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A través de las puertas de la muerte es un libro del ocultista británico Dion Fortune, publicado por primera vez en 1932. En esta obra, el autor escribe sobre cómo la tradición esotérica ve la vida después de la muerte, ofreciendo una guía clara y concisa que explica las etapas por las que pasa un alma, de este mundo al otro, a punto de morir. Fortune describe los estados mentales y las acciones necesarias que las personas más cercanas al moribundo deben cultivar para acelerar y facilitar el paso.
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CONTENIDO
I. El gran anestesista
II. Cruzar el umbral
III. Ayudar u obstaculizar a los muertos
IV. La superación del duelo
V. La hora señalada
VI. Costumbre tradicional y hecho psíquico
VII. La muerte del cuerpo
VIII. Al encuentro de la muerte
IX. El lado oculto de la muerte
X. Purgatorio
XI. El Cielo-Mundo
XII. Comunicación con los difuntos
XIII. Las patologías de la muerte - I
XIV. Las patologías de la muerte - II
XV. El encuentro del adepto con la muerte
A través de las puertas de la muerte
Dion Fortune
LA MUERTE es una experiencia universal. Nadie puede esperar escapar. Es sólo cuestión de tiempo que nos llegue a cada uno de nosotros y a cada uno de los que amamos. Sin embargo, a la Muerte se la llama el Rey de los Terrores y es la amenaza suprema de la ley para el malhechor. ¿Qué es lo que hace que un proceso natural sea tan terrible? ¿Es el dolor de morir? No, porque los anodinos pueden mitigarlo. La mayoría de los lechos de muerte son pacíficos cuando llega el momento, y pocas almas salen luchando. ¿Qué es, pues, lo que tememos de la muerte, para que sea para nosotros motivo de pena y espanto?
En primer lugar, tememos lo Desconocido.
Porque en ese sueño de la muerte qué sueños pueden venircuando nos hayamos alejado de este mundo mortal?
En segundo lugar, tememos la separación de nuestros seres queridos. Estas son las cosas que hacen que la muerte sea terrible. De qué manera tan diferente nos dispondríamos a cruzar el Umbral si nuestras mentes descansaran en estos dos puntos.
Se dice que el gran regalo de los Misterios griegos a sus iniciados era la liberación del miedo a la muerte. Se dice que ningún iniciado teme jamás a la muerte. ¿Qué era lo que se enseñaba en esos ritos secretos que despojaban a la muerte de sus terrores?
En el centro de la Gran Pirámide de Gizeh hay un ataúd de piedra vacío. Los egiptólogos cuentan que estaba preparado para un faraón que nunca lo ocupó. También se ha dicho que era una medida para el maíz. No era ninguna de estas cosas, sino el altar de la Cámara de Iniciación. En él yacía el candidato mientras su alma era enviada al viaje de la muerte y recordada, y esto constituía el grado supremo de los Misterios. Después de aquella experiencia, nunca volvió a temer a la muerte. Sabía lo que era.
Es el conocimiento guardado en los Misterios lo que me propongo revelar en estas páginas.
La muerte, para el hombre que posee este conocimiento, es como el embarque del rico en un transatlántico. Está educado, sabe adónde va, acepta el viaje, comprendiendo su necesidad y sus ventajas. Sus conocimientos y recursos le permiten viajar con comodidad y seguridad. Puede mantenerse en contacto con sus amigos a voluntad y regresar a ellos cuando lo desee. Para él no existe una separación definitiva y completa de su tierra natal.
Muy distinto es el caso del pobre campesino emigrante. Ignorante e indefenso, el viaje es para él una empresa peligrosa y arriesgada, y la tierra de su estancia puede estar llena de bestias salvajes o minada por incendios volcánicos. Su imaginación ignorante imagina todos los terrores que puede concebir y los aplica a lo Desconocido.
Los antiguos egipcios colocaban en cada ataúd el llamado Libro de los Muertos, el ritual de Osiris en el Inframundo, que instruía al alma sobre su viaje a través de los reinos de las sombras. Más bien podría llamarse el Libro de los Siempre Vivos, pues se concebía que el alma atravesaba ciertas etapas en el ciclo de la vida que tiene lugar en lo Invisible.
Sería bueno para nosotros que nos enseñaran desde nuestra más tierna infancia a pensar que nuestras vidas suben y bajan como un barco en la cresta de una ola. Ahora descendemos a la materia a través de las puertas del nacimiento; ahora volvemos a ascender al mundo invisible a través de las puertas de la muerte, para regresar una y otra vez y retirarnos de nuevo en la rítmica marea cíclica de la vida en evolución.
Sin la instrucción de los Misterios, nuestras vidas están limitadas por el horror del nacimiento y el terror de la muerte. Cuán grande es el don de la sabiduría guardada que revela el camino de la vida en evolución que se extiende ante nuestros pies y despoja de sus sombras a lo Invisible.
Dejemos de pensar en la Muerte como la Furia con las aborrecidas tijeras de podar y concebámosla como el Gran Anestesista, al que la misericordia de Dios ha ordenado que haga caer sobre nosotros un profundo sueño mientras se desata el cordón de plata y se libera el alma.
De ese sueño despertamos renovados, con los problemas de la tierra muy atrás, como los recuerdos de un niño pequeño del día anterior, y nos embarcamos en una nueva fase de nuestra existencia. Bien nos va si nuestros amigos nos dan el adiós y permiten que el alma vaya libre a su propio lugar. Mal nos va si el dolor de los que hemos dejado atrás ensombrece ese brillante despertar matutino. Así como nos sentimos con derecho a pedir a nuestros parientes que nos ayuden en la enfermedad, así también debemos sentirnos con derecho a pedirles fortaleza en el duelo.
Porque es su duelo, no el nuestro. ¿Por quién lloramos en un funeral? ¿Por los muertos eternos, en su brillante despertar? ¿O por nosotros mismos en nuestra soledad? Ciertamente, no nos afligimos por nadie más que por nosotros mismos, porque los muertos están bien: han ido a su propio lugar y están en paz.
Son los que se han quedado los que sufren, no los que nos han precedido en Galilea. ¿Y qué diremos de su sufrimiento? Que, como todo dolor, debe ser soportado con valentía, y especialmente en este caso, porque sus reverberaciones pueden afectar a otros tanto como a nosotros mismos, y ser como una piedra de molino alrededor del cuello del alma que está tratando de elevarse sobre las fuertes alas de la aspiración. Dejemos que los pensamientos de amor, no de dolor, sigan a esa alma en su viaje, como las gaviotas siguen a un barco. Deseémosle buena suerte y buen ánimo, y esperemos el reencuentro.
Es mucho lo que podemos hacer por los difuntos. Nuestro trabajo no termina cuando el ataúd es sacado de la casa y hemos guardado la triste parafernalia de la enfermedad. Si ellos saben más que nosotros de la antigua, guardada y secreta Sabiduría, bien puede ser que regresen para consolarnos y darnos buenos consejos. Pero si sabemos más que ellos, si el alma ha salido desconcertada y temerosa, o si es la de un niño pequeño, entonces es nuestro deber seguirla hacia lo Invisible tanto como esté en nuestra mano, hasta que sintamos la llegada de los Ángeles (de los que se hablará más adelante), y sepamos que nuestro ser querido ha pasado a su cuidado y todo está bien.
Y puede venir a nosotros, si lo pedimos, ese Ángel que da el sueño amado, el sueño profundo que es bien sabido que cae sobre los vigilantes de los muertos y que no se parece a ningún otro sueño; y de ese sueño nosotros también deberíamos despertar a la calma matutina, porque se nos ha permitido mirar a través de las puertas entreabiertas y ver que más allá del Umbral no hay terror ni olvido, sino otro mundo, otra fase de la vida.
De este sueño que el Ángel de la Muerte da a los amados surge la seguridad y la certeza; porque hemos visto, aunque no recordemos. Pidamos, pues, al Gran Anestesista, cuando la hora haya pasado, esta misericordia menor, para que nos alivie el primer trance de la separación y estemos mejor capacitados para asumir la carga de la vida y cumplir con nuestro deber para con aquellos seres queridos que nos quedan, que dependen de nosotros y nos necesitan.
Y, sobre todas las cosas, no olvidemos nunca que, a su debido tiempo, los muertos volverán, y nunca sabemos cuándo veremos mirarnos con los ojos de un niño pequeño a un alma que hemos conocido. Busquemos, pues, expresión para el amor que ahora no tiene salida terrena, y dirijámosla al empeño de hacer del mundo un lugar mejor para el regreso de aquellos a quienes amamos.
Al menos podemos hacerles este servicio. Que ninguna queja nuestra les amargue el viaje y que, en la medida de nuestras posibilidades, las asperezas del mundo se allanen a su regreso.