y con más éxito que en otros lugares, ha reclamado para sí el epíteto de "liberal". En un país donde, para tener un papel en sociedad, hay que ganarse la vida o hacer creer que se la gana, el arte de curar ha reunido en sí dos reconocidas fuentes de orgullo. Pertenece al reino de la práctica, que en los Estados Unidos significa una gran recomendación; y está tocado por la luz de la ciencia -mérito apreciado en una comunidad donde el amor a la sabiduría no ha ido siempre acompañado por las comodidades y la oportunidad.

Uno de los elementos de la reputación del doctor Sloper era que su sabiduría corría pareja con su habilidad; era lo que podía llamarse un doctor erudito, y, sin embargo, en sus remedios no había nada abstracto; siempre recomendaba a sus enfermos que tomasen algo. A pesar de ser muy escrupuloso, no era un teórico molesto; y aunque a veces explicaba con mayor minuciosidad de lo que necesitaban sus pacientes, nunca llegaba -como se sabe que hacen los médicos- a confiar sólo en sus explicaciones, y siempre dejaba una prescripción inescrutable. Hay médicos que dejan la prescripción sin explicar nada, pero él no pertenecía a esta clase, que es, después de todo, la más vulgar. Se verá claramente que estoy describiendo a un hombre inteligente; y por esta razón, el doctor Sloper se convirtió en celebridad local.

En la época de que vamos a ocuparnos, era un hombre de unos cincuenta años, y su popularidad había llegado a su apogeo. Era muy ingenioso, y en la mejor sociedad de Nueva York se le consideraba como un hombre de mundo, cosa que realmente era. Me apresuro a añadir, para evitar cualquier malentendido, que no era un embaucador. Era un hombre completamente honrado -honrado hasta un grado que no había tenido ocasión de demostrar- y, dejando a un lado la buena voluntad del grupo donde ejercía, que se jactaba de poseer el "mejor médico" del país, diariamente justificaba los talentos que le atribuía la voz popular. Era un observador, incluso un filósofo, y el ser brillante le resultaba tan fácil y natural, que nunca pretendía hacer efecto, ni usaba ninguna de las argucias de los que tienen una fama menos merecida. Hay que confesar que la fortuna le había favorecido y que su camino había sido llano. A la edad de veinticinco años se había casado, por amor, con miss Catherine Harrington, una encantadora muchacha de Nueva York que, además de sus encantos, le había traído una considerable dote. Mrs. Sloper era amable, llena de gracia, hábil y elegante, y en el año 1820 era una de las muchachas bonitas de la pequeña, pero prometedora capital, formada en torno a Battery, dominando la bahía, y cuyo límite superior eran las praderas del Canal Street. Incluso a los veintisiete años Austin Sloper se había destacado lo suficiente para mitigar la anomalía de haber sido elegido entre una docena de pretendientes por una joven de sociedad, que tenía diez mil dólares de renta y los ojos más lindos de la isla de Manhattan. Dichos ojos, y varios de sus acompañamientos, fueron durante cinco años motivo de satisfacción extrema para el joven médico, que era, a la vez, un marido devoto y feliz.

El hecho de haberse casado con una mujer rica, no modificó en nada la línea que se había trazado, y se dedicó a cultivar su profesión con la misma tenacidad que si no tuviese más que la modesta herencia de su padre, la cual tenía que compartir con sus hermanos. Su finalidad na era sólo ganar dinero, sino aprender algo y hacer algo. Aprender algo interesante y hacer algo útil: aquél era el programa que se había trazado, y el accidente de que su esposa le hubiese traído una buena dote no lo modificaba. El médico amaba su profesión, y el ejercitar una habilidad de la cual se daba una completa cuenta, y como era una verdad tan evidente que sólo podía ser médico, persistió en ejercer la medicina, en las mejores condiciones posibles. Cierto que su buena situación económica le ahorró gran cantidad de trabajos penosos, y que las amistades de su esposa le proporcionaron gran número de esos pacientes cuyos síntomas, si no son más interesantes que los de los pacientes de las clases humildes, al menos se muestran con una consistencia mayor. El médico deseaba experiencias, y en el curso de veinte años las tuvo en gran cantidad. Hay que añadir que las experiencias fueron muy diversas, y que fuera cualesquiera su valor intrínseco no fueron del todo afortunadas. Su primer hijo, un varón que prometía mucho, según el doctor, que no era muy dado a los entusiasmos fáciles, murió a los tres años, a pesar de toda la ternura de su madre y la ciencia de su padre. Dos años después, Mrs. Sloper dió a luz, por segunda vez, una niña, cuyo sexo, en opinión del doctor, la convertía en un sustituto inadecuado de su llorado hermanito. La niña fue una decepción, pero esto no fue lo peor de todo. Una semana después del parto, la joven madre, que hasta entonces se había sentido bien, presentó alarmantes síntomas, y antes de que hubiese transcurrido otra semana, Austin Sloper quedaba viudo.

Para un hombre cuya misión era conservar viva a la gente, no había tenido gran éxito con su familia; y el médico que en tres años pierde su hijo y su mujer, debe disponerse a ver discutidos sus afectos y su habilidad. Sin embargo, nuestro amigo escapó a las críticas; es decir, escapó a todas las críticas menos la suya, que era la más competente y formidable. Durante el resto de sus días vivió abrumado por el peso de su propia censura, y conservó las cicatrices que le había producido la mano más fuerte que conocía, la noche siguiente a la muerte de su esposa. El mundo, que, como hemos dicho, le apreciaba, se compadeció demasiado para ser irónico; su desgracia le hizo más interesante, e incluso le ayudó en su fama. Se dijo que también las familias de los médicos tenían que sufrir las más insidiosas formas de la enfermedad, y que, después de todo, al doctor Sloper se le habían muerto otros pacientes aparte de los dos mencionados, lo cual constituía un precedente honorable. La niña vivió; y aunque no era lo que el doctor deseaba, su padre se propuso sacar el mayor partido posible de ella. Poseía un caudal intacto de autoridad, del cual la niña disfrutó grandemente en sus primeros años. Le pusieron el nombre de su madre, y desde el comienzo el doctor no la llamaba más que Catherine. La niña creció fuerte y saludable, y su padre, al mirarla frecuentemente se decía que, al menos, tal como estaba, no temía el riesgo de perderla. Digo "tal como estaba" para decir la verdad... Pero ésta es una verdad que no voy a contar por ahora.

2

Cuando la niña cumplió diez años, el doctor invitó a su hermana, Mrs. Penniman, a que viniese a vivir con él. El doctor tenía dos hermanas, que se habían casado muy pronto. La más joven, llamada Mrs. Almond, era esposa de un próspero comerciante y madre de una lozana familia. Ella era también una mujer lozana y razonable, favorita de su brillante hermano, que en materia de mujeres, aun cuando fuesen de su familia, era hombre de definidas preferencias. El médico la prefería a su hermana Lavinia, que se había casado con un pobre sacerdote, de constitución enfermiza y florida elocuencia, que a la edad de treinta y tres años la había dejado viuda -sin hijos ni fortuna-, únicamente con el recuerdo de los discursos de Mr. Penniman, cuyo vago aroma impregnaba la conversación de ella. A pesar de esto, el médico le ofreció su casa, y Lavinia aceptó con la alegría de la mujer que ha pasado diez años de su vida matrimonial en la ciudad de Poughkeepsie. El doctor no le había propuesto que fuese a vivir allí indefinidamente; le sugirió que viviese en su casa mientras encontraba un lugar donde vivir. Es dudoso que Mrs. Penniman buscase casa, pero es indudable que no la encontró. Se instaló en casa de su hermano y no volvió a salir de ella, y cuando Catherine cumplía los veinte años, su tía Lavinia era uno de los más notables aspectos de su

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