Aire - Tara G. - E-Book

Aire E-Book

Tara G.

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Beschreibung

Ada ha conseguido traer de vuelta a Feyrian, pero este ha pagado un alto precio. No hay tiempo de lamentos, puesto que la batalla final en la isla es inminente. Anscar, confabulado con Pandora y la Organización, será capaz de cualquier cosa con tal de hacerse con la Roca. La traición que la Primera había augurado se cumple y, con ella, cobran vida las peores pesadillas de Ada. Las alianzas adquieren importancia y las lealtades se ponen a prueba. Sin tiempo para evitar que Anscar destruya todo lo que ella ama, la vida se convierte en una carrera contrarreloj. En la guerra final, los bandos se entremezclan y la línea entre el bien y el mal se torna más difusa. El verdadero motor que los impele a luchar es el amor más puro, genuino y ancestral. Un sentimiento tan especial que no existe una palabra humana para nombrarlo, tan solo puede definirse con un único trazo dibujado en el aire: el símbolo infinito.

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Aire

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Tara G. 2022

© Entre Libros Editorial 2022

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: octubre 2022

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-18748-64-6

Aire

saga infinito vol. 4

Tara G.

Para las almas perdidas que aún buscan

el camino de vuelta a casa.

Índice

Agradecimientos

1

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4

5

6

7

8

9

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32

BRISA

Fin

Biografía de la autora

Tu opinion nos importa

Agradecimientos

Hace más de diez años que Ada, Feyrian y Jonás empezaron a susurrarme su historia al oído. Echar la vista atrás y pensar en todo lo que me han dado me emociona. Han crecido junto a mí, madurado y evolucionado. He escrito este cuarto volumen con el corazón sobre la mesa, justo entre el teclado y el ratón. Ahora que la narración está completa y que ya no es de ellos ni mía, sino de vosotros, creo que echaré de menos a mis personajes. Tengo ganas de escribir con otra voz que no sea la de Ada y, a la vez, no sé si podré desprenderme de ella del todo.

En esta agridulce despedida, mi primer agradecimiento es para ellos, para mis personajes. Han tenido la capacidad de engañarme, me han hecho creer que yo era su creadora, que ponía palabras en sus bocas o que decidía sus designios. Cuando echo la vista atrás y recuerdo hacia dónde pretendía ir con la historia y lo comparo con el resultado final, soy consciente de que mis personajes me eligieron como simple testigo y narradora de sus andanzas. No he podido decidir el relato ni los diálogos. Les di vida y ellos se pusieron en marcha construyendo sus propias aventuras. Será cosa de magia infinita, quizá.

Les agradezco a mis pequeñas su paciencia. A mi hija mayor, sus «¿Mamá, ya has acabado el libro?». Y a mi hija menor, sus lloros cada vez que me sentaba frente a la pantalla. La vocación se parece demasiado al amor infinito. No es racional, ni siquiera lógica. Incluso a veces puede ser una mala idea, pero la pulsión interior es tan potente que si la ignoras, será tu ruina. Así que, hijas mías, gracias por la paciencia y perdonad las pequeñas ausencias de los últimos meses. Algún día creceréis y ojalá entendáis la pasión que me embarga cuando aporreo las teclas. Ojalá la sufráis también.

Edu, cariño, te agradezco cada libro que escribo. Mil gracias, otra vez, por allanarme el camino. La vida es infinitamente más sencilla contigo a mi lado..., y más divertida, más colorida, más bella. Eres el perfecto compañero de viaje, mi amor infinito.

Mil gracias a mis padres, a Carol y a Àdam. Siempre puedo contar con vosotros, para lo bueno y para lo malo, y eso es un lujo.

Gracias a mis amigos, compañeras de trabajo, tíos y primos. Tras dos años de pandemia, no nos hemos visto todo lo que nos habría gustado, pero los lazos siguen intactos. ¡Qué ganas de regresar a la normalidad, o a una nueva, donde las relaciones humanas vuelvan a ser estrechas!

Gracias a Angie, mi editora, por su apoyo y buenos consejos. Gracias a Entre Libros Editorial por hacerme sentir tan arropada y a mis compañeros de letras. Es un gustazo pertenecer a esta gran familia.

Ahora sí, os dejo con la última parte de la saga Infinito. Si estáis leyéndome es porque me habéis acompañado hasta el final de la historia, así que gracias a vosotros también, mis lectores. Espero que la disfrutéis.

1

No recordaba haber deseado nunca ser madre, ni casarme, ni ser la princesa de un cuento de hadas. De pequeña, disfrutaba construyendo cabañas con Jonás, trampas para monstruos en el bosque o jugando en el río a las barcas con latas vacías. ¿Qué se esperaba de una niña común en Venon? Lo mismo que en cualquier otra parte, suponía. Aunque no fui consciente de que no cumplía con el estándar hasta bien entrada la adolescencia.

Marcia tenía una manera un tanto pasivo-agresiva de hacerme encajar en el molde. Me llenaba las estanterías de muñecas con faldones vaporosos, y el armario, de prendas rosa empolvado. «Deberías enseñar más esas piernas con lo bonitas que son», me asesoraba sin remilgos mientras yo me abrochaba la gran barca azul y apretaba los cordones de mis zapatillas deportivas, preparada para escaparme al bosque con Jonás.

Es difícil permanecer inalterable cuando los demás esperan determinadas actitudes en ti. Es casi imposible conservar la pureza de tu esencia cuando ni siquiera tú sabes quién eres. Pasan los años y te transformas de niña a mujer, con la sospecha de que quizá no luchaste lo suficiente por mantenerte íntegra. De que, probablemente, te perdiste entre etiquetas y prejuicios.

Me encontraba en el corazón de Rumanía, a los pies de un castillo de piedra, con mi pelirroja cabellera recogida en una corona de trenzas y embarazada de mi amado, mientras este se hallaba lejos aguardando una guerra.

Probablemente, por todo eso, apretaba con la mano derecha la empuñadura del talwar, y con la izquierda, mi cadera, a la espera de la finta de Jonás. Le guiñé un ojo de puro regocijo. Mientras acometía con su Zweihänder en el entrenamiento de casi cada tarde, él no se imaginaba lo bien que me sentaba aquello. Lo jubilosa que se sentía mi esencia expresándose en libertad. Si tenía que ser la princesa de aquel castillo, lo sería a mi manera o no lo sería, y si tenía que tener un príncipe..., mejor que fueran dos.

Jonás no me trataba con delicadeza, y eso me encantaba. No es que renegara de mi estado de buena esperanza. Deseaba la vida que se gestaba en mi interior, aunque, de vez en cuando, prefería fingir que mi futuro aún no estaba escrito. Hay algo en el embarazo de una mujer que te conserva en formol. Como si ese tiempo no contara. Como si durante esos nueve meses no estuvieras viva ni muerta. Empuñar el talwar en los entrenamientos con Jonás mientras la luz de la hija de Feyrian crecía en mis entrañas me hacía sentir que aún tenía espacio de maniobra, que, por muy sentenciado que estuviera mi destino, todavía era capaz de hacer limonada con los limones que me regalaba la vida.

—Hoy estás un poco distraída —me soltó Jonás entre resuellos mientras aterrizaba con las piernas flexionadas y una mano en la tierra. La Zweihänder apuntaba al cielo nublado en una postura épica.

—Cada vez soy más consciente de que esto es real —le contesté, acariciándome la barriga imperceptiblemente abultada. Me senté en el suelo, sin importar que la punta del talwar rozara la gravilla.

—La mayoría de las veces ni me acuerdo de que estás embarazada —me confesó. Avanzó los metros que nos separaban y con su espada elevó la punta de mi sable para alejarlo del suelo—. Deberías cuidar un poco más tu arma —me reprendió mientras se atusaba el tupé.

Volvía a empuñar mi talwar, el que conservaba la hoja intacta y sin adulterar. Su gemelo, el que Venon había modificado con el fragmento de la Roca, se encontraba en la isla, a recaudo de Feyrian. Jonás seguía fingiendo que las espadas infinitas eran delicadas como orquídeas, y yo prefería no llevarle la contraria.

Apoyé la hoja sobre mis rodillas y le dediqué una socarrona elevación de ceja.

—¿Mejor?

Sonrió, aunque pareció un espejismo, porque al instante se le ensombreció el rictus.

—Estás bien, ¿verdad? —me preguntó muy serio—. Como no se te nota nada... —añadió, y señaló mi estómago con la barbilla. Jonás prefería no usar la palabra embarazo ni sus derivadas—. Ya te queda poco. Si en algún momento quieres que lo dejemos...

—¿Que dejemos el qué? —lo interrumpí asustada. Esperaba que no se refiriera a lo que fuera que había entre nosotros.

Jonás se quedó en silencio. Me observaba altivo y muy digno mientras torcía la comisura de los labios.

—Que dejemos de entrenar... —me contestó, marcando cada sílaba y con las cejas elevadas—. ¿Qué te pensabas? —Le sonreí sin apartar mi mirada de la suya. No iba a esconder mis sentimientos a aquellas alturas. Sin embargo, tampoco hacía falta exponerlos a plena luz del día, por lo que escogí el silencio como respuesta—. ¿Te encuentras bien? —insistió, serio de nuevo.

—Como siempre —me sinceré—. La mayor parte del tiempo no siento nada diferente. Debo concentrarme si quiero percibir algo dentro de mí.

—Eso debe ser porque... —Jonás se interrumpió y se sumió en un incómodo silencio. Comencé a impacientarme. Estaba a punto de darle un puntapié para que arrancara cuando soltó—: A lo mejor tendrá más de infinita que de humana.

Probablemente. Nadie tenía la menor sospecha de cómo sería, ni siquiera la Primera. O si la tenía, había preferido no compartirla.

—Yo soy humana —le contesté en voz alta lo que tantas veces me había dicho a mí misma cuando, en mis cavilaciones, me asaltaban las mismas dudas—. No creo que sea físicamente posible gestar y dar a luz a un ser inmortal.

—Eres medio infinita.

—En realidad, tengo muy poco de infinita. —Aparté esa idea con un manotazo al aire, como si se tratara de una molesta mosca—. Venon es mi bisabuelo.

—Aun así —insistió—, existe la posibilidad. Si ella fuera humana al cien por cien, ocuparía espacio.

No podía negar que Jonás tenía algo de razón. Debía estar de unos ocho meses y mi abdomen apenas lucía abultado. En general, me encontraba más voluptuosa que de costumbre. Mi cuerpo era una escultura viviente de la fertilidad, todo curvas, aunque sin rastro del típico abdomen de embarazada.

—Me encantaría poder llevarte a la otra parte del mundo —me dijo Jonás de pronto—. ¿Te acuerdas de cuando nos teletransportábamos a las zonas más recónditas tú y yo solos?

—Aquí también estamos solos —apostillé.

—Ya sabes a lo que me refiero: a la libertad de antes, para hacer lo que quisiéramos.

—En la Hueste no teníamos libertad —le recriminé—. Solo la falsa sensación de que controlábamos nuestras vidas. Aunque era Anscar el que las orquestaba, y en cierta manera sigue haciéndolo.

—Al menos podíamos aparecer en cualquier parte del mundo sin darle explicaciones a nadie —me soltó, con el ceño fruncido.

—Y ahora también.

Nos observamos con intensidad, diciéndonos de todo con las miradas.

—Sabes muy bien que él me mataría —concedió muy flojito a la vez que elevaba una ceja.

—Probablemente.

Sonreí mientras observaba un cúmulo blanco inmaculado acercarse con lentitud al sol. Feyrian tenía la manía de querer protegerme. Pese a habérmelas arreglado extraordinariamente bien en su ausencia, debía pensar que yo era un imán para los problemas.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Jonás, como si me hubiera leído la mente.

Le mostré los dientes en una enorme sonrisa y, al instante, él repitió el gesto. Dejó la Zweihänder en el suelo sin demasiados miramientos, hincó una rodilla en la tierra y, con una reverencia forzada, me preguntó:

—¿Sería tan amable, mi reina, de acompañarme a un viaje extraordinario? —Elevó la cabeza, que había estado apuntando a sus pies, y me guiñó un ojo.

Solté una carcajada y agarré la mano que me había tendido en ofrecimiento.

—Al fin del mundo.

Jonás me teletransportó precisamente al lugar que le había pedido.

Los grados y la luz habían bajado en picado. A nuestro alrededor olía a nieve. Llené mis pulmones de aire limpio y helado mientras observaba aquel paraje que parecía sacado de otro planeta. El blanco más puro cubría cualquier superficie que alcanzara mi vista, salpicado aquí y allá por los cantos negros y afilados de las rocas. No había árboles, vegetación ni montañas. Ante nosotros se extendía una planicie tan extensa como el mar, pero congelada y muerta. No parecía que la vida morase en aquella zona, y aun así la belleza del lugar sobrecogía. Era de noche y en el cielo había una auténtica fiesta. Las estrellas danzaban entre estallidos de intensos colores, como si el firmamento fuera una gran pantalla de cine donde se proyectara el mismísimo universo.

Miré a Jonás, cuyo rostro resplandecía en tonos verdosos, y volví a embeberme del espectáculo de las estrellas.

—¿Nunca habías visto una aurora boreal? —me preguntó emocionado.

—Nadie debería morir sin ver esto —murmuré, sin apartar la vista del cielo—. Gracias.

—De nada. Me encanta ser el artífice de tus primeras veces —me observó con brío. Finalmente, añadió con sorna—: Aunque no siempre lo haya logrado.

—¡Jonás! —lo reprendí.

Aquel era un tema complicado, y ambos lo sabíamos.

Su mirada se perdió en la lejanía mientras se sumía en un silencio incómodo. La aurora boreal danzaba con elegancia y belleza desmedida. Sin embargo, era incapaz de apartar la vista de Jonás, quien de pronto me parecía el ser más infeliz del planeta.

—Sabes que me habría encantado —le confesé, con tal de aliviar su dolor—. Aquella tarde en el faro.

Se giró y me encaró con vehemencia. Sus ojos leoninos parecían, efectivamente, los de una fiera.

—Fuiste tú la que me apartó —nos recordó—. De todos modos, si aquello hubiera acabado ocurriendo, tú y yo no estaríamos así ahora.

—¿Cómo lo sabes?

—Esperas demasiado de mí, Ada. Soy humano, ¿recuerdas? Si te hubieras acostado conmigo aquella tarde, no habría sido capaz de permanecer en un segundo plano.

En sus ojos se pintaban los colores del universo, pero yo solo lograba captar la intensidad con la que me miraban. Por un instante olvidé a Feyrian, a su hija o incluso que Jonás tenía sentimientos que podría herir. Me lancé a sus labios, como aquel día en el faro de Venon. En esta ocasión, nuestras bocas se unieron en un frenesí que duró segundos. Jonás me apartó a regañadientes mientras se limpiaba mi rastro de los labios.

—Ada, por favor —me suplicó con un hilo de voz.

—Lo siento.

Hundí la cara en mis rodillas, avergonzada.

No hacía mucho tiempo, Jonás me había confesado que podría compartirme con Feyrian. Nada más se había dicho sobre aquel tema. A mí me parecía tan complejo que no sabía de qué forma llevarlo a cabo sin herir a nadie. Desde luego, así no. Perdí la vista y la mente en aquel firmamento anestesiado.

En algún momento, Jonás entrecruzó sus dedos con los míos y nos quedamos así un tiempo indefinido mientras observábamos la maravilla. Más tarde, el cielo se apagó y la oscuridad se nos tragó junto con el glaciar.

—¿Quiere, mi princesa, volver a su castillo? —me preguntó.

A oscuras, su voz sonaba totalmente expuesta. Sin las distracciones de su rostro, me pareció que habíamos saltado un abismo entre la anterior conversación y aquella. Le acaricié la barbilla a tientas y noté su barba de varios días.

—Me encantaría poder quedarme más tiempo. —Percibí cómo se movía inquieto junto a mí—. ¿Tú quieres volver? —reculé.

—Claro que no —me contestó al instante—. Pero debo. Te recuerdo que estamos en guerra. Mi lista de tareas pendientes es interminable.

—¿Puedo ayudar? —Sabía de antemano cuál sería su respuesta, sin embargo, preferí intentarlo.

—Ya sabes que a él no le gustaría —masculló.

Amaba a Feyrian con todas mis fuerzas, aunque me molestaba que creyera que él sabía más que nadie lo que era mejor para mí. Desde que volvió a la vida, me había mantenido de espaldas a la guerra. Apenas conocía los detalles que se le escapaban a Jonás durante nuestros entrenamientos. Feyrian creía que esa era la única manera de disuadirme de participar en la batalla que se desarrollaría en la isla, y probablemente tenía razón. Me había pasado un año evitando una guerra que parecía perseguirme, y ahora que la tenía vedada, me moría por inmiscuirme de lleno. Era consciente de que no era buena idea situar a la Roca, a mi futura hija y a Anscar en la misma localización. Sin embargo, ¿qué había de malo en echar una mano desde la retaguardia?

—Lo sé —le concedí derrotada.

Me puse de pie y coloqué mi mano sobre la coronilla de Jonás. Sabía el camino de vuelta, pero dejé que nos teletransportara él.

Un segundo después, a plena luz del día de Rumanía, su rostro me observaba con pesadumbre desde abajo, aún sentado, como si todavía se encontrara sobre la placa de hielo. Sabía lo mucho que le costaba a Jonás seguir las directrices de Feyrian pese a estar en el mismo bando, sobre todo si estas interferían con nuestros deseos. Apoyó su oreja en mi estómago y me abrazó la cintura.

—Si no fuera por esto —dijo, refiriéndose a la vida que se gestaba dentro de mí—, nos iríamos bien lejos, donde nadie pudiera encontrarnos. Y que los infinitos se maten entre ellos. Siento que seas un poco prisionera... de nuevo.

Sus ojos color ámbar se clavaron en los míos. La compasión que rezumaban era tan palpable que sentía su humareda alcanzarme el rostro. Me quedé en silencio. No le dije que vivía en el castillo porque también era mi deseo, como tampoco que Feyrian nunca me había obligado a recluirme en él ni me mantenía cautiva. Y menos aún que, ahora que Feyrian volvía a estar vivo, jamás me separaría de él.

Agarré los brazos de Jonás y lo ayudé a incorporarse. Lo abracé con fuerza y esta vez fui yo la que apoyó la cabeza en su cuerpo. Cerré los ojos mientras sentía sus latidos potentes y pausados.

—No sufras por mí, Jonás. Soy feliz —le confesé con total sinceridad.

El chico cogió aire con fuerza y lo expulsó sonoramente por la nariz. Apoyó la mejilla sobre mi cabeza y nos quedamos en aquella postura un tiempo indefinido. Estaba muy a gusto entre sus brazos, como si nuestros cuerpos se hubieran moldeado el uno para el otro, como dos piezas de un rompecabezas. Sin embargo, a mí me faltaba la tercera, que se hallaba en la isla, creando sin descanso un futuro para el ser que crecía en mí.

—Oye, ¿tú no tenías un montón de cosas por hacer? —le recordé.

Jonás pegó un respingo y se separó de mí. Recogió la Zweihänder del suelo, que seguía en el mismo sitio donde la había dejado antes de marcharnos al glaciar.

—Pues sí. Mira, esa es mi señal.

Señaló hacia los abetos a mi espalda. Al girarme, vi a Mirinna avanzar hacia nosotros, en su cuerpo humano, cubierto por un vestido fresco y liviano que ondeaba detrás de ella como una bandera.

—Hola —nos saludó la infinita con su voz dulce y lozana—. ¿Has estado luchando? —me preguntó con algo de reproche mientras los ojos se le iban al talwar tirado en el suelo.

—La esgrima me sirve para mantenerme en forma —me excusé con una sonrisa a la vez que recogía el sable—. Ya puedes decirle a tu hermano que no pretendo luchar en la isla. Lo prometo.

La infinita soltó una carcajada. El sonido más dulce se propagó por el bosque mientras a Jonás se le contagiaba una risita, totalmente absorto en la inmortal.

—Te creo. Eres una mujer inteligente —me contestó con dulzura—. ¿Nos vamos? —le preguntó a Jonás.

El chico asintió con un único golpe seco de su cabeza, muy serio de pronto. Me miró antes de marcharse y me guiñó un ojo.

—¡Pórtate bien en mi ausencia! —me gritó de espaldas a medida que se internaba en el bosque con Mirinna.

No logré apartar la mirada de aquellos dos hasta minutos después de que la maleza los engullera. ¡Menudo tándem enigmático formaban! Tan hermosos, ella etérea y él pétreo. Dos polos opuestos unidos por la causa. O quizá por algo más.

Antes de que las ramas me impidieran la visión, me pareció advertir que Jonás se acercaba al rostro de Mirinna y compartía confidencias su oído. Creí escuchar alguna carcajada melódica más y el rumor grave de la voz de Jonás perderse en la espesura.

2

Siento un peso sobre mis hombros. Una carga que jamás me había acompañado hasta ahora. Camino con el sol a mi espalda, abrasando mi piel y el bulto que porto. Me seco el sudor de la frente y oteo el horizonte en busca de algo. No sé tras los pasos de qué ando. No sé cuánto tiempo llevo errando. Tan solo que es justo esto lo que debo hacer. Mis pies me llevan por un paraje estéril de arena blanca que, de tanto en cuanto, se eleva en volutas y me ciega los ojos.

Después de horas, quizá días, logro divisar formas oscuras en la línea que separa tierra y cielo. Acelero el paso. Debe ser eso lo que estoy buscando. Conforme me acerco, los contornos se dibujan, el perfil adquiere significado. Diviso la Roca, magnífica y resplandeciente, en el centro de una comitiva reunida en círculo. Algunas caras se giran al oír mis pasos. Reconozco los rostros que sonríen al vernos. Me acerco a la Roca y sé exactamente lo que debo hacer. Lo que he venido a hacer tras esta interminable travesía. Bajo el fardo de mis hombros y se lo entrego a Anscar. La bebé se mueve inquieta bajo la muselina que la envuelve, pero el infinito la sostiene con firmeza. Frida no llora. Ella también sabe que era a esto a lo que veníamos.

Me desperté de un sobresalto. Me incorporé entre sollozos y agarré mi estómago con ambas manos. El dosel de mi cama, las cortinas granates con bordados de hilo dorado y el bodegón colgado en la pared de enfrente me recordaron que tan solo había sido un sueño, que me encontraba en un castillo, muy lejos de Anscar y de la Roca, y que Frida seguía dentro de mí.

Si para algo había servido aquella pesadilla, aparte de para horrorizarme, había sido para conocer el nombre de mi hija. Quizá me lo habría comunicado ella de alguna forma. Compartíamos cuerpo, y este estaba anegado de magia. Estaba convencida de que ella era capaz de algo así, porque, desde luego, en aquel estado de vigilia, lo único que me había parecido real del sueño era su nombre. Frida.

Me moría de ganas de decírselo a Feyrian.

Solté un suspiro. ¿Cuántos días hacía que no me visitaba? ¿Tres o cuatro? Había llegado a acostumbrarme a no tenerlo cerca y a regular mis emociones para que no variaran de un extremo al otro según el infinito se encontrara o no conmigo. Pocos asuntos me alteraban. Sumida en aquella apatía diaria y con el corazón aún acelerado por la pesadilla, los sueños parecían la realidad, y la vigilia, un sueño.

—Ada.

Mi nombre pronunciado con suma ternura tampoco me sobresaltó. Había llegado al alfeizar de la ventana y contemplaba las copas de los abetos, cuando Feyrian me llamó a mi espalda. Me giré y le devolví la sonrisa que se dibujaba en sus labios. Redujo la distancia que nos separaba en una zancada y me abrazó con profundidad, sin fuerza pero firme, dejando un imperceptible hueco entre ambos estómagos, como se había acostumbrado a hacer desde que volvió a la vida.

—¿Sucede algo? —me preguntó al verme la cara—. ¿Estáis bien las dos?

Asentí, forzando una sonrisa más.

—Estoy cansada, solo eso. Acabo de despertarme.

—¿Por qué no te acuestas otra vez? —Se sentó en la cama en un abrir y cerrar de ojos—. Apoya la cabeza en mi regazo. Me quedo contigo mientras duermes.

Aunque su sugerencia me pareció de lo más tentadora, la decliné de inmediato.

—Prefiero ser consciente de tu presencia, si no te importa. Te echo de menos, no quiero perderme ni un minuto junto a ti.

No hubo romanticismo en mis palabras. Simplemente constataba la verdad y se la expuse sin tapujos. Aun así, Feyrian me miró a los ojos con intensidad.

—Últimamente no estoy siendo el mejor de los compañeros —se disculpó, sin apartar su mirada abrasadora de la mía.

—Entiendo que estés ocupado. Hay asuntos más importantes que nuestra relación. No tienes que darme ninguna explicación.

—Me encantaría que pudieras estar en la isla conmigo —arguyó—. Pero es mejor así.

Feyrian seguía empeñado en protegerme a su manera. La isla había dejado de ser el lugar más seguro del planeta desde que la Organización localizó sus coordenadas exactas. Por lo que, de momento, no permitiría mi vuelta. Era libre de ir adonde quisiera, a cualquier lugar de la Tierra, menos al hogar de los infinitos, puesto que yo no conocía su localización, y aquel requisito era imprescindible para teletransportarme hasta ella.

Derrotada, bufé.

Aquella mañana no intentaría convencer a Feyrian de que el embarazo no convertía a las mujeres en seres frágiles. La pesadilla me había dejado algo inquieta. Incluso escondidas en la fortaleza rumana, parecía que el peligro podía alcanzar a Frida, aunque solo fuera en forma de sueño.

—Tengo algo que contarte —le solté de repente, cambiando de tema. Me senté a su lado sin poder reprimir el entusiasmo que me brotó de pronto—. Ya sé el nombre de nuestra hija.

Feyrian pestañeó un par de veces, algo sorprendido.

—¿Te lo ha dicho ella? —me preguntó muy serio.

Aquello confirmó mis sospechas. Seguramente, ella había elegido su propio nombre.

—No soy consciente de que me lo haya dicho. He soñado con ella y su nombre ha aparecido sin más.

El infinito sonrió de medio lado. Alargó una mano hacia mi estómago y colocó su palma en él. Cerró los ojos y no pude evitar fijarme en la forma en la que cimbraron sus pestañas, como las alas de una mariposa oscura. Se concentró unos segundos y entonces percibí un calor intenso a la altura de mi ombligo y una vibración interior.

—Frida —dijo con los ojos cerrados.

Al abrirlos, me agarró la cara con las dos manos en un gesto de suma ternura y me besó en los labios.

—¿Te lo ha dicho ella? —le pregunté, esta vez yo a él, cuando nuestros labios aún no se habían separado. Asintió—. ¿Ya es un ser consciente? Entonces, ¿es infinita? ¿Nacerá adulta?

Las dudas sobre Frida se me acumulaban, y esperaba que Feyrian pudiera darme alguna respuesta. De haberme encontrado en la isla, aquella conversación la habría tenido con la Primera mucho tiempo antes.

—Ni ella ni nadie sabe cómo será hasta que nazca —me explicó tras separar algo más nuestros labios—. Tendrá sangre infinita, de eso no hay duda, aunque no sabemos de qué forma le afectará. No puede ser infinita al nacer, porque tu cuerpo físico no podría gestarla durante doscientos cincuenta años, que es el tiempo que se necesita para crear a un inmortal. Aunque, probablemente, tampoco nazca como un bebé humano indefenso. Aun así, mientras se encuentra en tu útero, podemos comunicarnos con su espíritu no consciente, independientemente de que nazca humana o infinita.

Con un dedo, trazó un símbolo infinito sobre mi estómago, encerrando mi ombligo en el interior del primer círculo. Noté en mis entrañas la misma vibración de antes que me hizo dar un respingo.

—¿Es ella?

—Ajá.

—¿Qué te ha dicho? —quise saber—. ¿Podría escucharla yo?

—Podrías captar sus pensamientos sin problema, aunque no podrás escucharla. Solo es energía, no puede hablar. Pero puede comunicarse mediante ideas que cobran forma en tu cabeza o en tu corazón. —Apoyó una mano en mi pecho—. Me ha dicho que tiene muchas ganas de conocernos.

Se me escapó una risotada y una lágrima, todo a la vez. Serían las hormonas del embarazo, pero hablar de Frida me ponía la piel de gallina.

—¿Cómo lo hago? —le supliqué en un hilo de voz.

Feyrian se sentó detrás de mí, con su torso apoyado en mi espalda y las piernas envolviendo las mías. Acomodó una mano en mi pecho y la otra en mi estómago. Pretendía seguir concentrada en la comunicación con Frida, aunque la nueva postura del infinito había provocado que mi mente se atorara por la manera en la que nuestros cuerpos se apoyaban el uno sobre el otro. Sin previo aviso, comencé a sentir una comezón allí donde las palmas de Feyrian me rozaban. De nuevo, la vibración interna. Entonces, la vi. En mi cabeza y con los ojos abiertos. En algún lugar de mi mente se recreaba una imagen, como si recuperara un recuerdo del pasado. Sin embargo, aquella escena no había ocurrido jamás. Una niña pequeña, de unos seis años, se agarraba a mis manos y, juntas, dábamos vueltas entre risas. No era capaz de distinguir los rostros, ni el suyo ni el mío. La imagen era más bien una representación, una idea, tal y como había dicho Feyrian. Frida me transmitía las ganas que tenía de que aquella secuencia cobrara vida.

De nuevo, brotaron las lágrimas. El amor que colmó mi corazón mientras captaba aquella escena de nosotras dos ni siquiera parecía posible. No se acercaba, ni de lejos, a la intensidad de mis sentimientos por Feyrian, ni por Jonás. Aquel amor era la magia más pura y hermosa, y desde aquel mismo instante supe que me había enamorado hasta el tuétano de mi hija.

Feyrian estrujó su torso contra mi espalda y enrolló sus brazos en mi cuerpo mientras besaba mi cuello sin parar.

—La has visto, ¿verdad? —sonó la voz del infinito en mi cabeza. Estrujé sus manos con las mías.

—¿Cómo he tardado tanto en descubrir esto? —le contesté mediante la telepatía también—. Ahora no podré parar de hacerlo. ¿Cómo lo has hecho exactamente?

—Como casi todo: con voluntad. Concéntrate en Frida y desea comunicarte con ella. El resto vendrá solo.

Me desembaracé del cuerpo de Feyrian y me giré para verlo de frente. El infinito me sonreía en un gesto arrebatador. La camiseta se le ajustaba al torso como si aún se la aplastara mi espalda.

—¿Cómo hemos sido capaces de crear algo tan increíble? —le solté, señalando mi estómago. La alegría emanaba de mí a borbotones.

Feyrian me observó sin prisas. Recogió uno de mis mechones detrás de mi oreja y me recorrió el rostro como si fuera la primera vez que lo hacía.

—Probablemente, esta proeza sea más cosa tuya que mía —musitó—. Recuerda que, como infinito, soy estéril por decisión propia.

Se me escapó la risa.

—Entonces, parece que tu cuerpo humano va por libre.

—Eso parece —me contestó, muy serio de nuevo.

Nos miramos unos segundos, a la cara, sin decir nada. Parecía indeciso, y pocas veces se mostraba de esa forma.

—¿Hay algo que quieras decirme? —le pregunté al fin.

Hinchó el pecho mientras sopesaba las palabras en su cabeza.

—No es nada —dijo. Se levantó de la cama y caminó hacia la ventana, dándome la espalda—. Siento que tengamos que seguir separados. Siento que debas quedarte en el castillo.

Su voz sonaba vulnerable. Aquel atributo le iba tan poco a Feyrian que me castañetearon los dientes.

—Lo acepto de buen grado si con ello salvamos la vida de Frida —le repliqué.

No era momento de debilidades. Mi bienestar emocional podía esperar si la vida de nuestra futura hija estaba en juego. Feyrian se giró. Sus ojos enrojecidos, de pronto, se entelaban por un incipiente llanto. Jamás lo había visto llorar. A ningún infinito, para ser precisos.

Recorrí la distancia que nos separaba con una zancada y le agarré la cara con ambas manos.

—¿Qué pasa, Feyrian? —le imploré.

Le levanté la barbilla hasta que me miró a los ojos. Me laceraba ver el sufrimiento pintado en ellos, pero necesitaba saber qué era eso que lo turbaba.

—No puedo verte así —me confesó.

No entendía a lo que se refería.

—¿No puedes verme embarazada? —indagué. ¿Sería eso? Quizá el infinito no quería ser padre.

—¡No! No es eso. Estás preciosa.

Me agarró de las manos y sentí un pellizco en mi ombligo, el típico de la teletransportación. Acabábamos de aparecer en la selva de Brasil, en el mismo lugar en el que nació Feyrian y donde casi me mató Anscar. Sobre nuestras cabezas rugía una inmensa cascada que salpicaba por doquier gotas de agua cristalina. Detrás del infinito, aterrizó un pequeño tucán que chasqueó su enorme pico amarillo. El pájaro se movía inquieto en la rama, alternando su peso de una pata a la otra, mostrándose casi tan impaciente como lo estaba yo.

—¿Por qué me has traído hasta aquí? —le pregunté en un tono demasiado áspero. El cambio de paisaje había sido tan abrupto e inesperado que no pude evitar hablarle así.

—Sé que no es normal en mí —comenzó a explicarme—, pero me encuentro sumido en un mar de dudas. —Tenía razón. Desde luego, aquello no era habitual en él.

Se sentó en el suelo pantanoso y me indicó con un ademán que yo lo hiciera sobre él. Decliné su oferta y me acomodé también en el suelo, pero enfrente de él. Necesitaba verle la cara mientras me explicaba sus razones.

—Mi ser al completo reclama vuestra protección absoluta —continuó—. Necesito saber que tanto tú como Frida os encontráis a salvo. Pero, por otro lado, me mata verte así. Sonríes, saltas de alegría, pero sé que te falta algo. Lo siento con cada célula de mi cuerpo humano y con cada partícula de mi energía infinita. —Su mirada volvía a entelarse y mi corazón se encogió de repente—. Ni siquiera Jonás puede darte lo que ansías. Ni yo, mientras esta guerra siga activa. Lo único que anhela tu alma es la libertad. Y es justo eso, tu ansiada libertad, lo que nunca has tenido. Siempre huyendo de algo o en pos de algo. —Me cayó una lágrima sin remedio. El infinito me había tocado la tecla exacta sin yo saberlo—. Me mata verte así —añadió mientras me secaba la lágrima con un dedo—. Te veo tan radiante cada vez que piensas en Frida, el amor tan grande que le profesas. No puedo evitar pensar que la libertad es lo único que perderás cuando ella nazca, tanto si nos la arrebatan como si ganamos las batallas que nos quedan.

—Quizá ansiaba la libertad porque no la conocía a ella —musité mientras me secaba las mejillas con los puños—. Ya no. Ahora solo quiero ser feliz junto a vosotros. —Me quedé en silencio, dudando de si añadir la coletilla. Pensé que Feyrian estaría al tanto, de todas formas, así que preferí ser sincera—: Y junto a Jonás.

Nos miramos con intensidad. Feyrian no decía nada, aunque su rostro parecía ocultar mil batallas.

—Por otro lado —añadió en un hilo de voz—, llevo semanas queriendo acercarme a ti. Te habrás dado cuenta de que, desde que volví a la vida, mantengo las distancias más que antes.

Era cierto. No habíamos tenido intimidad desde antes de su muerte, más allá de algún beso y abrazo. Aunque, con lo poco que nos veíamos y los breves que eran nuestros encuentros, no lo había atribuido a nada en particular. Feyrian tenía asuntos más grandes que nosotros entre manos como para pensar que había algún motivo oculto.

Me rozó el brazo y mi piel se granuló por el contacto.

—Me encantaría volver a acariciarte como antes —susurró, clavándome una mirada abrasadora.

Aquel era el Feyrian de siempre, el ser más poderoso y seguro de sí mismo que jamás había conocido. Se me erizó el vello de la nuca, casi como si mi cuerpo me alertara de que bajo aquel disfraz tan hermoso se escondía el alma de un depredador. Aunque, bien pensado, yo no era una presa fácil, ni mucho menos. Por lo que acaricié su pierna con mi pie descalzo, de rodilla a muslo.

—Y a mí me encantaría que lo hicieras —le contesté, sin ocultar la evocación, en mi mente, de las escenas que él y yo ya habíamos protagonizado en el pasado.

Detuvo mi pie, que seguía ascendiendo por su muslo, y lo agarró firmemente con una mano.

—No creo que podamos repetir eso que imaginas mientras sigas embarazada —me soltó, sin dejar de masajear uno a uno los dedos de mi pie.

—¿Por qué? —quise saber, algo sorprendida.

—Ya sé que piensas que eres indestructible —me explicó—. Y seguramente te acercas bastante a serlo. Pero ella no —añadió, fijándose en mi estómago plano.

—Tienes miedo de hacerle daño. Es por eso por lo que mantienes las distancias conmigo —resolví al fin—. Espera. El discurso de antes sobre mi libertad, ¿tiene algo que ver con el sexo?

Sonrió con candidez. Aquel gesto tan inocente le sentaba casi mejor al rostro que su mirada fiera.

—Todo suma. Tú no eres libre..., ni yo. Debemos sacrificar muchas cosas por el bien de Frida. —Sonrió con picardía—. Y, como ves, llevo mejor algunos sacrificios que otros.

—¿En serio piensas que podría afectarle que tú y yo...? —No acabé la frase, aunque tampoco hacía falta.

—En realidad, no tengo ni la menor idea. No hay casos previos al de Frida para poder saberlo. Precisamente por ese motivo, prefiero no experimentar con nuestra hija.

Sentí un escalofrío al oírle decir las dos últimas palabras.

—En realidad, mi bisabuela sería un caso similar, ¿no? Los hijos de Venon —le recordé.

—Anna, la mujer de Venon, era enteramente humana, y sus descendientes nacieron también humanos, aunque su sangre estuviera mezclada. Tú misma tienes sangre infinita, por lo que la combinación de especies en Frida ya es diferente a la de tu bisabuela.

—Precisamente por eso —apostillé juguetona—. Frida es más poderosa. Ni se dará cuenta de tus embistes.

Feyrian soltó una carcajada y me atrajo hacia él agarrándome de la camiseta. Acabé sentada a horcajadas sobre su regazo. Me besó con fruición, como si ya no temiera que fuera a romperme en mil pedazos si me estrechaba con fuerza.

—No me haces daño —le dije con sus labios enredados en los míos—. Puedes apretar más fuerte si quieres.

Se rio de nuevo, justo antes de obedecerme con diligencia.

—Sabes que te tomaría aquí y ahora sin pensármelo dos veces —murmuró en mi oído, sin dejar de acariciarme bajo la camiseta—. Pero llevo unos cuantos milenios en este mundo y sé cómo frenar mis instintos. —Se quedó en silencio un instante antes de añadir—: Aunque he de admitir que estás poniéndomelo muy difícil. —Exasperada, bufé. Realmente pensé que lo había convencido—. Solo quedan unas pocas semanas para que nazca Frida. Entonces, volveremos a tener esta conversación, si te parece. Te prometo que la espera habrá valido la pena.

Feyrian me sonrió lascivo. Apoyé la cabeza sobre su hombro, resignada a echar de menos sus caricias. La cercanía de su cuerpo resultaba dolorosa si no podíamos llegar a más.

Observé el tucán que descansaba en la rama. Ya no estaba solo, sino que lo acompañaba otro espécimen de su raza. Unieron los picos en un gesto cómplice y no pude evitar sentir una punzada de celos. ¿Por qué mi vida tenía que ser tan complicada? ¿Por qué los pájaros podían dar rienda suelta a sus instintos y nosotros no?

Contemplé a Feyrian de nuevo, que me miraba con amor, con aquellos dos ojos tan diferentes: el gris con vetas rojas y el gris sin rastro de la lava que rugía en su interior; aquel ojo apagado, como único recordatorio de su muerte y resurrección.

Lo besé en los labios y pensé que de todas formas era afortunada. Prefería tenerlo a medias que no tenerlo.

3

Unos cuantos años antes de la historia que aquí relato, antes incluso de que Jonás llegara a mi vida, mi abuelo y yo formábamos un tándem perfecto. No existía un parque en Venon al que mi abuelo no me hubiera llevado. Las vacaciones del colegio eran nuestro salvoconducto.

Mi padre trabajaba todo el año, excepto dos escasas semanas, y mi madre, pese a estar en casa, había olvidado por completo lo que era ser una chiquilla. Atareada siempre en la cocina e incapaz de entretenerme ni dos minutos, solía llamar a su padre para que «sacara a la calle a esa niña del demonio». La niña del demonio se portaba excepcionalmente bien para estar aburrida como una ostra, y como aún no tenía edad para salir sola, mi abuelo se convertía en el mejor de mis aliados. El hombre ni siquiera entraba en casa. Golpeaba tres veces en la puerta con los nudillos y yo dejaba lo que fuera que estuviera haciendo para correr a la calle con él. Fue él quien me enseñó a montar en bici, el que estuvo a mi lado la primera vez que nadé sin flotador, el que cada tarde me compraba alguna chuchería en el kiosco del pueblo y el que me llevaba todos los viernes a ver una película al cine.

Una tarde, mientras ambos dábamos cuenta de un regaliz, sentados en un banco del paseo marítimo, mi abuelo propuso jugar a algo diferente. Debíamos observar a los transeúntes y adivinar hacia dónde se dirigían. Cada uno de nosotros le diría al otro la persona cuyo destino debía acertar.

Empecé yo. Escogí una mujer de mediana edad, cargada de bolsas con detergentes y productos de limpieza. Mi abuelo fingió pensárselo mucho y, finalmente, respondió que se dirigía a un laboratorio secreto a rellenar de combustible una máquina del tiempo que acababa de inventar.

Aún estábamos riéndonos cuando mi abuelo señaló a un señor. Ahora era mi turno. El hombre llevaba un sombrero de copa que le ocultaba medio rostro. Paseaba sin prisa, con ambas manos cruzadas a la espalda. Sentí un pinchazo, pues algo en el desconocido me resultaba familiar. Aquel sombrero ya lo había visto, algunos años atrás, aunque era tan pequeña que no era capaz de recordarlo. También volvería a verlo en el futuro, en fotografías antiguas. Pero, por supuesto, por aquel entonces no lo sabía.

Nuestras miradas se cruzaron. El desconocido se sorprendió al principio, sin embargo, no tardó en sonreír y saludarme con su sombrero. Mi abuelo, que ante todo era un ser tremendamente sociable, le devolvió el gesto. Recuerdo temblar de miedo. Me había sentido invisible en aquel banco de piedra e impune, con la potestad suficiente para observar y diseccionar a los extraños a nuestro antojo. Pese a lo inocente del juego, por un momento temí que aquel señor fuera a regañarnos. Por lo que, cuando este se acercó hasta nosotros con una sonrisa educada, casi salté del banco y eché a correr. Mi abuelo, lejos de abochornarse, le explicó al desconocido el motivo por el cual habíamos estado observándolo. El señor no apartaba sus ojos de mí mientras sonreía con dulzura. Los adultos parecían muy cómodos en aquella situación y yo solo quería evaporarme.

—¿Hacia dónde crees que iba? —me preguntó el señor del sombrero, ensartándome con unos ojos tan claros que parecían de hielo.

A duras penas era capaz de mirarlo, por lo que dudaba que lograra articular palabra. Mi abuelo me zarandeó levemente con el codo, animándome a contestar. En la línea de lo que había imaginado mi abuelo sobre la mujer de las bolsas, me inventé una historia para el señor del sombrero.

—Vas a tu guarida a esconderte —le dije con voz temblorosa.

El desconocido me observó con recelo y añadió:

—¿A esconderme de qué?

—De la guerra. —Las palabras brotaron sin más. Era una niña y estaba dando rienda suelta a la imaginación. Aquella información salía de algún lugar ajeno a mí—. Si te encuentran, tendrás que luchar, y tú no quieres tener que hacerlo.

Me quedé callada por fin, dando por finalizada mi historia. Ambos adultos me observaron muy serios y en silencio. De pronto, mi abuelo rio.

—El otro día vimos una película en el cine sobre algo parecido —se disculpó—. A partir de ahora, solo te llevaré a ver las infantiles, ¿eh? —me reprendió divertido.

El señor del sombrero no se reía; continuaba observándome con gravedad. Yo sentía miedo y curiosidad a partes iguales, pero, con mis escasos seis años, no fui capaz de decirle nada. Supuse que lo había ofendido con mis palabras, y probablemente mi abuelo también lo pensara, porque sus mejillas enrojecieron de golpe.

El desconocido no añadió nada más. Hizo mover el ala de su sombrero a modo de despedida y se alejó, continuando con su camino. Quizá volvía a su guarida, como yo había predicho en el juego.

—Será mejor que vayamos a casa. Tu madre ya debe tener lista la cena.

Aquella fue la última vez que jugamos a aquello. Mi abuelo y yo jamás volvimos a mencionar el incidente ni a hablar del desconocido del sombrero. Como si no hubiera existido. Quizá nunca ocurrió y mi mente infantil había aderezado un mundano recuerdo, con un poco de fantasía.

El cielo brillaba sin sol en Rumanía. Se encontraba tan encapotado que era imposible adivinar la localización exacta del astro.

Deambulaba en forma de gato por un camino natural en el bosque, angosto y sinuoso, perfecto para las bestias de cuatro patas, aunque completamente intransitable para mi versión humana. Las copas altas y espesas de los árboles ocultaban parte del cielo, por lo que, en el sotobosque, era de noche en aquel día sin sol.

El camino se abrió un poco y descubrí a Venon, en su cuerpo infinito, de pie e inmóvil junto a un árbol. Acababa de darme un susto de muerte. De haber podido hablar, habría gritado. Me transformé en humana para poder reprocharle el sobresalto.

—Antes de que me digas nada —se adelantó a mis intenciones—, te he traído ropa.

A aquellas alturas, yo ya no tenía ninguna clase de pudor ante la desnudez, y mucho menos frente a infinitos. Aun así, recogí las prendas que me lanzó y me las puse.

—¿Has estado siguiéndome? —¿De qué otra manera iba a saber que pululaba por aquella zona en mi cuerpo de gato?

Venon no contestó a mi demanda.

—¿Recuerdas la primera vez que hablamos tú y yo? —me preguntó en cambio.

Claro que lo recordaba, ya que no hacía mucho tiempo de aquello.

—En la Organización, mientras me desatabas de la máquina.

Mi bisabuelo rio. A todas luces, había estado esperando aquella respuesta.

—En realidad no. Fue mucho tiempo atrás. Tú apenas eras una niña y yo un señor con sombrero.

Sus palabras activaron un resorte en mí. Pesqué un recuerdo en las profundidades de mi memoria y tiré de él hacia la superficie. Me saltó a la cara como un salmonete.

—Una tarde en el paseo marítimo, junto a mi abuelo —evoqué—. Eras tú.

—En pocos minutos —añadió, con la mirada perdida en las copas de los árboles—, fuiste capaz de leerme mejor de lo que lo han hecho muchos. Y tan solo eras una niña.

—Precisamente por eso —le repliqué mientras me encogía de hombros—. Los niños piensan sus palabras, poco o nada, antes de decirlas. Quizá los adultos deberíamos aprender de ellos.

—¿Los adultos? —me preguntó jocoso—. ¿Ya te incluyes en ese grupo? ¿Cuántos años tienes?

—Pues... —de pronto caí en la cuenta— justo hoy cumplo diecinueve.

Jamás había celebrado mi cumpleaños por todo lo alto ni había sentido la necesidad de hacerlo, pero, como mínimo, solía recordar la fecha. El último año había sido, con diferencia, el más intenso de los que había vivido hasta entonces. Aquellos doce meses habían supuesto una auténtica revolución en mi vida, de tal magnitud que cumplir años había dejado de ser un acontecimiento importante.

—No tenía ni idea —añadió serio de nuevo—. ¿Y lo sabe alguien más? Si lo hubieras dicho con más antelación, podríamos haberte preparado algo.

Venon sonaba pesaroso. En realidad, las fiestas de cumpleaños me ilusionaban más bien poco, aunque mi bisabuelo debía pensar lo contrario.

—No pasa nada, Venon. No necesito ninguna fiesta. Además, tampoco creo que sea un buen momento. Todos estamos demasiado ocupados como para andar festejando.

El infinito me agarró de una mano y tiró de mí, adentrándonos en el bosque en dirección al castillo.

—Aun así —insistió—. Cuando todo esto acabe y hayas dado a luz, te prometo que tendrás tu fiesta.

—En serio, no pasa nada. —Mi bisabuelo me observó de una forma extraña. Mi apatía parecía apenarlo—. Bien pensado, creo que podría estar bien celebrar mi cumpleaños cuando todo vuelva a la normalidad, si es que llega algún día —rectifiqué.

Venon me sonrió satisfecho.

—Antes te he recordado nuestro encuentro cuando aún eras una niña porque quiero que sepas que siempre te he tenido bajo el radar. Siempre he velado por tu seguridad, incluso cuando todavía no me conocías. Seguiré haciéndolo mientras vivas... o yo viva.

Aún seguíamos unidos de las manos. El contacto de su palma con la mía, de sus dedos casi abarcando mi muñeca, era suficiente para percibir el amor que me profesaba. Un amor fraternal auténtico. Muy diferente del que recibí de mis padres y justo el mismo que esperaba profesarle a Frida. Un amor sin tarifa.

—Muchas gracias, Venon —le contesté, apretándole la mano con afecto—. Creo que nunca te he dicho lo agradecida que estoy por todo lo que has hecho por mí.

—No necesitas agradecerme nada —me respondió, aunque se notaba que le había gustado mi comentario.

Habíamos llegado a la puerta del castillo. Me soltó la mano y tragó saliva antes de subir los tres escalones de la entrada y posar la mano en el picaporte. Parecía que se disponía a entregar mi mano a alguien, como en una ceremonia nupcial.

—No soy tonto —se explicó de pronto—. Sé que no te hacen demasiada ilusión las fiestas de cumpleaños. Así que lo mejor será que finjas alegrarte.

Giró el pomo con lentitud y entramos en el vestíbulo mientras un coro de voces gritaba:

—¡Sorpresa!

Que aquella reunión se hubiera convocado con motivo de mi cumpleaños, no la convertía exactamente en una fiesta. Fue un espacio seguro, para rencontrarnos, para recordar que en aquel castillo de Rumanía se congregaban amigos, sin importar su especie ni la cantidad de sangre infinita que corriera por sus venas o la magia que los inundara.

Nadie habló de guerra ni de vidas amenazadas. Nadie habló de bandos o enemigos. El deseo de que aquella distensión pudiera ser infinita planeó sobre nuestras cabezas durante la velada, pero nadie lo mencionó. Pensar en ello ya nos habría enfrentado a la cruda realidad: que solo se trataba de un deseo y que la verdad distaba demasiado de aquel estado en calma que vivimos durante mi diecinueve cumpleaños.

A la primera persona que vi nada más entrar por la puerta del castillo fue a mi madre. Me chocó tanto encontrarla allí que su sonrisa brilló como un faro en la noche. En el instante en el que nuestras miradas se cruzaron, Marcia corrió a abrazarme. Se acercó a mi oído y me susurró que me había echado de menos. Sería la distancia o la ausencia, pero jamás me había hablado con tanto cariño. Mi padre esperaba su turno para abrazarme, detrás de Marcia, con un periódico doblado bajo el brazo, como si no hubiera pasado el tiempo ni nuestras vidas hubieran sido zarandeadas por los sucesos más inverosímiles jamás publicados en un diario.

—¿Cómo estás? —se interesó Ángel, lanzándole una inequívoca mirada a mi abdomen.

—Estoy bien.

—Me vas a hacer abuela —soltó Marcia. No era una pregunta. Por supuesto, alguien les había dado la noticia.

Mi padre me agarró con delicadeza del antebrazo y me condujo hacia una de las butacas que se habían dispuesto alrededor de una gran mesa. El vestíbulo del castillo, amplio, diáfano y habitualmente vacío, se encontraba abarrotado de muebles e invitados. Me crucé con algunas caras amistosas: Feyrian, Emma, Carlota, Jonás, Mirinna... No pude más que devolverles las sonrisas. Ya hablaría con cada uno de ellos cuando mis padres me lo permitieran.

—Tu madre está al corriente de todo —me soltó Ángel mientras Marcia asentía con fervor—. Ya sabe que Ryan se llama Feyrian y que es inmortal, que tú y yo tenemos magia y que estás embarazada.

—También sé que tu cuñado quiere robarte el bebé. —Frunció el ceño, indignada—. Tendrá que pasar por encima de mi cadáver.

Solté una carcajada, aunque no sabía si por lo de cuñado o porque mi madre creyera que podía tener alguna posibilidad contra Anscar.

—En realidad, aún no quiere robarme el bebé —le expliqué—. Pero si logra llegar a la isla y hacerse con la Roca de los infinitos, es muy probable que lo intente.

Me sentía como una lunática explicándole aquello a mi madre. Aun así, ella asentía encantada, totalmente entregada a la conversación. Para tratarse de una información tan rocambolesca, me sorprendía que la hubiera aceptado de tan buen grado.

—¿Quién os lo ha contado? —les pregunté, mirando a ambos.

—Fey-rian —me respondió Marcia, pronunciando con dificultad el nombre—. Vino un día a casa. Tuvo la decencia de llamar a la puerta, aunque tu padre dice que podría haber aparecido en el salón de haberlo querido. —Los ojos de mi madre brillaban de entusiasmo—. Nos hizo un resumen de tu situación y nos pidió que viniéramos el día de tu cumpleaños.

—¿Así de fácil? —les pregunté extrañada. Me desconcertaba que Marcia lo hubiera creído a pies juntillas.

—Pues claro que no. ¿Es que no conoces a tu madre? —añadió Ángel, con los ojos en blanco—. Se puso en plan pesada con las preguntas. Feyrian acabó teletransportándose delante de ella para que lo creyera.

—¡Qué exagerado! —le reprendió—. Soy tu madre, es normal que tuviera alguna duda. Entonces, ¿tú también puedes desaparecer y aparecer donde quieras? —me preguntó, muerta de curiosidad.

Asentí mientras me reía a gusto.

—Eso es lo único que le interesa —se mofó Ángel.

—También me interesa otra cosa —lo cortó Marcia, muy seria de pronto—. ¡Voy a ser abuela y me entero por mi yerno! ¿Es que no pensabas decirnos nada?

Marcia tenía todos los motivos para estar enfadada. Aunque más que molesta, parecía resignada. Desde luego, no pensé que fueran a tomarse la noticia tan bien, sobre todo mi madre. Marcia y magia eran dos términos antagonistas. La mera unión de ambos en la misma frase me repelía.

Mientras contestaba las dudas de mis padres sobre magia, Frida, Anscar o la Roca, mi vista se perdía constantemente por la sala. Buscaba sin remedio los ojos de Feyrian, que siempre me devolvían la mirada. Anhelaba ansiosa el tacto de su piel, el sonido de su voz. Y cada vez que nuestras miradas se cruzaban, sentía un tirón en el pecho, como si el hilo invisible que nos unía se acortara en cuanto uno se percataba de la presencia del otro. Sin poder evitarlo, tuve que poner fin a la conversación con mis padres e ir en busca del infinito.

—¿Qué tal te sientan los diecinueve? —me preguntó una voz áspera a mi espalda mientras su dueño me agarraba por la cintura.

Era Jonás, que había sorteado el saludo de mis padres con tal de abordarme sin interrupciones. Nada más ver su cara, sentí cómo se desvanecía aquella pulsión que me llevaba al otro lado de la sala, donde Feyrian hablaba con Mirinna.

—Aún no noto la diferencia. —Le sonreí. ¡Cuánto me alegraba ver su cara en una sala concurrida!

—¿Te esperabas la sorpresa?

—Para nada. —Lo cierto es que ni lo había sospechado. Aunque celebrar mi cumpleaños no fuera una prioridad, no podía negar que estaba disfrutando de la reunión—. Así que esto es cosa tuya.

—Mía y de Feyrian.

Mi mirada volvió a buscar al infinito, aunque no fui capaz de hallarlo en el vestíbulo.

—¿Habéis hablado los dos solos? —le pregunté asombrada—. ¿Sin mí?

Desde que Feyrian volvió a la vida, habían coincidido muy poco, siempre conmigo presente. Aunque la relación entre ambos había mejorado hasta parecer cordial, me fascinaba que hubieran sido capaces de organizar algo así juntos.

—Por ti, lo que haga falta —me soltó mientras me guiñaba un ojo.

No pude evitar abrazarlo con fuerza y estamparle un beso en el cuello. Jonás era tan alto que, si no se agachaba, aquella era la zona más cercana a su rostro a la que podía acceder. Tras Jonás, algunos invitados esperaban para saludarme. Vi a Emma, junto a Carlota. Más atrás estaba Mirinna, esta vez sin Feyrian, que volvía a estar desaparecido. Jonás se percató de que los demás aguardaban su turno y se alejó hasta donde se encontraban mis padres, no sin dedicarme una subida de cejas y atusarse el tupé.

—Felicidades, prima.

Emma me dio un abrazo enorme. Ella, Jonás y Venon se habían quedado a vivir en el castillo junto conmigo. Como la vida de Emma no corría peligro, podía ir y venir a su antojo, ahora que contaba de nuevo con el don de la teletransportación. Así que apenas coincidíamos por los pasillos. Ya hacía semanas que no la veía, y me sorprendió lo guapa que estaba. Se había dejado crecer el pelo un poco. Los mechones largos, que le alcanzaban las mejillas y le cubrían alternativamente el rostro según se moviera, le añadían un halo misterioso que le sentaba de maravilla. Además, se la veía contenta de verme. Le sonreí algo forzada mientras pensaba en nuestra relación peculiar. Parecía que Emma y yo tuviéramos que ser las mejores amigas. Y, de hecho, todo en nuestra amistad resultaba idóneo para que así fuera. Sin embargo, ese momento no acababa de llegar nunca. Aunque los acontecimientos y las personas de nuestro alrededor nos empujaban la una contra la otra, existía una resistencia por parte de ambas a ocupar el mismo lugar.

—Gracias —le contesté mientras le agarraba una mano—. Estás muy guapa. ¡Hacía mucho que no te veía!

—Sí, es que ya casi no estoy en el castillo —me dijo, sin parar de sonreír—. Estoy planteándome volver a Venon. Desde que Anscar localizó la isla, solo le importa una cosa. Así que, por el momento, mi vida no está en juego.

—Además —añadió Carlota, que acababa de añadirse a la conversación—, ahora puede defenderse.

No pude evitar que se me sonrosaran las mejillas. Recordaba de qué forma habíamos convencido a Carlota para ingresar en la Hueste y así ayudarnos a capturar el fragmento de golem con el que resucitar a Feyrian. Olvidamos mencionar que Emma no tenía poderes, por lo que desconocía en qué momento había descubierto la triquiñuela.

—Perdón —me disculpé con Carlota. No había nada más que pudiera decirle.

—No pasa nada, Ada. En tu lugar, habría hecho lo mismo.

Y así se zanjó el tema. No volvimos a mencionarlo ni —al menos yo— a pensar en él.

—Por cierto —añadió Emma—, sobre mis habilidades para defenderme yo solita, he de admitir que estoy más en forma que nunca.

Las dos chicas se miraron con complicidad.

—Entrenamos casi cada tarde —alegó Carlota—. ¿Sabes el bosque de detrás de tu casa? Es genial para que nadie nos vea. Por allí no pasa ni un alma.

Tenía razón. Jonás hablaba con mis padres, de espaldas a nosotras. Eché de menos verle la cara mientras recordaba las innumerables tardes consumidas junto a él en aquella porción de naturaleza.

—Me encantaría acompañaros algún día —dije suspirando mientras soñaba despierta.

No hacía ni un año de aquellos entrenos. Habían sucedido tantas cosas desde entonces que a mi memoria le resultaban lejanos y escurridizos como estrellas fugaces.

—Quizá cuando nazca el bebé —aventuró Emma con cautela.

Nuestro futuro era incierto; no solo el de los invitados de mi fiesta, sino también probablemente el de la raza humana. Aun así, quería pensar que aún podía hacer planes a largo plazo

—Ojalá. —Le contesté con tanta verdad en la voz que hasta a mí me asustó la intensidad de mis palabras.

—¿Sabes qué? —me preguntó Carlota para aligerar un poco el ambiente—. La semana pasada también fue el cumpleaños de Emma.

—¿En serio? Perdón por no acordarme. —Me sentí fatal al instante por estar celebrando el mío, cuando a ella ni siquiera la había felicitado—. Felicidades.

—No pasa nada, Ada —me contestó muy calmada—. No se acordó nadie. Hay cosas más importantes en las que pensar que en un estúpido cumpleaños.