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La obra cuenta y analiza la moral del joven Amory Blaine, un alumno rico y apuesto estudiante de la Universidad de Princeton, durante los años previos a la entrada de Estados Unidos en la Gran Guerra. En ella se presentan las obsesiones, los caracteres y las situaciones que caracterizan a las narraciones posteriores de Fitzgerald, y trata sobre el hombre en busca de su propia personalidad, el mundo convencional de los ricos y la inexorable demolición de los valores ilusorios.-
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Seitenzahl: 440
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F. Scott Fitzgerald
Saga
A este lado del paraíso
Original title: This Side of Paradise
Original language: English
Copyright © 1920, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726521092
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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¡Todos ustedes son una generación perdida! —dijo el dueño del garaje al joven mecánico que trataba inútilmente de arreglar el Ford T de Gertrude Stein. La escritora, que estaba presente, hizo suya la frase, que también Ernest Hemingway usó como epígrafe en su primera novela. Con el tiempo, la expresión fue perdiendo su significado inicial según la aplicaba el hombre del garaje a la muchedumbre de ex combatientes de la Primera Guerra Mundial, en que abundaban los bohemios, los alcohólicos, los drogadictos, los abandonados a la suerte.
Para Gertrude Stein aquello de la “generación perdida” pasó a ser símbolo de la progenie de jóvenes y talentosos intelectuales norteamericanos que abandonaban la patria para instalarse en Europa y especialmente en París. Se vivían los “locos años veinte”, la ”era del jazz” y “París era una fiesta”, un lugar en que la pobreza y la gloria andaban de la mano y en el que la alegría de vivir era la justa revancha después del conflicto.
La juventud de casi todo el mundo había tenido que soportar —ya fuera de cerca, de lejos o en el propio frente de batalla— cuatro años de ratas y piojos, de epidemias y de heridas purulentas en las trincheras de barro de la Primera Guerra, peleando a menudo con un enemigo invisible. Hemmgway había combatido en Italia; Ford Madox Ford, junto a las tropas inglesas en el norte de Francia; J.R.R. Tolkien se había salvado gracias a la ”fiebre de las trincheras” que obligó a evacuarlo hacia su patria galesa; Charles Péguy murió en una de las escaramuzas iniciales: “agáchese, teniente Péguy” gritó uno de los soldados, pero Péguy no escuchó y una bala acabó con uno de los grandes cerebros de su tiempo; Guillaume Apollinaire recibió en la cabeza la herida que desde entonces hasta su muerte luciría como una corona de macabros laureles. Francis Scott Fitzgerald se enroló en el ejército norteamericano, pero no consiguió que lo enviaran al combate. Fue una de sus grandes frustraciones.
Descendiente de irlandeses, F. Scott Fitzgerald nació en St. Paul, Minnesota, el 24 de septiembre de 1896. En su época de estudiante frecuentó algunos de los más prestigiosos establecimientos de educación media y superior: la Academia de St. Paul en su ciudad natal, el Colegio Newman y, finalmente, Princeton, centro de estudios envidiado por muchos. Fueron hermosos años entre la adolescencia y la juventud, años de encuentro con una generación en que brillaban los oropeles sociales y económicos.
Inteligente, entusiasta, creador, simpático, Fitzgerald se destacó muy pronto entre sus condiscípulos de Princeton y allí comenzó a hacer sus primeros aprontes literarios entre el entusiasmo de sus camaradas. ¿Fue un buen estudiante? No lo sabemos, pero sí que abandonó Princeton sin terminar los estudios y con una gran desilusión: nunca lo incorporaron al equipo oficial de fútbol.
Princeton inacabado, fútbol inalcanzable y —poco más tarde— una incorporación al ejército sin conseguir el destino al frente de batalla. Tres posibles fracasos, pero más que eso —como anota un crítico— una confirmación de un sentimiento hondo en Fitzgerald: siempre andaba cerca de sus objetivos, los palpaba, sin atraparlos. También los futuros éxitos fueron huidizos. No siempre fracasos, pese a todo, pues en Princeton logró el escritor primerizo su primer contacto con lo que sería una de las claves de sus obras: la existencia frivola y despreocupada de una casta social todopoderosa por aquellos días. Las experiencias de Princeton cuajaron en una novela ejemplar: A este lado del paraíso, libro esencialmente autobiográfico y testimonial que le dio inmediata fama entre el público y la crítica. De ahí en adelante, vertiginosamente, se le abrió un camino triunfal. La gloria acudía hacia él a una edad en que otros buscan con más afanes que resultados.
Con todo, el destino de Francis Scott Fitzgerald fue siempre una paradoja: por años había admirado y amado a una muchacha, Zelda, que lo rechazaba sistemáticamente. Con el éxito vino la definitiva conquista. El matrimonio de Scott Fitzgerald y Zelda Sayre apareció como el más radiante ejemplo de la felicidad a la manera de los “años locos”. Bellos, alegres, cultos, sociables, eran el centro de la vida mundana y a la vez intelectual. Lo que Fitzgerald desconocía era que Zelda estaba herida por una esquizofrenia que acabaría por enloquecerla.
Después del éxito literario y pecuniario de A este lado del paraíso se abrieron para el escritor las puertas de la sociedad dorada y las páginas de las principales revistas. Sus cuentos eran solicitados, publicados, aplaudidos y reunidos por último erí volúmenes que los lectores se arrebataban. Así nacieron Coquetas y filósofos (Flappers and Philosophers, 1920), Cuentos de la era del jazz (Tales of the Jazz Age, 1922) y luego una segunda novela: Los bellos y los malditos (The Beautiful and Damned, 1922), seguida por otra considerada su obra maestra: El gran Gatsby (The Great Gatsby, 1925).
”Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa — escribe Hemingway—. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo.”
Pero esto último estaba todavía lejos. Entusiasta y glorioso, marchó a Europa con Zelda y a ese París que “era una fiesta” y que acogía en sus cafés entre burgueses y bohemios a los jóvenes del Nuevo Mundo que venían ya no con armas sino con ingenio a beber en las antiguas fuentes. Allí ambos frecuentaron las reuniones de los jueves en casa de Gertrude Stein, la caprichosa y genial autora que sólo dirigía la palabra a los escritores y dejaba a sus amigas la tarea de dar conversación a las esposas. Allí hizo nuevas amistades entre compatriotas literatos y observó con curiosidad admirativa a los famosos de Francia y a los turistas intelectuales ingleses. Desde la mesa en la acera del café vio pasar a Hilaire Belloc o a Ford Madox Ford: estaba en el centro del mundo.
Entre tanto esplendor, las sombras comenzaban a aparecer. En Fitzgerald el creciente alcoholismo acompañado por una hipocondría que lo paralizaba consumido por sus enfermedades imaginarias. En Zelda, los primeros rasgos del extravío mental acentuados por la bebida.
De esos años de la primera postguerra, Ernest Hemingway ha dejado vividos recuerdos en uno de sus mejores libros: París era una fiesta. En esas páginas autobiográficas escritas hacia 1957 y revisadas en el final de su vida, el escritor norteamericano evoca frecuentemente a su compatriota, retratándolo con penetrantes rasgos. Sigámoslo en algunas de sus imágenes:
“Scott era ya entonces un hombre pero parecía un muchacho, y su cara de muchacho no se sabía si iba para bella o se quedaba en graciosa. Tenía un pelo ondulado muy rubio, frente muy alta, ojos exaltados y cordiales, y una delicada boca irlandesa de larga línea de labios, que en una muchacha hubiese representado la boca de una gran belleza. Tenía una firme barbilla y perfectas orejas, y una nariz que nunca fue torcida…
“Llegó un momento en que observarle ya no me proporcionaba mucha información, excepto la de que tenía manos bien formadas y que parecían hábiles y no eran pequeñitas, y cuando se encaramó a uno de los taburetes del bar, descubrí que sus piernas eran muy cortas. Con piernas normales tal vez hubiera sido unos cinco centímetros más alto.
”…Uno o dos días más tarde trajo Scott su libro [El gran Gatsby]… Cuando terminé de leerlo, comprendí que hiciera Scott lo que hiciera, por muy mal que se portara, yo tenía que considerar que era como una enfermedad, y ayudarle en todo lo que pudiera y procurar ser buen amigo suyo. Scott tenía muchísimos buenos amigos, más que nadie que yo conociera. Pero me alisté como uno más, tanto si podía serle útil como si no. Si era capaz de escribir un libro tan bueno como The Great Gatsby, no cabía duda de que era capaz de escribir otro todavía mejor. Entonces yo aún no conocía a Zelda, y por consiguiente no tenía idea de las terribles desventajas con que luchaba Scott. Pero pronto íbamos a descubrirlas.”
Los recuerdos de Zelda son penosos y tal vez baste una escena descrita por Hemingway para imaginar la tragedia que se escondía tras las armoniosas apariencias:
“Zelda estaba muy hermosa, y su bronceado tenía un encantador tono dorado y el pelo era de un bello oro oscuro, y se mostró muy cordial. Sus ojos de gavilán estaban claros y serenos. Sentí que todo andaba bien y que al fin todo iba a tomar un buen aspecto, y entonces ella se inclinó hacia mí y, con mucha reserva, me comunicó su gran secreto: — Dime, Ernest, ¿no piensas tú que Al Jolson es más grande que Jesús?
Entonces nadie le dio importancia a la cosa. No era más que el secreto de Zelda, y lo compartió conmigo como un gavilán que compartiera algo con un hombre. Pero los gavilanes no comparten nada. Scott no escribió nada más que valiera la pena, hasta que a ella la encerraron en un manicomio, y Scott supo que lo de su mujer era locura.”
Todavía alcanzó Fitzgerald a publicar otro volumen de cuentos, Todos los tristes jóvenes (All the Sad Young Men, 1926) antes de que la crisis, todas las crisis, se precipitaran. El gran desastre económico de fines de la década del veinte acabó con los esplendorosos “años locos”. El mundo de la era del jazz, tan admirablemente descrito por Fitzgerald en sus cuentos y novelas, se sumergió en el derrumbe financiero, la cesantía y las largas colas de desocupados en busca de trabajo o del pan cotidiano. El oropel mostraba su real valor. Atrás quedaron los esplendores de París.
En 1930, Zelda Sayre, poseída por la esquizofrenia, debió ser internada en un sanatorio. Y luego en otro. Y otro. En el incendio de uno de ellos pereció.
Entre la bruma alcohólica, Francis Scott Fitzgerald emprendió la tarea de recobrar la fama, los prestigios literarios que le acompañaran durante casi una década de éxitos. El fruto de sus trabajos correspondió a lo apuntado por Hemingway: “si era capaz de escribir un libro tan bueno como The Great Gatsby, no cabía duda de que era capaz de escribir otro todavía mejor”.
Allí estaba Suave es la noche (Tender is the Night, 1934), una novela de trasfondo autobiográfico, como la primera, en la que cuenta la estremecedora historia de una desintegración moral y física. Fitzgerald estaba convencido de que ésta era su obra maestra, y probablemente lo sea, pero el tiempo de la gloria había pasado y no hubo ecos que respondieran al llamado del escritor que, oculto bajo su personaje Dick Diver, parecía hundirse como él irremisiblemente.
Francis Scott Fitzgerald se convirtió en un guionista más para la industria del cine en Hollywood. No le quedaba otro modo de ganarse la vida, pero su talento, pese al alcohol y a los desastres de toda índole, todavía estaba en condiciones de manifestarse.
En marzo de 1935 apareció Taps at Reveille, una edición bastante aporreada y mal corregida de historias breves que contenía cinco cuentos de reminiscencias adolescentes, reunidos con otros en forma postuma en Los relatos de Basil y Josephine (The Basil and Josephine Stories, 1973). Muchas de estas narraciones habían aparecido en The Saturday Evening Post y muestran el don de Fitzgerald para el análisis psicológico de las gentes de su generación y todavía más cuando se trata del autoanálisis, que alcanza límites de crueldad en las relativas a Basil. La visión irónica de su propia existencia, la nostalgia de algo que en un momento se esperó y desapareció luego irremediablemente, la certeza del triste destino de “la generación perdida” en los avatares de la postguerra y la crisis mundial, todo está en germen y a veces generosamente desarrollado en estas narraciones que poseen, no obstante, la plena frescura adolescente.
En 1936 aparece el último libro: El derrumbe (The Crack-Up). Según James Edwin Miller, de la Universidad de Chicago, Fitzgerald —como su personaje Diver de Suave es la noche— estaba descubriendo que sus recursos morales desaparecían, proceso que describió con vivida agonía en este libro.
El derrumbe es el testimonio más directo y vital de la desilusión encarnada, que Fitzgerald quiso describir tanto en relación con el mundo que lo rodeaba como con su propia interioridad. El recuerdo de unos tiempos felices en que parecía nacer un mundo nuevo e iluminado por los resplandores de la prosperidad, del éxito y de la inconsciente danza al borde de un abismo, se precipita y decanta en estas páginas en las cuales la angustia desaparece bajo una capa de abandono y resignación en la que no falta el sarcasmo. Después de una serie de fallidos intentos de suicidio, Francis Scott Fitzgerald murió de un ataque cardíaco el año 1940, mientras trabajaba en un nuevo ensayo novelístico: El último magnate (The Last Tycoon). El texto inconcluso, con las notas del autor, fue publicado al año siguiente. Más tarde, en 1960, la edición de un volumen con su correspondencia volvió los ojos de la crítica hacia el semiolvidado escritor.
El caso de Francis Scott Fitzgerald es uno entre los de muchos escritores que a veces en la cumbre de la fama pierden el favor del público y les sigue un largo silencio después de la muerte, como si todo —talento, prestigio, popularidad— hubiera sido sepultado con ellos. Pero también acontece, cuando hay genio de por medio, una resurrección. Los años pasan; el escritor no es sino un nombre en los largos catálogos de las editoriales y de las historias literarias; si se los evoca, es como evocar una sombra. Y, de pronto, casi misteriosamente, el hombre y su obra resurgen, vuelven al primer plano de la fama y alcanzan una nueva consagración que esta vez puede ser definitiva.
Si podemos hablar de un clásico para una época, Fitzgerald lo es para la era del jazz y de la euforia que siguió a la Primera Guerra Mundial y que se hundió súbitamente en la catástrofe de la depresión, arrastrando con ella a todo lo que se llamó “la juventud llameante”. Es un profeta del desengaño, un cantor de las ilusiones perdidas, de la dolorosa conciencia del fracaso. Sus obras testimonian la locura de unos años felices y el dolor del desastre en que terminaron. Sus personajes, como Gatsby o Diver, luchadores del éxito efímero, conocen los sabores del desengaño y la triste sensación de la propia decadencia.
Es posible que entre los escritores de la “generación perdida” haya otros más famosos y populares que Francis Scott Fitzgerald. En él, sin embargo, la calidad del testimonio directo y personal sobrepasa los marcos de toda ficción, y éste es uno de los factores que lo convierten en un elemento indispensable en la historia de un tiempo dramáticamente original.
A este lado del paraíso es, como se dijo, una obra de raíz autobiográfica y, en cierto modo, testimonial, que narra los años de niñez y adolescencia de Amory Blaine, alter ego del autor con el que comparte hasta el año de nacimiento (1896), y el ilusionado arribo a la prometedora época de la primera juventud. Un epígrafe, tomado de Osear Wilde, nos muestra uno de los tonos de esta novela polifónica: “Experiencia es el nombre que muchos dan a sus errores”.
En las primeras páginas veremos al pequeño Amory en el ambiente de la familia, compuesta por el padre, “hombre inarticulado y poco eficaz, que gustaba de Bjron y tenía la costumbre de dormitar sobre los volúmenes abiertos de la Enciclopedia Británica”, enriquecido casualmente por la oportuna defunción de sus hermanos mayores, y por Beatrice O’Hara, la madre que transmitió al hijo único sus rasgos célticos y con ellos una brillantez algo frivola y llena de encanto.
Beatrice es uña de las heroínas en la vida de Amory, que la evoca entre signos de exclamación: “¡Aquella sí que era una mujer!” Y además una mujer educada en el Colegio del Sagrado Corazón, en Roma (“una extravagancia educativa que, en la época de su juventud, era un privilegio exclusivo para los hijos de padres excepcionalmente acaudalados”), paseaba por Europa y provista de todas las oportunidades sociales y refinadas como para darle “una cultura rica en todas las artes y tradiciones, desprovista de ideas…”
¿Cómo llegó a casarse esa muchacha brillante y epigramática con el aburrido señor Blaine? Lo sabemos por el narrador:
”En uno de los momentos menos trascendentales de su ajetreada existencia, regresó a sus tierras de América, se encontró con Stephen Blaine, y se casó con él tan sólo porque se sentía llena de laxitud y un tanto triste”.
El pequeño y solitario Amory era la compañía más querida de Beatrice, que transmitía al hijo su encantadora superficialidad y sus pasiones artísticas. Antes de que cumpliera los diez años “lo había alimentado con trozos de ‘Fêtes Galantes’… y a los once ya podía hablar corrientemente y con reminiscencias de Brahms, Mozart y Beethoven”.
Con estos antecedentes uno empieza a imaginarse ya las tribulaciones a que estará expuesto el joven Blaine en sus vaivenes entre la puerilidad y el refinamiento, como se puede advertir desde muy temprano en sus desventuradas relaciones con la pequeña Myra St. Claire.
Con la primera corbata y los primeros pantalones largos (recordemos que en esa época antes de éstos se pasaba por las etapas de los pantalones muy cortos, cortos y, por último, bombachas de golf) comienza para Amory el momento de las grandes preocupaciones, de modo especial sobre sí mismo. Y no se puede negar que es generoso para resolverlas. Se define, pues:
”Físicamente. Amory tenía la certeza absoluta de que era extraordinariamente hermoso. Lo era. Se tenía por un atleta de infinitas posibilidades y por un bailarín consumado.”
”Socialmente. En este campo, sus condiciones eran, quizás, más peligrosas. Había otorgado gratuitamente a su persona encanto, amabilidad, magnetismo, equilibrio, el poder de dominar a todos los varones de su edad y el don de fascinar a todas las mujeres.”
”Mentalmente. Una superioridad absoluta y fuera de toda discusión.”
Con todas estas cualidades gratuitamente atribuidas, este Amory entre ingenuo y petulante ha de partir a la gran aventura: el High College y luego la Universidad de Princeton.
Y aquí aparece, junto con la aventura, un gran personaje algo lateral y a la vez definitivo: monseñor Darcy, cuya sabiduría sumada al humor irlandés rondarán poFIavida de Amory casi hasta las últimas páginas del libro. Ambos, Amory y monseñor Darcy, tendrán mucho que decirse y, conforme aumenta la madurez del muchacho y con ella la cambiante visión del mundo y de la vida, el diálogo se volverá más profundo, más emocionante, pero no menos ingenioso.
Con el College St. Regis y con la universidad esa visión cambiante crecerá en intensidad: el trato con los demás, la competencia estudiantil, el nacimiento de las “grandes amistades”, esas que rara vez terminan, son los elementos definitivos en la formación social del personaje. Ahora está en el medio real de la existencia, lejos de las fantasías y los sueños maternales.
St. Regis es la aparición de los grandes descubrimientos: las muchachas, la literatura, el don de escribir. Con las primeras sueña; en la literatura se precipita, leyendo cuanto llega al alcance de sus ojos: ”Las mil y una noches”, “El caballero de Indiana”, pero también Dickens, Kipling, Chesterton. ¿Y por qué no? Phillips Oppenheim. En cuanto a escribir, ahí tiene las páginas del St. Regis Tattler abiertas a sus primeras hazañas.
También descubre las modas y con su amigo Rahill establece, no muy caritativamente, las diferencias entre el Gran Hombre y el “gomoso”, género este último al que pertenecen los de “cabello relamido y engominado”.
Después de los años del College, llegar a la universidad de las gárgolas y los capiteles es como entrar al amurallado mundo de la edad adulta, donde se empieza por conocer a los compañeros de viaje, a los condiscípulos. Allí están los hermanos Holiday, Kerry con sus ojos grises, Allenby, capitán del equipo de fútbol. Ahí están el cine, el teatro, los paseos, las clases en que “ya no son unos niños para los maestros viejos y prestigiosos. A Amory se le abre el corazón:
“Desde el primer momento había amado a Princeton: su lánguida belleza, su oculto significado, sus multitudes deportivas, frescas y alegres y, bajo todo aquello, los ásperos vientos de una lucha sin tregua entre las clases.”
Y están las muchachas y “ese extraño fenómeno tan generalizado en los Estados Unidos que es el juego de las caricias”, la aventura de las caricias furtivas, a hurtadillas de las personas mayores: “Ninguna de las madres con ideas victorianas —y casi todas las madres eran victorianas— tenía la menor idea de la facilidad con que sus hijas se habían acostumbrado a ser besadas. Las sirvientas son de tal condición —aseguraba la señora de Huston-Carmelite a su muy solicitada hija—. Se dejan besar primero, y después oyen las propuestas matrimoniales”.
Amory tiene dieciocho años, mide casi el metro ochenta y siete, es “excepcionalmente hermoso” y en su rostro algo infantil la mirada penetrante de los ojos verdes pone un toque de madurez, pero falta en él “ese intenso magnetismo que acompaña siempre a la belleza del hombre o la mujer; su personalidad radicaba sobre todo en algo mental…”
Esa “personalidad más bien mental” le causará muchos dolores de cabeza no sólo con las muchachas: también con los compañeros más volátiles, más alegres y superficiales. Amory reflexiona mucho, tal vez demasiado para sus amigos, y suele hacerlo en voz alta. No siempre entretiene escuchar a otro que habla en exceso…
Para el grupo de jóvenes estudiantes la vida en Princeton es un torbellino que, si no los aparta de sus tareas académicas, hace que éstas pasen frecuentemente a segundo plano. Amoríos epistolares, elecciones en los clubes y sociedades de estudiantes, pugnas por ingresar a los equipos deportivos, bohémicas escapadas a Nueva York, intensas lecturas y primeros vuelos narrativos van moldeando la personalidad de Amory Blaine. Puede ser un líder, cuando lo desea, pero de pronto se refugia en una interioridad secreta que lo hace un solitario entre la masa.
Otros acontecimientos, más bien catastróficos, contribuirán a esta “forja del hombre”. Y aquí estará de nuevo monseñor Darcy, su presencia y su reconfortante palabra.
Los dos últimos años en Princeton serán para Amory sombríos y luminosos, todo a la vez, como si aparte de los estudios sistemáticos estuvieran destinados a enseñarle la dura tarea de las decisiones que el hombre sólo puede tomar por sí mismo. El muchacho, que está creciendo por dentro, tiene mucho que aprender en los mundos exteriores, en cuyos rincones más tenebrosos puede hasta aparecer el rostro del Demonio. Y Amory lo ha visto.
La despedida de Princeton es dolorosa: “Lo que dejamos aquí es más que una clase, una enseñanza o una educación; es la herencia de la juventud. No somos más que una generación y en estos momentos estamos rompiendo los vínculos que nos ataban a este lugar y a otras generaciones de sangre fuerte y espíritu sano. Ahora nos damos cuenta de que hemos caminado más de una noche por estas calles, del brazo con Burr y Light-Horse Harry Lee.
”…Se han apagado las antorchas —murmuró Tom.”
Un breve intermedio nos muestra a Amory Blaine, de veintidós años, convertido en subteniente del Décimo Regimiento de Infantería en el Campamento Mills de Long Island. A través de una carta de monseñor Darcy, F. Scott Fitzgerald señala, como en un chispazo o una visión subliminal, el germen de h que será la “generación perdida” y no sólo en la interpretación que Gertrude Stein le daba a esos términos: “He aquí que ha llegado el fin de algo; para bien o para mal, ya no serás nunca el Amory Blaine que conocí, y nunca volveremos a encontrarnos como nos encontrábamos, porque tu generación se está endureciendo mucho más de lo que la mía llegó a endurecerse, alimentada como estaba con la leche tierna del novecientos».
Es el fin de algo. Esos millones de muertos en las trincheras de la Europa destrozada por la guerra; esa multitud de jóvenes norteamericanos llegados a tierra extraña para luchar por la libertad; la sangrienta revolución rusa de 1917; el empequeñecimiento del mundo, cuyos habitantes ahora se encuentran así sea en el horror de los combates; el temor al futuro ya no plácido como los días pretéritos, sino amenazador y desconocido, todo marca un fin y el comienzo de una era cuyo signo es la inseguridad.
Parece que, ante este espectáculo, sólo queda divertirse; carpe diem, se acabaron las certezas. Los “locos años veinte” son incubados en la tragedia mundial.
La segunda parte del libro se abre con una pirueta de Fitzgerald: abandona la narración y monta una escena de teatro en que Amory es el protagonista de un nuevo apasionamiento. Rosalind es hermosísima, atrayente, apasionada, ansiosa de liberarse de su ambiente burgués. Pero el ambiente burgués está en serias dificultades. Un pretendiente adinerado es mejor solución que un buen mozo Amory que redacta textos en una modesta agencia de publicidad. Qué vamos a hacerle, parece decirnos el autor, ésta no es una novela romántica sino el fiel reflejo de la vida de un personaje hasta ahora más bien infortunado.
Por tanto, aparte de abandonado, comenzamos a ver a un Amory indispuesto por la bebida, seguro de sufrir las enfermedades más increíbles, blanco como el papel, y tomándose otro trago acaso por aquello de que ‘‘un clavo saca otro clavo”, pero Fitzgerald no le saca el cuerpo a la verdad.
Por esos días neoyorkinos, para Amory el mundo tiene forma de taberna, pero la vocación de escritor le ofrecerá una escapatoria. Puede sumergirse por horas y días en la lectura de sus más admirados autores: Joyce, Galsworthy, Bennett, Shaw, Wells y sobre todo Chesterton, cuyo nombre se repite en la novela. El maestro inglés de la paradoja influye en el espíritu y en el estilo de Blaine-Fitzgerald. Por ahí le veremos escribir chestertonianamente: “A pesar de haber ido al colegio me las arreglé para obtener una buena educación”.
No son días fáciles. El inmaduro Amory se siente atrapado en un laberinto del que sólo arranca siguiendo alguna luminosa figura de mujer pero que vuelve a envolverle. Más que un laberinto es la fraguarla subconsciente lucha por la propia formación. Monseñor Darcy reaparece con sus cartas fraternas e ingeniosas. En boca de Darcy pone Fitzgerald una reflexión premonitoria, que habrá recordado más tarde, en su trágica vida junto a Zelda: “Con respecto al matrimonio, estás pasando ahora por el período más peligroso de tu vida. Podrías casarte apresuradamente y arrepentirte a poco, pero no creo que lo hagas”. Sí: Scott lo hizo.
El desenlace con la llegada de la madurez y la experiencia literaria se aproxima a través de muchas renuncias: ‘‘En un sentido, esta renuncia gradual a la belleza fue su segundo paso por el laberinto, después que se completó su desilusión. Le parecía que dejaba atrás su última oportunidad de llegar a ser un cierto tipo de artista. Era mucho más importante llegar a ser una cierta clase de hombre”.
Lo cual, en suma, lleva a una última reflexión:
‘‘Me conozco a mí mismo —dijo en voz alta—. Pero eso es todo”.
A este lado del paraíso es una novela profundamente norteamericana que trasciende su medio gracias a los valores humanos que en ella se mueven. En ella F. Scott Fitzgerald parece concretar la norma señalada por Gertrude Stein: el artista debe vivir “el completo presente actual”. Y Fitzgerald, encarnado en Amory Blaine, lo vive en toda su extensión y consecuencias, con la rebeldía innata en él, con un espíritu independiente que se traduce en apasionados alegatos por la libertad y el idealismo, dichos con todo el fuego y la inseguridad de un hombre al que los escasos años no lo han apartado aún de una porfiada adolescencia.
Con un modo de escribir sencillo, animado por el ingenio; con una emotividad que llega hasta el borde del sentimentalismo pero que se salva por su sentido poético que eleva el tono y la forma; con una muy profunda raíz cristiana, Fitzgerald describe las turbaciones de la adolescencia, el duro camino hacia la edad adulta, la lucha entre luces y sombras de un espíritu joven. Como anota el crítico francés Michel Mohrt, “en el fondo de la obra de Fitzgerald está el problema del mal, concebido por una conciencia de joven católico provinciano”.
Desde otro punto de vista observa esta obra el ensayista norteamericano Ludwig Lewisohn en “The Story of American Literature”: “Abundan las novelas autobiográficas sobre los ardores y las rebeliones de la juventud […] La más famosa y justamente así fue A este lado del paraíso, que contiene, entre otras excelencias, un admirable diagnóstico de las prácticas de los convencionales novelistas norteamericanos de entonces; que contiene elocuencia y poesía y esa ebullición creadora, todavía incontrolada e indisciplinada, que ha sido siempre parte de las grandes promesas de la juventud. Prácticamente, el libro no tiene un centro intelectual, lo que es, también, un sello propio de la juventud. Pero las cualidades del autor parecen tener la justa amplitud de las mejores promesas y en sus páginas mucho es realmente atrevido y hermoso”.
Elocuente, poética, juvenil, emotiva y hermosa, A este lado del paraíso sigue actual y vigente setenta años después de publicada. Con ella sobrevive la imagen del escritor que fue en un momento una encarnación del espíritu joven.
”¡A este lado del paraíso…! Poco consuelo da el saber.”
RUPERT BROOKE
“Experiencia es el nombre que muchos dan a sus errores.”
ÓSCAR WILDE
A Sigourney Fay
EL EGÓLATRA ROMÁNTICO
De su madre, Amory Blaine había heredado todas las características que, con excepción de unas pocas inoperantes y pasajeras, hicieron de él una persona de valía. Su padre, hombre inarticulado y poco eficaz, que gustaba de Byron y tenía la costumbre de dormitar sobre los volúmenes abiertos de la Enciclopedia Británica, se enriqueció a los treinta años gracias a la muerte de sus dos hermanos mayores, afortunados agentes de la Bolsa de Chicago; en su primera explosión de vanidad, creyéndose el dueño del mundo, se fue a Bar Harbor, donde conoció a Beatrice O’Hara. Fruto de tal encuentro, Stephen Blaine legó a la posteridad toda su altura —un poco menos de un metro ochenta— y su tendencia a vacilar en los momentos cruciales, dos abstracciones que se hicieron carne en su hijo Amory. Durante años revoloteó alrededor de la familia: un personaje indeciso, una cara difuminada bajo un pelo gris mortecino, siempre pendiente de su mujer y atormentado por la idea de que no sabía ni era capaz de comprenderla…
¡En cambio, Beatrice Blaine! ¡Aquélla sí que era una mujer! Unas viejas fotografías tomadas en la finca de sus padres en Lake Geneva, Wisconsin, o en el Colegio del Sagrado Corazón de Roma —una extravagancia educativa que en la época de su juventud era un privilegio exclusivo para los hijos de padres excepcionalmente acaudalados— ponían de manifiesto la exquisita delicadeza de sus rasgos, el arte sencillo y consumado de su atuendo. Tuvo una educación esmerada; su juventud transcurrió entre las glorias del Renacimiento; estaba versada en todas las comidillas de las familias romanas de alcurnia y era conocida, como una joven americana fabulosamente rica, del cardenal Vitori, de la reina Margherita y de otras personalidades más sutiles de las que uno habría oído hablar de haber tenido más mundo.
En Inglaterra la apartaron del vino y le enseñaron a beber whisky con soda; y su escasa conversación se amplió —en más de un sentido— durante un invierno en Viena. En suma, Beatrice O’Hara asimiló esa clase de educación que ya no se da; una tutela observada por un buen número de personas y sobre cosas que, aun siendo menospreciables, resultan encantadoras; una cultura rica en todas las artes y tradiciones, desprovista de ideas, que florece en el último día, cuando el jardinero mayor corta las rosas superfluas para obtener un capullo perfecto.
En uno de los momentos menos trascendentales de su ajetreada existencia, regresó a sus tierras de América, se encontró con Stephen Blaine y se casó con él, tan sólo porque se sentía llena de laxitud y un tanto triste. A su único hijo lo llevó en el vientre durante una temporada memorable por la monotonía abrumadora de su existencia y lo dio a luz en un día de la primavera del 96.
Cuando Amory tenía cinco años, era para ella un compañero inapreciable. Un chico de pelo castaño, de ojos muy bonitos —que aún habían de agrandarse—, una imaginación muy fértil y un cierto gusto por los trajes de fantasía. Entre sus cuatro y diez años recorrió el país con su madre, en el vagón particular de su abuelo, desde Coronado, donde su madre se aburrió tanto que tuvo que recurrir a una depresión nerviosa en un hotel de moda, hasta Méjico, donde su agotamiento llegó a ser casi epidémico. Estas dolencias la divertían y más tarde formaron una parte inseparable de su ambiente, y en especial después de ingerir unos cuantos y sorprendentes estimulantes.
Así, mientras otros chicos más o menos afortunados tenían que desafiar la tutela de sus niñeras en la playa de Newport y eran zurrados o castigados por leer cosas como Atrévete y hazlo o Frank en el Mississippi, Amory se dedicaba a morder a los complacientes botones del Waldorf mientras recibía de su madre —al tiempo que en él se desarrollaba un natural horror a la música sinfónica y a la de cámara— una educación selecta y esmerada.
—Amory.
—Sí, Beatrice. (Un nombre tan increíble para llamar a una madre; pero ella se lo exigía.)
—Querido, no creas que te vas a levantar de la cama todavía. Siempre he sospechado que levantarse temprano de joven deshace los nervios. Clothilde te está preparando el desayuno.
—Bueno.
—Hoy me siento muy vieja, Amory —y al suspirar su cara se convertía en un camafeo de sentimientos, su voz se hacía delicadamente modulada y sus manos, tan gráciles como las de la Bernhardt—. Tengo los nervios de punta, de punta. Nos tenemos que ir mañana de este lugar horrible en busca de un poco de sol.
Los ojos verdes y penetrantes de Amory, a través de su pelo enmarañado, observaban a su madre. A tan temprana edad ya no se hacía ilusiones respecto a ella.
—Amory.
—Sí, sí.
—Me gustaría que tomaras un baño hirviendo; lo más caliente que puedas aguantar, para calmar tus nervios. Puedes leer en la bañera, si quieres.
Antes de cumplir los diez años su madre lo había alimentado con trozos de Fêtes galantes, y a los once ya era capaz de hablar corrientemente y con reminiscencias de Brahms, Mozart y Beethoven. Una tarde, estando solo en un hotel de Hot Springs, se le ocurrió probar el cordial de albaricoques de su madre y, habiéndole encontrado el gusto, se emborrachó. Le divirtió al principio, hasta que, llevado de su exaltación, probó un cigarrillo y sucumbió a una reacción vulgar, propia de gente ordinaria. Y aunque el incidente horrorizó a Beatrice, en secreto le divertía y llegó a ser, como diría una generación posterior, una más de “sus cosas”.
—Este hijo mío —le oyó decir un día, en una habitación repleta de atónitas y admiradas damas— está amanerado, pero es encantador. Muy delicado; en casa somos todos muy delicados de “aquí” —y su mano indicaba su bonito pecho; bajando el tono hasta el susurro les contó el incidente del cordial con el que se regocijaron mucho, porque era muy buena raconteuse—, si bien esa misma noche muchas cerraduras se echaron para evitar las posibles incursiones de Bobby o de Bárbara…
Las peregrinaciones familiares se hacían en toda regla: dos sirvientes, el vagón particular, el propio Mr. Blaine cuando estaba en familia, e incluso un médico. Cuando Amory tuvo la tos ferina, cuatro especialistas se observaban con recíproco fastidio, reclinados sobre su lecho. Y cuando sufrió la escarlatina, el número de asistentes, incluyendo médicos y enfermeras, subió a catorce. Pero como la hierba mala nunca muere, salió adelante.
Los Blaine no echaban raíces en parte alguna. Eran sencillamente los Blaine de Lake Geneva; tenían bastantes parientes que podían pasar por amigos y un buen número de acomodos entre Pasadena y Cape Cod. Pero Beatrice cada día se inclinaba más por las nuevas amistades porque necesitaba repetir sus relatos —la historia de su juventud, de sus achaques, de sus años en el extranjero— a intervalos regulares de tiempo. Como los sueños freudianos, había que echarlos fuera para dar paz a sus nervios. Sin embargo. Beatrice era mordaz para con las mujeres americanas, y en especial con respecto a las gentes de paso que venían del Oeste.
—Tienen acento, querido, tienen acento —decía a Amory—; ni siquiera es acento del Sur o de Boston, o de una ciudad cualquiera sino, simplemente, acento —y se ponía soñadora —. Se agarran a ese acento masticado de Londres, que no les va y que sólo puede ser usado por quien sabe hacerlo. Hablan como lo haría un mayordomo inglés que se ha pasado muchos años en la compañía de ópera de Chicago —así llegaba hasta la incoherencia— y en cuanto suponen —siempre llega ese momento en la vida de una mujer del Oeste— que su marido ha alcanzado cierta prosperidad, se creen en la obligación de tener acento, querido, para impresionarme con él…
Convencida de que su cuerpo era un manojo de achaques —eso era muy importante en su vida—, consideraba a su alma tan enferma como él. Había sido católica; pero tras descubrir que los sacerdotes eran más solícitos con ella cuando se hallaba en trance de perder o recuperar la fe en la, Santa Madre Iglesia, sabía mantener una atractiva ambigüedad. A menudo deploraba la mentalidad burguesa del clero americano y estaba segura de que, de haber seguido viviendo a la sombra de las grandes catedrales europeas, su espíritu seguiría luciendo en el poderoso altar de Roma. Pero con todo los sacerdotes constituían, después de los médicos, su deporte favorito.
—Ay, eminencia —le decía al obispo Winston—, no quiero hablar de mí. Me imagino perfectamente el tropel de mujeres histéricas que llaman a su puerta para pedirle que sea “simpático” con ellas… —y tras una interrupción por parte del obispo—, pero mi estado de ánimo no es muy distinto.
Solamente a obispos y altas jerarquías de la Iglesia había confesado su romance clerical. Cuando volvió a su país, vivía en Ashville un joven pagano, a lo Swjnburne, por cuyos apasionados besos y amena conversación había demostrado una decidida inclinación; y sin ambages discutieron los pros y los contras del asunto. Entretanto ella había decidido casarse por razones de prestigio; y el joven pagano de Ashville, tras una crisis espiritual, tomó estado religioso para convertirse en monseñor Darcy.
—Por cierto que sí, señora Blaine, un compañero encantador; el brazo derecho del cardenal.
—Amory debería visitarle —suspiró la bella dama—; monseñor Darcy le comprenderá como me comprendió a mí.
Al cumplir los trece años, Amory, alto y esbelto, era la reproducción exacta de los rasgos celtas de su madre. En varias ocasiones disfrutó de un profesor particular, en la idea de que su educación progresara y en cada lugar “reemprender la tarea donde había sido dejada”; pero como ningún profesor pudo saber nunca dónde había sido dejada, su cabeza se conservaba en perfectas condiciones. Qué habría sido de él, de haber llevado esa vida unos años más, es difícil decirlo. Embarcado una vez con rumbo a Italia, a las cuatro horas de estar en alta mar reventó su apéndice, probablemente por culpa de tantas comidas en la cama; tras una serie de delirantes telegramas entre Europa y América, y para asombro de los pasajeros, el trasatlántico viró lentamente su rumbo hacia Nueva York, para depositar a Amory en el muelle. Se dirá con razón que eso no era vida, pero era magnífico.
Tras la operación Beatrice se sintió afectada de una depresión nerviosa, con un sospechoso tufillo a delirium tremens, y Amory se quedó a vivir los dos años siguientes en Minneapolis, en casa de sus tíos. Allí es donde le sorprenden por primera vez los aires crudos y vulgares de la civilización occidental —que le cogen en camiseta, por así decirlo.
Torció la boca al leer el mensaje:
Vamos a celebrar una fiesta de trineos el próximo jueves 17 de diciembre y mucho me agradaría contar con su asistencia.
Siempre suya, Myra St. Claire Se ruega contestar.
Durante sus primeros dos meses en Minneapolis había tratado con todas sus fuerzas de ocultar “a los chicos de la clase” por qué se sentía infinitamente superior a todos ellos, a pesar de que tal convicción era un castillo de arena. Lo había demostrado un día en la clase de francés (asistía al curso superior de francés) para sonrojo de Mr. Reardon, cuyo acento Amory corrigió despectivamente ante la delicia de toda la clase. Mr. Reardon, que diez años antes había estado unas semanas en París, se tomaba la revancha con los verbos, en cuanto abría el libro. En otra ocasión Amory quiso hacer una exhibición de historia, pero con resultados desastrosos, porque a la semana siguiente los chicos —de su misma edad— se decían unos a otros, con acento petulante:
—Oh, sí, yo creo —sabes— que la revolución americana fue más que nada una cuestión de la clase media.
—Washington era de gente bien, de gente bien, creo yo.
Con gracia, Amory trató de rehabilitarse con nuevas elucubraciones sobre el mismo tema. Dos años antes había comenzado una historia de los Estados Unidos que, aunque no pasó de la guerra de la Independencia, su madre encontraba encantadora.
Estando siempre en desventaja en los ejercicios físicos, tan pronto como descubrió que eran piedra de toque para alcanzar en la escuela poder y popularidad empezó a hacer furiosos y persistentes esfuerzos por descollar en los deportes de invierno; con los tobillos inflamados y doloridos —a pesar de todo— todas las tardes patinaba con denuedo en la pista de Lorelie, pensando en cuándo sería capaz de llevar el palo de hockey sin que se le enredara entre los patines.
La invitación a la fiesta de la señorita Myra St. Claire se pasó la mañana en el bolsillo de su abrigo, en compañía de un cacahuete. Por la tarde la sacó a la luz con un suspiro y, tras algunas consideraciones y una primera redacción sobre la tapa del Curso preliminar de Latín, de Collar y Daniel, escribió su contestación:
Mi querida señorita St. Claire:
Su invitación realmente encantadora para la tarde del próximo jueves la recibí esta mañana realmente encantado. Así pues me sentiré entusiasmado de presentarle mis respetos el próximo jueves por la tarde.
Sinceramente, Amory Blaine
Aquel jueves, por consiguiente, estuvo paseando por las resbaladizas y paleadas aceras hasta que llegó a la casa de Myra a eso de las cinco y media, con un retraso que su madre, sin duda, habría aplaudido. Esperó en la entrada con los ojos indolentemente semicerrados mientras planeaba con detalle su llegada: cruzaría el salón, sin prisa, hacia la señora St. Glaire para saludarla con la más correcta entonación:
—Mi querida señora St. Claire, lamento enormemente llegar tan tarde, pero mi doncella… —aquí se detuvo a recapacitar—, pero mi tío y yo debíamos visitar a un amigo… Sí, he conocido a su encantadora hija en la academia de baile.
Luego estrecharía las manos (haciendo uso de aquella sutil reverencia serniextranjera) a todas las damiselas almidonadas, mientras lanzaba un saludo al grupo de caballeretes, reunidos en un corro para darse mutua protección.
Un mayordomo (uno de los tres de Minneapolis) abrió la puerta. Amory al entrar se quitó el gabán y la gorra. Le sorprendió ligeramente no oír el cuchicheo de la habitación contigua, y pensó que la fiesta debía ser un tanto seria. Le pareció bien, como le había parecido bien el mayordomo.
—La señorita Myra —dijo.
Para su asombro, el mayordomo hizo una horrible mueca.
—Ah, sí —dijo— está aquí. —No se daba cuenta de que su incapacidad para hablar cockney estaba arruinando su futuro. Amory le observó con desdén.
—Pero —continuó el mayordomo, levantando innecesariamente la voz— es la única que queda en casa. Se ha ido toda la gente.
Amory quedó horrorizado y boquiabierto.
—¿Cómo?
—Estuvo esperando a Amory Blaine. Es usted, ¿no? Su madre ha dicho que si usted aparecía a las cinco y media les siguieran en el Packard.
El desconsuelo de Amory quedó cristalizado con la aparición de Myra, envuelta hasta las orejas en un abrigo de polo, la expresión de mal humor y una voz que a duras penas podía ser complaciente.
—Qué hay, Amory.
—Qué hay, Myra. —Con eso había descrito su estado de ánimo.
—Bueno, al fin has llegado.
—Bueno, ya te contaré. Supongo que no te has enterado del accidente de coche —empezó a fantasear.
Los ojos de Myra se abrieron del todo.
—¿De quién?
—Bueno —continuó desesperadamente—; mi tío, mi tía y yo.
—¿Se ha matado alguien? Amory se detuvo e hizo un gesto.
—¿Tu tío? —una alarma.
—No, no, solamente un caballo; una especie de caballo gris.
El mayordomo de opereta se rió a hurtadillas.
—Seguro que han destrozado el motor —Amory le habría aplicado tormento, sin el menor escrúpulo.
—Bueno, vamos —dijo Myra con frialdad—. Ya comprendes, Amory, los trineos estaban pedidos para las cinco y todo el mundo estaba aquí, así que no podíamos esperar…
—Bueno, yo no tengo la culpa, ¿verdad?
—Mamá dijo que te esperara hasta las cinco y media. Cogeremos el trineo antes de que llegue al Minnehaha Club, Amory.
El frágil equilibrio de Amory se vino abajo. Se imaginó al alegre grupo repicando por las calles nevadas, la aparición de la limousine, la horrible llegada de Myra y él ante todo el público, ante sesenta ojos cargados de reproches… y sus disculpas, verdaderas esta vez. Suspiró en voz alta.
—¿Qué hay? —preguntó Myra.
—Nada, estaba bostezando. ¿Crees realmente que podremos alcanzarles antes de que lleguen allí? —Secretamente estaba alimentando la débil esperanza de dirigirse directamente al Minnehaha Club para que el grupo les encontrara allí, ante el fuego, en aburrida soledad pero con mejor presencia de ánimo.
—Claro que sí, ¿verdad, Mike? Les alcanzaremos. De prisa.
Empezó a recuperar su sangre fría. En cuanto subieron al coche se dedicó a poner en práctica —dorando la pildora— un plan de combate que le habían colgado en la academia de baile, “un chico terriblemente guapo”, “con cierto aire inglés”.
—Myra —bajando la voz y escogiendo las palabras con tiento—, te pido mil perdones. ¿Serás capaz de perdonarme? Ella miró con gravedad aquellos profundos ojos verdes, aquella boca que, para sus ilusiones juveniles, suponía la quintaesencia del romance. Por supuesto, Myra podía perdonarle con mucha facilidad.
—Claro que sí.
El la contempló de nuevo y bajó los ojos, mostrando sus pestañas.
—Soy incorregible —dijo con tristeza—, soy diferente a los demás. No sé por qué tengo que dar estos faux pas. Porque no me preocupo por mí, supongo.—Luego, brutalmente—: He estado fumando demasiado. He cogido el vicio del tabaco.
Myra se imaginaba las desenfrenadas noches del tabaco, un pálido Amory que se tambaleaba por culpa de unos pulmones inundados de nicotina. Dio un suspiro.
—Oh, Amory, no fumes. Vas a destrozar tu crecimiento.
—Qué importa —insistió dramáticamente—. He cogido el vicio. Estoy haciendo muchas cosas que si mi familia supiera… —se detuvo para dar tiempo a que ella imaginara los más negros horrores—. La semana pasada fui a ver una revista.
Myra estaba rendida, y él volvió hacia ella sus verdes ojos.
—Eres la única chica de la ciudad que me gusta de verdad —dijo en un alarde de sentimientos—. Eres muy “simpática”.
Myra no estaba segura de serlo; pero aquella palabra le sonaba muy bien.
Había oscurecido, y en una brusca vuelta del coche ella se echó encima de él; sus manos se tocaron.
—Tienes que dejar de fumar, Amory —le dijo—. Ya lo sabes.
El movió la cabeza.
—Qué importa eso a nadie…
Myra vaciló.
—Me importa a mí.
Algo se agitó en el interior de Amory.
—¡A ti sí que te importa! Lo que a ti te importa es Froggy Parker, todo el mundo lo sabe.
—No es verdad —muy suavemente.
Un silencio mientras Amory se estremecía. Había algo fascinante en Myra, encerrada en la intimidad del coche y al abrigo del aire frío y oscuro. Myra, un pequeño paquete de ropa, unas guedejas de pelo dorado que se desenroscaban bajo el gorro de lana.
—Yo también me he enamorado… —se detuvo porque oyó a lo lejos las risas de los jóvenes y, escudriñando la calle iluminada a través del cristal empañado, llegó a divisar la oscura silueta de los trineos. Tenía que actuar con rapidez. Se volvió con violencia y decisión y apretó la mano de Myra, su pulgar, para ser exactos.
—Dile que vaya derecho al Minnehaha. Tengo que hablar contigo. Necesito hablar contigo.
Myra alcanzó a ver los trineos, tuvo una fugaz visión de su madre y —adiós las buenas costumbres— contempló los ojos que estaban a su lado.
—Tome la primera bocacalle, Richard, y vaya derecho al Minnehaha Club —dijo por el telefonillo. Amory reclinó la espalda contra los almohadones con un suspiro de alivio.
“Ya la puedo besar —pensaba—. Apuesto a que la puedo besar”.
El cielo estaba casi cristalino, un poco brumoso, y toda la fría noche vibraba de rica tensión. Desde la escalinata del club se extendían los caminos, pliegues oscuros sobre la blanca sábana. Grandes montones de nieve se acumulaban a los lados, como el rastro de gigantescos topos. Por un instante se detuvieron en los escalones, contemplando una luna blanca en fiestas.
—Ante una luna pálida como esa —Amory hizo un gesto lleno de vaguedad— la gente se vuelve más misteriosa. Pareces una bruja cuando te quitas el gorro, ese pelo enredado — ella quiso arreglarse el pelo—. Pero déjalo, está muy bien así.
Subieron la escalinata y Myra dirigió sus pasos a la habitación que él soñara, un fuego acogedor ante un profundo sofá. Unos años más tarde aquel rincón había de ser para Amory la cuna y el escenario de muchas crisis sentimentales. Por un momento estuvieron charlando acerca de trineos.
—Siempre hay un grupo de tímidos —comentó él—, sentados en la cola del trineo para espiarse, cuchichear y darse empujones. Y nunca falta tampoco esa chica bizca y rara — hizo una imitación terrible— que está siempre dando gritos a su carabina.
—Qué divertido eres —se admiró Myra.
—¿Qué quieres decir con eso? —dijo Amory, preocupado de nuevo del terreno que pisaba.
—Nada, que siempre estás diciendo cosas divertidas. ¿No quieres venir mañana a esquiar con Marylyn y conmigo?
—No me gustan las chicas durante el día —dijo secamente; pensando que había sido un tanto rudo, añadió—: Pero tú sí que me gustas. —Se aclaró la voz—: Primero me gustas tú, segundo tú y tercero tú.
Los ojos de Myra se volvieron soñadores. ¡Lo que iba a contar a Marylyn! El estar aquí, en el sofá, con aquel chico encantador, el fuego, la sensación de estar solos en todo el edificio.
Myra capituló. El ambiente era muy apropiado para ello.
—Y a mí me gustas primero tú hasta veinticinco —confesó ella, con voz temblorosa—; y Froggy Parker el veintiséis.
Froggy no tenía idea de que había perdido veinticinco puestos en una hora.
En cambio, Amory, sobre la marcha, se inclinó con decisión y la besó en la mejilla. Nunca hasta entonces había besado a una muchacha y paladeó los labios con curiosidad, como para degustar una fruta desconocida. Los labios de los dos se rozaron, como flores campesinas mecidas por el viento.