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Había conocido a su hombre ideal Marnie Franklin, casamentera profesional, estaba encantada de haber encontrado a un hombre estupendo para Helen, su madre viuda, hasta que se enteró de que el hijo de ese hombre era Jack Knight, un guapo empresario con mucho éxito al que ella hacía responsable de la quiebra del negocio de su padre. Pero como Helen estaba verdaderamente loca por él, Marnie no podía dejar de relacionarse con Jack si no quería destruir la bien merecida felicidad de su madre. Jack pronto la obligaría a reconsiderar lo que había sucedido años antes, pues estaba resuelto a demostrarle que tenía a su príncipe azul delante de las narices.
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Seitenzahl: 176
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Shirley Kawa-Jump, LLC. Todos los derechos reservados.
Y VIVIERON FELICES..., N.º 2524 - septiembre 2013
Título original: The Matchmaker’s Happy Ending
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3532-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Marnie Franklin se marchó de su trigésima boda de aquel año con dolor de pies, pétalos de flores en el pelo y una sonrisa de satisfacción. Una vez más lo había conseguido.
Desde la puerta del hotel Park Plaza de Boston, los recién casados le dijeron adiós con la mano y le gritaron su agradecimiento.
–¡Te lo debemos todo, Marnie! –gritó Andrew Corliss, un chico encantador y uno de sus mayores éxitos: un millonario recién casado con una agradable y enérgica mujer que lo quería por su inteligencia.
–¡De nada! ¡Que seáis muy felices! –Marnie les sonrió, dio media vuelta y esperó a que el portero llamara a uno de los taxis que esperaban frente al hotel.
Estaba exhausta, a pesar de los dos cafés que se había tomado en el banquete. Había comenzado a llover, por lo que había refrescado. La lluvia dificultaba el pesado tráfico de la ciudad. Le encantaba Boston, pero había días, como aquel, en que le gustaría vivir en un lugar más tranquilo.
Le sonó el móvil mientras abría la puerta del taxi y le decía la dirección al taxista. Envió la llamada al buzón de voz. El problema de ser la mejor en su campo era que para ella no existían las vacaciones ni el descanso. Era una de las casamenteras profesionales con más éxito de Boston, lo que implicaba recibir llamadas de todo aquel que buscara el verdadero amor.
Algo en lo que ella no creía.
Era una paradoja que no podía contar a sus clientes. No podía reconocer que nunca se había enamorado y que había desistido de hacerlo tras numerosas relaciones que habían fracasado. Por tanto, se volcaba completamente en su trabajo y dedicaba una sonrisa radiante a sus clientes cuando les decía que también para ellos habría un final feliz.
Había comprobado que ese final existía para otras personas, pero se preguntaba si ella no habría perdido su oportunidad. Estaba a punto de cumplir los treinta y aún no había conocido a su príncipe azul. En su trabajo al menos ejercía cierto control sobre el resultado, que era como a ella le gustaban las cosas en la vida: que fueran controlables y predecibles. El móvil volvió a sonar e interrumpió sus pensamientos.
Contestó la llamada.
–Habla usted con Marnie. ¿Desea que lo ayude a encontrar pareja?
–Tienes que dejar de trabajar y buscar una para ti.
Era su madre. Lo decía con buena intención porque creía que la vida de su hija era prioritaria frente a todo lo demás.
–Hola, mamá. ¿Qué haces levantada tan tarde un viernes por la noche?
–Preocuparme por mi hija, que vuelve a estar trabajando un viernes por la noche.
–Deberías buscarte un novio.
–Soy muy mayor para semejante estupidez –afirmó Helen–. Además, tampoco hace tanto que tu padre nos dejó.
–Tres años, mamá –el infarto los había pillado a todos por sorpresa. Un día estaba allí, sonriente, y al siguiente era una sombra de sí mismo. Y después había muerto–. Hay que seguir adelante.
–¿Qué haces el domingo? –le preguntó su madre en vez de responder al consejo, una táctica infalible a la que recurría con frecuencia: si un tema le resultaba difícil, lo cambiaba.
Los padres de Marnie eran de los que evitaban los asuntos espinosos, los escondían debajo de la alfombra. Para ellos, el mundo era un lugar eternamente soleado incluso cuando aparecía una sombra negra.
Y había un parte de Marnie que quería que las cosas fueran así para su madre, para protegerla después de todo lo que había sufrido.
–Querría que tus hermanas y tú vinierais a tomar un brunch después de misa. Podría preparar la tarta de café que tanto te gusta y…
Mientas su madre le detallaba el menú, Marnie murmuraba su aprobación al tiempo que repasaba mentalmente su agenda. Tenía tres citas con nuevos clientes el día siguiente por la mañana, después…
–¿Has oído lo que he dicho?
–Perdona, mamá.
Le pareció que el taxista no se aclaraba con el GPS, por lo que se inclinó hacia delante y le dijo:
–Gire a la izquierda y después a la derecha.
El taxista asintió.
Y siguió recto.
–Oiga, se ha pasado la calle –¿no tenía ninguna experiencia como conductor aquel hombre? Decidió no discutir y se recostó en el asiento. Después del largo día que había tenido, el retraso no le importaba. Así los pies le descansarían más para después subir las escaleras hasta la tercera planta, donde estaba su piso.
Le encantaba el edificio en el que vivía, pero había días en que vivir en un tercer piso, a pesar de la hermosa vista del parque que se divisaba desde él, era agotador. En aquel momento hubiera dado lo que fuera por tener ascensor.
–Te decía que deberías ponerte un vestido el domingo –escuchó decir a su madre– porque voy a invitar al nieto de Stella Hargrove, que está soltero y…
–¿No sería mejor que estuviéramos solas mis hermanas y yo, mamá? Así nos pondríamos al día, algo que nunca tenemos tiempo de hacer.
Se apretó la sien con el dedo, pero no sirvió para aliviar el dolor de cabeza que comenzaba a tener. Su hermana Erica le diría que el dolor se lo provocaba ella misma por no enfrentarse a su madre. En lugar de decirle que no le planificara la vida, trataba de contentarla. Marnie era la mediana de las hermanas, la conciliadora, aunque a veces la conciliación supusiera muchas aspirinas.
–Además, si quisiera salir con alguien, tengo un fichero entero de hombres guapos al que recurrir.
–Sin embargo, no lo haces. No dejas de trabajar y… Me tienes preocupada, cariño.
Desde la muerte de su marido, para Helen, sus tres hijas eran lo más importante de su vida. Estas la habían animado muchas veces a hacer un curso o a salir de viaje, pero ella ponía objeciones y reconducía la conversación hacia ellas. Lo que su madre necesitaba era otro centro de atención, algo como…
Un hombre.
Marnie se dio una palmada en la cabeza. ¡Era una casamentera! ¿Por qué no se le había ocurrido buscarle pareja a su madre? Lo había hecho con sus hermanas. La mayor, Kat, se había casado hacía dos años, y Erica tenía una relación estable con un hombre que le había presentado un mes antes. Pero nunca había pensado en hacerlo con su madre.
Lo primero que haría al día siguiente sería seleccionar a un grupo de hombres mayores y distinguidos a los que les gustaran las mujeres con tendencia a inmiscuirse en las vidas ajenas.
–Allí estaré el domingo, mamá, te lo prometo –afirmó mientras se fijaba que el taxista volvía a tener problemas con el GPS–. Invita la próxima vez al nieto de Stella, ¿de acuerdo?
Su madre suspiró
–De acuerdo. Pero si quieres que le dé tu número de teléfono o que te dé el suyo…
–Te lo diré –iba a añadir algo más cuando el taxista lanzó un juramento, frenó en seco y… chocó con el coche que iba delante. Marnie salió despedida hacia delante, pero el cinturón de seguridad le evitó males mayores. Mientras, el taxista profería una sarta de maldiciones.
–¿Qué ha sido eso? preguntó Helen. ¿Se ha caído algo?
–No es nada, mamá. Tengo que colgar. Hasta mañana –después de colgar se bajó del vehículo.
El capó estaba abollado y salía humo del motor. El taxista bajó, todavía maldiciendo, tanto en inglés como en una lengua distinta, mientras se llevaba las manos a la cabeza.
El portaequipajes de un coche deportivo plateado se había quedado enganchado al capó del taxi. Un hombre alto, moreno, guapo y enfadado se hallaba al lado del coche. Comenzó a gritar al taxista, que alzó las manos y fingió no entenderlo, como si de repente hubiera perdido todos sus conocimientos de la lengua inglesa.
Marnie agarró el bolso, que estaba en el vehículo, y se aproximó al hombre. Al fijarse en el traje y la corbata que llevaba pensó que sería uno de esos atractivos hombres de negocios. Tenía una barba incipiente, lo que le confería más atractivo, el pelo oscuro y los ojos azules. Como casamentera, reconoció al tipo de hombre guapo que sus clientas siempre reclamaban, pero, como mujer…
Se fijó en él en un plano completamente distinto, que hizo que se le acelerara el pulso, cosa que llevaba tanto tiempo sin sucederle que había comenzado a preguntarse si alguna vez conocería a un hombre que realmente le interesara.
Aquel parecía abogado, o algo así. Lo único que le faltaba era un hombre rico, nervioso y con deseos de control. Conocía a los de su clase.
–¿Están bien? –preguntó ella.
El taxista asintió. El hombre lo fulminó con la mirada antes de volverse hacia Marnie. Sus rasgos se dulcificaron.
–Sí, estoy bien. ¿Y usted?
–Sí.
–Muy bien –dijo el hombre y después volvió a mirar al conductor–. ¿No ha visto que el semáforo estaba en rojo? ¿Dónde se ha sacado el permiso de conducir? ¿En una máquina expendedora?
El taxista se limitó a negar con la cabeza como si no lo entendiera.
El hombre lanzó una maldición antes de volverse hacia Marnie de nuevo.
–¿En qué estaba pensando para ir por la ciudad con un conductor maniaco?
–No suelo pedir el currículum al taxista antes de montarme en un taxi. Entiendo que esté enfadado, pero…
–Estoy más que enfadado. He tenido un día horrible, que ha acabado aún peor.
Volvió a mirar al taxista, pero este se había vuelto a montar en el coche.
–¡Espere! ¿Qué hace?
–No hago na… –empezó a decir Marnie cuando oyó el ruido del motor en marcha y el chirrido de los neumáticos. Entonces se dio cuenta de que el hombre no se había dirigido a ella, sino al taxista, que acababa de darse a la fuga.
El hombre masculló una maldición.
–Estupendo. Era lo único que me faltaba.
–Lo siento –Marnie anduvo hasta la esquina y levantó la mano para detener a un taxi cuando pasara–. Buena suerte. Espero que la noche mejore.
–¡Eh, no puede marcharse! Usted es mi testigo.
–Escuche, estoy agotada y quiero irme a casa –alzó más el brazo y agitó la mano con la esperanza de ver un taxi que estuviera libre. Nada–. Le daré mi número de teléfono para que me llame cuando tenga que ir a declarar –sacó un tarjeta del bolso y se la tendió.
Él ni siquiera la miró.
–Necesito que se quede.
–Y yo necesito irme a casa –Marnie siguió agitando la mano, pero el único taxi que pasó no paró–. Estamos en Boston. ¿Por qué no hay taxis?
–Ha habido partido de fútbol, por lo que es probable que estén todos cerca del estadio.
–Genial.
Bajó la mano y pensó en las diez manzanas que la separaban de su casa, en los tacones que llevaba, en las dieciocho horas que hacía que estaba levantada, las cuatro últimas bailando. Tendría que haberse tomado la cafetera entera.
–Le propongo un trato: la llevo a casa si espera hasta que dé parte del accidente. Así podrá hacer su declaración y mataremos dos pájaros de un tiro.
Ella titubeó.
–No sé, de verdad que estoy muy cansada.
–Quédese un poco más. Después de esta noche no tendrá que volver a verme –dijo él sonriendo.
Tenía una bonita sonrisa. Marnie sonrió a su vez y miró el coche.
–¿Está seguro de que me va a llevar a casa en eso?
–Funciona. Solo se ha abollado el maletero.
Al ver que seguía sin aparecer un taxi, Marnie tomó una decisión.
–Muy bien, esperaré.
No iba a serle muy difícil hacerlo con él a la vista. El tipo podría haber sido modelo. Estaba como un tren. Debería pedirle que le diera alguna forma de contactar con él, porque al menos una docena de sus clientas estarían…
«Siempre estás trabajando».
Marnie oyó la voz de su madre en su interior.
«Tómate unas vacaciones, diviértete, sal con un hombre, no seas tan seria y estirada».
Lo que nadie parecía entender es que su seriedad había sido la base de su éxito. Había visto que una actitud relajada podía arruinar una empresa, por lo que no estaba dispuesta a caer en ese error. Aquel hombre la apartaría de su camino, y eso era algo que ella no podía permitirse.
Él abrió la puerta del copiloto.
–Siéntese. Tiene aspecto de haber pasado un día difícil. Y sé lo que se siente.
Marnie se sentó, se quitó los zapatos y los dejó en la acera. El hombre se quedó de pie a su lado, apoyado en la puerta trasera del vehículo. Parecía a gusto consigo mismo y con el mundo. Emanaba seguridad y atractivo, pero no en exceso; una mezcla explosiva. Su actitud hacia él se suavizó.
–Tiene razón. Ha sido un día difícil –le tendió la mano–. Volvamos a empezar. Soy Marnie Franklin.
–Jack Knight.
El nombre le sonaba, pero no pudo establecer ninguna relación con él porque, antes de que pudiera intentarlo, el hombre le estrechó la mano y una deliciosa descarga la recorrió por entero. Si no hubiera estado sentada, hubiera pegado un salto de la sorpresa.
Debido a su trabajo, estrechaba la mano a decenas de hombres, pero ninguna le había producido esa sensación. Tal vez el cansancio le hubiera bajado las defensas; o tal vez el accidente le hubiera afectado más de lo que creía. Le soltó la mano y se apartó el pelo de los ojos.
Llegó la policía, avisada indudablemente por los vecinos. Durante diez minutos, Marnie y Jack contestaron las preguntas de dos agentes. Cuando estos se marcharon, Jack se volvió hacia ella.
–Gracias por quedarte.
–Encantada de haberte ayudado.
Jack recogió los zapatos de la acera y se los entregó.
–Tus zapatos, Cenicienta –dijo guiñándole el ojo.
Ella volvió a sentir la misma descarga.
–No soy Cenicienta, ni mucho menos –se inclinó y se puso los zapatos. Eran bonitos, pero incómodos–. Soy más bien la madrastra, aunque no tan mala, que trata de buscar un príncipe para cada hermanastra.
Él volvió a sonreír.
–Toda mujer merece ser Cenicienta una vez en la vida.
–Puede, sobre todo si cree en los cuentos de hadas.
Ella había dejado de hacerlo hacía tiempo. Con el paso de los años se había vuelto más precavida. Cuando comenzó a trabajar, tenía esperanzas e ilusiones. Pero en aquellos momentos…
Habían pasado muchos años de implacable realidad, y sus ilusiones se habían desvanecido. Sabía que su empresa se había resentido a causa de ello. Tenía que volver a creer en lo que vendía a sus clientes: la existencia del verdadero amor.
Jack cerró la puerta y rodeó el coche para sentarse al volante. Arrancó y le preguntó:
–¿Adónde vamos?
Ella le dio la dirección y se recostó en el lujoso asiento de cuero, que era tan cómodo que resultaba fácil tragarse la fantasía de Cenicienta. El coche no era un carroza tirada por caballos blancos, pero el guapo príncipe sentado a su lado también contribuía a la fantasía.
–Siento el mal humor de antes, pero el accidente ha sido la gota que ha desbordado el vaso –le dijo él–. Gracias de nuevo por haberte quedado a hablar con la policía. Es increíble la cantidad de detalles del taxista que recuerdas.
Ella se encogió de hombros.
–Mi padre me obligaba a hacerlo. Cuando íbamos a algún sitio tenía que fijarme en el nombre del camarero o en el número de licencia del taxista. Tenía que decirle direcciones, números de matrículas y otros detalles. Afirmaba que en un momento determinado podía resultar útil hacerlo, y tenía razón.
Oyó la voz de su padre:
«Presta atención a los detalles, cariño, porque nunca se sabe cuándo pueden ser importantes». Marnie echaba de menos su sabiduría.
–Además, el taxista no dejaba de toquetear el GPS, lo cual me puso muy nerviosa. Si por mí hubiera sido, habría saltado al asiento del conductor y habría agarrado el volante.
Él se echó a reír.
–Encantado de conocer a una maniática del control.
–No lo soy –frunció la nariz–. Bueno, tal vez sí, un poco. Pero en mi casa, cuando era un niña, las cosas eran una locura, y alguien debía tomar las riendas.
–A ver si lo adivino. Eres la mayor. ¿Hija única?
–La mediana, pero mi hermana mayor me lleva menos de un año.
–Así que no solo eres la conductora sino también la conciliadora –sonrió.
–¿Lees libros sobre rasgos de personalidad en tus ratos libres?
–No, pero me dedico a un trabajo en que es esencial conocer a las personas a primera vista.
–Yo también, aunque a veces no me gusta lo que veo.
–Así es –Jack la miró. Sus ojos azules se detuvieron en sus rasgos durante unos segundos antes de que volviera a prestar atención a la carretera–. Entonces, ¿por qué estás tan desencantada, Cenicienta?
El giro de la conversación la pilló por sorpresa y se removió en el asiento.
–No estoy desencantada, soy realista.
–Pues ya somos dos. En mi trabajo, ser realista es un deber.
A pesar del tono relajado de sus palabras, había algo en ellas que apuntaba a un pasado difícil. ¿Una amarga ruptura amorosa o un divorcio? Fuera lo que fuera, y a pesar de la descarga eléctrica que había sentido, decidió seguir con temas impersonales.
El móvil de Jack comenzó a sonar y la pantalla que había en el centro del salpicadero se iluminó con la palabra Papá.
–¿Te importa que conteste? Si no lo hago, seguirá llamando.
–Adelante, lo entiendo perfectamente.
Él se inclinó y tocó la pantalla. Después se recostó en el asiento.
–Hola, papá, ¿qué tal? Antes de que digas una palabra, ten en cuenta que tengo el altavoz conectado, así que no vayas a contar secretos familiares ni historias que me hagan quedar en ridículo.
–¿Hay alguien en el coche contigo? Espero que sea guapa.
Jack miró a Marnie. Sonrió lentamente, y ella se estremeció.
–Sí, muy guapa, así que pórtate bien.
Su padre se echó a reír.
–Portarse bien no tiene gracia. Lo único que me hace levantarme por la mañana es la posibilidad de portarme mal.
Jack puso los ojos en blanco y sonrió.
Marnie pensó que no era la única con un padre problemático. Jack trataba al suyo con cariño y humor, lo cual aumentó la estima que sentía por él. Era un hombre interesante.
Pero ella no tenía tiempo ni espacio en su vida para interesarse por un hombre, aunque fuera tan guapo como aquel. Su trabajo no le dejaba un minuto libre. En aquel momento, un hombre le supondría una distracción. Tal vez más adelante, cuando su empresa y su vida estuvieran más asentadas…
–¿Cuándo sería eso?
Llevaba años diciéndose lo mismo.
–Te llamaba para saber si estabas en casa –dijo el padre de Jack–. Trabajas más horas que el Presidente.
Marnie reprimió una carcajada. La conversación podía ser perfectamente la que había tenido antes con su madre. Casi esperaba que el padre de Jack lo invitara a una cita a ciegas durante un brunch.
–Voy para allá. Llegaré dentro de veinte minutos. ¿Has cenado?
–Sí, sándwiches, otra vez. No tienes nada en la nevera, salvo cerveza y comida para llevar mohosa.
–Porque nunca como en casa.
–Justamente –el padre de Jack carraspeó–. Tengo una idea. ¿Por qué no traes a tu hermosa compañera a casa para…?
–Te he dicho que nada de comentarios embarazosos.
Su padre rio.
–Vale, vale. Conduce con cuidado.
Jack le dijo que llegaría enseguida y se despidió.
–Lo siento –le dijo a Marnie. Aunque mi padre lleva varios años divorciado, es como si anduviera perdido.
–A mi madre le pasa lo mismo. Me llama cada cinco minutos para comprobar que como verdura, me aplico protector solar y no trabajo en exceso.
–Sí –afirmó él riéndose–, parecen cortados por el mismo patrón. Desde que mi padre vendió la casa ha vivido conmigo, y aún no ha decidido si quiere seguir en Boston o mudarse a Florida. Y porque vive conmigo cree que tiene derecho a opinar sobre todo lo que hago o sobre los muebles de mi casa.
–Y sobre lo que tienes en la nevera.
La madre de Marnie se pasaba por el piso de su hija los domingos, después de misa, no para verla, sino para comprobar que tenía un comportamiento responsable.
«Tienes que comer más verdura», le decía; o «deberías cocinar más a menudo; o, lo mejor de todo: «Si hubiera un hombre en tu vida, no tendrías que hacer eso».
Marnie la quería, pero se había dado cuenta hacía tiempo de que el amor de una madre podía resultar invasivo.
–Todas las semanas me dice que debería tener más tiempo para cocinar o para mi vida privada. Creo que se olvida del número de horas que trabajo. En cuanto a tu padre, creo que deberías animarlo a hacer algo que lo mantuviera tan ocupado que no dispusiera de tiempo para prestarte atención. Hay todo tipo de actividades para gente de su edad.
Jack asintió.
–Lo intenté hace años, pero no sirvió de nada. Pero tal vez vuelva a intentarlo ahora que ha pasado tiempo desde el divorcio. Creo que está más abierto a realizar actividades, sobre todo si se trata de volver a tener citas con mujeres.
–Y si conoce a alguien…
–No tendrá tiempo de preocuparse de lo que hay en la nevera –Jack soltó una carcajada–. ¡Qué malvado plan hemos urdido!